Harmony

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Kate » Capítulo 3

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Por primera vez, sintió verdadero miedo.

—El presidente Wilkinson está decidido a intentar salvar al mayor número posible de ciudadanos americanos. —Afirmó Bruce.

—¿Y cómo va a hacer eso?

—Creemos haber aprendido algo de los territorios afectados.

—¿Aprendido?

—El sistema comenzará a derrumbarse y lo hará muy rápidamente. El proceso, como verás, —dijo Bruce señalando la redacción.- ya ha comenzado.

Kate observó los escritorios vacíos.

—Pronto, la gente sólo pensará en huir.

Bruce pasó entonces a enumerar las implicaciones.

—Se abandonarán las fábricas, los agricultores dejarán las tierras y comenzará así, la carestía. La producción industrial desaparecerá. Los médicos dejarán a los enfermos en los hospitales y los aviones no podrán despegar de los aeropuertos. Sin jueces ni abogados, todo el entramado legal colapsará. Lo mismo ocurrirá con el sistema financiero. No habrá nadie en las gasolineras, no habrá nadie en los supermercados, ni en los restaurantes, ni en las comisarías…

—Dios mío… —Musitó Kate.

—Imagina a millones de personas en la carretera. Todos rumbo al sur.

Kate asintió horrorizada.

—Las plantas que generan toda nuestra energía serán abandonadas a su suerte. Sin nadie que las gestione… ¡Muchas son centrales nucleares! ¿Qué crees que ocurrirá entonces Kate? ¿Puedes imaginar el número de potenciales catástrofes?

—Pero… Las autoridades…

—El gobierno terminará por diluirse, seguido del ejército que acabará dividido en diferentes facciones, todas armadas hasta los dientes luchando entre ellas y contra todos.

—¿Qué pasa con el virus? ¡Hay que pararlo! —Insistió Kate.

—La enfermedad se extiende de norte a sur, de manera más o menos uniforme, por todo el planeta… No sabemos nada sobre el periodo de incubación ó cómo se propaga.

—Dios santo Bruce… ¿Hay alguna buena noticia?

McKellen torció el gesto.

—Tal y como te dije, el Presidente Wilkinson necesita hacer algunas averiguaciones, de forma discreta. Es posible que la Casa Blanca no cuente con toda la información.

El instinto de Kate se puso en alerta.

—¿Qué tipo de averiguaciones?

—Necesitamos alguien que trabaje rápida y eficientemente. El tiempo juega en nuestra contra. —Respondió Bruce.

Kate sintió que su corazón se aceleraba.

Bruce fijó su profunda mirada en ella.

—Tendrás que viajar. Hablar con determinadas personas. Recopilar datos de primera mano.

—¿Viajar? ¿A dónde?

—En Atlanta, visitarás el Centro de Control de Enfermedades.

Kate asintió.

—Y a continuación, irás a Tel Aviv.

—¿TEL AVIV?

 

 

Atlanta. Georgia.

Estados Unidos.

Lunes Oct./13/2036

Wicca +17

 

Kate aguardó pacientemente en la sala de espera del despacho del doctor Jerome Swift donde la recepcionista atendía las llamadas tras un pequeño mostrador.

—No. El doctor Swift no puede atenderle en estos momentos. Muy bien… Tomo nota. Gracias, buenas tardes… Oficina del Doctor Swift, ¿En qué puedo ayudarle?

Kate, impaciente, extrajo del bolso un paquete de caramelos mentolados, lo abrió y se echó uno a la boca. El vuelo a Atlanta no había estado exento de incidentes. Todos los aeropuertos de Nueva York estaban colapsados. La oferta de vuelos no podía satisfacer la demanda y miles de personas se agolpaban en las terminales intentando salir de la ciudad.

El Falcon 10X Dassault de Bruce McKellen pudo salir sólo tras horas de espera en la pista.

Kate era la única pasajera.

La joven recepcionista dejó un momento de atender llamadas para dirigirse a ella.

—¿Señorita Brennan?

—¿Si? —Respondió Kate.

—Disculpe el retraso. El Doctor Swift le atenderá en breve.

—Gracias.

Kate pensó sobre las últimas palabras de su última charla con Bruce.

—El presidente Wilkinson necesita que alguien de confianza haga ciertas averiguaciones antes de tomar una decisión.

—¿Y qué está pasando con el gabinete? ¿Acaso no informan correctamente?

Bruce hizo una mueca extraña.

—Es posible que el relato no sea del todo veraz.

—¿Su propio gobierno miente? —Preguntó Kate escandalizada.

Bruce trató de explicarse.

—Debes entender que hay muchos intereses en juego. Algunos preferimos actuar con prudencia, diplomáticamente. Al otro lado, están los que abogan por una aproximación contundente a los problemas.

—Los halcones.

—Liderados por el Secretario de Defensa y el general Caldwell. Creen que los Estados Unidos deben cruzar la frontera con México y ocupar militarmente toda Latinoamérica.

—¿Se han vuelto locos?

—Son tiempos difíciles, Kate. —Concluyó Bruce.

En el despacho de Jerome Swift, la recepcionista volvía a llamarla.

—¿Señorita Brennan? ¿Señorita Brennan?

Kate, ensimismada, se sobresaltó.

—Si… Perdón.

—Puede pasar —Dijo la chica señalando una puerta entreabierta.

Kate se levantó y entró con paso firme.

Sentada detrás de un escritorio de cristal impecablemente ordenado, la adusta figura del profesor Jerome Swift, aguardaba.

—¿Katherine Brennan? —Inquirió.

—Doctor Swift, gracias por recibirme. —Respondió Kate mirando de reojo los diplomas colgados en la pared.

Jerome Swift juntó las manos sobre la mesa.

—Es un placer. ¿En qué puedo ayudarla?

Kate fue directa al grano.

—¿Qué puede decirme el Centro Nacional de Enfermedades sobre Wicca, doctor?

—Nada que no hayamos dicho ya oficialmente. —Dijo Swift a la defensiva.

—¿Por qué tan reservado? —Se preguntó Kate.

—Continuamos sin hacer progresos.

—Verá… —Dijo Kate.- Estoy aquí en calidad de asesora especial del Presidente. Mi trabajo es asegurarme de que…

—Si el presidente quiere saber algo, no tiene más que preguntar.

El doctor Swift parecía nervioso.

—Para eso se ha concertado esta entrevista. Para preguntar. —Respondió Kate con seguridad.

—¿Quiere la verdad? Dígale al Presidente de mi parte, que prepare al país para lo peor.

Kate cerró un momento los ojos.

Aquello no era lo que había venido a oír. En vez de un experto de discurso tranquilizador, se encontraba ante un hombre visiblemente asustado.

Swift comenzó a juguetear con un bolígrafo entre los dedos.

—¿Qué quiere decir exactamente?

El máximo responsable del Centro de Control de Enfermedades se llevó las manos a la cara.

—Hay un patógeno del que no sabemos nada propagándose por todas partes a una velocidad escalofriante. Lo que quiero decir, señorita Brennan, es que estamos perdiendo la batalla.

—¿Cuánto tardarán en desarrollar una vacuna?

El doctor Swift la miró con gesto cansado.

—No me ha entendido… ¿Verdad?… ¡No sabemos cómo combatirlo!

—Pero… Tienen ustedes todos los recursos…

—No hemos podido obtener nada.

—¿Cómo es posible? —Preguntó Kate horrorizada.

—No lo sabemos. No sabemos cómo funciona. Se propaga demasiado rápido. —Respondió lacónico el Doctor Swift.

Kate suspiró. Estaba ante un hombre derrotado.

—Muy bien. Hablaré con el Presidente.

Kate seguía sin poder creerlo. Las afirmaciones del Doctor Swift no tenían sentido.

—¿Está completamente seguro de que no hay ningún error? ¿Algo que no hayan visto? —Se atrevió a decir.

Jerome soltó una carcajada.

—¡No hemos visto nada! ¡Ese es el problema! —Afirmó golpeando la mesa con ambos puños.

El retrato de familia conformado por esposa e hijos, tembló.

Kate temió haber ido demasiado lejos.

—¿Qué puede decirme de otras zonas del mundo?

—Estamos en contacto con todos los organismos internacionales. La situación es la misma. En todas partes.

Kate supo que ya no tenía sentido permanecer por más tiempo allí.

—Pensaba que venceríamos. —Dijo mientras ofrecía la mano al doctor.

—Yo también.

—La gente mantiene su esperanza en ustedes. ¿Sabe lo que eso significa?

—Si.

—Esperan un medicamento que les devuelva la normalidad. Siempre ha habido epidemias en el pasado y a todas las superamos.

Jerome Swift permaneció en silencio.

—Pero esto… No vamos a superarlo. ¿Verdad doctor?

—Le deseo mucha suerte señorita Brennan.

Kate bajó la mirada.

Mientras caminaba por el pasillo hacia la salida, aun pudo escuchar la voz de la joven recepcionista.

—No. El doctor Swift no puede atenderle en estos momentos.

—No vamos a superarlo. —Murmuró tratando de hacerse a la idea.

—Muy bien… Tomo nota… Gracias, buenas tardes.

 

Tel Aviv.

Israel.

Martes Oct./14/2036

Wicca +18

 

Kate Brennan contempló las largas hileras de olivos que jalonaban los veinte kilómetros que separaban Tel Aviv de la pequeña localidad de Rehovot.

—En los últimos años, el gobierno expropió muchas de estas tierras para dedicarlas a la producción intensiva de aceite. —Afirmó el conductor del Lexus negro que se desplazaba escoltado por la policía a gran velocidad por la carretera 412.

Kate asintió.

El viaje a Tel Aviv desde Georgia había sido largo.

Diez mil kilómetros, de un vuelo solitario y monótono habían dado bastante para pensar.

—¿Qué noticias me esperan en Israel? Dios quiera que no sea peor que Atlanta.

El aterrizaje en el aeropuerto Ben Gurion fue largo y tedioso. La torre de control retuvo al reactor en el aire durante un tiempo que a Kate se le hizo interminable. El tráfico aéreo en Israel tampoco funcionaba con normalidad.  

Nada más poner un pie en la terminal, Kate fue interceptada por dos funcionarios que la llevaron a una sala pequeña y mal iluminada.

Una mujer vestida con traje gris oscuro de raya diplomática, aguardaba.

—Pasaporte.

Kate estaba confusa.

—¿Cual es el motivo de su presencia en el país?

—Estoy en viaje de trabajo. Debo entrevistarme con el profesor Salomón Rubin, del Instituto Weizmann en Rehovot.

—Ha hecho usted un largo viaje para una simple entrevista. ¿No le parece?

Kate se removió incómoda en la silla.

¿A qué venía aquel interrogatorio? ¿Debía decirle a aquella mujer que estaba en Israel por orden del Presidente de los Estados Unidos? ¿Por qué la retenían?

—Trabajo para el New York Times. Estoy segura de que si se ponen en contacto con mi embajada…

—Todas las embajadas están clausuradas. El estado de Israel está a punto de cerrar sus fronteras y de repente, aparece usted en Tel Aviv, sola y con una excusa de lo más endeble. ¿Qué se supone que debo pensar señorita Brennan? —Preguntó la funcionaria golpeando el pasaporte contra la mesa.

La reactancia de uno de los fluorescentes vibraba provocando un desagradable parpadeo de la luz en la habitación.

Kate tragó saliva.

—Oiga, si habla usted con sus superiores…

—¿Mis superiores? ¿Qué tipo de sugerencia es esa?

Aquello estaba yendo de mal en peor.

—¿Estoy detenida? —Quiso saber Kate.

En aquel momento, la puerta se abrió dando paso a un hombre de aspecto vulgar. Bajo, entrado en kilos, cabello negro fino y grasiento, gafas de pasta y gruesas patillas que enmarcaban un rostro rechoncho de piel sorprendentemente tersa.

—Hakol beseder. Todo está bien. —Dijo.

La funcionaria enarcó las cejas.

—Su pasaporte le será devuelto antes de regresar a Estados Unidos. Ahora, por favor, acompáñeme.

Kate fue escoltada al exterior de la terminal e introducida en el vehículo que ahora la llevaba a su destino en Rehovot.

—¿Cuánto tardaremos en llegar? —Preguntó ansiosa.

El conductor hizo caso omiso.

—La expropiación no estuvo exenta de polémica. Fueron muchas las familias afectadas, pero el Primer Ministro hizo bien. Había que apoyar a la industria aceitera. —¿No le parece? —Ustedes hicieron lo mismo con el maíz.

Kate, que no tenía ganas de discutir sobre política agraria, respondió distraída.

—Estoy segura de que su Primer Ministro hizo lo correcto.

El conductor embocó una salida de la carretera para internarse en un camino rural que terminaba a los pies de un pequeño chalet situado encima de una pequeña loma. Estaban en las afueras de la ciudad.

Una anciana abrió la puerta.

—Señorita Brennan. —Saludó con marcado acento.

Kate inclinó la cabeza, esbozando una tímida sonrisa.

—Bienvenida.

En el salón de la casa, entre papeles y ordenadores, se encontraba el profesor Rubin.

—¡Adelante! —Exclamó.  —Espero que haya tenido un buen viaje.

Kate se presentó.

—Profesor Rubin, soy Kate Brennan.

—Se quién es usted y también el motivo de su visita.

Kate suspiró aliviada. Estaba cansada de tener que dar explicaciones.

—Disculpe si le han tratado de manera un poco ruda. Son tiempos difíciles.

Kate asintió.

—¿Qué es este lugar? —Preguntó Kate mirando a su alrededor.

El profesor Rubin metió las manos en los amplios bolsillos de su pantalón de franela color beige y se balanceó ligeramente sobre los talones.

—Una de mis oficinas.

 

Una impresora comenzó a vomitar folios encima de una mesa.

Rubín no le hizo caso.

—¿A qué se dedica usted profesor? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué está ocurriendo?

Rubin sonrió.

—Le gusta hacer preguntas… ¿Verdad?… Tome asiento. —Dijo el profesor señalando un destartalado sillón al fondo de la estancia. —¿Le apetece tomar algo?

—No gracias. —Respondió Kate.

—Martha prepara un té excelente.

—Estoy bien. Gracias profesor.

—De acuerdo. Empecemos entonces por el principio.

Salomón Rubin se acarició la blanca barba antes de comenzar a hablar.

—Llevo trabajando para mi país más de cuarenta años. —Afirmó Rubín en tono melancólico, como si de repente, se viese transportado a una época muy lejana. —Primero como soldado y más tarde, liderando el programa científico más importante de nuestra historia. También he asesorado a varios primeros ministros.

Kate asintió impresionada. No la habían enviado a tratar con un cualquiera.

—Al principio de mi carrera, descubrimos algo en el instituto Weizmann. Algo… Trascendental… —Dijo Rubin pronunciando las palabras con cierta amargura.

Kate presintió que estaba ante una historia importante.

—Nuestro trabajo se convirtió en el secreto mejor guardado de Israel. Debe saber que, ser otras las circunstancias, usted no podría salir viva del país con la información que estoy a punto de revelarle.

A Kate no le gustaron aquellas palabras pero prefirió no interrumpir.

Una mezcla de excitación y temor le recorría todo el cuerpo.

—Comprendo. —Musitó.

—La situación internacional es extremadamente grave. Alemania, Austria, Hungría y Suiza están al borde del colapso. —Dijo Rubin enumerando los países europeos más afectados por la enfermedad.

Una lista que no dejaba de crecer.

—¿Cuándo va a parar, profesor? —Preguntó Kate con la esperanza de que aquel hombre le tranquilizara.

—En Estados Unidos, ciudades como Seattle y Portland ya están infectadas.

Kate pensó aterrada en Hartford.

El profesor Rubin se detuvo un momento a observar el rostro descompuesto de Kate. Era una chica muy hermosa.

—Pero de todo esto, nadie tiene la culpa. El Presidente debe saberlo. No debe malgastar esfuerzos buscando culpables. —Afirmó categórico Rubin.

Kate le miró extrañada.

—Deje que le hable de lo que hemos estado haciendo en Rehovot durante los últimos treinta y cinco años.

Kate escuchó con atención.

—¿Qué sabe usted de Hugh Everett, Alan Guth o Stephen Hawking?

Kate no pudo contestar.

Rubín continuó hablando.

—Everett fue el primero en proponer la Teoría de los Universos Paralelos en física cuántica. En la década de 1970, Guth elaboró la primera formulación sobre el universo inflacionario. Su trabajo terminaría respaldando lo que Everett ya intuía.

—Creo que le estoy perdiendo… —Respondió Kate aturdida.

—Alan Guth predijo un número de universos paralelos que tiende al infinito y en su última publicación, Hawkings dejó escritas instrucciones sobre cómo encontrarlos.

 

- Sigo sin entender… ¿Qué tiene todo esto que ver con lo que está ocurriendo, profesor?

—Durante años, he vivido obsesionado con las implicaciones del trabajo de Everett. ¿Es posible extrapolar el extraño comportamiento de las partículas a nivel cuántico a los dominios de la física tradicional?

Kate se resignó a seguir escuchando.

—¿Cómo puede una partícula estar en dos lugares a la vez? Y teniendo en cuenta que nuestra realidad está fundamentalmente constituida de partículas… ¿Es posible que ésta se encuentre también replicada? ¿Qué exista una misma realidad en dos o más lugares a la vez?

—No sabría muy bien qué responder a eso.

Salomón Rubin continuó.

—Nosotros nos propusimos averiguarlo.

Salomón hizo una pausa para tomar un sorbo de agua.

—Quisimos jugar a ser Dios.

Kate se revolvió en el sillón. El discurso del profesor se volvía por momentos cada vez más extraño.

—Así, nació el proyecto JASON.

—¿Qué es lo que hacían exactamente, profesor?

—JASON es el instrumento mediante el cual el Estado de Israel compromete los recursos necesarios, durante el tiempo que haga falta, para ser el primero en desarrollar posibles aplicaciones prácticas basadas en las teorías que le he comentado.

—¿Aplicaciones prácticas?… ¿Qué tipo de aplicaciones prácticas? ¿Se refiere a algún tipo de arma? —Preguntó Kate inquieta.

Rubin sonrió.

-  No se trata de armas. Llevamos casi cincuenta años intentando abrir una puerta. Queríamos hacer un viaje imposible sin tener en cuenta las consecuencias.

—¿Qué consecuencias? —Quiso saber Kate alarmada.

—Todo tiene consecuencias… ¿No es cierto? —Murmuro Rubin.

—¡Qué consecuencias! —Exclamó Kate impaciente.

Salomón Rubin guardó silencio.

—Es posible que nuestro trabajo haya emitido una señal en otro lugar. Una pista sobre cómo encontrarnos.

Kate no entendía nada.

—¿Se refiere a otras potencias?

Salomón Rubin volvió a desconcertarla con otra pregunta inesperada.

—¿Qué sabe sobre la Estación Espacial Internacional Harmony? Tengo entendido que su periódico envió a alguien allí arriba. Salió en las noticias.

Una vez más, la figura de Paul Sander salía a relucir.

—Sander era un compañero de redacción. Fue elegido por ser el responsable de la sección de Ciencia y Tecnología del New York Times.

—A veces los cargos no son suficiente. Hay que estar hecho de una pasta especial para querer ir al espacio. —Afirmó Rubin.

Kate se sintió incómoda.

—¿En qué momento he dejado de ser yo la que haga las preguntas? —Se dijo.

—¿Conoce usted bien al señor Sander?… ¿Son buenos amigos?…

—A mí siempre me ha parecido un tipo extraño. Demasiado introvertido. Justo lo contrario que su compañero de departamento, Bill Walsh.

Salomón Rubin movió la cabeza pensativo.

—¿Por qué lo pregunta? —Quiso saber Kate. —No entiendo a dónde quiere llegar, profesor.

—Simple curiosidad. Perdone mis maneras de anciano metomentodo. ¿Dónde estábamos?

Kate sintió que algo no encajaba.

—Me hablaba usted de Harmony, la estación.

—Constituye una parte fundamental de nuestro proyecto. Recogemos gran cantidad de datos fuera de la atmósfera y a continuación, los procesamos aquí. —Dijo Rubin señalando el equipamiento informático del salón.

—¿Qué tipo de datos?

—Mediciones. Realizadas en secreto.

Kate no salía de su asombro.

—¿Temen que la seguridad de JASON se haya visto comprometida?  —Preguntó Kate incisiva.

El profesor negó con la cabeza.

—JASON está todavía en pañales pero puede que nuestra actividad haya alterado algo.

—¿Sabe el gobierno de los Estados Unidos lo que están ustedes haciendo ahí arriba?

—Israel financió generosamente la construcción de Harmony. ¿Se ha preguntado alguna vez por qué?

—Para asegurarse una posición preeminente en la estación y  poder así efectuar sus mediciones.

—Estábamos en el camino correcto pero sólo al comienzo del mismo. Mi principal preocupación es que otros lo hayan completado y que estemos pagando las consecuencias.

—¿China? ¿Rusia? ¿Los Estados Unidos? —Respondió Kate pensando en el dinero también invertido por su país en la estación.

—Vaya más allá. Piense fuera de los esquemas tradicionales.

Kate dio con lo que Rubin quería oír.

—El otro lado de la puerta…

Rubin la miró con gravedad.

—Nos han adelantado.

Kate no sabía que decir.

—Todo esto suena muy extraño, profesor. —Afirmó incrédula.

—Los polos opuestos se atraen, los iguales, se repelen. La fuerza de la gravedad hace que caiga la manzana y nada puede viajar más rápido que la luz. Es posible que si rompemos las leyes fundamentales, el Universo tienda a restablecer el equilibrio. Es posible que dos versiones diferentes de la misma consciencia no puedan coexistir en la misma realidad y que por lo tanto, una termine anulando a la otra, o que ambas queden destruidas en el proceso.

Kate estaba haciendo un verdadero esfuerzo por tratar de comprender.

—Suponiendo que el viaje del que me habla fuese posible…

—Constituiría una anomalía y tendría que corregirse.

—Los iguales se repelen…

Kate comenzó a vislumbrar las implicaciones.

—En realidad es bastante sencillo. —Dijo Salomón abatido.

—Es ridículo. —Concluyó Kate.

—Sólo es una teoría.

Kate cerró los ojos.

—El virus.

—En realidad, no sabemos lo que es. La Organización Mundial de la Salud ha dado por hecho que el mundo se enfrenta a algún tipo de patógeno desconocido pero puede que se trate de otra cosa.

Kate miró extrañada al profesor.

—Puede que simplemente estemos en el lado equivocado de la ecuación.

 

 

 

Océano Atlántico.

Al oeste de Portugal.

Miércoles Oct./15/2036

Wicca +19

 

Kate miró el mar de nubes tenuemente iluminadas.

—Ojalá pudiera quedarme aquí para siempre… —Pensó mientras el Falcon X dejaba atrás la costa portuguesa rumbo a casa.

La entrevista con Salomón Rubin había sido desconcertante.

Nada de aquello tenía sentido.

—Nadie va a creerme. —Murmuró Kate. —¿Qué le voy a decir al Presidente?

Una alerta de correo electrónico la sacó de sus pensamientos.

Era un mensaje de Paul Sander.

 

De:sanderp@nyt.com

Enviado: 15/10/2036 16.21

Para:brennank@nyt.com

Asunto: ¿Estás bien?

 

 

Kate, ¿Dónde estás? ¿Te encuentras bien?

 

Aquí estamos todos muy preocupados por las noticias que van llegando desde el centro de control de misiones en Houston. No puedo creer lo que está ocurriendo. En la estación, mis compañeros intentan mantener la calma pero incluso ellos, que están preparados para afrontar todo tipo de emergencias; están completamente desconcertados. Aunque intento no dejarme llevar por el pánico, no puedo evitar pensar en lo que pueda pasarte a ti y a Bill en medio de todo este caos. Por favor, sé que no es fácil, pero si puedes; responde a los correos. Es la única manera de saber que te encuentras bien.

 

Cuídate mucho.

 

Paul.

 

P.D. Te dejado varios mensajes en redes sociales. ¡Por favor responde!

 

Kate pensó si debía o no contestar.

Podía hablar del miedo, de la incertidumbre, del caos en el que se habían visto todos envueltos; de lo absurdo de toda la situación. Pero hablarle a Paul de Bruce, de Bill y de los padres que había dejado atrás, esperando la muerte en Hartford, no iba a solucionar nada.

—Podría contarte, Paul, cómo el gran abogado, Arthur Brennan, traicionó a su hija… Claro que podría… Podría hablarte de una vida destrozada y de cómo estoy ahora, sola en un avión, con el mundo desmoronándose bajo mis pies. ¿Qué más quieres saber? —Murmuró Kate llorando mientras apagaba el teléfono.

El mar de nubes parecía no tener fin.

Kate fijó la mirada en el horizonte.

—¿Qué va a pasar?

Estaba terriblemente cansada.

 

 

Laderas del monte Cvrsnica.

Bosnia-Hertzegovina.

Miércoles Oct./15/2036

Wicca +19

 

Dragan Jankovic aprovechó un alto en el camino para rellenar su cantimplora.

El riachuelo corría alegre por la pendiente bañando las rocas cubiertas de musgo.

Dragan sintió el agua, muy fría, entre las manos.

Le gustaba salir a cazar.

—Hay que darse prisa. Aguanta esto. —Dijo extendiendo el rifle a su hijo.

—Podríamos acampar. Será difícil que perdamos el rastro.

Dragan miró al muchacho.

El parecido de Zarko con su madre era asombroso. Los ojos grandes y azules, el cabello rubio, enmarañado. La nariz, respingona, le daba un aspecto peculiar.

—Nunca se sabe. Están asustados.

—¿Crees que nos han visto? —Preguntó Zarko.

Dragan dio un trago de la cantimplora y respondió.

—Me sorprendería. Hemos sido cuidadosos. Si quieres cobrar tu primera pieza, tenemos que seguir.

Zarko sonrió.

—De acuerdo. Vamos.

Dragan y su hijo se internaron aún más en el bosque.

—Para seguir bien un rastro, debes prestar atención a los detalles.

Zarko iba tras su padre intentando no hacer ruido, con la máxima cautela.

—Además de seguir huellas, el cazador debe intuir el patrón de la marcha. Busca flores o ramas rotas… ¿Ves? —Dijo Dragan señalando un rasguño en el tronco de un árbol.

—No pueden andar muy lejos… —Respondió Zarko emocionado.

El sonido de un trueno les sorprendió.

El cielo se encapotaba de manera traicionera.

Dragan echó un vistazo y chascó los labios. Padre e hijo se iban a ver sorprendidos por un inesperado aguacero.

—Busquemos refugio. —Dijo Dragan.

Después de deambular un buen rato bajo la lluvia, encontraron una cueva situada al final de una cuesta en la profundidad del bosque de coníferas.

—¿Preparo un fuego? —Preguntó Zarko empapado de la cabeza a los pies.

Dragan sonrió pero, al tiempo, una punzada de dolor le atravesó el corazón.

—Es increíble lo mucho que te pareces a tu madre.

Zarko asintió con cara de tristeza.

—Encendamos ese fuego… —Dijo Dragan apoyando el arma contra la irregular superficie de la pared.

Olía a bosque, a hojas muertas, a musgo y a humedad.

Los recuerdos se agolparon en su mente.

Las noticias sobre la enfermedad llegaron a Sarajevo de forma atropellada y un tanto confusa. Aunque el virus venía del norte, en el barrio serbio decían que era cosa de musulmanes. Dragan no dio importancia a los rumores. Bastante trabajo tenía en la escuela, intentando sanar las heridas que la guerra había dejado en la comunidad.

Entonces comenzaron a llegar los refugiados. Traían consigo historias de una muerte implacable y silenciosa.

—Debéis ir al sur. Toda Europa se va a convertir en un cementerio. —Afirmó un funcionario polaco que llevaba semanas caminando. —Salimos sin nada de Varsovia. Nuestro objetivo son los puertos del Adriático. 

La comunidad musulmana, se mostró por lo general indiferente ante las alarmantes noticias. Cuando las autoridades municipales recomendaron la evacuación, muchos pensaron que se trataba de una estratagema para obligarles a abandonar sus hogares.

Pero a los pocos días comenzaron los primeros disturbios. Serbios y musulmanes se levantaron de nuevo en armas y la policía, desbordada, no podía contener el torbellino de violencia.

Dragan intentó mantenerse al margen pero la escuela fue de los primeros edificios en arder. El fuego de la pequeña hoguera que su hijo estaba preparando le recordó las llamas saliendo por las ventanas.

Zarko echó el resto de la hojarasca que habían acumulado en el interior de la cueva.

Seguía lloviendo a cántaros.

—¿Tienes hambre? —Preguntó su padre.

—Un poco…

Dragan sacó unas chocolatinas de la mochila.

—Toma, pero no acabes con todas.

—¿Cuándo podremos reanudar la marcha?

—En cuando deje de llover. —Afirmó Dragan.

—Se está haciendo de noche. —Apuntó Zarko.

—Podemos movernos de noche.

—Si. Podemos movernos de noche. —Asintió Zarko con convicción.

El brillo de un rayo transportó a Dragan de nuevo a Sarajevo.

 

***

La madre de Zarko terminó por salir de casa sin hacer caso a las advertencias de su marido.

—Tengo que echar un ojo a los Mirkovic. No tardo nada.

La pareja de ancianos vivía en la octava planta y todo el edificio sufría problemas de suministro eléctrico, escasez de comida y falta de medicamentos.

—Pero Mirna… ¿De verdad vas a salir a estas horas? —Preguntó Dragan preocupado.

Su mujer le miró con aquellos enormes ojos oscuros.

—Soy enfermera. ¿Cómo no voy a ayudarles? —Respondió dándole un pellizco cariñoso en la cara.

—Está oscuro ahí fuera. Deja que busque la linterna y te acompaño.

—Sólo son dos plantas. Quédate con Zarko.

—¡Papá! ¿Me ayudas? —Preguntó el niño desde la cocina.

Mirna salió.

 

***

En la cueva, Dragan cogió el rifle y se sentó junto al fuego.

—Papá… —Preguntó Zarko.

—Dime.

—¿Cuando crees que estaré listo?

Dragan meditó por un momento la respuesta.

—Es indudable que tienes talento.

—¿Será entonces pronto? —Quiso saber ansioso Zarko.

Dragan sonrió.

La luz del fuego bailaba sobre el rostro de su hijo. Sólo tenía trece años.

—Ya veremos.

 

***

En Sarajevo, Dragan miró el reloj. Eran las once menos cuarto y Mirna no había vuelto.

—Ya sabes cómo es. —Dijo Zarko mientras terminaba de pelar patatas.

—Voy a buscarla. —Concluyó Dragan.

El ascensor llevaba tiempo sin funcionar y las escaleras estaban oscuras. La linterna, gastada, apenas iluminaba los escalones.

 

Un golpe surgió de la nada, inesperado.

Dragan sintió cómo su cabeza era empujada hacia atrás por la fuerza del objeto contundente que impactó en su frente.

Mientras caía escaleras abajo, pudo escuchar un grito de júbilo.

—¡Alá es grande!

Mirna fue encontrada muerta, desnuda, horas después junto a los cuerpos de los Mirkovic.

 

—Tal y como están las cosas, será difícil encontrar al culpable. —Afirmó apático el subinspector.

—¿Es usted el marido? ¿Se encuentra bien? —Preguntó un agente señalando el golpe en la cabeza.

Dragan aturdido, asintió.

—Quisiera estar solo.

—Sólo quedan indeseables en Sarajevo. Todos abandonan la ciudad para probar suerte en las montañas. Creen que en los bosques estarán mejor que aquí. —Dijo el policía mirando al hombre y al muchacho sentados en el salón. —Quizás deberían ustedes hacer lo mismo. Son tiempos difíciles.

 

***

Las últimas gotas de lluvia que cayeron sobre el charco que se había formado en la entrada de la cueva dejaron paso a un anochecer tranquilo.

—En marcha. —Dijo Dragan apagando el fuego.

Padre e hijo avanzaron entre los árboles.

De vez en cuando, se detenían para escuchar.

—En el bosque, el oído es tu sentido más importante.

Zarko asintió.

—¿Crees que habrán parado para descansar?

—Es posible. Vamos. —Respondió su padre dando una palmada.

Después de un trecho caminando, por fin, los vieron.

Descansaban cerca de un recodo del arroyo.

Dragan hizo señales a su hijo de forma que ambos se apostaron detrás de un tronco caído.

—Ahí están… —Susurró con una sonrisa triunfal.

Zarko contempló la escena, excitado.

—¿Me dejas disparar?

Dragan miró a su hijo pensativo.

—De acuerdo. —Respondió tendiéndole el rifle. – Apóyate  aquí, junto a la rama.

Emocionado, Zarko acarició la culata del rifle con suavidad.

—Debes controlar la respiración. —Susurró su padre. —Con calma. Si haces ruido, se asustarán.

Zarko inspiró, contuvo el aire y disparó.

La bala atravesó el hiyab que envolvía la cabeza de la muchacha que descansaba junto a su familia junto al riachuelo a trescientos cincuenta metros por segundo. La fuerza del impacto provocó que un trozo del cráneo cayese en una pequeña fogata, despidiendo ascuas en varias direcciones.

El cuerpo de Fátima hizo una extraña pirueta antes de caer al suelo.

Dragan contempló orgulloso a su hijo.

Zarko había cobrado su primera pieza.

 

 

Roma.

Italia.

Jueves Oct./16/2036

Wicca +20

 

Los dos hombres subieron las escaleras del viejo edificio en la Vía del Falco con cierta dificultad.

Al llegar al rellano del tercer piso, se detuvieron un momento para tomar aliento.

—¿Es aquí? —Preguntó el mayor señalando la puerta de madera oscura que estaba entreabierta.

—Si. Vamos.

La casa olía a cerrado, a pizza recalentada, a orines y a sudor.

—Los aromas del abandono. —Pensó el Padre Lorenzo Cárdenes.

Al fondo, en penumbra, se podía distinguir una figura que daba cabezadas en un destartalado sillón.

La luz blanquecina de una pequeña televisión mal sintonizada iluminaba la estancia con intermitencia.

—Don Giordano… —Dijo el Padre Cárdenes tratando de no alzar demasiado la voz. —Don Giordano… Despierte.

El anciano se removió un poco y alzó la vista.

—¿Marco? ¿Eres tú? —Preguntó con voz quejumbrosa.

—Está aquí Su Santidad. Tal y como le prometí. —Respondió el Padre Cárdenes sonriendo.

Julio IV se inclinó para coger las manos del anciano.

—Qué Dios te bendiga, hermano.

—¿Dónde está mi hijo? —Insistió Don Giordano.

El Padre Cárdenes cerró con fuerza los ojos, un gesto reminiscente de una infancia difícil.

—Ha salido un momento. —Mintió el Papa. —Volverá en un rato.

La respuesta pareció calmar al anciano.

—La televisión… No funciona. —Se quejó Don Giordano.

 

—Hacía días que ninguna lo hacía. Pero… ¿Cómo explicarlo?… —Pensó el Padre Cárdenes.

—¿Quiere usted rezar conmigo? —Preguntó el Papa.

El octogenario miró al Vicario de Cristo con ojos acuosos.

—¿Rezar…?

Julio IV se arrodilló junto al sillón e inclinando la cabeza, enganchó un rosario en los delgados y temblorosos dedos de Don Giordano.

—Dios te salve María, llena eres de gracia…

El Padre Cárdenes se apresuró a responder.

—El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres…

Don Giordano interrumpió la plegaria.

—¿Dónde está mi hijo?

—Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…

El Papa y el Padre Cárdenes terminaron sus oraciones y volvieron a la calle.

 

—¿Siguiente?

—Regina Paliotta. Noventa años. Tres días sin saber nada de su familia.

—¿Cómo pueden abandonarlos? —Preguntó consternado el Papa.

Mientras hablaban y al doblar una esquina cerca de la Vía Properzio, una figura les salió al paso entre las sombras.

—¡Alto!

El Papa y su acompañante se miraron sorprendidos.

—¡Tú! ¡Dame eso! —Exclamó el ladrón señalando la mochila de la Red Juvenil Ignaciana que sujetaba el Padre Cárdenes.

—Sólo llevamos algo de comida y botellas de agua. —Respondió el jesuita.

—¡Qué me lo des! —Gritó el hombre visiblemente nervioso.

El desconocido tenía una pistola y le temblaban las manos.

El Papa hizo un gesto de asentimiento y el Padre Cárdenes entregó la mochila.

Antes de irse, el atracador hizo una genuflexión, se santiguó y murmurando algo ininteligible, echó a correr.

El Padre Cárdenes estaba estupefacto.

—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó.

—Será mejor que volvamos a casa, Lorenzo. —Dijo el Papa con una sonrisa.

—¿Cree Su Santidad que nos hubiese disparado?

—Son malos tiempos. —Afirmó Julio IV.

—Pero esa comida era para los desamparados…

—¿Y cómo sabemos que él no lo está?

El padre Lorenzo cerró de nuevo con fuerza los ojos.

El Papa le miró con compasión.

—¡Podía habernos matado!

—Es posible. —Concluyó tranquilo el Sumo Pontífice.

Los dos hombres atravesaron la Plaza de San Pedro.

Antaño siempre bulliciosa, la impresionante explanada presentaba ahora un aspecto lúgubre y sucio.

—CHIESA PECCATRICE… —Leyó el Papa desde la escalinata.

La enorme pintada en las columnas, junto al portón cerrado de la basílica, podía verse desde varios metros de distancia.

—IGLESIA PECADORA… —Murmuró el Padre Cárdenes en español antes de hacer un gesto animando al Papa a seguir.

—Entremos Santidad. No vale la pena mortificarse.

—Debí haber dado crédito a las apariciones de Nuestra Señora. Sus advertencias fueron claras. Medjugorje… Garabandal… Belluno…

—No es culpa suya, Santidad.

—Hice oídos sordos a las palabras de la Virgen y mira lo que ha pasado. —Afirmó quejumbroso el Papa.

El Padre Cárdenes respondió.

—Este mundo tiene que pagar por sus pecados.

—Yo, Lorenzo, he sido el más grande de todos los pecadores.

El sacerdote miró a los ojos del Papa que continuaba sufriendo.

Julio IV continuó hablando.

—Mi pecado es la soberbia. – Su Santidad aminoró el paso. —¿Sabías que cuando era joven quería ser maestro?

El Padre Cárdenes escuchó.

—Hubiese sido feliz en cualquier escuela, hablando sobre Octavio Augusto.

—¿Y qué lo impidió?

—¡Dios, por supuesto! ¡Al parecer no opinaba lo mismo! —Exclamó Julio IV mirando al cielo.

El Padre Cárdenes rió de buena gana.

—Volvamos.

La tarde comenzaba a dar paso a la noche y a Su Santidad le gustaba acostarse temprano.

 

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