Harmony

Harmony


Kate » Capítulo 4

Página 18 de 32

—No podría hacer esto sin ti.

—Lo sé. —Respondió Anne bromeando.

Un  policía militar irrumpió en el balcón.

—Señor.

—Capitán. —Respondió de mala gana el presidente.

—El General Caldwell está aquí.

—En seguida voy. —Respondió Wilkinson.

Anne hizo un gesto de asentimiento.

—A por ellos. —Dijo el presidente.

—Suerte. —Dijo Anne en español.

Wilkinson sonrió.

Caldwell esperaba en una sala contigua, inclinado sobre una amplia mesa cubierta de mapas.

El presidente se abrió paso entre los asesores.

—Quiero a la décima división acorazada aquí, aquí y aquí. —Señaló el general con determinación.

Wilkinson observó la escena con disgusto.

—No recuerdo haber dado mi autorización.

Bruce McKellen miró preocupado al presidente pero guardó silencio.

—Está usted tardando demasiado tiempo en reaccionar. —Respondió el general. —La situación requiere que movilicemos todas nuestras tropas cuanto antes.

—¡La situación requiere que usted se someta a mis directrices! —Estalló el presidente Wilkinson.

Un silencio incómodo se apoderó de todos los presentes. El General Caldwell hizo un inmenso esfuerzo de contención.

—Su administración está en estos momentos desmantelada. México no va a ceder. La única opción viable es atacar.

—¿Me está usted diciendo que la violencia es la única opción? —Respondió el presidente de mala gana.

—Desgraciadamente, señor. —Respondió Caldwell.

—Yo soy su Comandante en Jefe. No lo olvide, Caldwell.

—Si, usted es el Comandante en Jefe, no la Primera Dama.

Wilkinson encajó mal el golpe.

Caldwell lo había cogido por sorpresa. 

—¿Cómo se atreve?

Bruce sintió que había llegado el momento de intervenir.

—Quizás deberíamos evaluar todas las alternativas.

El General Caldwell le interrumpió.

—¡Nuestras operaciones se ven comprometidas por culpa de una mujer extranjera!

Ninguno de los presentes se atrevió a decir una palabra.

Wilkinson apretó los puños.

—General Caldwell, ¿Está usted poniendo en duda la lealtad de la Primera Dama?

—Los latinos son gente muy comprometida con los suyos. ¿Acaso no tienen fama de eso?

Wilkinson miró a Bruce McKellen quién, con cara de circunstancias, negó con la cabeza.

—No iniciaré una guerra contra México. —Insistió Wilkinson. —Le ordeno que retire las divisiones de la frontera.

—No puedo acatar sus instrucciones. —Respondió Caldwell desafiante.

—¡TAMPOCO YO! —Exclamó una voz desde el fondo de la sala.

—Anne… —Murmuró el presidente.

La Primera Dama avanzó sorteando a todos los presentes en la estancia.

—Proceda con sus planes, general. —Dijo señalando los mapas.

—Pero… —Murmuró el Presidente.

Caldwell dedicó una mirada hostil a Wilkinson.

—Y nunca olviden una cosa. —Dijo la Primera Dama bien alto de forma que todos los presentes la pudieran escuchar.

—Anne, no tienes por qué… —Murmuró el Presidente.

La Primera Dama continuó hablando.

—Me llamo Anne Wilkinson. Ana Ortega dejó de existir el día en que me casé con este hombre. El mejor que conozco. Pero aunque no hubiese así, Ana Ortega nació en este país. Mi padre fue gobernador del estado de Nuevo México. Soy tan americana como cualquiera.

Todos asintieron con respeto.

—Ni el Presidente de los Estados Unidos, ni ninguno de ustedes,  tienen nada que temer de mí. —Concluyó Anne con tristeza.

 

***

Abajo, en la trasera del hotel, Kate casi podía sentir el aliento del marine que la perseguía, arrastrando a Alphonse en volandas, por toda la zona de entrada para proveedores.

La maniobra de distracción no había funcionado.

—¿De verdad vas a intentar entretener a ese gorila? ¿No deberíamos intercambiar los papeles? —Había preguntado Kate poco convencida.

—Nunca se sabe. —Respondió Alphonse aleteando las pestañas.

Kate se encogió de hombros y se preparó para salir como el rayo en cuanto el guarda se despistara.

—¡Eh! ¿A dónde cree que va, señorita? —Había preguntado con voz estentórea el sargento Williams mientras ella intentaba entrar agachada entre un montón de cajas apiladas en la entrada.

—¡Esto es ilegal! ¡Exijo que me suelte! ¡He perdido mi cámara! ¡Brutalidad policial! ¡Brutalidad policial! —Gritó Alphonse tratando de zafarse.

Aún tirando de Alphonse, el sargento Williams consiguió acorralar a Kate en un pasillo sin salida, cerca de la lavandería.

Tenía cara de pocos amigos.

—Quedan detenidos. —Dijo el marine con voz entrecortada.

Kate se cruzó de brazos y exclamó.

—¡DE ESO NADA!

El sargento de marines Williams enarcó, sorprendido, las cejas.

—¡TENGO QUE HABLAR CON EL PRESIDENTE!

 

 

 

 

 

Laredo. Texas.

Estados Unidos.

Viernes Oct./24/2036

Wicca +28

 

El barracón C en el campamento militar de la décima división acorazada situado a las afueras de Laredo olía a demonios. La falta de higiene unida a los efluvios procedentes de la planta de tratamiento de aguas de El Pico hacía que la atmósfera resultara prácticamente irrespirable. Veinte literas se apelotonaban contra las paredes laterales dejando un estrecho pasillo central por el que el sargento Williams pasaba revista todas las mañanas.

—¡Johnson!

—¡Presente!

—¡Díaz!

—¡Presente!

—¡Brennan!

—…

—¡Brennan!

—Aquí… —Respondió una voz con desgana.

Williams avanzó por el estrecho corredor hasta el fondo. Tenía cara de pocos amigos.

—Parece un gorila. —Pensó Kate.

—¿Estás cansada Brennan? ¿Has pasado mala noche? —Preguntó el sargento.

Kate le dedicó una mirada desafiante.

—No tienen derecho a retenerme aquí.

—¿La señorita necesita un abogado? —Preguntó burlón Williams.

—Ya le he dicho que trabajo para el gobierno. —Volvió a insistir Kate. —Si pudiese salir de aquí, todo quedaría perfectamente aclarado.

—¿Habéis oído? ¡La señorita Brennan conoce a gente importante!

Algunas de las reclusas sonrieron.

El sargento Williams estaba disfrutando.

—Muy bien Brennan, hoy vas a limpiar letrinas.

Kate fue escoltada hasta el cuarto de limpieza mientras sus compañeras comenzaban a hacer la cola para el desayuno.

—Que tengas una feliz mañana. —Le deseó Williams dejándola armada con un cubo, varios trapos y una fregona.

—Maldita sea… —Murmuró Kate.

Se rumoreaba que la décima división se pondría pronto en marcha y todo el campamento se hallaba envuelto en una actividad frenética. Vehículos y hombres iban de aquí para allá por todas partes.

—Es posible que el mayor Slinger nos haga una visita. —Afirmó con aire misterioso el sargento Williams en la cantina.

—¿Slinger? ¿En este agujero? —Preguntó un soldado desde la barra.

El sargento replicó.

—Este agujero es uno de los campamentos de la décima división acorazada del ejército de los Estados Unidos de América, soldado. Lo que tenemos aquí es la mayor concentración de hijos de puta armados que este hemisferio haya visto jamás. Esos mejicanos no tienen idea de lo que se les viene encima.

El joven artillero asintió y levantó su cerveza.

—¡Por la décima!

—¡Por la décima! —Exclamaron todos los presentes.

—Espero que los rumores sean ciertos sargento, llevamos aquí demasiado tiempo sin hacer nada. —Dijo un cabo de ingenieros acercándose a la barra.

—¿Cómo te llamas muchacho? —Preguntó Williams antes de pedir otra cerveza.

—Jenkins, señor.

—Muy bien Jenkins. Escucha lo que te voy a decir. Pronto estaremos paseando por Monterrey.

El cabo sonrió.

—Espero que así sea, señor.

—Se de lo que hablo, estuve destinado en Nueva Orleans.

—¿Con el General Caldwell?

—Policía Militar en el Marriot, con el mismísimo General Caldwell, muchacho.

El cabo Jenkins puso cara de incredulidad.

—Vaya, sargento… ¿Y cómo es?

—James Caldwell es exactamente el hombre que necesitamos.

—¿Es cierto lo que se dice del presidente? —Quiso saber Jenkins.

—Ese es un asunto delicado. —Afirmó Williams con aire sombrío.

—¿Acusarán al Presidente y a la Primera Dama de conspiración?

—¡Espero que así sea! —Dijo otro soldado desde una de las mesas.

—Wilkinson es un presidente débil. No está capacitado. —Sentenció Williams.

—De no ser por su mujer, la invasión ya habría comenzado.

El sargento Williams asintió.

—Todos estamos deseando cruzar ese maldito río.

—¡Será mejor que guarde su ímpetu para cuando llegue la hora, sargento!

La voz del mayor Slinger se escuchó por toda la cantina.

—¡Oficial en la sala! —Exclamó Williams.

—Descansen. —Dijo afablemente Slinger. —¿Dónde se puede tomar algo frío por aquí?

Christian Slinger era lo más parecido a un héroe de guerra dentro de la división. Su leyenda como experto en operaciones especiales le precedía y la hoja de servicios del mayor incluía condecoraciones en teatros tan complicados como Oriente Medio, el Sudeste Asiático o Sudamérica.

Bruce McKellen entró en la cantina junto a Slinger y echó un rápido vistazo a la estancia mientras los escoltas tomaban posiciones.

Una figura familiar, armada con cubo y fregona, salía en aquel momento de los baños.

—¿Kate Brennan? —Se preguntó atónito.

El sargento Williams dio un respingo al escuchar el nombre.

—¿La conoce? —Preguntó.

Bruce le dirigió inmediatamente una mirada de reproche.

—¿Que hace aquí?

Williams se puso a la defensiva.

—¿Quién demonios es usted?

Slinger intervino.

—El señor McKellen es un asesor civil del Estado Mayor.

Williams tragó saliva.

—No era mi intención parecer irrespetuoso, señor.

El presentimiento de que se movía en terreno pantanoso le aconsejaba prudencia.

Bruce dejó a Williams con la palabra en la boca y encaminó sus pasos hacia el fondo de la cantina.

—¡Kate!

La joven se dio la vuelta.

—¡¿Bruce?!

—¡Llegué a pensar que estarías muerta!

—¡Bruce! ¡Oh Bruce! ¡Gracias a Dios! —Exclamó Kate entre sollozos.

—¿Dónde has estado? ¿Qué haces aquí? —Preguntó McKellen abrazándola.

—En cuanto llegué a Nueva Orleans, intenté hablar con el Presidente pero no pude acceder al hotel. Ese hombre horrible me detuvo. —Afirmó Kate lanzando una mirada concluyente al sargento Williams.

Bruce asintió.

—Acompáñame, tenemos mucho de qué hablar y ¡por el amor de Dios! ¡Deshazte de eso! —Dijo Bruce señalando el cubo y la fregona.

Kate se sentó en una mesa junto a Bruce y al mayor Slinger. Se sentía avergonzada.

—Dime, Kate ¿Qué ha ocurrido?

—Oh, Bruce… ¿Por qué tengo la impresión de que tanto esfuerzo no ha servido de nada?

—Intenta tranquilizarte un poco. ¿Quieres tomar algo?

Kate negó con la cabeza.

—Empieza por el principio. —Quiso saber Bruce.

Kate miró al hombre que les acompañaba. Bruce la tranquilizó.

—El Mayor Slinger.

El veterano militar sacó a relucir su mejor sonrisa.

Kate comenzó su relato.

—Tal y como acordamos, visité Atlanta antes de partir rumbo a Israel pero el Centro de Control de Enfermedades no aportó nada nuevo. El doctor Swift admitió sin rodeos que la situación le sobrepasaba así que abandoné su despacho con la impresión de que una de las mentes más brillantes del país había decidido tirar la toalla.

Bruce asintió.

—Nadie ha conseguido resultados.

La joven se encogió de hombros. Su mirada reflejaba un gran cansancio.

—En cuanto pude, partí hacia Israel.

El mayor Slinger prestó atención.

Sin sabe muy bien por qué, Kate se encontraba incómoda en presencia del militar.

Bruce la animó a proseguir.

—¿Qué pasó en Tel Aviv?

Kate se removió en la silla.

—Creo que el Mossad quiso utilizarme.

—¿El Mossad? —Preguntó Slinger incrédulo.

Bruce miró al mayor reprochando la interrupción e hizo un gesto invitando a Kate a proseguir.

—Fui retenida en el aeropuerto. Interrogada y amenazada. Finalmente me llevaron ante Rubin. —Explicó Kate con cautela.

Bruce decidió intervenir.

—Mayor, ¿Puede dejarnos un momento a solas?

Slinger torció el labio y respondió con educación.

—Claro, no hay problema.

—Hablaremos luego. ¿Le parece?

Slinger se levantó y fue a reunirse con sus hombres.

—No me gusta ese tipo… —Dijo Kate sin rodeos.

—Es la mano derecha del general Caldwell. El hombre fuerte del gobierno.

—¿Y qué pasa con Wilkinson? ¿No deberíamos hablar con él? —Preguntó ansiosa Kate.

—El Presidente tiene ahora asuntos mucho más importantes de los que preocuparse, siendo el primero de ellos su propia supervivencia.

Kate no quedó conforme con la explicación.

—¿Qué está pasando, Bruce? ¿Estamos en manos de los militares?

McKellen refunfuñó.

—Todavía no pero la situación es muy compleja. El equilibrio de poderes es muy delicado y cuanto menos sepas, mejor. ¿Prometes conformarte con lo que te diga?

—No lo sé. ¿Puedes tú confiar en la palabra de tu mejor periodista? —Respondió Kate con cierta ironía.

—Nunca lo he hecho. —Respondió Bruce sonriendo.

—Eres incorregible, Bruce.

—Parece que ha pasado tanto tiempo…

Bruce también parecía cansado.

—¿Has sabido algo de tus padres?

Kate sintió una punzada en el estómago.

—No.

—Debes ser fuerte y estar preparada para lo que se avecina, Kate. Prometí a Arthur que cuidaría de ti.

Kate se sintió incómoda. No estaba preparada para hablar de su padre, y menos con Bruce.

—¿Por qué estás con los militares?

—Me he convertido en un intermediario entre ellos y la Casa Blanca. Siempre que puedo, me entero de cosas.

—¿Así que ahora juegas a ser espía? —Preguntó Kate.

Bruce sonrió para sus adentros. Por un momento, estuvo tentando de explicarle a la hija de su mejor amigo las conexiones que ambos tenían con la CIA, ChinaKorp e Israel.

—Será mejor no decir nada. Debo mantenerla lejos de todo esto. —Pensó.

—¿Quién es realmente Bruce McKellen? —Insistió Kate.

—Supongo que en ausencia de Spanoulis, soy tu jefe más directo.

Kate frunció el ceño.

—Será mejor que dejemos esta conversación.

—No digas tonterías, Kate. ¿Acaso te parezco un espía? Simplemente mantengo los oídos abiertos y si me entero de alguna cosa, hablo con el presidente. Nada que no haya hecho con anterioridad. —Respondió McKellen acariciando el rostro de la joven.

—¿Que va a pasar ahora? —Preguntó Kate que odiaba cuando Bruce se mostraba tan paternal.

—¿Qué ocurrió en Israel? No has terminado la historia.

—Hablaré de Israel con el Presidente. ¿Cuándo podremos verle?

El rostro de Bruce adoptó una mueca de disgusto.

—¿No te fías de mi? —Preguntó.

Kate respondió intentando no parecer desconfiada.

—Sabes que no es eso.

—Eres igual de tozuda que tu padre. —Sentenció McKellen.

—Tú dime qué se traen los militares entre manos  yo te hablaré de lo que sucedió en Israel.

Bruce accedió a regañadientes.

—Los Estados Unidos están a punto de invadir el hemisferio sur del continente. El ejército sólo es la punta de lanza de una marea humana dispuesta a hacer lo que sea por sobrevivir. No va a ser guerra justa.

Kate intentó procesar las consecuencias.

—Pero… ¿Qué pasará con la gente que vive en todos esos países?

Bruce prosiguió.

—En la creencia de que la enfermedad detendrá su avance, millones de canadienses y norteamericanos han puesto su mirada en el sur y van acompañados de la fuerza de sus armas. Cualquier cosa que se convierta en un obstáculo, cualquiera que oponga resistencia a la ocupación… Bueno, ya me entiendes.

—Dios mío… —Musitó Kate.

—Entraremos como un huracán y todos esos países del sur van a desaparecer.

—¿Desaparecer?… ¿Cómo? ¿Qué vais a hacer, Bruce?

McKellen respondió una inusitada frialdad.

—Se trata de nuestra supervivencia.

Kate sintió ganas de vomitar. —¿En qué nos estamos convirtiendo? —Se preguntó.

Algo en su interior le dijo que debía disimular.

—Muy bien. Suena tan terrible como necesario. ¿Cuándo vas a sacarme de aquí?

Bruce entornó un poco los ojos.

—No te preocupes. Te pondré a salvo.

Kate respiró aliviada.

—El Mayor Slinger cuidará de ti.

—Pero… —Respondió Kate consternada.

—No se me ocurre un puesto más seguro, Kate. Si sabes lo que te conviene, me harás caso. Irás al sur, con las tropas.

—¿Y tú? —Quiso saber Kate.

—Mi sitio está ahora en otro lugar. —Respondió enigmático.

Kate se quedó satisfecha con la respuesta.

—¿Qué pasó en Israel? —Preguntó Bruce cambiando de tema.

Kate hizo un gesto hastío.

—Si te contase los detalles no me ibas a creer. Lo cierto es que Salomón Rubin está tan perdido como Swift en Atlanta.

McKellen la miró un tanto extrañado.

—Pero nada de eso importa ya. ¿No crees? —Sentenció Kate.

Bruce asintió.

—Tienes razón, no importa. Salgamos de aquí.

Kate acompañó a Bruce fuera de la cantina. En una explanada, el Mayor Slinger daba instrucciones a sus hombres junto a un vehículo de cristales tintados.

La puerta del conductor se abrió.

Kate fijó su atención en la silueta que se desperezaba indolente, caminando hacia ellos.

—¿Bill? —Preguntó incrédula.

Bruce McKellen sonrió.

—¡BILL WALSH!

 

 

 

 

 

Laredo. Texas.

Estados Unidos.

Sábado Oct./25/2036

Wicca +29

 

El mayor Slinger bajó los prismáticos y dio la orden.

—¡Fuego!

Instantes después, las explosiones barrieron la frontera en un espectáculo atronador.

—¡Adelante!

A las 23.04 h. Del 25 de Octubre setenta y cinco divisiones del ejército de los Estados Unidos cruzaron el Río Bravo.

Los tanques de la compañía al mando de Christian Slinger atravesaron los pontones tendidos por los ingenieros y en menos de cuatro horas ya se encontraban a las afueras de Monterrey. Sin embargo, el empuje inicial se vio pronto frenado por las dificultades logísticas de la invasión.

Los atascos se convirtieron en el peor enemigo de las columnas en movimiento y es que, sin orden ni concierto, todos pugnaban por ser los primeros en llegar a la capital.

—¡Maldita sea! —Exclamó el sargento Williams al volante de un Jeep de la policía militar.

—¿Dónde estamos? —Preguntó Kate.

Williams gruñó.

—No estoy seguro.

Las primeras en internarse en territorio desconocido fueron las unidades motorizadas ligeras. Pronto comenzaron a deambular por todo el norte del país dejando atrás las autopistas colapsadas por los vehículos pesados,  tratando de acortar camino por el interior. Una marabunta de barras y estrellas asoló los estados de Tamaulipas, Nuevo León, Cohauila, Chiuaua y Sonora. Allá por donde pasaban todo el mundo preguntaba lo mismo.

—¡Oiga Señor! ¿Cual camino para el DF?

 

Los lugareños de los pueblos, atemorizados, señalaban con el dedo cualquier dirección con lo que el caos circulatorio no tardó en incrementarse exponencialmente a medida que avanzaba la noche. Confiadas, algunas unidades se internaron en las montañas sólo para terminar cayendo en emboscadas organizadas por los primeros partisanos.

—No deberíamos estar muy lejos. —Afirmó Williams sacando una linterna de la guantera para mirar un mapa.

—¿Estamos perdidos? —Preguntó Bill.

—¡Cierra el pico! —Respondió amenazante el sargento.

Kate hizo un gesto a Bill indicando calma. El intento por evitar la comarcal cincuenta y ocho no había resultado bien y se encontraban solos en un terreno pedregoso que parecía no tener fin. Bajo el cielo estrellado se recortaba la silueta imponente, oscura y escarpada de las montañas.

—Deben ser Sierra El Fraile y San Miguel… —Murmuró el sargento Williams.   

—¿Donde se ha metido el ejército mexicano? —Preguntó Bill extrañado. 

—No lo sé… —Contestó Kate en voz baja.

—¡Silencio! —Repitió Williams.

—¿No sería mejor regresar por donde hemos venido?

Williams explotó.

—¡Regresaremos cuando yo diga! Y si alguien no está de acuerdo, se puede quedar aquí mismo. Estoy harto de hacer de niñera. —Respondió el sargento mientras ponía el vehículo en marcha en medio de la oscuridad.

Kate y Bill se miraron. El ofrecimiento del sargento no parecía un buen plan con lo que continuaron avanzando, en silencio, hacia las montañas.

Kate intentó dormir en el asiento de atrás pero lo abrupto del terreno no ayudaba.

Cerró los ojos y pensó en su reciente encuentro con Bill.

 

***

—Bill Walsh… ¿Se puede saber qué haces tú aquí? —Le preguntó en el campamento con una amplia de sonrisa.

Bill puso cara de sorpresa.

—¡Podría preguntarte lo mismo!

Ambos rieron antes de fundirse en un abrazo.

—La última vez que te vi, bajabas las escaleras del Times arrastrando las maletas. —Dijo Kate.

Bill asintió.

—Tras casi una hora vagando sin saber qué hacer, di media vuelta y decidí volver al periódico.

—¿Cómo es que no coincidimos?

—Tú te habías marchado pero Bruce seguía en tu despacho. Le sorprendí revolviendo entre tus cosas. No esperaba verme.

—¿Revolviendo entre mis cosas? —Preguntó Kate molesta.

—Le dije que no tenía donde ir y, de la forma más natural, me respondió que había trabajo que hacer.

—¿Qué hacía McKellen hurgando en mis cosas?

—No lo sé. No me pareció apropiado indagar.

Kate frunció el ceño.

Bill continuó.

—Bruce me preguntó si estaría dispuesto a acompañarle sin hacer preguntas. Acepté y nos marchamos de allí.

—Me alegro de verte, Bill.

Bill sonrió.

—Lo mismo digo señorita Brennan.

 

***

Un bache especialmente pronunciado sacó a Kate de sus cavilaciones.

—¿Qué son esas luces? —Preguntó.

Habían aparecido al bajar un pequeño repecho cerca de las montañas.

El sargento Williams detuvo el vehículo.

—¿Qué demonios?

—¿Qué es eso? —Preguntó Bill.

—Dejaremos aquí el vehículo y saldremos a investigar. —Respondió Williams amartillando su revólver.

—Debes estar de broma. —Replicó Bill.

—Yo iré con Brennan, tú te quedas aquí.

Bill protestó.

—¡Estás loco!

Williams le dedicó una mirada furibunda y le apuntó con el arma.

—Ella vendrá conmigo. Tú te quedas. ¿Entendido?

Bill aceptó. No había otra opción.

—Si en quince minutos no volvemos, da la vuelta y busca a la compañía.

—Como si eso resultara tan fácil. —Pensó Bill intrigado por las luces.

El Sargento Williams se puso en marcha acompañado por Kate.

Avanzaban agachados y a medida que se acercaban pudieron distinguir la escena que se estaba desarrollando ante ellos.

 

Bajo la luz de varias antorchas, un hombre arrastraba un voluminoso fardo.

—¿Qué hace?

—Ha salido de ese almacén subterráneo. —Dijo Kate.

—¿A dónde va?

El hombre cogió el bulto, lo cargó a hombros y se dirigió hacia una silueta voluminosa.

Kate no tardó en reconocerla.

—¡Un avión! —Exclamó.

—¡Silencio! —Respondió Williams enfadado.

—¿Qué hace un avión en medio de este desierto? —Repitió Kate conmocionada.

La mente calenturienta de Williams comenzó a trabajar.

—No lo sé pero constituye un peligro para nuestras tropas.

—¿Qué piensas hacer? —Preguntó Kate temerosa.

—Vamos a capturarlo.

Kate tragó saliva.

—¿Vamos?…

El sargento la cogió del brazo con decisión, obligándola a caminar junto a él.

—¿Qué haces? —Protestó.

El hombre del fardo se percató de la presencia de extraños demasiado tarde.

—¡Al suelo! —Gritó Williams sujetando a Kate a modo de escudo.

—¡Al suelo, cabrón!

Carlos Mediavilla levantó las manos y calculó las posibilidades de desenfundar su arma con éxito.

Eran escasas.

—¡He dicho de rodillas! ¡Al puto suelo!

Lentamente, Carlos se puso de rodillas.

—¡Muy bien! —Exclamó eufórico Williams sin dejar de avanzar detrás de Kate.

—¿Qué tenemos aquí? ¿Explosivos?

Kate estaba aterrada.

En ningún momento se le había ocurrido pensar que Williams fuera a utilizarla de aquella forma.

—Maldito cobarde. —Pensó.

Carlos Mediavilla respondió.

—Comida… Comida… —Repitió en inglés.

—¿Comida? ¿Has visto Kate? ¡Este hijo de puta me ha tomado por imbécil!

Williams soltó a la joven para, en dos pasos, ponerse a la altura de Carlos.

El sargento bajó el arma y apuntó a la cabeza.

Kate cerró los ojos y gritó.

—¡No!

Lo siguiente ocurrió muy rápido.

Una llave inglesa golpeó con fuerza al sargento Williams en la base del cráneo haciendo que éste se desplomara como un saco. La pistola cayó al suelo y el impacto de un disparo que dio contra el fardo que estaba detrás de Carlos levantó una pequeña nube de polvo blanco.

El mexicano sacó su arma y se incorporó rapidez.

Bill Walsh alzó las manos por encima de la cabeza y gritó en español.

 

- ¡Amigos!

 

Carlos Mediavilla le miró extrañado. Acto seguido, recogió con calma la pistola del sargento y, sin pensarlo dos veces, disparó.

El cráneo de Williams voló por los aires salpicando a Bill y a Kate que, muertos de miedo se quedaron quietos sin poder dar crédito a lo que acababa de pasar.

Carlos bajó la pistola y exclamó.

—¡Amigos!

 

 

 

 

 

 

Ir a la siguiente página

Report Page