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Kate » Capítulo 2

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Capítulo 2

Ciudad de Nueva York. Nueva York.

Estados Unidos.

Martes Sept./30/2036

Wicca +4

 

Kate llevaba un buen rato observando el monitor cardíaco. La luz de la mañana entraba diáfana por las ventanas de la habitación 326 en el Hospital Monte Sinaí y aún así, la joven se sentía un aturdida y con pocas ganas de hablar.

La voz de su madre sonó apagada desde el aseo.

—Tranquila cariño, no te vas a morir.

Kate volvió la cabeza intentando sonreír.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque eres igual que tu padre y la mala hierba nunca muere. —Afirmó Annette sosteniendo un vaso de agua.

—Papá… —Dijo Kate.

—No ha podido venir. Cosas del trabajo. Como siempre.

—¿Qué me pasó? —Preguntó Kate bastante confundida.

—¡Te encontraron inconsciente en el despacho! ¡Sabía que algún día nos darías un disgusto con esa dieta que haces!

—…

—Si no llega a ser por tu compañero… ¿Hall?… ¿Wall?…

—Walsh… Bill Walsh… —Afirmó Kate tratando de incorporarse sobre el respaldo de la cama.

—Exacto. Bill Walsh. Un hombre encantador. Lástima que no sea abogado.

—¡Mamá!

—¿Has visto las flores que han enviado?

Kate echó un vistazo a la mesa auxiliar repleta de margaritas, tulipanes y gladiolos.

—Este ramo es de Bruce McKellen. —Apostilló Annette.

—Mamá… Por favor… —Volvió a decir Kate.

—Por Dios hija… Parece que cualquier cosa que diga, te molesta…

Kate se preguntó cuánto tiempo más tendría que aguantar a su madre. No se encontraba con fuerzas y su forma de ser la agotaba.

—¿Qué han dicho los médicos? —Quiso saber.

—Te han hecho algunas pruebas. El doctor Park diagnostica agotamiento y estrés. Yo digo que tienes anemia. —Afirmó Annette poniendo la palma de la mano en la frente de su hija.

Kate cerró los ojos un momento.

 

—No me extrañaría nada. Con lo mal que comes y duermes… Y tantos fines de semana trabajando. ¿Por qué no pasas unos días en casa? Podríamos cocinar juntas.

—Mamá… Ya hemos hablado de esto antes.

—No sé cómo puedes tomarte la salud tan a la ligera, hija. —Afirmó de forma categórica Annette.

Kate estaba a punto de darse por vencida cuando alguien vino al rescate tocando la puerta con firmeza.

Una cabeza se asomó con prudencia.

—¡Señor Hall! —Exclamó Annette. —¡Qué alegría verle!

Bill respondió con timidez.

—Perdón. No quisiera interrumpir.

—No se preocupe. Ya me iba. Necesito hacer algunas compras. Arthur nunca perdonaría que volviese de Nueva York con las manos vacías. ¿Verdad querida?

Kate se apresuró en contestar.

—Si mamá. ¡Vete tranquila!

—Adiós Katherine. Te dejo en manos del apuesto señor Wall.

Bill esbozó una sonrisa tonta.

—Le ruego que tenga un poco de paciencia, hoy está un poco irascible. —Dijo Annette antes de marcharse.

El compañero de Kate asintió y cerró la puerta.

—Tu madre es muy simpática. —Afirmó.

—A veces me saca de quicio. —Dijo la joven malhumorada. —Debo de tener un aspecto horrible.

 

—Efectivamente. Estás espantosa. —Afirmó Bill socarrón.

Kate se puso roja como un tomate.

—Gracias por los ánimos.

—Te echamos de menos. ¿Estás mejor?

—No ha sido nada. Un simple desmayo. —Se apresuró a decir Kate. —Mi madre está convencida de que tengo anemia. —Respondió Kate quitando importancia.

—¿Te traigo una hamburguesa de Freddie´s?

—¡No por Dios!

Bill sonrió.

Kate pensó que tenía una bonita sonrisa.

—Deberías descansar, jovencita.

La puerta volvió a abrirse y por ella entró un doctor acompañado de una enfermera.

—Hola Kate. ¿Cómo te encuentras? —Preguntó Jason Park al tiempo que estrechaba la mano de Bill,

—He sobrevivido la visita de mi madre. —Dijo Kate con ironía.

El doctor Park asintió sonriendo mientras anotaba los datos reflejados en el monitor.

—Eritropoyetina y complementos vitamínicos. —Dictaminó Park entregando un papel a la enfermera.

Kate frunció el ceño.

—¿Eritroqué...?

—Lo toman los deportistas para aumentar su rendimiento. Pronto estarás bien.

Kate no parecía muy convencida.

—¿Los deportistas? ¿Qué deportistas?

Park no parecía inclinado a dar más explicaciones.

—Soy amigo de tus padres y nos conocemos desde que eras pequeña pero ahora tengo que dejarte, Kate.

—Pero… —Kate nunca había visto al doctor tratarla con tanta prisa.

—El Comité Ejecutivo de la Organización Mundial de la Salud quiere que vaya al edificio de Naciones Unidas y llego tarde.

Kate y Bill se miraron extrañados.

—¿Naciones Unidas? ¿Qué ocurre? —Preguntó Kate.

—Ni siquiera en la cama de un hospital eres capaz de aplacar ese olfato de reportera. —Dijo el médico sonriendo antes de abandonar la habitación.

Jason Park dejó el Hospital Monte Sinaí después de haber cumplido su palabra de haber echado un vistazo rápido a Kate.

Arthur Brennan era un buen amigo. Era lo mínimo que podía hacer por él.

El doctor tuvo que recorrer un buen trecho de la quinta avenida antes de poder subir a un taxi.

—Al 885 de la segunda avenida. —Indicó. —Deprisa.

En Naciones Unidas, el Doctor Joao Pereyra presidía la mesa de la sala 415b. Estaba nervioso, así que comenzó a juguetear con la placa que le identificaba como Director General Adjunto de la Organización Mundial de la Salud.

De repente, Jason Park entró de manera atropellada acaparando todas las miradas.

—Lo siento. No he podido llegar antes.

—No te preocupes Jason. Sabemos lo ocupado que estas. Gracias por venir. —Respondió Pereyra.

Park se tomó un momento para tratar de identificar al resto de los presentes.

Reconoció con facilidad a los miembros habituales del comité, el austriaco Wilhelm Pichler, Director Ejecutivo de Emergencias Sanitarias así como a los Subdirectores Generales Olsson y Kobayashi.

—Sin embargo, también hay caras desconocidas. —Pensó mirando a los tres extraños con los que compartía sala.

Pereyra tomó la palabra.

—Les presento al Doctor Jason Park, del Hospital Monte Sinaí. Es, sin duda, el mejor epidemiólogo de Estados Unidos además de un excelente jugador de golf.

Todos sonrieron antes de dirigir sus miradas a Park que se levantó ligeramente de su asiento para saludar.

—No hagan mucho caso… —Dijo un poco cohibido.

Pereyra continuó.

—Estos caballeros son los embajadores de Rusia, Estados Unidos y China ante Naciones Unidas. Los señores Korovin, Lynch y Zhang.

El doctor Park inclinó levemente la cabeza. No estaba acostumbrado a la presencia de embajadores en el comité.

—Por favor, luces.  —Dijo Joao.

La sala quedó a oscuras y la imagen de un mapa con varios puntos rojos salpicando el hemisferio norte quedó proyectada.

El Dr. Pereyra comenzó su exposición.

—Esto, —Dijo señalando con un puntero.- son los principales focos de un brote desconocido. Apareció hace pocos días en el hemisferio norte y se extiende rápidamente hacia el sur.

El Jason Park intentó procesar aquellas palabras.

—Perdón… No entiendo…

—Será mejor dejar las preguntas para el final. —Respondió Pereyra antes de proseguir.

—Llevamos setenta y dos horas sin saber nada de cualquier población situada al norte de un amplio eje que va desde la Bahía Resolute en Canadá hasta Nordvik en Siberia.

El embajador ruso carraspeó.

Pereyra hizo un gesto para darle la palabra.

—Todavía no estamos seguros con respecto a Nordvik.

El Director General Adjunto de la OMS asintió.

—Tampoco tenemos claro lo ocurrido con tres cruceros en Groenlandia. El Nordic Sea estableció contacto con su naviera en Hamburgo desde Savissivik. Reportaron pasajeros enfermos a bordo y solicitaron asistencia sanitaria urgente. No hemos vuelto a saber nada de ellos ni del equipo enviado.

—¿Hablaron de síntomas? —Preguntó el doctor Olsson.

—Si. Hemorragias internas y sangrado abundante por la cavidad nasal, boca, oídos…

Jason Park se puso lívido. El relato de Pereyra era sumamente inquietante.

—¿Qué van a hacer? —Quiso saber el embajador de China.

Pereyra respondió con rapidez.

—Vamos a declarar una alerta urgente por enfermedad contagiosa desconocida. En dos horas salgo para Ginebra. Me gustaría pedirte que me acompañaras Jason.

El doctor Park respondió sin pensar.

—Por supuesto.

El embajador norteamericano objetó.

—¿Están seguros? ¿Han pensado en las consecuencias? Van ustedes a proporcionar un buen dolor de cabeza al presidente Wilkinson a las puertas de unas elecciones. ¿Y si fuese una falsa alarma? —Apuntó Lynch.

—Nosotros no somos políticos, embajador. Nuestro cometido es salvar vidas, el del presidente, dar la cara ante sus votantes. —Respondió tajante Pereyra.

—Espero que sepan lo que están a punto de hacer. —Respondió el embajador visiblemente molesto.

—Asumiremos todos los riesgos.

Dos horas más tarde, el doctor Jason Park vería alejarse la pista 4L/22R del Aeropuerto Internacional JFK desde la ventanilla de su asiento en el vuelo 2804 de Swissair con destino a Ginebra.

Ni siquiera había podido hablar con su mujer.

 

 

 

 

Washington D.C.

Estados Unidos.

Miércoles Oct./01/2036

Wicca +5

 

—Damas y caballeros, con ustedes, el Presidente de los Estados Unidos de América.

Los doscientos integrantes de la Fundación Irving Palmer se levantaron en el salón Astor para aplaudir al Presidente Wilkinson que apareció acompañado de la Primera Dama.

Juntos, se dirigieron al estrado.

—¡Oh Ferguson! ¿No es maravillosa? —Preguntó Miss Redcliff a su marido en la mesa número ocho.

—¡Adorable! —Exclamó la esposa de Marcus Bell, Director General Ejecutivo de Farmacéuticas Wellmouth, Greensboro en Carolina del Norte.

Belinda Bell se estaba esforzando por retener hasta el más mínimo detalle de la cena.

Del salón Astor, se decía en el último número de la revista Washingtonian lo siguiente: “Constituye el epítome del buen gusto capitalino. Lo suficientemente sobrio como para no resultar presuntuoso y lo suficientemente lujoso como para que el cliente selecto pueda cenar tranquilo.”    

Impresionaba especialmente el techo, de estilo artesanal renacentista e iluminado por cuatro impresionantes candelabros de cristal en cascada de doce brazos. La ávida mirada de Belinda se recreó en los diseños policromados, poniendo especial atención al rico troquelado de las vigas y a los contrachapados de madera noble.

Desde luego, la estancia era todo un acierto. Transmitía distinción.

El presidente Wilkinson comenzó su alocución.

—Estimados Señor Director de la Fundación, patronos y distinguidos miembros de la junta:

 

Quisiera expresar, un año más, mi satisfacción por estar compartiendo con ustedes esta velada. No hay palabras para agradecer la labor de esta institución, consagrada a la necesaria tarea de obtener fondos para la investigación de enfermedades raras; no sólo en Estados Unidos sino a nivel internacional. No porque una afección afecte a un porcentaje pequeño de la población, ésta es menos importante. 

 

Es por ello que la administración que presido ha dedicado en el último año más de seiscientos millones de dólares en ayudas para la investigación farmacéutica. Cuando el empuje del sector público converge con la iniciativa privada, nacen los más brillantes y beneficiosos proyectos para la sociedad. Es mi deseo esta noche, que todos los presentes rindamos un merecido tributo a los hombres y mujeres que trabajan por toda América en instituciones esta.

Por ellos, alzo mi copa y que Dios les bendiga.

Belinda brindó con solemnidad.

—¡Por el presidente! ¡Qué Dios le bendiga! —Exclamó.

—¡Y por la Fundación! —Apostilló su marido.

A continuación, el Presidente Wilkinson y los invitados fueron dejando la cena con discreción.

Pese a sus denodados esfuerzos, Belinda no había podido hablar con la Primera Dama. Marcus no era tan importante todavía como para que ella pudiese acceder a un círculo tan reducido pero estaba segura de que nadie podría culparla si, al llegar a casa, mentía un poco al respecto.

—En Greensboro se van a morir de envidia. Especialmente esas arpías del Country Club. Vaya que sí. —Se dijo. —¡Marcus!

—Dime, Belinda.

—¿Nos vamos?

Su marido se despidió de algunos amigos influyentes y se reunió con su ella en el hall del hotel.

—¿Contenta? —Preguntó antes de subir al taxi.

—Ha sido un viaje muy productivo. —Respondió Belinda tomado la mano de su esposo.

No muy lejos de allí, la comitiva presidencial llegaba a la Casa Blanca al filo de las nueve de la noche.

Ted Wilkinson estaba agotado aunque optimista ante la perspectiva de poder disfrutar de un rato libre con Anne.

Con las elecciones tan cerca ambos necesitaban distraerse un poco.

—Estaría bien un rato de televisión juntos. —Pensó tratando no pensar demasiado en su  legislatura.

En el frente doméstico, la industria automovilística amenazaba con movilizaciones por todo el país. El Congreso, en manos del partido republicano, insistía en el equilibrio presupuestario con lo que el programa demócrata de incentivos, tan importante para el sector, estaba a punto de desaparecer.    

En el ámbito internacional, las tensiones con Rusia seguían en aumento a cuenta de Ucrania.

Un conflicto que llevaba años enquistado y en el que ninguna administración había tenido el coraje de intervenir.

—Ucrania pertenece al área de influencia rusa. No podemos involucrarnos. —Ese era el argumento invariable de todos los Secretarios de Estado.

A Ted Wilkinson no le gustaba la idea de dejar que Moscú continuara interfiriendo y, aunque fuese contra el parecer de los asesores, el presidente llevaba meses maniobrando para encontrar una solución firme de afrontar la espinosa cuestión.

—¿Y si propiciamos más sanciones? —Preguntó Ted a su esposa mientras subían las escaleras que conducían a sus dependencias en la Casa Blanca.

—¿Te refieres a los rusos? Piénsalo bien, Ted.

—No dejo de darle vueltas. —Respondió el presidente.

—¿Quieres saber mi opinión?

—Por supuesto.

—Déjalo en manos de la Unión Europea.

Ted Wilkinson soltó un bufido.

—¡No puedo entregar Ucrania a esa pandilla de burócratas!

—Tendrán que posicionarse y nosotros les apoyaremos, pero entre bambalinas. —Razonó Anne.

—Lo pensaré.

 

La Primera Dama sonrió y se detuvo un momento en el rellano para contemplar a su marido.

El cabello ya plateado del presidente contrastaba con sus ojos negros, tan profundos e indescifrables. Su marcado mentón le daba aquel aspecto de emperador romano del que a ella le gustaba tanto reírse.

—¡Ave, César!

Y a pesar de haber oído mil la burla, Ted siempre respondía con una buena carcajada. En muchos aspectos, ambos mantenían la inocencia del tiempo en el que se habían conocido.

Y eso, a Anne, le gustaba.

—¿En qué piensas? —Preguntó Ted.

—En el día que te conocí.

Wilkinson sonrió.

—¿Te refieres al día en el que casi me matas, después de la conferencia de tu padre?

Anne frunció el ceño, divertida.

—Me refiero al día en que cruzaste sin mirar el carril bici.

—Arrollaste al Presidente de los Estados Unidos. —Dijo Ted con solemnidad.

—Por entonces no eras presidente de nada y yo era la hija de un gobernador.

Una llamada les interrumpió.

Ted se disculpó y se levantó para atender el teléfono.

Anne supo que cualquier plan para el resto de la noche acababa de quedar automáticamente cancelado.

—Tengo que irme. —Dijo Ted unos minutos más tarde.

—¿Es grave? —Preguntó Anne con tono mimoso.

—Se trata de algo relacionado con la alerta emitida ayer por la Organización Mundial de la Salud. Quieren que me reúna inmediatamente con un experto.

Anne torció un pequeño gesto de fastidio.

—No pasa nada. Ve a hacer tu trabajo. —Le susurró dándole un beso.

Ted Wilkinson se ajustó la corbata y salió al encuentro de su Jefa de Gabinete.

Mientras, en el despacho oval, el doctor Jason Park esperaba contemplando las fotos familiares del Presidente.

—Ayer Ginebra, hoy la Casa Blanca. No me pagan lo suficiente. —Pensó.

La puerta se abrió y entró en la estancia Ted Wilkinson acompañado de Marge Stanley.

—Señor Presidente. Le presento al Doctor Jason Park. Uno de nuestros mejores epidemiólogos. Acaba de regresar del cuartel general de la OMS en Ginebra. Creo que debería escucharle.

—Encantado. —Se apresuró a decir tímidamente el Doctor Park.

—El placer es mío. —Respondió cortésmente el Presidente. —¿En qué puedo ayudarle doctor?

Park tragó saliva, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Verá… Señor Presidente… No soy hombre de andar con rodeos.

—Se lo agradezco. —Dijo Wilkinson.

—Está usted a punto de enfrentarse a la mayor crisis de la historia en nuestro país.

El Presidente tomó asiento.

Aquella iba a ser una larga noche.

 

 

Rehovot.

Israel.

Jueves Oct./02/2036

Wicca +6

 

Salomón Rubin volvió a echar un vistazo a los últimos resultados.

 

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El profesor no se sorprendió. Los errores en la simulación venían siendo una constante desde el inicio del proyecto. Pese a todo, habían hecho importantes progresos.

A finales de los años noventa simplificaron los algoritmos lo que permitió una reducción significativa en los tiempos de cálculo y ahora, Fat Betty disponía de 82.000 procesadores de 260 núcleos. El supercomputador era capaz de procesar más de un trillón de operaciones de coma flotante por segundo. Los resultados que obtenían en poco más de dos horas, llevaban semanas años atrás.

Todavía era temprano y el Laboratorio de Astrofísica del Weizmann Institute of Science estaba vacío.

A Salomón le gustaba madrugar, llegar antes de que los más de treinta integrantes del equipo comenzasen a trabajar en las amplias y modernas instalaciones. La mayoría eran jóvenes, gente brillante y entusiasta.

Nunca los tuvo mejores.

—Tendrás los recursos. Israel trabajará para ti. 

Aquellas fueron las palabras del primer ministro.

Salomón recordó complacido la entrevista en el huerto de una casa del gobierno a las afueras de Tel Aviv.

Por primera vez su interlocutor comprendía perfectamente la importancia de lo que se traía entre manos.

Y así, entre naranjos en flor, toda la maquinaria del estado hebreo fue puesta a disposición de su visión.

JASON iba a disponer de recursos ilimitados.

La tecnología más avanzada, conseguida a través del servicio de inteligencia más eficiente del mundo, estaría disponible. No hubo avance que, en cuestión de semanas, no estuviese en su escritorio. Listo para ser replicado

Un aviso parpadeó en la pantalla del terminal.

 

Incoming call. /… Asset:

Col. David Dayan. Israeli Air Force.

ID#:DD428568/K

Security Clearance: Granted.

Loc: ISS Harmony.

Status:Urgent/*.Encrypted.*

T&D: 06:21 h.Oct/02/2036.

El profesor Rubin observó la alerta, dio un sorbo al batido de plátano con miel que su esposa Sara había preparado en casa y aceptó el desencriptado de la llamada.

La imagen del Coronel Dayan apareció borrosa en la pantalla.

—¡David! —Exclamó Salomón —¿Ocurre algo?

David Dayan mostraba un semblante preocupado.

—Salomón… ¿Qué está pasando con la OMS? ¿Enfermedad contagiosa desconocida?… ¿En serio?…

—Aquí estamos igual de sorprendidos. Mi opinión es  que no presenta buen aspecto. Es posible que al final no sea nada, pero no me gusta. Todo parece demasiado confuso. —Respondió Rubin.

—Internet es un hervidero de rumores. Parece que el pánico empieza a cundir en varias ciudades y aquí en la estación, Viktor Zaitsev está asustando a la tripulación con todo tipo de conclusiones disparatadas.

—Debéis mantener la calma. —Dictaminó tajante Salomón.

—Es fácil de decir pero el ruso habla de conspiraciones y lo que es peor, de miles de muertos. Intoxica el ambiente hasta el punto de poner en peligro el proyecto. 

—¿Qué hay de Wang? —Quiso saber Rubin.

—Wang intenta averiguar lo que ocurre. ¿Vas a decírmelo Salomón? Si hay alguien que puede saberlo, eres tú.

Rubin emitió un profundo suspiro.

—Es cierto que hay gente muriendo en el norte.

—¿Cuánta gente?… Oh Dios mío… ¿Zaitsev tiene razón?

—Todavía no lo sabemos. David, tenéis que mantener la calma.

—¿De qué estamos hablando, Salomón? ¿Armas biológicas? ¿Quién ha podido? ¿Irán?

—Parece que esta vez no han sido ellos.

—¿Quién entonces? ¿Qué dicen los americanos?

—Están igual de confundidos. Zaitsev está bien informado, está pasando en Siberia, Groenlandia, Alaska y Canadá. Se pierde el contacto con las poblaciones y tampoco se sabe nada de la gente que acude a socorrer las zonas afectadas. La ONU está estudiando emitir un comunicado conjunto pero ya conoces a los rusos. No harán nada hasta que sea demasiado tarde.

—Dios.

—El fenómeno sigue un patrón norte-sur y es global. Lo más preocupante es que, sea lo que sea, se mueve rápido, David.

—¿Cómo es posible?

—Lo único que tenemos son las llamadas desesperadas a los servicios de emergencia por parte de la gente afectada. Se han enviado decenas de helicópteros, muchos se estrellan en pleno vuelo. Los camiones cargados de medicinas y alimentos se quedan varados en las carreteras al poco de entrar en las zonas contagiadas. Pocas personas saben a ciencia cierta esto que te estoy contando, David. Hay que evitar que el pánico se apodere de la población.

El Coronel Dayan tragó saliva.

—¿Cómo se contagia?

—No lo sabemos.

—¡Por Dios Salomón! ¿Acaso sabéis algo?

—¡Calma, David! Necesito tiempo y, sobre todo, no permitas que esto afecte al trabajo en la estación. ¿Has podido enviar las últimas mediciones?

—Aún no he comprimido los datos. El ambiente aquí se está enrareciendo. —Afirmó Dayan.

—¿Qué puedes decirme del periodista americano? —Quiso saber Rubin.

—¿Paul Sander? Se ha adaptado bien. Sólo hace su trabajo.

—¿Sigues creyendo que Sander no trabaja para la CIA? De ser así, puede convertirse en un problema. —Apuntó Rubin.

—Apostaría a que los americanos no saben nada. De todas formas, Wang vigila a Paul Sander de cerca. Descuida. —Respondió Dayan.

—Recuerda, David. No podemos fracasar. Hay demasiado en juego.

—Es Viktor Zaitsev quien me preocupa. El ruso es ingobernable.

Salomón se quedó un momento pensando. Dio otro sorbo más al batido y continuó.

—Yo me encargo.

—Por favor Salomón, ve con cuidado. No sabemos con quién habla Viktor en Moscú.

—Hay gente que me debe algunos favores. Yo me encargo de que alguien le tranquilice.

—Muy bien.

—Tengo que dejarte, David. ¡Recuerda las mediciones! —Exclamó Rubin.

—¿Algún progreso con la simulación? —Quiso saber Dayan.

—No, pero tu trabajo está siendo muy importante. Nos estás ayudando mucho.

—Me alegra saberlo. —Dijo Dayan sin demasiado entusiasmo.

—Adiós, David. —Concluyó Salomón.

—Averigua lo que está pasando. —Insistió Dayan.

—Lo haré. —Dijo el profesor a modo de despedida.

Salomón Rubin cortó la comunicación.

La charla no había resultado demasiado tranquilizadora.

Su mirada volvió a fijarse en los resultados.

 

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Un terrible pensamiento comenzó a tomar forma en su cabeza.

—Dios mío… —Musitó.

Descompuesto, Salomón sintió un fuerte pinchazo en el estómago.

—Es demasiado tarde… —Se lamentó.

 

 

 

Ciudad de Nueva York. Nueva York.

Estados Unidos.

Viernes Oct./03/2036

Wicca +7

 

—Mamá… Necesito hablar con Papá. – Dijo Kate por teléfono.

—Aún no ha llegado, cielo.

Kate sintió la oleada de frustración creciendo en su interior.

—Me llamó justo antes de… de… bueno ya sabes… El incidente de la oficina.

—¿Incidente? ¿Así es como lo llamas? Perdiste el conocimiento Katherine.

—¿Qué más da, Mamá? —Respondió Kate frustrada. ¿De dónde sacaba su madre aquella habilidad para hablar de lo que no era importante?

—¿Te estás tomando la medicación que te recetó el doctor Park?

Kate suspiró profundamente y dirigió una mirada al techo. Estaba a punto de explotar.

Cornelius I. Franklin se aproximó a la chica pelirroja que llevaba un buen rato con el móvil. La joven no dejaba de dar vueltas por el hall; gesticulando nerviosamente, tratando de contener el tono de voz.

—¿Puedo ayudarla en algo señorita?

Kate se paró en seco ante el conserje.

De repente, en un giro frente a los ascensores, casi se había dado de bruces con él.

Olía a lavanda e iba impecablemente uniformado.

—¡Jesús! —Exclamó Kate sorprendida ante el súbito encontronazo.

—¿Kate? —Preguntó Annette al otro lado del teléfono.

La joven observó la expresión de disgusto del señor Franklin.

—Estoy hablando con mi madre.

—¿Sigues ahí, hija? —Preguntó Annette desconcertada.

—Verá señorita, hay dos cosas que los que viven en este edificio aprecian. Una es la tranquilidad y otra es la discreción.

—Soy Katherine Brennan. —Respondió Kate avergonzada. —Tengo una cita con el señor Bruce McKellen en su apartamento del piso… —Un momento.- Precisó Kate rebuscando en la mochila.

Cornelius Franklin la miró con recelo.

—¡Planta 43! —Exclamó Kate, ufana.

—¿Hija? ¿Estás ahí? —Se oyó preguntar a Annette.

—¡¡Si mamá!! —Gritó Kate retomando el móvil y al borde de un ataque.

El exabrupto provocó un gesto de disgusto por parte del señor Franklin.

—¿Desea que avise al señor McKellen? —Preguntó con tono suspicaz el conserje.

—Voy a tener que dejarte cariño. Papá tiene que estar a punto de llegar y será mejor que prepare la cena.

—No será necesario. —Dijo Kate.

—Me temo que sí, corazón. Ya sabes cómo se pone cuando está hambriento. – Y diciendo esto, Annette Brennan cortó la comunicación.

Kate se quedó mirando el teléfono.

Cornelius Franklin estaba hablando con alguien.

—Disculpe que le moleste señor McKellen. Hay en el hall del edificio una joven que pregunta por usted. A estas horas de la noche.

—¿Estas horas de la noche? —Se dijo Kate. —Pero si son las nueve.

—Si señor. Enseguida señor. Buenas noches señor McKellen.

Cornelius Franklin encaró de nuevo a Kate.

—Puede subir. El señor McKellen está esperando. —Anunció el conserje con solemnidad.

—Ya sé que me está esperando. —Respondió Kate sin dejar de rebuscar en la mochila. —Ya se lo había dicho.

—¿Desea que la acompañe?

—¡No! Puedo coger el maldito ascensor yo sola. —Respondió Kate mostrando a Cornelius su barra de labios.

El espejo del ascensor le devolvió una imagen más destartalada de lo que hubiese deseado. Rápidamente, trató de colocarse el pelo y dar algo de color a sus mejillas. No había visto a Bruce desde que la ingresaran en el hospital.

—Estás horrible… —Se dijo abriendo un poco el escote de la blusa blanca de seda que había decidido ponerse.

Bruce McKellen la recibió en su casa vestido de sport. Llevaba un pantalón celeste, un polo del mismo color y un jersey en pico azul marino.

Kate se fijó en las paredes del enorme ático situado en uno de los edificios más exclusivos de la ciudad. Rebosaban obras de arte.

—No sabía que te gustase la pintura. —Murmuró.

—Hay un montón de cosas de mí que no sabes. —Respondió Bruce con gesto enigmático.

La luna llena se reflejaba en la piscina de la terraza.

—¿Quieres tomar algo? —Preguntó Bruce dirigiéndose al mueble bar. ¿Martini? ¿Champagne?

Kate enarcó las cejas. 

—Martini va bien. —Respondió cohibida.

—¿Seco?

—Si por favor. —Respondió Kate contemplando un Picasso en el salón.

—Supongo que te estarás preguntando por qué te he hecho venir. —Dijo Bruce mientras le obsequiaba con un Dry Martini perfectamente preparado.

—¿Vas a pedirme en matrimonio? —Se le escapó a Kate en medio de una risita nerviosa.

Bruce sonrió enigmático.

—¿Matrimonio?… Vamos Brennan… Hablemos de algo más excitante.

Kate hizo un gesto de coqueteo con los labios y se inclinó sobre la mesa con la esperanza de que el sujetador push up de Women´s Secret hiciera su trabajo.

—¿Qué tienes en mente? —Dijo Kate con aire inocente mientras procuraba dejar una marca de carmín en la copa.

—¡Un montón de trabajo! —Exclamó eufórico Bruce.

Kate quiso que la tierra la tragase en aquel instante. ¿Cómo había podido ser tan estúpida?

—¡Por supuesto! —Respondió reclinándose con brusquedad hacia atrás.

—Es piel ecológica de almendra, forrada con guata de lino.

—¿Qué? —Preguntó la joven descolocada.

—El sofá.

—¡Oh! —Respondió Kate sin saber muy bien dónde meterse.

Bruce sonrió.

—Kate, necesito que trabajes en algo.

—¿De qué se trata esta vez?

—Es un tema delicado. Lo llevarás a cabo sola y me tendrás en todo momento informado de tus progresos.

—Pero… ¿Qué hay de Harmony y Paul Sander?

—Olvídalo. Esto es mucho más importante.

Kate sintió una inmensa oleada de satisfacción. ¿Acaso Bruce McKellen le iba a devolver ChinaKorp?

—Gracias Bruce. No sabes lo que significa volver a retomar mi trabajo. Han sido muchos meses de investigación y estoy cerca de algo grande. Sólo necesito un par de llamadas. —Afirmó Kate pensando en su padre.

Bruce la miró con un gesto extrañado.

—¿A qué te refieres?

Kate se puso tensa. Algo no iba bien en la conversación.

—¿A qué te refieres tú?

—¿Has oído hablar de WICCA?

 

En el hall del edificio, Cornelius I. Franklin miró el reloj.

Las tres y veinte de la mañana. —Se dijo.

Decepcionado, movió de un lado a otro la cabeza. 

—¡Podría ser su padre! —Exclamó escandalizado.

Para el señor Franklin, aquella fue la noche en la que Bruce McKellen dejaría de ser un caballero respetable.

 

Uchami. Siberia.

Rusia.

Sábado Oct./04/2036

Wicca +8

 

—La mina de oro abierta de Uchami fue descubierta a principios de siglo. Tardó veinte años en comenzar a producir. Así van las cosas en Rusia. Nos tomamos nuestro tiempo.

Oleg Ivanov acarició el taco Pool Viking G41 y fijó toda su atención en la bola blanca que se encontraba justo donde debía estar.

—¿Vas a darle de una vez? —Preguntó Alan exasperado.

—Trabajo para una empresa cuyo contrato firmado por el gobierno corrupto de Popov y la Societé Minière du Krasnoyarsk, es ilegal. El parque natural junto al río es un vertedero y nuestros camiones han arrasado el hábitat de, al menos… cincuenta especies. Lo que hacemos aquí ha contaminado decenas de acuíferos y hemos talado miles de árboles sin ningún tipo de autorización. No vas a conseguir que me sienta culpable por darte una paliza jugando al billar.

Alan observó disgustado como Oleg embocaba, por fin, la bola ocho.

Otra victoria para el ruso.

—Me debes una cerveza. —Dijo Oleg ufano.

—No mandé a mis naves a luchar contra los elementos. - Refunfuñó Alan en su particular español.

Oleg, que había pasado unos años en Cuba, sonrió.

—Puedes volver a Manila si no te gusta. Ahora, mi cerveza.

Alan cerró los ojos y, por un momento, su mente volvió al patio colonial de la destartalada casa de sus abuelos en Intramuros.

—De acuerdo. Tendrás tu maldita cerveza. —Contestó de mala gana encaminando sus pasos hacia la ventanilla del economato.

—¿Sabemos algo de Dimitri? —Preguntó Oleg.

Dasha Pavlova maldijo la hora en la que llegó a la mina la mesa de billar.

—¿Es que no tenéis nada que hacer? ¡Esto no es un bar! —Exclamó enfadada.

—Vamos Dasha… Se buena y dame una cerveza. Te cantaré algo bonito… ¿Qué tal Mariposa Bella?

—¡Con los pantalones bajados! —Exclamó Oleg riendo.

—¡Vete al cuerno filipino asqueroso! —Respondió Dasha sacando una Baltika nº 3 de la nevera.

Alan cogió la cerveza, la abrió de un golpe calculado contra el mostrador y dio un largo trago antes de lanzar la botella por el aire en dirección a Oleg.

—Dimitri lleva nueve horas sin llamar.

Oleg frunció el ceño preocupado. No era normal.

—¡Son cincuenta rublos! —Exigió Dasha desde la ventanilla.

—Apúntalos. Ya te los pagaré. —Respondió Alan guiñando un ojo.

—¡Asqueroso filipino!

Alan cogió un taburete y se sentó junto a la mesa de billar.

—Es demasiado tiempo sin saber nada. —Dijo Oleg.

—Se habrá levantado con resaca. —Respondió Alan despreocupado.

—Hay un montón de repuestos pendientes de entrega. Si ese cabrón no responde, algo habrá que hacer.

A Alan no le gustó el giro que estaba tomando la conversación.

Su jefe prosiguió.

—Coge una camioneta.

—Vamos Oleg… ¿En serio me vas a hacer esto? —Protestó el filipino.

—Sólo son cuarenta y siete kilómetros hasta la mina. Cuando llegues, busca a Dimitri y dile que estoy a punto de redactar un informe pormenorizando el número de cajas de vodka que se bebe a cuenta de la Societé Minière du Krasnoyarsk. Si ese bastardo no hace su trabajo, me voy a encargar de meterlo en un contenedor rumbo al desierto del Kalahari. ¿Me he explicado?

Alan asintió en silencio. Cuando Oleg se enfadaba, no había lugar para bromas.

—Terminemos con esto lo antes posible. —Pensó resignado.

—Llama por radio cuando llegues. Estaré en mi despacho. —Sentenció su jefe antes de abandonar la estancia con cara de pocos amigos.

Alan salió por la puerta norte del impresionante hangar que servía de almacén para la ciudad en miniatura que era el centro logístico de la mina Uchami. Ciento veinte mil metros cuadrados robados al bosque que incluían catorce naves, veinte barracones, un edificio de oficinas, dos canchas deportivas, un cine y una pequeña pista de aterrizaje.

El garaje bullía con la actividad de los operarios que se afanaban en concluir cuanto antes con el turno de mañana y Alan entró sin llamar por la puerta roja del despacho del Gordo Vlad. No había nada que se moviera sobre ruedas en la mina sin conocimiento del eslavo.

—Vlad, necesito una cafetera. —Anunció Alan.

—Están ocupadas. Ponte a la cola. —Anunció con disciplencia el responsable del parque móvil.

—Son órdenes del jefe.

Los ojos claros de Vlad Petrovic miraron a Alan por encima de sus espejuelos.

—¿Precisamente hoy?

Alan esbozó un gesto de resignación.

—Con suerte estaré de vuelta para el partido.

—No pienso guardarte un sitio, —Afirmó Petrovic llevándose a la boca un buen puñado de Papas Chips.

—¿Me vas a dar el furgón o llamo a Oleg? —Preguntó Alan impaciente.

—Malditos chinos… —Farfulló Vlad mientras  sus dedos grasientos pasaban las hojas de un listado repleto de matrículas.

—Soy filipino, gordo cabrón.

—¿Qué más da? —Respondió Petrovic lanzando un manojo de llaves. —Coge la 42. Pero te advierto que tiene el radiador averiado. Reza para no quedarte tirado en el camino.

—Malditos serbios…

—¡Croata! —Exclamó ofendido Petrovic.

—¿Qué más da? —Respondió Alan antes de salir del cubil.

Alan encontró el furgón 42 esperando turno para ser reparado en el taller.

—Me lo llevo. —Dijo agitando las llaves ante las narices del mecánico.

—¿Autorización? —Preguntó el operario.

—La de mis cojones. —Respondió Alan en español.

—No puedes retirar ningún vehículo sin autorización.

—Habla con Vlad. ¿Qué es lo que tiene? —Quiso saber Alan señalando el motor.

—Habla con Vlad. —Respondió el mecánico.

—Imbécil… —Murmuró Alan subiendo a la cabina del furgón.

El trayecto a la mina no era demasiado largo. Lo malo era la carretera, de tierra y con cientos de curvas atravesando el bosque de coníferas que bordeaba el recodo sur del río.

El camino era cuesta arriba y Alan rezó para que el radiador aguantara.

 

Para tranquilizarse, cantó con voz trémula.

 

Mariposa bella

de mi tierra inmortal…

 

A medida que se acercaba a la mina, algo llamó inmediatamente su atención.

Aquel extraño silencio.

Alan contempló atónito desde la última curva en lo alto de la colina, la explotación de Uchami.

Todo estaba parado. No había volquetes cargando, ni perforadoras arrancando el mineral de los yacimientos, ni palas amontonando el estéril en las escombreras.

Alan no podía creerlo.

El angustioso descenso hasta el aparcamiento del edificio administrativo no hizo sino confirmar su estupor.

Lo peor eran los cuerpos. Algunos, estaban inclinados sobre el volante de sus vehículos, otros, en el suelo junto a camiones, tractores, coches guía…

Enjambres de moscas grandes y azulonas bullían por los cadáveres.

El hedor era insoportable y Alan tuvo que parar a vomitar.

Un extraño sabor metálico se adueñó de su boca.

Alan subió las escaleras de las oficinas y se dirigió directamente al despacho de Dimitri.

En la entrada, junto a la pequeña centralita, una joven ataviada con el uniforme de la compañía yacía con la boca y los ojos abiertos.

—¡Dios mío! ¿Qué es todo esto?

Alan encontró a Dimitri en la planta superior.

El Director de Operaciones también estaba muerto. Tenía la cara manchada de sangre y los ojos desorbitados. Una botella de vodka yacía derramada sobre la mesa del despacho. Alan tomó un trago.

—Tengo que avisar a Oleg. Si al menos pudiese mitigar este horrible sabor en la boca. —Pensó bebiendo de nuevo.

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