Harmony

Harmony


Kate » Capítulo 3

Página 14 de 32

Capítulo 3

Río Amur.

Federación Rusa.

Jueves Oct./09/2036

Wicca +13

 

Me despierto.

Intento moverme.

Dolor en las piernas, muy intenso en las rodillas llegando hasta la cintura.

Me canso rápido.

Ceso en mi empeño.

Alzo la vista.

¿Dónde estoy?

El agua del río corre caudalosa, a pocos metros. Pero no oigo nada. 

El suelo está cubierto por un espeso manto de hojas.

Hay un montón de ramas, no demasiado gruesas, esparcidas por todas partes. Parecen partidas.

Entre los restos, las alas, la hélice, un buen fragmento del fuselaje…

El timón de cola se bambolea asomando entre la espesura de un montón de arbustos y uno de los asientos cuelga de un árbol.

 

- Societé Minière du Krasnoyarsk. —Murmuro.

Me duele la cabeza.

Me llevo la mano al oído.

Sangre. 

Tengo que moverme.

Latigazo en las rodillas.

Aprieto los dientes por el dolor.

Miro al río.

Vuelven los recuerdos.

Oleg…

Oleg Ivanov…

—La mina… Dimitri… Alan… Todos muertos.

Lo que queda de la cabina del Cessna 208 con el que he dejado atrás Uchami está ahora en el recodo del río, seccionada y conmigo dentro.

—Las piernas.

Me duelen.

No quiero mirar.

Hay mucha sangre.

Fluye desde las rodillas a través de un montón de hierros retorcidos, clavados en la carne.

Pido auxilio.

—¡Ayuda!

No escucho nada.

El aire es frío. Huele a combustible y a tierra húmeda.

No quiero morir aquí.

El terror se apodera de mí.

—Voy a morir aquí.

Intento calmarme.

Intento pensar.

Me arranco las mangas de la camisa rasgando con los dientes.

Improviso un rudimentario torniquete.

Contengo la hemorragia.

Estoy mareado.

—Me llamo Oleg Ivanov…

Tengo sueño.

Una idea me saca del letargo.

Busco.

—El chaleco… ¿Donde está el chaleco?

Está junto al asiento del copiloto.

Intento alcanzarlo.

El dolor me va a matar.

—¡Vamos!

Es inútil, no llego.

Estoy exhausto.

Un ciervo se para frente de la cabina.

Tiene una cornamenta enorme.

Me mira con ojos inexpresivos y encamina sus pasos hacia el río.

Bebe.

Contemplo la escena. No tiene sentido.

Deshago el torniquete.

La sangre vuelve a brotar, casi a borbotones.

Uso el trozo de hierro para alcanzar el chaleco.

Ya es mío.

—¡Sí!

El ciervo, con un movimiento nervioso, sale corriendo.

Palpo el chaleco. Saco el teléfono móvil.

—Funciona.

Tiene batería pero apenas cobertura.

Me encomiendo a los satélites.

Llamo a emergencias.

No hay respuesta.

Sigo intentándolo.

 

Pierdo la conexión. No hay cobertura.

 

Ha empezado a llover.

Las gotas caen furiosas sobre la pantalla del teléfono.

La imagen se emborrona.

 

Cierro los ojos.

Ahora soy pequeño.

Hay un bebé dentro de una canastilla, en la playa, a orillas del Mar Negro.

Ella me llama.

¡Oleg! ¡Oleg!

¡Oleg! ¡Oleg!

Hace calor, pero no demasiado.

La temperatura es agradable.

El sol acaricia mis mejillas.

Las olas rompen armónicamente contra los guijarros.

Ella, llama.

¡Oleg! ¡Oleg!

¡Oleg! ¡Oleg! 

¡Oleg! ¡Oleg!

¡Oleg! ¡Oleg!

 

 

Reserva Natural de Fockbeker Moor. Rendsburg.

Alemania.

Viernes Oct./10/2036

Wicca +14

 

El cuervo emprendió el vuelo desde un roble solitario situado al norte de la ciénaga. Desde Fockbeker Moor planeó un rato siguiendo el sendero de la Granja Knüll y luego puso rumbo a Rendsburg.

Volaba tranquilo, meciéndose en las suaves corrientes de aire.

Libre de urgencias, se dejaba llevar.

El cuervo hizo un alto en la intersección de Loher Strasse con la carretera 77. Durante el tiempo que permaneció posado sobre una rama, vio a un ratón correteando entre la hojarasca, a un perro callejero hurgando entre desechos y a varios saltamontes intentando pasar inadvertidos entre las raíces; sacudió la cabeza con gestos rápidos y remontó el vuelo en dirección sudeste. En mañanas agradables y soleadas, sitios como Paradeplatz o el embarcadero del canal siempre tenían algo que ofrecer. 

Los humanos constituían una fuente inagotable de pequeños tesoros. Llaves o monedas estaban entre sus preferidos aunque, en alguna ocasión, el cuervo se había hecho con pendientes, hebillas e incluso algún anillo.

Coleccionaba cosas.

Era algo que el cuervo hacía.

El bullicio que caracterizaba a la gran plaza había sido reemplazado por un silencio extraño que el cuervo quebró con un par de graznidos.

¿Dónde estaban los niños que solían corretear alrededor de los malabaristas? ¿Y los puestos de comida? ¿Dónde las parejas de novios paseando y los vendedores ambulantes?

¿Quizás entre la maraña de cuerpos amontonados frente al escenario y la enorme cruz?

El cuervo no pudo evitar la tentación y se posó en un brazo que sobresalía, inerte, a media altura en la pila de cadáveres.

Yacían los padres sobre los adoquines con sus hijos y varias parejas se abrazaban con discreto pudor.

El cuervo saltó para afirmar sus garras en la cabellera de una mujer de mediana edad.

Estaba un poco apartada, en una esquina del escenario.

La mirada vacía de Heike contemplaba a la silente multitud.

El cuervo graznó.

 

***

 

—¿Qué vamos a hacer Heike? —Preguntó el párroco de la Iglesia Evangélica-Luterana de Rendsburg-Neuwerk.

Heike miró al pastor Rohde con sus inmensos ojos azules para, a continuación, dedicarle una sonrisa.

—Rezar. Naturalmente.

Konrad Rohde asintió aunque la repuesta no le pareció suficiente.

—¿No crees que deberíamos ir al sur? —Preguntó cauteloso.

Heike frunció el ceño.

—El Sur no nos salvará Konrad. Sólo Dios lo hará. —Respondió su esposa.

—¿Has hablado con el alcalde Meller?

—Conozco a Hans. Es un buen cristiano y un hombre piadoso. Nos entregará la plaza.

El pastor Rohde respiró aliviado.

—Konrad, debemos ser fuertes. —Insistió Heike.

—¿Cómo vamos a convencerlos? —Preguntó el párroco.

—Dios pone las palabras. Nada escapa a su mirada. Debemos reunir a la comunidad y rezar. Hay que permanecer limpios, Konrad.

El Sacerdote reflexionó sobre las palabras de Heike.

Huir no iba a servir de nada.

—¿Y qué pasará con los que se opongan?

El rostro de Heike se ensombreció.

—Eso es problema del alcalde.

—¿A qué te refieres?

—La policía garantizará nuestra seguridad. —Respondió Heike vagamente.

—¿La policía? ¿Será necesario? —Preguntó Konrad con aprensión.

—¡No vamos a permitir que unos cuantos alborotadores estropeen el plan del Señor! —Exclamó Heike airada.

El pastor Rohde retrocedió atemorizado.

A veces, su esposa le daba miedo.

—“El que no está conmigo, está contra mí y el que no recoge conmigo, desparrama…” ¿Qué más necesitas, Konrad?

—Que Dios se apiade de nosotros…

—Lo hará.

 

***

El cuervo bajó la mirada para fijarse en el pequeño y brillante aro de plata que colgaba de la oreja izquierda de Heike.

Con un gesto rápido dio un picotazo intentando hacerse con la alhaja pero lo único que consiguió fue desgarrar la carne.

Aburrido tras un par de intentos más con pobres resultados, optó por los ojos.

Consiguió hacerlos saltar sin demasiado esfuerzo.

El cuervo graznó.

 

***

Heike Rohde entró contrariada en la comisaría.

El servicio estaba a punto de comenzar y no estaba dispuesta a permitir interrupciones.

El comisario Bauer expuso brevemente la situación.

—Heike… Me alegra que hayas podido venir.

—Tengo prisa, Gerald.

Bauer asintió.

—Hemos capturado a tres.

—¿Por qué no se han ido?

—Dicen que Rendsburg también es su pueblo.

—Aquí no hay sitio para ateos. —Respondió cortante Heike.

Bauer esbozó un gesto de fastidio.

—¿Qué hago con ellos?

—Son alborotadores. Sácalos de la ciudad, Gerald.

—Eso va a ser imposible. —Preguntó el comisario incómodo.

—¿Se puede saber qué demonios te ocurre? —Preguntó Heike sin poder ocultar su irritación.

—Se han encadenado en la plaza.

Heike sintió cómo la ira se apoderaba de ella.

La ira de Dios.

—Llévame con ellos.

El comisario Bauer acompañó a la esposa del pastor Rohde. En la plaza y ante los aturdidos miembros de la comunidad que preparaban el servicio, había tres jóvenes con pancartas y amarrados al escenario, dos chicos y una chica.

—¡Ha llegado la Inquisición! —Dijo el más alto, un muchacho de mirada furibunda, que contemplaba a Heike con desprecio.

—Quitaros las cadenas y marcharos de Rendsburg.

Los jóvenes esbozaron una sonrisa irónica.

—¿Por qué no buscas la llave tú misma? —Preguntó burlona la chica.

—Arderás en el infierno. —Respondió Heike chirriando los dientes.

Los jóvenes rieron, burlones.

—¡Fanáticos! ¡No podréis robarnos la ciudad!

Heike resopló indignada.

—No tengo tiempo para esto. —Dijo en voz baja.

Heike Rohde sustrajo la pistola del comisario con un gesto rápido e inesperado.

Más tarde, Gerald Bauer afirmaría que hubo de ser la mano de un ángel del Señor la que guiara a la esposa del párroco.

—No pudo hacerlo ella. No por sí misma. —Insistió.

Heike nunca había usado un arma, no tenía ni idea de cómo funcionaban.

Simplemente, y ante la atónita mirada de todos los presentes, apretó el gatillo contra los tres jóvenes.

Los disparos sonaron atronadores.

Luego dejó el revólver en el suelo.

Con suerte, llegaría a tiempo a cambiarse para el servicio.

 

***

El cuervo se cansó de picotear los ojos de Heike y decidió emprender vuelo de vuelta a Fockbeker Moor.

Mientras regresaba dando un amplio rodeo, prestó atención a la autopista 210 en dirección a Kiel.

Una columna interminable de automóviles se extendía más allá del horizonte.

Muchos estaban abandonados.

El cuervo efectuó un giro.

Aquella estaba siendo una mañana muy agradable.

 

 

Londres. Inglaterra.

Reino Unido.

Viernes Oct./10/2036

Wicca +14

Thomas Lehner paró un momento para descansar.

Tenía sed, un fuerte dolor de cabeza y los pies magullados.

Cabizbajo y dolorido, se dejó caer sobre el capó gris de un Mercedes deportivo que formaba parte de una interminable fila de vehículos abandonados en Lancaster Gate. Thomas se fijó en la torre de la antigua Christ Church como parte de la particular estructura de Spire House. Se trataba de un edificio residencial de seis plantas adyacente que durante un tiempo significó en Londres una construcción de vanguardia.

—A quién se le ocurre demoler una iglesia, conservar la torre y convertirla en el hall de un edificio de viviendas… —Pensó Thomas.

Quitarse las botas dejó al descubierto sus pies llagados. Estaba poco acostumbrado a caminar y el dolor le parecía insoportable.

Thomas suspiró.

Una sombra pasó presurosa por la acera en dirección al Hotel Corus próximo a Hyde Park.

Thomas recordó los consejos de las autoridades antes de abandonar Cambridge, rumbo al sur.

—Intenta viajar en grupo.

—Lleva agua, provisiones, vestido y calzado adecuados.

—Comunica cualquier sospecha sobre posibles infectados a la policía.

—Se amable con los demás.

Las había incumplido todas.

El trimestre en la universidad impartiendo clases de Filología Germánica se vio interrumpido por las noticias venidas del norte. Los primeros rumores entre los estudiantes le parecieron pueriles, incluso irrisorios. “La Peste Escocesa”, la llamaron. Éste y otros términos similares estuvieron los primeros días en boca de muchos pero cuando el gobierno decretó el cierre de la frontera, las cosas se pusieron verdaderamente difíciles.

Atravesaron la frontera y llegaron del norte, a Inglaterra, por cientos de miles.

Al principio, la gente intentó ser solidaria.

Se habilitaron campamentos de acogida y los lugareños repartieron agua, medicinas y alimentos. Sin embargo, los buenos sentimientos no durarían.

La idea de que los recién llegados podían ser, en realidad un peligro mortal, no tardó en extenderse. Al fin y al cabo la mayoría había cruzado sin ningún tipo de control sanitario.

En un abrir y cerrar de ojos, todos pasaron a ser sospechosos y Cambridge se convirtió en un manicomio.

 

Un simple estornudo, un catarro mal curado, la tos seca de un anciano en el autobús… Cualquier cosa era un síntoma. El virus podía estar en el aire, en el agua, en la comida… ¿Qué hay de la ropa? ¿Puede pegarse a la ropa?… Algunos clérigos locales teorizaron en el púlpito sobre una variante del SIDA, más mortífera, más depravada.

Los homosexuales y los toxicómanos, comenzaron a sufrir las consecuencias. Un concejal conocido por oficiar matrimonios entre personas del mismo sexo fue salvajemente golpeado a las puertas del ayuntamiento. Varias ONGS locales y conocidas por su trabajo con la población drogodependiente, vieron sus sedes asaltadas por los radicales.

Se llegó a decir que las personas de color y los musulmanes transmitían la enfermedad más fácilmente. Había algo en sus cromosomas.

Sin embargo, la gente con sobrepeso podía llegar a desarrollar cierta inmunidad. Había algo también en sus cromosomas. En medio de la locura, se agotaron las existencias de Dunkin´ Donuts en toda la ciudad.

Se llegó a decir que el virus era también capaz de imbuir a la víctima en un estado severo de catalepsia.

— ¡Cuidado en los entierros! Demasiadas tonterías… —Reflexionó Thomas masajeando su tobillo izquierdo con movimientos firmes y circulares. 

Todo era absurdo. Lo único cierto es que no se sabía nada.

Nadie volvía de las zonas infectadas para contarlo.

—Esta es la enfermedad del silencio. —Afirmó su amigo y compañero de piso, Angus Clayton.

Angus no podía tener más razón.

Se sabía que una población había sucumbido a Wicca porque nunca más se volvía a tener noticias de los que habían decidido permanecer en sus hogares. También decían que el gobierno tenía imágenes e internet bullía con las instantáneas, supuestamente reales, de Edimburgo en llamas con las calles atestadas de coches y muertos por todas partes.

Era el destino de los que se quedaban.

Así que Thomas, se marchó.

—Siempre rumbo al sur. —Murmuró enfundándose de nuevo las botas.

Thomas dedicó una última mirada a la torre de Spire House.

Por encima de la misma, las estrellas brillaban sobre Londres, vacío y oscuro.

Thomas pensó en Dana.

Siempre habían estado unidos y como hermano mayor, Thomas se había visto a menudo en la necesidad de protegerla.

—Condenada chiquilla. Siempre enredando. —Recordó.

Como cuando Dana engañaba a la vieja Frau Scheidemann, la dueña de la confitería en la esquina de Merseburger Strasse, pagando con viejos marcos que quedaban en casa, en vez de con euros. La pobre señora nunca se daba cuenta.

Los hermanos Lehner tuvieron una infancia feliz vivida al calor de una familia pequeña pero fuertemente unida.

Más adelante, durante la adolescencia, se invirtieron las tornas. Dana se convirtió en una joven seria, enfocada en sus estudios y muy aplicada y Thomas adoptó el rol anárquico e inconformista.

—Al menos ahora estás a salvo, entre las estrellas. —Murmuró Thomas intentando no pensar demasiado en lo preocupada que estaría su hermana por la familia en la estación espacial.

También decían que, en una noche clara, podía verse a Harmony surcando el cielo.

—Parece una estrella fugaz.

En los últimos días Thomas se había sorprendido hablando solo.

—Te estás volviendo loco. —Dijo sacando la brújula antes de reanudar la marcha.

—Siempre al sur.

Thomas guardó la brújula. No era suya. La había robado a una mujer que viajaba sola. Se hicieron amigos antes de salir y en cuanto pudo, Thomas robó todas las pertenencias de su compañera.

—De todas maneras, no tenía buen aspecto. Seguro que estaba infectada. —Volvió a decirse por enésima vez al recordar el rostro de Olivia. 

A decir verdad, nadie presentaba buen aspecto en aquella caravana de gente cuando salieron de Cambridge.

Al principio las cosas iban bien y la gente intentaba ser amable.

Para cuando consiguieron llegar a Londres ya imperaba la ley del más fuerte.

Thomas decidió que era mejor viajar solo.

Escuadrones de grupos violentos patrullaban las columnas de refugiados, abusando impunemente de todo el mundo. A él, le golpearon en varias ocasiones.

Su acento le delataba y cualquier excusa servía para buscar chivos expiatorios.

Thomas recordó una escena al poco de salir.

—No eres de por aquí… ¿Verdad?… ¿Estás infectado?… —Le increpó un tipo alto con cara de perro.

—¡Déjale en paz! —Exclamó Olivia defendiéndole.

La joven se llevó tal golpe en la cara que terminó con sus huesos en el suelo.

Thomas  miró al cielo en busca de Harmony.

Recordar le producía escalofríos.

—¿Cómo pude portarme así con Olivia? —Murmuró avergonzado.

Las calles de Londres estaban desiertas.

—Lo que importa es sobrevivir. —Se dijo.

De vez en cuando, Thomas se encontraba con figuras esquivas que trataban siempre de mantener las distancias.

Igualmente, si alguien intentaba acercarse demasiado, Thomas corría.

Cuando le evitaban, Thomas caminaba más tranquilo.

—Cuanto más lejos, mejor. —Dijo apretando el paso. Intentando no pensar en el dolor.

La sed le atormentaba.

Thomas cruzó Hyde Park desembocando a la altura del Royal Albert Hall.

Vio la puerta entornada en el margen izquierdo de la acera, casi al principio de Exhibition Road. Una luz tenue salía por la rendija.

Del interior, llegaba el sonido de una melodía melancólica. Alguien tocaba el piano.

—Schubert.

Thomas entró.

A los pies de un sillón de estilo victoriano, tumbado en una gran alfombra había un perro de ojos grandes y mirada cansada. A su lado, un caballero fumaba en pipa. Tenía un ejemplar del Financial Times en el regazo y a la derecha, una copa de vino reposaba sobre una mesa auxiliar. 

A la izquierda del salón, y cerca de una imponente escalera, estaba el hombre que seguía al piano.

—Schubert… —Dijo de nuevo Thomas.

El hombre del sillón enarcó las cejas.

—¡Tenemos visita!

El pianista terminó con la melodía y se levantó para colocarse junto a la chimenea.

—Eso parece milord. Aunque tiene un aspecto deplorable. —Dijo.

Thomas se sintió avergonzado.

—Llevo días caminando… —Dijo con voz pastosa.

El hombre del sillón inclinó un poco la cabeza.

Era un individuo algo mayor, de cabellos plateados, rostro amable y cejas pobladas.

—Diría que en los próximos minutos, tendrá la bondad de presentarse. ¿Qué opinas Hopkins?

Hopkins se encogió de hombros.

—Thomas Lehner. Nací en Leipzig y antes de que todo se desmoronase era profesor de Filología Alemana en Cambridge.

—Un extranjero. Eso explica esa terrible falta de modales.

Hopkins asintió. —Desde luego milord.

—Yo soy Lord Harrington y éste, Herr Lehner, es el Club de Caballeros Carltone, que no debe ser confundido; bajo ninguna circunstancia, con el Carlton Club, fundado por esos advenedizos de Saint James Street.

—Muy bien dicho Milord.

Thomas miró a sus interlocutores extrañado. Parecían una versión ridícula del Sombrerero Loco.

—¿Qué hacen aquí? – Preguntó.

Lord Harrington le miró ofendido.

—Será mejor que ignore la naturaleza de su pregunta.

—¿No ven lo que está ocurriendo?

—¿Insinúa usted que milord no es una persona informada, Herr Lehner? —Intervino Hopkins indignado.

Thomas no quiso parecer brusco.

—No. Por supuesto que no pero… ¿No van ustedes al sur?

—¿Qué hay al sur, Hopkins?

Hopkins encogió un poco los hombros.

—Yo diría que al sur está la Península Ibérica. España y Portugal milord.

—Portugal siempre ha sido un país amigo. Con los españoles, sin embargo… Hemos tenido nuestras diferencias.  —Afirmó Lord Harrington.

—No pueden quedarse aquí. —Afirmó Thomas. El virus avanza. No hay supervivientes. Hay que llegar a los puertos. —¿Quizás ustedes conozcan a alguien que pueda…?

El Gran Danés que seguía tumbado junto al sillón bostezó plácidamente.

—¿Qué pueda qué?… No le entiendo Herr Lehner. —Hopkins, ¿Puedes traer algo de beber a nuestro invitado?

—Agua, por favor. —Musitó Thomas cansado.

—Si, milord. —Respondió Hopkins abandonando la estancia.

—¿Donde estábamos? —Preguntó Lord Harrington.

—En los puertos. —Respondió Thomas.

El semblante de Lord Harrington se oscureció.

—Hay algo de lo que usted no se ha dado cuenta.

Thomas miró a su excéntrico interlocutor intrigado.

—El fin de Inglaterra, Herr Lehner, es el fin del mundo. ¿Qué sentido tienen los puertos?

—Pero…

—Ahora si me disculpa… Estoy seguro de que tendrá usted muchos puertos que visitar ahí afuera.

Hopkins volvió con una botella de agua.

Entregándosela, le indicó amablemente la salida.

—Están ustedes locos…

El sonido del piano todavía volvió a acariciar sus oídos cuando Thomas, a mitad de calle, abrió la botella de agua para dar un buen trago.

—Este sí que ha sido un extraño encuentro. —Se dijo.

Cerró los ojos para beber.

Tan ansioso estaba, que no se percató del frío contacto del afilado acero rasgando su cuello hasta que fue demasiado tarde.

Thomas cayó sobre la acera, sujetándose el gaznate con ambas manos.

Antes de morir notó que le registraban.

—¡Una brújula! —Exclamó una voz ronca.

—¡Y agua! —Respondió la mujer.

—¡Estamos de suerte!

La pareja se alejó corriendo hacia los muelles en mitad de la noche.

Al fondo, el sonido de una melodía melancólica.

Hopkins había vuelto al piano y tocaba con virtuosismo.

—Schubert…

Fue lo último que Thomas escuchó.

 

 

 

 

Falmouth. Inglaterra.

Reino Unido.

Sábado Oct./11/2036

Wicca +15

 

Carol Harper se despertó sobresaltada en el saco de dormir.

El viento soplaba fuerte en Gylly Beach y la lona de la tienda temblaba dando la impresión de que, en cualquier momento, iba a salir volando como levantada por la mano de un gigante.

Carol intentó respirar con calma.

Todas las noches soñaba con el centro comercial de Edimburgo. John se marchaba y habían decidido pasar el día juntos, de compras. No sabía por qué los recuerdos de aquella jornada seguían tan presentes en su memoria. Fueron al supermercado, comieron en Sushi Stop, recorrieron las tiendas con las niñas y vieron una película en el cine.

Un día agradable.

Las horas previas a un viaje de John siempre resultaban algo extrañas. El tiempo pasaba volando y cuando se daba cuenta, su marido se tenía que ir otra vez a algún rincón remoto del mundo.

Pronto adoptaron una pequeña costumbre.

Hasta que John no le enviaba un emoticono desde el asiento del avión, justo antes de despegar, ella no se quedaba tranquila.

—John… John… ¿Por qué has tenido que dejarnos? —Pensó Carol recogiéndose el pelo.

Era una pregunta retórica puesto que Carol sabía perfectamente las razones. El trabajo de su marido consistía en vigilar el clima.

Esta vez, en el Polo Sur.

De todas formas, Carol dio rienda suelta a su frustración.

—¿Por qué no estás con nosotras? Tus hijas te necesitan, John…

Sabía que todos aquellos reproches eran injustos.

—No podemos adivinar el futuro. —Musitó.

En sus pesadillas Carol está siempre sola.

De lejos, ve a John entrar en un probador con las niñas.

Quieren sorprenderla con un par de nuevos abrigos para el colegio.

Carol espera.

Les ha visto coger las prendas y sabe que debe hacerse la sorprendida cuando salgan.

Pero nunca salen.

Angustiada, Carol entra en la zona de probadores y abre las puertas, una por una.

Entra en los habitáculos con violencia, sin avisar.

—‘John!…

—…

—¡Niñas!

Piensa que le gastan una broma pesada.

—¡No tiene gracia!

El pasillo de probadores se alarga.

Se extiende hasta el infinito.

 

—¡John! ¡Niñas!

  ¡John! ¡Niñas!

  ¡John! ¡Niñas!

  ¡John! ¡Niñas!

La angustia es tan grande que el sueño termina con un despertar abrupto, empapado en sudor.

Carol salió de la tienda para terminar de asearse.

El agua salada le estropeaba la piel y el jabón era de mala calidad. 

—Seguimos juntas. —Se recordó una mañana más.

Después de ordenar la tienda, Carol contempló a las niñas mientras dormían.

Linda roncaba ligeramente y Kaisy, en sueños, movía la cabeza. ¿Sufriría su hija las mismas pesadillas?

Estaban bien. Seguían juntas.

Carol cerró la tienda.

Alguien había escrito algo en el transcurso de la noche.

—ESCOCESAS.

Carol encaminó sus pasos hacia la carpa que Protección Civil había instalado al otro lado de Cliff Road.

En la entrada y organizando la cola del desayuno estaban, como siempre, las juventudes de England Now.

A Carol le daban miedo.

Los rumores sobre auténticas batallas campales contra la gente del norte en Londres llegaron al campamento y en seguida comenzaron las primeras pintadas.

—MARCHAOS.

Carol temía que se terminara pasando de las amenazas a los hechos. Hasta ahora, había tenido suerte. Tras cruzar con las niñas la frontera, habían cogido el último tren, atestado de gente, rumbo al sur. Se preguntó cuántos no podrían decir lo mismo. ¿Cuántos abandonados a su suerte en los campos? ¿Tirados en las carreteras?

Las colas en el campamento de refugiados eran interminables.

Colas para comer, para el agua, para los baños…

La vida transcurría despacio en Falmouth. Esperaban a los barcos.

—¿Número? —Preguntó el joven pelirrojo a la entrada de la carpa.

—3256 respondió Carol mostrando su tarjeta.

—No estás en el primer turno.

Carol sonrió y se inclinó un poco sobre el muchacho, justo lo suficiente.

—¿A qué hora terminas? —Preguntó.

Los ojos del joven se encendieron.

—A las dos.

—¿Querrías entonces dar un paseo?

El muchacho tragó saliva.

—Te espero a las tres, en el viejo molino. Puedes pasar.

Carol sonrió, se humedeció los labios con la lengua y sin dejar de mirarle, entró.

Durante el primer turno se agotaban las mejores provisiones.

—Luego ya sólo quedan las sobras. —Le advirtió el primer día Jenn Wilson.

Jenn había sido una de las primeras en llegar a Falmouth y Carol no tardaría en comprobar lo cierto de sus palabras.

—¿Qué numero te han dado?

—3256

Jenn la miró con tristeza.

—Suerte. —Dijo.

Un tipo calvo, de aspecto rudo esperaba dentro de la carpa, tras el mostrador bajo la bandera de England Now.

Carol frunció el ceño.

—¿Donde está Tim? —Se preguntó preocupada.

No era extraño ver caras nuevas en la puerta pero dentro, siempre estaban los mismos.

 

- Número. —Le espetó el desconocido.

Carol miró desconcertada.

—Lo di en la entrada.

—¡Número!

Carol tragó saliva.

Nunca le habían pedido el número dos veces.

—Quiero hablar con Tim.

—Tim está de vacaciones. —Dijo el hombre con una sonrisa forzada. —Escocesa… ¿verdad?

Carol mintió.

—Inglesa, vivía en Paxton. Cerca de la frontera.

El hombre sonrió.

—Si claro, eso dicen todos.

—Necesito comida, agua y medicinas para mi hija, Linda.

—¿Qué tipo de medicinas?

—Tim lo sabe. ¿Puedo hablar con él? —Insistió Carol.

—Ya te he dicho que no está.

Carol empezó a preocuparse.

Conseguir que Tim hiciera la vista gorda no había sido fácil. Nada fácil.

Con un guarda nuevo iba a ser imposible.

—Necesito insulina.

El calvo hizo una mueca de fastidio.

—Hay escasez.

Carol empezó a temer lo peor.

—¿Escasez?

—Es sólo para ingleses.

 

- Soy ciudadana británica. —Respondió Carol con firmeza.

—Eres escocesa. —Dijo el hombre.

Carol se sintió sucia.

Sólo quedaba intentar lo de siempre.

—¿A qué hora terminas el turno? —Preguntó haciendo de tripas, corazón.

El hombre le miró con desprecio.

—¿Qué insinúas zorra escocesa?

Carol tragó saliva.

—Mi hija necesita insulina. ¡Sólo tiene siete años! —Gritó desesperada.

—¿Cuántos niños han muerto en Manchester por vuestra culpa? ¿Cuántos en Londres? ¿Me lo vas decir?

—Yo no estoy infectada.

—Rompiste la cuarentena. ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo podemos saberlo?

Carol pudo percibir la rabia en su interlocutor. Todo aquel odio. Todo aquel miedo.

—Por favor… —Suplicó.

—¡Número!

—3256.

—No es tu turno.

—Pero…

—¡SIGUIENTE!

Carol salió de la carpa y volvió arrastrando los pies hasta la playa.

A las tres, iría al viejo molino.

Sólo quedaba esperar.

Pronto, llegarían los barcos.

 

 

 

 

Ciudad de Nueva York. Nueva York.

Estados Unidos.

Domingo Oct./12/2036

Wicca +16

 

Kate subió las escaleras de la redacción despacio.

Apoyada en la baranda, contempló la escena.

Los escritorios vacíos hacían compañía a montañas de papeles tirados por el suelo. Papeleras volcadas, monitores rotos, flexos torcidos… Un montón de cables sueltos serpenteaban por la moqueta azul, abriéndose paso entre trozos de cristal y material de oficina proveniente de los despachos.

Una impresora, parpadeaba sobre un mostrador.

Una voz profunda trató de describir la escena.

—Parece que ha pasado un tornado… ¿No es cierto?

—¡Bill! —Exclamó Kate corriendo a los brazos de su compañero.

—¿Qué haces aquí, muchacha?

—Bruce… Me pidió que viniera.

—Así que el gran jefe va a recibirte entre las ruinas del imperio… —Dijo Bill señalando el desorden que los rodeaba.

Kate observó las maletas.

—¿Te vas?

Bill se encogió de hombros.

—¿Acaso no lo hace todo el mundo?

Kate asintió. Efectivamente. Todos se iban.

—No pienso rendirme. —Afirmó Kate con obstinación.

Bill se tomó un instante para fijarse en ella.

Parecía mentira lo mucho que había cambiado. Kate Brennan era ahora una mujer mucho más madura. Su rostro, antes inmaculado, dibujaba ya los surcos característicos de la preocupación y la amargura de los reveses inesperados. Kate había dejado de ser la hija caprichosa de un abogado influyente para convertirse en toda una fuerza por sí misma y, aunque presentase un aspecto cansado, su mirada brillaba con determinación.

Bill sonrió con tristeza.

—Al contrario que yo, no eres de las que abandonan el barco. Supongo que Bruce también lo sabe.

—No quería decir… —Respondió Kate apurada mirando las maletas.

—Vine a recoger algunas cosas y a echar un último vistazo. Supongo que ya es hora de partir.

Bill extendió el brazo para acariciar un mechón del cabello de Kate.

—Adiós, Katherine Brennan.

Kate sintió como los ojos se le bañaban en lágrimas.

—Oh… Bill… ¿Qué nos está pasando?

—¡Es el fin de mundo!

—¿A dónde vas? —Quiso saber Kate.

—No te preocupes por mí.

Kate no quedó muy convencida con aquella respuesta.

Walsh siguió hablando.

—Ahora Bruce está solo. En cierto modo se lo merece, pero es un viejo zorro, de los que siempre salen adelante. Estarás bien a su lado, Kate.

—¡Así que un viejo zorro! —La voz de Bruce McKellen resonó mientras subía las escaleras.

—¡Bruce! —Exclamó Bill.

—¿Llego en mal momento? —Preguntó el Presidente Ejecutivo del New York Times.

—No. —Dijo Bill. —Ya me iba.

—Deberías acompañarme a Nueva Orleans. Es la última vez que te lo voy a pedir, Bill. —Dijo Bruce.

Kate miró sorprendida a Bill.

—Así que tienes una oferta…

—¡Quién sabe! —Exclamó Walsh bajando la escalera y arrastrando las maletas.

Kate quiso decir algo pero McKellen se adelantó.

—Me alegra verte, Kate. Gracias por venir. ¿Podemos sentarnos en tu despacho?

La estancia tenía un aspecto tan destartalado como todo el resto del edificio.

Bruce cerró la puerta.

—Perdona el desorden… —Dijo Kate con ironía.

—Recuérdame que despida a los de la limpieza.

Kate sonrió.

—¿Que tal estás?

Kate, que no sabía que responder, así que se encogió de hombros.

—¿Qué pasó con tus padres, Kate? —Quiso saber Bruce.

—Fui a Hartford. Han decidido quedarse. —Respondió Kate con sequedad.

Bruce McKellen puso cara de consternación.

—Lo siento.

Kate sintió la indignación creciendo en su interior.

—¿Hay algo más que lamentes, Bruce?

McKellen hizo un gesto de extrañeza.

—¿A qué te refieres?

Kate decidió encarar la cuestión sin rodeos.

—Sabías de las conexiones de mi padre con ChinaKorp. ¿En que estabas pensando Bruce? —Exclamó Kate con amargura.

McKellen guardó un silencio incómodo.

—¡Yo te lo diré! —Explotó Kate.

—No te precipites.

—Pensabas que una novata como yo nunca conseguiría airear los trapos sucios del sistema. ¿No es cierto?

—Nunca creímos que llegarías lejos en la investigación. —Admitió Bruce.

—Y cuando lo hice, me utilizasteis.

—Tu padre es un gran hombre, Kate, de los mejores que he conocido. Todo lo hizo para protegerte.

—¡Me espiaba! —Gritó Kate recordando amargamente las numerosas tardes pasadas confiando en casa los pormenores de su investigación.

Bruce se revolvió incómodo en la silla.

—Kate. Tenemos que pasar página. ChinaKorp, el periódico… Nada de eso importa ya.

Kate suspiró abatida.

—¿Qué quieres de mi Bruce?

Bruce se inclinó hacia delante y apoyó los codos en la mesa.

—El mundo entero se desmorona. El Reino Unido, Suecia, Noruega, Dinamarca… Gran parte de Canadá, Bélgica… Extensiones incalculables de Rusia, Alemania… En Francia, el virus ha arrasado la ciudad de Amiens y París vive en estos momentos las horas más amargas de su historia.

Kate escuchó atónita.

El viaje a Hartford la había aturdido. Parecía desconectada de los acontecimientos.

Bruce prosiguió.

—Praga, borrada del mapa. Al igual que Kiev o Ulan Bator en Mongolia.

Kate escuchaba pero su cerebro se negaba a procesar tanta información.

—¿Mongolia?… —Preguntó desconcertada.

—La humanidad se está extinguiendo.

Kate pensó un momento en la palabra “extinción”.

En su mente, era un término asociado a los dinosaurios o a los mamuts, nunca a la raza humana.

—¿Cuánta gente ha muerto?

—Decenas, cientos de millones. Es imposible saberlo. —Dijo McKellen.

—¿Entonces los rumores son ciertos? ¿Por qué hay tan poca información, Bruce? —Quiso saber Kate.

—La respuesta a esa pregunta la tienen los gobiernos.

—¿A qué te refieres?

—Se ha impuesto un férreo control informativo. Hay que evitar el pánico, al menos, en la medida de lo posible. Todos los medios fuimos advertidos.

—¿Advertidos? ¿Por quién?… —Preguntó Kate incrédula.

—Seguridad nacional. En mi caso, hablé personalmente con el Presidente para expresar mi apoyo.

—¿Y qué hay de Internet? —Preguntó Kate.

—La red siempre ha sido un hervidero de rumores. La propia administración se asegura de que resulte imposible discernir lo verdadero de lo falso.

—¿Nuestro propio gobierno se dedica a propagar bulos?

—La verdad es inasumible.

—¿Quien determina lo que es asumible, Bruce?… ¿Tú te encargas?…  —Murmuró Kate incrédula.

—Solo soy un asesor más de los que tiene ahora mismo el Presidente.

—Asesor del Presidente…

—Necesitamos ganar tiempo y si no somos capaces de dosificar las malas noticias, estallará el caos.

—¿Y qué esperan en el gobierno? ¿Qué la gente se quede en casa esperando el siguiente comunicado oficial? —Preguntó Kate sorprendida.

—Ningún presidente ha tenido que enfrentarse a una algo así. No hay ninguna cura, Kate. Ni siquiera sabemos lo que es.

Kate asintió.

Si Bruce estaba en lo cierto, las proporciones del desastre parecían inabarcables. Hasta ahora, su visión de la enfermedad había sido la de algo terrible que estaba ocurriendo pero que, en cuestión de meses, estaría bajo control.

Ir a la siguiente página

Report Page