Harmony

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Capítulo 7 » Capítulo 8

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Capítulo 8

Buenos Aires.

Argentina.

Martes Nov./11/2036

Wicca +46

 

Bill intentó incorporarse pero las ataduras lo impidieron.

—¿Dónde estoy? —Preguntó al cabo de unos minutos.

Tenía miedo y a pesar del tiempo transcurrido, no conseguía acostumbrarse a la oscuridad. Nunca lo haría.

Una voz con un fuerte acento respondió en inglés.

—En el sótano de mi casa, en Buenos Aires.

—¿Quién es usted?

Bill dio un tirón con el pie. Las correas que le mantenían atado a la cama parecían firmes. 

—Mi nombre es Ramón Pomares.

—¿Por qué estoy atado?

Ramón miró al americano.

Había resultado fácil hacerse con él.

Bastaba hacer una visita a un Centro de Contención con unas cuantas botellas para conseguir cualquier cosa. Las instalaciones estaban tan saturadas que nadie llevaba el control.

—He tenido que pagar con un montón de vodka para sacarlo del agujero en el que estaba. Deje de quejarse.

Bill no estuvo seguro de haber comprendido la respuesta.

—Me siento confuso —Murmuró.

—¿Recuerda cómo llegó aquí?

—¿A este lugar?

—Me refiero a Argentina.

Bill trató de recordar.

—¿Podría, por favor, aflojar un poco estas correas?

Ramón se mantuvo unos segundos en silencio, dubitativo.

—No voy a ir a ninguna parte. —Insistió Bill.

Pomares liberó un poco la presión de las ataduras.

—Es usted americano. ¿Cómo se llama?

—Bill Walsh.

—Muy bien señor Walsh. ¿Cuál es su historia?

Bill no tenía ganas de hablar.

—¿Por qué me retienen? ¿Dónde está el Teniente Hill?

—No conozco a ningún teniente. Estaba usted sólo cuando le saqué del Centro de Contención.

Bill hizo un esfuerzo por recordar.

—El Centro de Contención…

Repetir aquellas palabras hizo que se formara en su mente la imagen de un lugar asfixiante, de paredes toscas y atestado de gente desesperada.

—No fue tarea fácil traerle a mi casa.

Bill movió la cabeza aletargado.

—El día que murió Kate…

Ramón Pomares hizo un gesto que Bill no pudo ver.

—Espere un momento. Empiece desde el principio. ¿Le importa si tomo algunas notas?

Bill frunció el ceño extrañado.

—¿Notas?

—Me gusta documentar las historias de la gente que traigo a casa.

—¿Por qué estoy atado?

—Las respuestas llegarán a su debido tiempo. Pero antes, por favor, continúe. ¿Quién es usted señor Walsh?

Bill meditó la respuesta.

—Parece que han pasado mil años. Trabajaba en el New York Times. Tenía una vida sencilla, sin sobresaltos.

Pomares dejó de escribir, sorprendido.

—Yo soy redactor jefe en el diario Clarín.

Bill enarcó las cejas.

—Deje entonces que le vuelva a preguntar. ¿Por qué me retiene? ¿Qué espera obtener? ¿Un rescate? No valgo nada. No tengo a nadie. —Dijo Bill recordando a Kate con una punzada de dolor.

Ramón Pomares soltó una carcajada.

—No se trata de un secuestro.

—¿Entonces que es usted? ¿Un psicópata?

Ramón volvió a reír.

—Tiene sentido del humor. Me cae bien señor Walsh.

—Suélteme. Se lo ruego.

—No haga más difíciles las cosas.

Bill suspiró.

—¿Qué le ha pasado en los ojos? —Preguntó Pomares observando la venda que cubría el rostro de Bill.

—Ringo me hizo esto. —Respondió Bill amargamente.

—¿Ringo?

—Un monstruo. —Dijo Bill.

Pomares seguía tomando notas en un cuaderno.

—La mayoría de los norteamericanos que llegan a Argentina estos días lo hacen por mar. ¿Es éste también su caso?

—Fuimos secuestrados en México y llevados a Colombia donde servimos de rehenes para un narcotraficante. Es una larga historia.

Pomares asintió.

—Tengo muchas libretas.

Bill giró la cabeza en la dirección de la que provenía la voz.

—¿Por qué hace esto?

Ramón Pomares respondió.

—Cuando todo esto pase, la gente querrá saber la verdad.

Bill no pudo contener la risa.

—No tiene ni idea de lo que está diciendo.

Ramón se revolvió incómodo en la silla, frente a Bill.

—¿A qué se refiere?

—¿Sabe algo señor Pomares?

Ramón aguardó expectante.

—Ya no hace falta ningún virus. Nosotros mismos nos encargaremos de terminar con todo.

—Prefiero mantener la esperanza.

Bill asintió irónico.

—No se preocupe, pronto tendrá ocasión de perderla.

Pomares dejó de escribir.

—Así que Ringo le hizo eso en los ojos.

—Él está muerto. Yo sigo aquí.

—Le aconsejo que colabore. Las cosas están mal ahí fuera.

Bill asintió.

—Y se pondrán cada vez peor. ¿Qué ha dejado de funcionar?

Ramón enumeró la larga lista.

—Las escuelas, las universidades, la administración pública, la recogida de basuras… Hay disturbios casi todos los días. La policía y los hospitales están desbordados.

—Pronto entrará en juego el ejército. —Dijo Bill.

Ramón Pomares apuntó las palabras de Bill en su cuaderno de notas.

—¿Quién es Kate? Antes la mencionó.

—Kate…

Ramón supo que había tocado un tema sensible.

—¿Por qué estoy atado? Puedo contarle todo sin necesidad de esto. —Dijo Bill tirando con fuerza de las correas.

Pomares se levantó.

—No se equivoque, señor Walsh. La charla sólo hace que la situación sea más amable.

Bill dio una patada contra los barrotes de la cama.

—¡No soy nadie! Sólo un hombre ciego, débil, cansado de huir.

Ramón Pomares se acercó al americano que sollozaba abatido.

—¿Qué quiere de mí? —Preguntó Bill con voz temblorosa.

El argentino clavó la vista en el rostro demacrado del hombre que acababa de comprar por unas cuantas botellas de aguardiente.

—La sangre. Por supuesto.

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Miércoles Nov./12/2036

Wicca +47

 

Bill intentó levantarse pero las correas que sujetaban brazos y piernas a la cama seguían ahí. Además, se encontraba muy débil.

Aunque no podía verla, una bolsa de suero iba dejando caer lentamente su contenido en el torrente sanguíneo.

Poco a poco, gota a gota.

Bill palpó con cuidado la aguja.

—¿Le molesta?

La voz de Ramón Pomares se abrió paso a través de la oscuridad.

—Si… ¿Qué me está haciendo?

—Si se estuviese quieto de una vez…. —Dijo la voz ajustando la vía.

—¿Qué hora es? ¿Qué día es hoy? —Preguntó el americano.

—Es normal que sentirse débil y desorientado. Anoche tuve que sacar bastante.

Bill tardó en procesar el significado de la frase.

—¿Por qué? ¿Qué hace con mi sangre?

Ramón volvió a sentarse junto al borde de la cama. La luz mortecina del sótano acentuaba la palidez en el rostro de su interlocutor.

—Quisiera que terminara el relato. ¿Qué pasó en Colombia, señor Walsh?

El rostro burlón de Ringo surgió de las tinieblas.

—Entiendo que no quiera hablar. Quedarnos aquí en silencio también es una opción.

—Ringo quiso llegar a un acuerdo con el Mayor Slinger. Un pacto para dividirse el control de una enorme extensión de selva.

—¿Qué ocurrió? —Quiso saber Pomares.

—Ringo me envió al campamento de Slinger. Yo debía exponer las bondades de su propuesta. Kate quedó retenida.

—Háblame de ella.

Bill intentó, una vez más, visualizar el rostro de la joven, recuperar su expresión risueña desde la oscuridad en la que vivía desde que Ringo quemara sus ojos.

—Preferiría no tener que hacerlo. —Contestó secamente.

—Muy bien. —Dijo Pomares. —¿Qué pasó con esa propuesta?

—Slinger mintió. Lo que iba a ser una misión de rescate se convirtió en un amigable encuentro entre dos miserables sin escrúpulos.

—¿Qué ocurrió entonces? —Preguntó Ramón tomando nota.

—Un hombre de Ringo caído en desgracia llegó hasta mí desde la selva. Tenía una granada.

—Comprendo.

—Liberamos a Kate y yo realicé los disparos que le permitieron llegar hasta Ringo. Se escuchó una explosión. Aprovechando la confusión, Kate y yo salimos de allí. —Dijo Bill tosiendo.

Ramón observó al americano.

El esfuerzo por rememorar aquellos acontecimientos le estaba resultando agotador.

—Suficiente por hoy. Será mejor que descanses. Esta noche tenemos que hacer otra extracción.

Bill respiró profundamente.

—No. Cuanto antes acabemos con esto, mejor.

Ramón abrió de nuevo el cuaderno.

—Te escucho.

—Conduje toda la noche, sin rumbo, a través de la espesura.

—¿Qué pasó en el atentado?

Bill no hizo caso de la pregunta.

Su mente estaba en otro lugar.

—Por la mañana, llegamos a un claro. Había una cabaña y un viejo delgado, de mirada desagradable. Nos  apuntaba con una escopeta. Kate, confiada, bajó del coche.

Ramón dejó de escribir.

—Recibió un disparo en la cara. Sin mediar palabra.

—Los siento. —Dijo Ramón

—La fuerza del impacto destrozó el rostro más hermoso que haya visto nunca.

—Lo siento mucho, Bill.

—Yo salí corriendo mientras un segundo disparo impactaba en el pecho de la joven que había jurado proteger.

Ramón llenó un vaso de agua y lo acercó a los labios de Bill.

—Bebe. Te sentará bien.

—Estuve un tiempo perdido. Deambulé por la selva, hasta que los hombres de Ringo me encontraron.

—Entonces la granada falló. —Dijo Pomares.

—La explosión sólo mató al Mayor Slinger. Ringo ya no tenía con quien negociar. Los americanos nunca creerían lo ocurrido así que la situación para él, no podía ser más desastrosa.

Cuando me arrojaron a sus pies, estaba realmente enfadado.

—¿Cómo pudo sobrevivir?

—Arquímedes, si hombre de confianza, se interpuso entre Ringo y la explosión.

Ramón asintió.

—¿Qué ocurrió a continuación?

—Bill. ¿Dónde está Kate?  —Me preguntó. —Muerta. —Contesté.

Pomares pasó un pañuelo por la frente de Bill. Estaba perlada de sudor.

—Ringo quería saber de mi participación en el atentado. Le dije que no había visto nada. —Continuó diciendo Bill con la voz entrecortada.

—Supongo que no te creyó.

—¿Estás seguro? —Dijo.

Bill paró un momento para coger aliento.

Ramón aguardó pacientemente hasta que el americano pudo continuar.

—¿Conoces la historia de Miguel Strogoff? – Preguntó Ringo colocando la hoja de un machete sobre las brasas.

El argentino sintió un escalofrío.

—No es necesario que sigas.

Las lágrimas corrían por rostro de Bill.

—Yo grité… Supliqué… Juré que nunca intentaría escapar…

—Bill…

—Claro que no… —Dijo. —Claro que no…

Ramón quería acabar la conversación.

El sufrimiento de aquel hombre le conmovía.

—Bill… —Dijo mientras aflojaba las correas. – Déjalo ya. Me gustaría que conocieses a alguien.

Bill guardó silencio. Los recuerdos le asaltaban. Volvían a torturarle.

—Kate… —Murmuró.

Ramón salió de la estancia. 

Bill, sumergido en la oscuridad intentó recomponerse.

Al cabo de unos minutos, el chasquido seco de una cerradura al fondo de la habitación le sobresaltó.

Unos pasos cortos y ligeros precedieron a una voz suave de acento melodioso.

—¿Señor Walsh? ¿Se encuentra usted bien?

Bill movió un poco la cabeza.

La chica hablaba despacio.

—He venido a darle las gracias. Mi padre dice que es usted especial.

—¿Kate?… ¿Eres tú?…

Bill se sentía muy confuso.

—Por favor, no se altere. Intente descansar.

—Oh Dios mío… ¿Podrás perdonarme? No pude hacer nada.

La joven pasó un paño húmedo con delicadeza por el rostro ardiente del americano.

—Lo siento. Lo siento tanto…

La chica desató las correas y guió las manos del hombre ciego hasta su rostro. Bill palpó cada rincón. Primero los pómulos, luego recorrió la nariz delgada, el mentón pronunciado… Tocó febrilmente con los dedos unos labios carnosos y pequeños.

—Kate…

Ramón Pomares dijo algo desde la puerta.

—Señor Walsh. Es mi hija.

Bill retiró las manos del rostro de la joven.

—Se llama Cecilia.

 

 

 

 

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Jueves Nov./13/2036

Wicca +48

 

El doctor Méndez recibió a Ramón Pomares flanqueado por guardaespaldas en su ático de la Avenida Cerviño.

—¡Ramón! ¡Me alegra verte! —Exclamó el cirujano. —¿Qué traes?

Ramón abrió la mochila.

—Dos bolsas.

Méndez sopeso el contenido, lo miró al trasluz y concluyó.

—Serán diez pastillas.

Pomares observó al cirujano que volvía a subir el precio de la transacción.

Se conservaba bien Méndez para la edad. Piel bronceada, cabello blanco, semblante donjuanesco y cuidado bigote.

—Ese no es el trato. —Afirmó Ramón molesto.

Méndez puso cara de circunstancias.

—Si no te interesa, ya sabes…

Ramón intentó negociar.

—Estás doblando el precio. Es abusivo.

—Tendrás que traer más.

—No es fácil de conseguir.

—Me aseguraste que cumplirías. He invertido una fortuna para acondicionar tu casa. —Respondió Méndez dirigiéndose el mueble bar. —¿Te apetece tomar algo?

Pomares estiró un poco el cuello.

—No. Gracias.

Méndez se sirvió un vaso de whisky sin hielo.

—Diez pastillas, Pomares. O lo tomas, o lo dejas.

—Quince.

—He dicho diez. Es tu hija, no la mía.

—Cecilia… —Murmuró Ramón desalentado.

—Tú dirás.

—Muy bien. Diez pastillas.

Méndez asintió, dio otro trago e hizo una señal a uno de sus hombres que apareció al cabo de unos segundos con lo acordado.

—Tienes mal aspecto, Pomares.

—He tenido que dar un rodeo. Las calles de Buenos Aires se han convertido en una locura. Las bandas están por todas partes.

—Por eso me rodeo de estos señores. —Dijo Méndez señalando a sus hombres armados.

—¿Cuánta más sangre necesita?

—Toda la que puedas traer. Esta tarde tengo a un muchacho, herido de bala. Su madre es la viuda de un antiguo alto cargo en el ministerio. ¿Crees que querrá pasar la noche conmigo si le salvo la vida al chico?

A Pomares se le revolvieron las entrañas.

—No me mires así. En estos días en los que el dinero empieza a servir de poco, ¿Cómo debería cobrar mi trabajo? ¿Te pregunto yo de donde sacas la sangre que intercambias por las medicinas de tu hija? No lo hago. No es asunto mío.

Ramón se tomó un momento para reflexionar.

—Nunca se sabe hasta dónde estamos dispuestos a llegar. —Dijo.

Méndez sonrió.

—Muy cierto, amigo mío. Espero verte de nuevo cuanto antes.

Ramón asintió.

—Hasta dentro de un par de días.

Ramón bajó por las escaleras y volvió a casa sorteando los grupos de gente que deambulaban sin rumbo por la ciudad. Se trataba en su mayoría refugiados sin nada que hacer subsistiendo gracias a la caridad y las precarias ayudas del gobierno. A veces podían ser peligrosos.

—¿Cuánta gente ha llegado últimamente a Buenos Aires? ¿Cientos de miles? ¿Millones de personas?… Imposible saber. —Reflexionó mientras apretaba el paso.

En casa, Cecilia destapó el caldero para embriagarse con el aroma del caldo que llevaba casi una hora cocinando a fuego lento. Revolvió un poco, probó con la cuchara y asintió satisfecha.

—No está mal. —Se dijo.

Su padre entró con cara de pocos amigos.

—¡Papá! —Exclamó la joven. ¿Qué ocurre? ¿Estás bien?

—Sólo he podido conseguir diez pastillas. —Respondió Ramón poniendo el medicamento sobre la mesa.

Cecilia sonrió.

—Encontraremos más voluntarios. ¿Cuando se marcha el señor Walsh?

Ramón puso cara de circunstancias.

—Pronto. No te preocupes, yo me encargo.

—Es un buen hombre. ¿No crees que haya donado bastante?

—Tú no te preocupes por esas cosas. ¿Me harás ese favor?

Cecilia asintió pero no estaba de acuerdo con su padre.

El americano era especial.

—Tiene dentro lo mismo que yo. —Pensó.

Cecilia apagó el fuego y retiró el caldero con la sopa de verduras.

—Estaré bien. —Dijo la joven.

—¿Puedo? —Preguntó Ramón señalando la sopa recién hecha.

—Claro. Yo me iré a acostar. —Respondió su hija.

Ramón entró en el sótano sujetando un cuenco caliente y su cuaderno amarillo. El americano, al fondo, tendido sobre la cama, dormitaba con la cabeza recostada sobre un par de almohadones. Su aspecto distaba mucho de ser el de de un hombre que fuera a recuperarse.

—He traído algo de comer. Tienes que recuperar fuerzas. —Dijo Ramón.

Bill se llevó la mano a la venda que le cubría los ojos. Era un gesto que siempre hacía al despertar.

—Gracias. —Murmuró.

Ramón cogió la cuchara y aprovechó para hablar un rato mientras le daba de comer.

—Háblame de Wicca, Bill.

—Sé lo mismo que todos.

—Pero has pasado por ello.

—Hice las maletas y dejé atrás Nueva York. Igual que harás tú, llegado el momento.

Ramón se imaginó abandonando Buenos Aires con su hija enferma. Enseguida apartó el pensamiento de su mente.

—No existe virus capaz de matar a tanta gente y propagarse tan rápido. —Reflexionó el argentino.

—Esa cosa no deja supervivientes. Sólo es una cuestión de tiempo. También llegará aquí.

—¿A dónde voy a ir? Cecilia está enferma. Su corazón necesita las pastillas. No tienes ni idea de lo que me cuesta conseguirlas.

—Eso no es asunto mío. —Respondió Bill con dureza.

Ramón dejó la taza de sopa en una mesilla junto a la cama.

—Te equivocas.

Bill no pudo evitar una sensación de tremenda desgana.

—No creo. —Murmuró.

—Mi hija tiene el mismo mal que su madre. Una enfermedad congénita del corazón. A Marta, no pude salvarla.

—Pero a Cecilia sí. ¿Sabe ella lo que estás haciendo?

Pomares se revolvió incómodo en la silla.

—Como bien dijiste, no es asunto tuyo.

—Por favor, déjame solo. —Respondió Bill cansado de la conversación.

—Hago lo que tengo que hacer. ¿Crees que disfruto con esto? ¡Pero sólo tiene veinte años! —Confesó Ramón angustiado. —¿Tienes hijos, Bill?

—No tengo a nadie.

—Entonces, cierra la boca. —Respondió Ramón.

—Pensé que moriría en Colombia… —Rememoró Bill. —Pero Ringo me ató una cadena al cuello y me dio de comer como a un perro. Eso es en lo que me convertí. En un perro flaco y ciego.

Ramón suspiró profundamente.

—Siento que lo hayas pasado tan mal.

—Ahora sólo estoy cansado. —Se lamentó Bill con tristeza. —Y supongo que este lugar es mejor que la jaula donde dormía.

—¿Cómo conseguiste escapar? —Quiso saber Ramón.

—El teniente Hill se encargó de sacarme de allí. Los hombres de Slinger vengaron al mayor sin contemplaciones. Los helicópteros llegaron de noche. En poco tiempo todo hubo acabado. Ringo recibió un disparo en la cabeza. A mí me encontraron en la perrera.

—Dios mío.

—El teniente Hill se hizo cargo de mí. El ejército cuidó mis heridas y cuando Wicca llegó también a la selva, me subieron en el último avión que salía rumbo a Buenos Aires.

—¿Qué ocurrió con el teniente Hill?

—La aeronave fue requisada por las autoridades nada más aterrizar. Luego nos llevaron a un Centro de Contención. Allí perdí la pista del hombre que me sacó del infierno. El resto ya lo conoces.

Cecilia entró sin avisar.

Su voz aflautada llegó a los oídos de Bill.

—Quería dar las buenas noches al señor Walsh.

Ramón se levantó sorprendido.

—Hija, no deberías bajar aquí.

—Sólo quiero ser amable. ¿Puedo? —Preguntó acercándose a la cama.

Bill escuchó los pasos de la joven al acercarse.

Los dedos de la muchacha acariciaron su cabello con ternura.

—No se preocupe, señor Walsh, pronto se recuperará.

Bill sintió un nudo en la garganta.

—Cecilia… —Murmuró Ramón.

—Ya me voy, Papá. Que descansen.

—Buenas noches. —Musitó Bill en español.

Ramón se quedó mirando a su hija.

Cuando ésta se hubo ido, el argentino cogió la mano de Bill, la apretó con fuerza y habló.

—Mañana haré la última extracción.

Bill asintió desde la oscuridad.

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Viernes Nov./14/2036

Wicca +49

 

Ramón Pomares guardó las bolsas de sangre en la mochila.

—Hasta siempre. —Susurró al oído de un Bill Walsh adormilado.

El argentino cerró la puerta de seguridad e introdujo la contraseña en el panel digital.

Los cerrojos sellaron la estancia con un chasquido.

Cecilia esperaba en el recibidor.

—¿Sales?

—Si. —Respondió Ramón. —Quisiera pasar un momento por el periódico. Luego iré al hospital. Necesitaremos más voluntarios.

La joven asintió.

 

***

 

Cecilia nunca quiso saber dónde encontraba su padre a las personas que pasaban unos días con ellos en el sótano. Habitualmente eran ancianos o vagabundos. Un día, unos operarios vinieron a casa y lo prepararon todo. El sistema de seguridad, la cama articulada, el instrumental, las correas… Dijeron trabajar para el gobierno.

—La escasez en los hospitales nos obliga a recurrir a particulares. —Afirmó el hombre que los dirigía. —Su padre ha sido muy amable al colaborar con esta iniciativa. —Concluyó.

La joven enarcó las cejas.

—El doctor Méndez nos va ayudar con tu medicación. —Afirmó Ramón.

—¿Cómo vamos a pagar todo lo que hay en el sótano? —Preguntó más tarde Cecilia.

—No te preocupes por eso, hija.

—Papá, ¿Quién es ese hombre? ¿Estás seguro de lo que estás haciendo?

Ramón Pomares miró a su hija incómodo.

—Méndez es un hombre con muchos recursos. Le conocí hace unos meses, a raíz de un reportaje sobre sanidad que preparábamos en el periódico. Eso es todo lo que necesitas saber.

—Pero…

—¡Necesitas las pastillas! —Exclamó su padre exasperado.

A partir de aquella noche, no hubo más preguntas.

Los voluntarios sólo pasaban unos días en casa. Luego el sótano se quedaba vacante por un tiempo, hasta la llegada de otra persona.

 

***

 

En el recibidor Cecilia no pudo evitar preguntar.

—¿Cuando se marchará Bill?

Ramón acarició el rostro de su hija.

—Se fue anoche. Me pidió que te despidiese.

—¿Anoche? ¿Tan débil como estaba?

—Ha vuelto donde debe estar, con los americanos.

Cecilia se entristeció.

—¿Podré verle antes de que abandone Buenos Aires?

Ramón Pomares cogió el paraguas y un abrigo. Fuera hacía frío.

—No debes salir.

—¡Llevo semanas encerrada!

—Muy bien, te prometo que iremos a visitarle. —Concluyó Ramón nervioso.

Cecilia se sintió más reconfortada.

Ramón salió de casa y encaminó sus pasos hacia las oficinas de Clarín.

Hacía tiempo que el periódico ya no publicaba. No obstante, Ramón iba de vez en cuando.

—Algún día tendrán que retomarlo. —Se decía.

Encontró la redacción desierta.

 

***

—Es imposible seguir en estas condiciones, Ramón. —Le confesó el director. —Márchate tú también.

—De acuerdo, pero vendré de vez en cuando.

—Como quieras. —Dijo el máximo responsable del periódico mientras recogía sus cosas.

 

***

Ramón deambuló sin rumbo por las oficinas. El edificio estaba vacío y algunas puertas habían sido forzadas.

—Saqueadores. —Pensó con tristeza.

Al doblar una esquina, la luz parpadeante de un terminal llamó su atención.

El monitor estaba agrietado y al teclado le faltaban algunas piezas pero funcionaba.

Ramón Pomares accedió a la plataforma de edición online.

El sistema tardó una eternidad en cargar las plantillas pero finalmente, consiguió acceso.

La portada del periódico llevaba semanas sin actualizar.

—El Presidente Wilkinson anuncia ultimátum desde Luisiana. —Leyó.

Ramón ejecutó los comandos de edición.

Borró todos los contenidos y escribió tan dos palabras:

EL FIN.

 

***

 

En casa, Cecilia intentó distraerse leyendo un libro. No podía dejar de pensar en Bill.

—Estaba tan débil. ¿Cómo ha podido papá dejarle marchar sin más? —Musitó.

El reloj de pared en el salón dio la una de la tarde.

—Tengo que saber más. —Resolvió la joven antes de levantarse para hacer algo de comer.

 

***

Después de dejar atrás las oficinas del periódico, Ramón volvió a subir caminando los catorce pisos hasta llegar al ático del doctor Méndez.

—Pensé que hoy no vendrías. —Dijo el cirujano irritado.

—Ya dije que cada vez resulta más difícil.

—¡Basta de excusas, Pomares!

—Aquí hay dos bolsas más.

El doctor Méndez negó con la cabeza.

—No es suficiente.

—No tengo más.

—Muy bien. Cinco pastillas. —Dijo Méndez.

—¡No puede hacer eso!

—Claro que puedo. Consigue más sangre. —Dijo el cirujano acariciándose el bigote.

—¡Es imposible!

Joaquín Méndez contempló con desprecio al hombre que tenía delante.

—Esta tarde tengo una operación importante. Un militar americano.

—¿Qué militar?

—Lo acuchillaron anoche en el Centro de Contención. Tiene un pulmón en mal estado. Necesito sangre.

—No puedo hacer más. ¡Me importa bien poco quien sea ese americano! —Dijo Ramón desesperado.

—A mí sí que me importa. El teniente Hill pagará lo que sea con tal de salvar la vida. He pedido a sus hombres una fortuna en armas.

Ramón sintió un escalofrío.

—Creo que será mejor que me vaya.

—Estas dos bolsas no son suficientes.

—¡No tengo más sangre!

Méndez hizo un gesto a uno de los gorilas que le acompañaban.

  El matón dio un golpe seco en la nuez de Pomares que cayó desplomado al suelo.

—Claro que la tienes. Llevadle al quirófano. —Sentenció el doctor acariciando el pomo de marfil de su bastón.

 

***

 

Mientras tanto y a varias manzanas de la Avenida Cerviño, Cecilia bajó las escaleras del sótano.

La luz roja de la puerta de seguridad brillaba en la oscuridad.

—Está cerrada. —Murmuró.

Intrigada, marcó su fecha de nacimiento en el panel.

Acceso denegado.

—¿El cumpleaños de Mamá?

Acceso denegado.

La joven no se desanimó.

Subió hasta el despacho de su padre y rebuscó entre los cuadernos amarillos.

—Tiene que estar aquí. Te he visto apuntar las claves, papá. —Musitó.

Un listado de contraseñas apareció en la contraportada de la última libreta.

—La última es 632548.

Cecilia bajó corriendo al sótano.

La puerta se abrió dando paso a la habitación que estaba a oscuras. La joven entró y dio un respingo al escuchar el cierre automático de la puerta tras de sí.

—632548. 632548. 632548. —Repitió varias veces, temerosa de olvidar la combinación.

Su mirada tardó un poco en acostumbrarse a la oscuridad. A la derecha, en la pared, estaba interruptor de las luces.

El blanco de los fluorescentes inundó la estancia.

Al fondo, sobre la cama, había un cuerpo.

Cecilia se acercó lentamente temiendo lo peor.

Para cuando pudo distinguir el rostro inerte de Bill, le costaba respirar.

Cayó de rodillas y tomó el brazo del americano, que colgaba sin vida del borde de la cama.

—Bill… Bill… ¿Qué ha pasado?

A Cecilia le pareció que su corazón se aceleraba.

—Calma. Mantén la calma. – Se dijo.

Un sudor frío le subió por la nuca.

—Respira.

Una terrible angustia se apoderó de ella. 

—¡Sal! ¡Tienes que salir de la habitación! —Pensó histérica.

La joven corrió hacia la puerta cerrada.

—¡632548!

Pero antes de llegar, todo quedó repentinamente a oscuras.

—¡No! ¡No! ¡Dios mío! —Exclamó.

Cecilia golpeó el panel apagado.

—¡No! ¡No!

Sollozando se acurrucó contra la pared.

La oscuridad en la habitación era absoluta.

—Papá vendrá pronto. —Se dijo. —Él me sacará de aquí.

Cuando llegó la madrugada, Cecilia comenzó a gritar.

 

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Sábado Nov./15/2036

Wicca +50

 

El doctor Méndez entró en el despacho de Ramón Pomares.

Había un cuaderno amarillo abierto sobre el escritorio.

El cirujano recitó el código de seis dígitos en voz alta.

—632548. Vete con los muchachos al sótano y empieza a recoger.

—Muy bien, Don Joaquín —Respondió Lucho.

—No quiero cabos sueltos.

—No señor. Descuide, nos ocuparemos de todo.

Un fuerte olor a quemado proveniente de la cocina impregnaba toda la casa. 

El cirujano sacó un pañuelo blanco, impoluto, del bolsillo interior de su chaqueta y se lo acercó a la nariz.

—¿Puede alguien abrir las ventanas?

La balda superior de la estantería junto al escritorio estaba llena de cuadernos. Méndez fue leyendo nombres.

—Félix Lozano, Silvia Márquez, Julio Quevedo… ¿Qué es todo esto? —Se preguntó el cirujano.

El último título llamó su atención.

—Ramón Pomares.

Méndez abrió la libreta.

Las páginas estaban repletas de titulares.

—Apuñala en la cara a un compañero por una disputa doméstica.

 

- Detenida una cuidadora por estafar más de un millón de pesos a una anciana de ochenta y seis años.

 

- Muere el niño de tres años atropellado por un conductor que se dio a la fuga.

 

- Más crímenes en la capital: Asesinan a balazos a tres hombres en menos de seis horas.

 

- Le robó la camioneta y lo ejecutó a sangre fría.

 

- El brutal asalto a una mujer por parte de su marido la deja desfigurada.

 

- Mataron a golpes a su hijo de un año y diez meses porque les rompió la TV.

 

- Detienen a cuatro hermanos por torturar y matar a un chico de 17 años.

 

- Secuestran a una adolescente al salir de la escuela y la violan en un baldío.

 

- Estado grave de la joven embarazada acribillada a balazos.

 

- Detienen a un hombre de 62 años acusado de abusar de sus cinco hijas.

 

- Varios alumnos violan a un niño de diez años.

 

- Cortan la cabeza con un machete a un joven de 19 años.

El doctor movió la cabeza extrañado.

—¿A quién se le ocurre llevar un registro así? —Pensó.

Méndez pasó rápido las páginas hasta la última entrada.

—Alerta OMS: Enfermedad mortal se extiende con rapidez desde el norte.

 

Debajo, en rojo y con grandes caracteres Pomares había dejado algo escrito.

—LO MERECEMOS —Musitó Méndez.

 

Lucho entró de nuevo en el despacho.

—Disculpe, señor.

—¿Qué hay? —Respondió el doctor poniendo el cuaderno de nuevo en la estantería.

—Ya hemos terminado. Hay dos cadáveres en el sótano. Una chica y un hombre de ojos vendados.

El cirujano no quiso más complicaciones.

—Deshazte de ellos.

—Muy bien.

—Lucho.

—Diga, Don Joaquín.

—Antes de irte, lleva estos cuadernos a casa. —Ordenó Méndez señalando la estantería.

—No se preocupe. ¿Algo más?

—Te veo luego.

 

***

 

Lucho había trabajado durante un tiempo como celador del Hospital Italiano de Buenos Aires donde sus compañeros le describían como “un tipo desagradable y mal encarado.” Cuando las cosas comenzaron a complicarse recibió una oferta que no pudo rechazar.

—A partir de ahora, trabajarás para mí. – Dijo el doctor Méndez en el aparcamiento.

 

Lucho encendió un cigarrillo y respondió con una mirada burlona.

El cirujano continuó.

—Vivirás en mi casa. Donde yo voy, tú vas. Si aceptas, nunca más tendrás que preocuparte por nada.

El celador aceptó y Méndez cumplió su palabra.

 

Lucho no tenía que preocuparse por nada.

 

***

 

La luz fluorescente del sótano en casa de Pomares comenzó a parpadear.

—Será mejor que me de prisa antes de que llegue otro apagón. – Pensó Lucho.

El sicario extendió las bolsas negras sobre el suelo del sótano y miró el cadáver del hombre. Tenía el gesto torcido.

—Mala suerte, muchacho. —Murmuró mientras abría la cremallera.

En cuanto hubo terminado, Lucho dirigió su atención a la chica.

El cuerpo de Cecilia estaba apoyado contra la pared y tenía los ojos muy abiertos.

—Eres una joven muy bonita. —Dijo. —¿Qué llevas puesto? —Pensó acercándose despacio.

 

Lucho se tomó su tiempo.

Le hubiese gustado hacerlo más despacio pero las luces fluorescentes parpadearon de nuevo.

—Será mejor que nos demos prisa. —Murmuró besando los labios sin vida de la joven.

 

 

 

Buenos Aires.

Argentina.

Domingo Nov./16/2036

Wicca +51

 

El doctor Méndez recibió la llamada de Doña Matilde temprano por la mañana. Durante el transcurso de la conversación ella, por supuesto, se quejó de lo mal que estaba todo. Protestó por los apagones, por la escasez de alimentos y por la creciente inseguridad en las calles de la capital.

—La culpa la tienen todos esos refugiados. —Dijo.

—Estoy completamente de acuerdo. —Respondió Méndez.

La viuda del ministro Carrión no paraba de hablar.

—Todos esos extranjeros. ¡Van a arruinar Argentina!

—Son tiempos complicados, Doña Matilde.

—Precisamente por eso te llamo, Joaquín.

El Doctor Méndez puso cara de circunstancias y se dispuso a escuchar. 

—Necesito que hagas algo por mí.

El cirujano asintió.

—¿De qué se trata?

—Hay un amigo de la familia que necesita que le eches una mano. Padece algunas afecciones.

—¿Algo grave?

—Riñón, arritmias, dolor de huesos…

—¿Qué edad tiene? —Preguntó Méndez.

—Debe rondar los sesenta.

—¿A qué se dedica?

—Augusto es un alto funcionario del ministerio. Le han nombrado director de uno de esos sitios horribles donde el gobierno mete a toda esa gente…

—¿Se refiere a un Centro de Contención?

—¿Podrás ayudarle, Joaquín? Necesita revisiones periódicas y las colas en los hospitales son insoportables.

—No se preocupe Doña Matilde. Déjelo de mi cuenta.

—Sabía que podría contar contigo.

 

***

 

Lejos del ático del doctor Méndez, Lucho descargó los tres fardos negros en la lancha y pilotó con cautela la embarcación entre los pastos altos hasta llegar a mar abierto.

Una ligera brisa acariciaba su rostro.

—Ni un solo barco en el horizonte. —Pensó extrañado.

El sicario paró la motora a una distancia más que respetable de la costa.

Antes de tirar los cuerpos al mar, abrió las cremalleras.

—Adiós, gringo. Triste final te dieron.

Con Ramón Pomares no fue tan amable.

—De haber sido un poco más listo, ahora no estarías aquí.

Por último, el pálido rostro de la muchacha le provocó una extraña sensación.

 

Lucho se estremeció al rememorar la noche que había pasado con ella.

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