Harmony

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Capítulo 7 » Capítulo 8

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—Adiós, niña hermosa. —Dijo humedeciendo con sus labios la boca fría de Cecilia.

Los cuerpos cayeron con un chapoteo al mar.

El ex celador encendió otro cigarrillo y volteó el timón.

—Volvamos a casa. —Murmuró.

 

***

 

Augusto Zabaleta llegó tarde a su despacho en el Centro de Contención del tercer distrito de Buenos Aires. Estaba contento. Doña Matilde había llamado temprano.

—Ya está arreglado. Se acabaron las colas en el hospital, Augusto. —Dijo. —Alguien irá a verte. Te dirán que debes hacer.

Augusto bendijo su suerte.

—Por fin podré ser atendido como Dios manda. —Pensó.

La puerta del despacho se abrió sin aviso previo.

—¡Por el amor de Dios! —Exclamó sobresaltado.

—Perdone que le moleste, Don Augusto. —Dijo el guardia de seguridad.

—¿Qué pasa ahora?

—Tenemos otro altercado.

Augusto frunció el ceño contrariado. ¿Es que aquella gente no podía comportarse?

—¿Otro más?

—Dos ucranianos. Le han dado una paliza a un interno.

—¿Ucranianos? —Preguntó el director.

El funcionario asintió.

Augusto se levantó contrariado.

—Menuda gentuza.

—Si señor.

—¿Es grave?

—No sabría decirle, señor. Quizás debería comprobarlo usted mismo.

El director refunfuñó, cogió la chaqueta y encaminó sus pasos hacia las puertas que conectaban al edificio administrativo con los módulos de internamiento.

El Centro de Contención no era oficialmente una cárcel aunque se parecía mucho. No había celdas pero todo el complejo estaba rodeado por una extensa valla provista de torres de vigilancia y alambradas.

Augusto avanzó entre los pasillos atestados de refugiados. Iba escoltado por los guardias de seguridad y el hedor era insoportable.

—¿Dónde demonios están? —Preguntó enfadado.

—Por aquí, señor. —Respondió uno de los custodios del primer módulo.

El cuerpo inconsciente de un joven apareció ante los ojos del director en uno de los patios. Junto al muchacho, había dos tipos de aspecto deplorable.

—¿Qué ha pasado aquí? —Preguntó Augusto.

—Ya ne rozumiyu.

 

- ¿Qué ha dicho?

Los guardias se encogieron de hombros.

—No hablamos ucraniano, señor.

—¿Y cómo carajo se entienden con ellos? —Preguntó Augusto asombrado.

—Como podemos, señor.

—Muy bien. —Concluyó Augusto. —Ya me he cansado de esta pantomima.

—¿Qué hacemos, señor?

—Dos semanas de aislamiento.

Las protestas de los dos hombres todavía resonaban en sus oídos cuando Augusto abrió la puerta de su despacho.

Dentro, un hombre de aspecto tosco le esperaba sentado en su sillón.

—¿Quién es usted? —Preguntó el director desconcertado.

Antes de que el extraño pudiese contestar, el conserje apareció de la nada profiriendo un mar de explicaciones.

—Mil disculpas, director. Le dije advertí de que estaba usted ocupado, pero insistió.

—Muy bien, yo me encargo.

—¿Quiere que llame a seguridad, Don Augusto?

—No será necesario, gracias. Por favor, cierre la puerta al salir.

El intruso tuvo el descaro de lanzar un beso volado al conserje antes de que éste se marchase.

—Un tipo encantador. —Dijo sin levantarse.

—¿Me va a explicar quién es usted?

—Me llamo Lucho. Creo que tiene usted un problema pendiente de resolver.

Augusto recordó la llamada de Doña Matilde.

—Si. —Dijo Augusto. —¿Qué tengo que hacer?

—Nosotros le proporcionaremos todo lo necesario.

—Necesito ansiolíticos. Hoy llevo un día horrible.

—Eso se puede arreglar.

Augusto se frotó las manos.

—A cambio, usted se encargará de realizar algunas tareas.

El director miró a su interlocutor extrañado.

—¿Tareas? ¿Qué clase de tareas? —Preguntó extrañado. Doña Matilde no había hablado de contrapartidas.

 

Lucho le miró de arriba a abajo con aire insolente para, a continuación, preguntar con tono despreocupado.

—¿Se marea usted con la sangre?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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