Harmony

Harmony


Capítulo 7

Página 23 de 32

Capítulo 7

El Alivio. Guaviare.

Colombia.

Miércoles Nov./05/2036

Wicca +40

 

Los primeros rayos de sol alumbraron un claro en el que había, solitaria, una casa destartalada.

Un pequeño huerto, gallinas y dos o tres cabras pastaban en un improvisado corral.

Bill paró la furgoneta. Llevaba horas conduciendo.

—Gracias a Dios. —Murmuró Kate. —Necesito una ducha.

Bill la miró de arriba a abajo.

Ambos tenían un aspecto deplorable.

Un campesino salió a recibirles.

Iba armado con una escopeta de caza.

Kate suspiró.

—Déjame a mí. —Dijo con voz cansada saliendo despacio del vehículo.

—Ten cuidado. —Respondió Bill.

Ella sonrió. —Sólo es un viejo asustado.

—¡Hola Señor! ¡Amigos! —Exclamó Kate en español.

Los doscientos treinta perdigones del cartucho Remington Shurshot 12/70 arrancaron prácticamente toda la carne de la mejilla izquierda de la joven haciendo que un trozo impactase contra el parabrisas. El rostro de Kate giró tan violentamente debido al impacto que su cuello estaba fracturado antes de que el cuerpo chocara contra el suelo.

—Gringos cabrones… —Murmuró el anciano mientras disparaba de nuevo contra el pecho de la joven.

Bill salió del coche mientras el viejo recargaba.

Corrió como nunca lo había hecho en su vida.

Corrió hasta que los pulmones y el corazón, estuvieron a punto de estallar en su interior.        

 

 

Afueras de Johannesburgo.

Sudáfrica.

Miércoles Nov./05/2036

Wicca +40

 

Charlotte Bissette llegó a la cima del montículo de basura donde vio a varias mujeres removiendo desperdicios y a otras muchas subir por la cara oeste.

—Parecen hormigas. – Pensó.

—Si no nos damos prisa, no encontraremos nada. —Dijo Paola.

Charlotte asintió, sacó el pincho y se puso a buscar.

La vista desde la montaña de desechos era desoladora. La extensión de casetas y barracones en la llanura llegaba casi hasta donde alcanzaba la vista. Finas columnas de humo negro salpicaban la escena, aquí y allá.

Los incendios en los barracones eran uno de los mayores peligros para los refugiados. Desgraciadamente se producían con frecuencia.

—Carmen murió ayer. Encontraron su cuerpo chamuscado en la parte vieja.

Charlotte movió la cabeza.

Carmen era una chica joven y vivaracha que siempre estaba dispuesta a arrancar de sus compañeras una sonrisa.

—¿Cuántas más tienen que morir? – Preguntó Paola.

Charlotte levantó por enésima vez el pincho.

Un trozo de madera, un marco de fotos y una montura de gafas.

—Tiene una lente. ¿Crees que valdrá?

Paola se acercó para echar un vistazo.

—Guárdala. Conociendo a Travis, nunca se sabe.

Travis se portaba bien con ellas. Había guardias mucho peores. Peores incluso que los beduinos a los que el capitán del Stellante las había vendido a cambio de armas y munición en Argelia.

De las treinta y cuatro mujeres que desembarcaron asustadas en medio de la oscuridad, habían llegado a Sudáfrica seis. Charlotte vivió aquellos días atenazada por el terror, los abusos y las vejaciones constantes. Afortunadamente, a medida que la caravana descendía por la costa del continente africano, los hombres se fueron cansando de ella. 

Afortunadamente, Charlotte y Paola se vieron relegadas a todo tipo de tareas domésticas. Había que dar de comer a los hombres, cuidar los animales y mantener limpias las tiendas. Las chicas más jóvenes no tuvieron tanta suerte. En cada población importante, la mercancía era vendida.

 

—Quién sabe dónde estarán. —Se preguntó Charlotte metiendo las gafas retorcidas en un zurrón.

Un grito de sorpresa la sacó de sus cavilaciones. Paola había encontrado algo.

—¡Oh Dios mío!

Enganchado al pincho de su amiga, había un revolver sucio y desgastado.

—¿Está cargado? —Preguntó Charlotte.

—¡No lo sé!

—¡Escóndelo! Si alguien nos ve, estamos perdidas. —Advirtió Charlotte nerviosa.

Paola ocultó el arma entre su ropa. El tacto con el acero del cañón se sentía inquietante.

—¿Qué vamos a hacer? —Preguntó la italiana.

—No diremos nada.

—Pero si nos descubren…

Los registros en el campo eran frecuentes y cualquier refugiado al que se le encontrase un arma era inmediatamente detenido y deportado a la ciudad.

—¡Si cualquier Recogedora encontrara en el vertedero armas de fuego, cuchillos, machetes u objetos punzantes, ésta deberá reportarlo inmediatamente al Oficial de Supervisión más cercano! —Advertía Travis con voz monótona todas las mañanas desde lo alto de la torre de control. 

—¿Tienes idea de lo que podemos conseguir por algo así en el mercado negro? Dámela. —Resolvió Charlotte. —Travis no me registrará. Yo la pasaré.

Durante el trayecto de vuelta a los barracones ninguna de las dos dijo nada. Las colas de Recogedoras daban varias vueltas al recinto de entrada del campamento Jacob Zuma, a las afueras de Johannesburgo.

Al caer la tarde, las mujeres se agolpaban en las puertas para entregar los pinchos y depositar el contenido de lo recogido en los vertederos.

Cada una reportaba a su supervisor.

—Esto no vale para nada. —Alisa… ¿A qué te has dedicado hoy? —Preguntó Travis a una mujer encorvada y ya entrada en años.

—He trabajado duro. —Murmuró Alisa.

—¡Pero si no traes más que chatarra! ¿Acaso quieres terminar como Bodeguera?

Ser Bodeguera era lo peor que podía ocurrirle a una mujer en Zuma.

Por debajo de las Recogedoras, las Bodegueras se encargaban de lo que nadie en el campamento estaba dispuesto a hacer. Penosos trabajos de reparación, recogida de basuras, limpieza de letrinas…

—Mejor estar muerta. —Respondió temerosa Alisa.

 

***

 

Las mujeres en el campo de refugiados vivían agrupadas en gremios, sometidas, no sólo a la autoridad de los guardias, sino a los caprichos de cualquier hombre.

Las más acomodadas eran las Compañeras. Su territorio eran los burdeles y todas eran jóvenes y hermosas.

—No están al alcance de cualquiera y son un negocio muy lucrativo. —Había explicado Travis nada más llegar.

Las Bodegueras recibieron su apelativo por el lugar en el que, al principio, mantenían sus reuniones. Descontentas con el trato que estaban recibiendo, un nutrido grupo de mujeres comenzó a organizarse con la idea de exponer sus reivindicaciones.

El movimiento fue reprimido con una brutalidad inusitada.

 

***

—Algunas murieron. —Recordó con amargura Charlotte mientras esperaba nerviosa su turno en la cola de entrada.

El gobierno de Sudáfrica tenía delegada la construcción y gestión de los campos en empresas privadas. Newmann & Hamstead, apodada New Home por los refugiados, se encargó de levantar Zuma, el mayor del país.

Los guardias, en su mayoría reclutados como mano de obra barata en las calles de Johannesburgo, provenían de entornos conflictivos. Pronto surgió la rivalidad y las peleas entre ellos se convirtieron en algo más o menos habitual.

—¿Qué esperaban? —Se preguntaba Travis cuando un episodio de violencia entre sus propios compañeros sacudía algún sector del campamento. 

Las armas de fuego estaban rigurosamente prohibidas. Ni siquiera los guardias tenían acceso. El orden en Zuma se mantenía a base de porrazos. Tener una pistola era un delito mayor.

Charlotte entregó el pincho y depositó el contenido de la bolsa sobre el escritorio.

Si Travis la cacheaba, todo habría acabado.

—¿Qué es esto? ¿Unas gafas? —Preguntó el supervisor.

—Podéis aprovechar la lente. —Respondió Charlotte.

—Mejor que nada. ¿Vendrás luego a verme?

—Sabes que sí. —Respondió Charlotte con una sonrisa nerviosa.

Travis sonrió complacido.

—¡Siguiente!

Charlotte entró en el campo con el arma escondida bajo la ropa y rezando por llegar cuanto antes al barracón.

—¿Por qué no la cacheas? —Preguntó un segundo supervisor mientras se alejaba.

Charlotte, al escuchar la pregunta, sintió un vuelco en el corazón.

—Es de confianza. —Respondió Travis.

El segundo supervisor se encogió de hombros.

—Tú sabrás.

—Vaya si es de confianza. —Pensó Travis sin poder evitar un ligero abultamiento en su entrepierna.

 

 

 

 

 

 

 

Afueras de Johannesburgo.

Sudáfrica.

Jueves Nov./06/2036

Wicca +41

 

Charlotte entró en la caseta pasada la medianoche.

Travis estaba medio dormido frente al pequeño televisor que, otra noche más, emitía viejos partidos de rugby.

—Es tarde. —Dijo.

Charlotte dejó la bolsa encima de la mesa y se disculpó.

—He tenido que cuidar de Paola.

—¿Otra vez con jaquecas?

—Si. Creo que no está comiendo bien.

Travis se revolvió incómodo en el sillón.

—No me mires así. —Dijo el guarda. —Bastante hago con ocuparme de ti.

—¿Podría llevarme luego algunas cosas?

—Depende de lo bien que te portes. —Respondió Travis con mirada lasciva.

Charlotte sonrió.

—¿Tienes hambre?

—¿Vas a cocinar?

—Prepararé algo para los dos. Una cena romántica.

Travis rió.

—Me gusta tu sentido del humor —Exclamó dando una palmada al trasero de la mujer mientras ésta iba a la cocina.

Charlotte aprovechó que la atención de Travis había vuelto al partido para entornar la puerta.

—¡Vamos Leones!

Charlotte sacó la pistola del abrigo y la escondió en el armario de los productos de limpieza. —No creo que nadie vaya a mirar aquí. —Pensó.

—¿Ha habido noticias? —Preguntó la francesa mientras sacaba de la despensa un paquete de pasta para hervir.

Decepcionado con el partido, Travis apagó el televisor para asomar su voluminosa cabeza por la puerta de la cocina.

—Dicen que hay Mute Towns cerca de Yaundé.

Un Mute Town era una localidad de la que no se sabía nada.  

—Yaundé está lejos. —Respondió Charlotte intentando aparentar tranquilidad.

—Esa cosa sigue avanzando.

—Aquí, no llegará.

—¿Cómo lo sabes? —Preguntó Travis.

—La selva lo detendrá.

—Más vale que así sea.

—Vamos. —Dijo Charlotte. —La comida está lista.

Travis alabó la pasta con salsa de tomate como si hubiese cenado en un restaurante del centro de la ciudad.

—¡Mis felicitaciones! —Exclamó satisfecho.

—No exageres, no es para tanto. —Respondió Charlotte con una leve sonrisa.

—Johannesburgo se está convirtiendo en un sitio muy peligroso. Prefiero pasar la noche aquí —Afirmó Travis mientras se desabrochaba el cinturón.

—No puede ser peor que esto. —Dijo Charlotte.

—Hay bandas por toda la ciudad y el gobierno ha decretado el toque de queda.

Charlotte asintió con tristeza. Ocurría lo mismo en todas partes.

—En algún momento, toda esta pesadilla tendrá que acabar.

Travis asintió.

—Háblame de París.

Charlotte sintió una punzada en el estómago.

Recordar su vida anterior la trastornaba.

—Ya te he hablado mil veces de París. ¿Qué más quieres saber?

—Todo.

—No me gusta hablar del pasado. No lleva a ningún sitio.

Travis se molestó.

—A veces pienso que Sudáfrica no debería acoger a los refugiados.

Charlotte bajó los ojos con humildad. Era un tema de conversación delicado.

—Nunca podremos agradecer vuestra generosidad lo suficiente. —Respondió pensando en su labor de Recogedora en los vertederos.

—En eso tienes razón. —Dijo Travis satisfecho con la respuesta. —Pero ahora… —Dijo cogiendo a la mujer bruscamente por el pelo. —Lo vas a intentar.

Charlotte salió del barracón de Travis bien entrada la madrugada.

Llevaba en la bolsa pasta, salsa de tomate, zanahorias, una pastilla de jabón y un par de periódicos con los que poder encender un fuego en la entrada del barracón por si la temperatura continuaba bajando.

—Sólo pido que no me deje embarazada. —Suplicó mirando al cielo mientras volvía a los barracones.

Las chicas estaban todas dormidas.

Excepto Paola.

—¿Qué tal ha ido? —Preguntó la italiana.

—Bien. —Respondió Charlotte.

—¿Has podido esconder la pistola?

—Está en el armario de la limpieza. Travis no sospecha nada.

—Es un cerdo. —Sentenció Paola.

—Hemos estado peor. —Respondió Charlotte recordando los beduinos con un escalofrío.

Paola la miró temblando. Tenía la mandíbula desencajada.

—¿Te encuentras bien? —Preguntó apartando un mechón del pelo de su amiga.

—No sé si podré aguantar durante mucho más tiempo.

—Travis me ha dicho que mañana no vaya a pinchar. —Dijo Charlotte.

Paola la miró con ojos cansados.

—Que suerte tienes.

—No me mires así. Aproveché para conseguir más cosas. —Respondió Charlotte mostrando contenta la pastilla de jabón.

Paola se sorprendió.

—¿De dónde la has sacado?

—Quédatela. —Dijo Charlotte con una sonrisa.

Paola miró a su amiga con afecto. Desde el principio, desde la bodega del Stellante, habían cuidado la una de la otra.

—Nunca habría sobrevivido sin ti. —Dijo Charlotte.

—No exageres. Eres la persona más fuerte que conozco. —Afirmó Paola aspirando el perfume del jabón. —¿De dónde lo has sacado?

—Alguna Compañera debe haberlo dejado en casa de Travis. —Respondió Charlotte.

—Las putas disfrutan de todos los privilegios mientras nosotras… —Se quejó Paola con resentimiento.

—Ni demasiado guapas, ni demasiado feas. Estamos bien.

—¿Bien? ¿En los vertederos? —Reflexionó Paola.

—¿Prefieres el trabajo de una Bodeguera?… ¿Después de todo lo que hemos pasado?

Paola le dedicó una mirada dura.

—¿En qué te diferencias tú de una Compañera?

Charlotte sintió que la pregunta la desgarraba.

—Lo hago por ti. Por nosotras. Por ellas. —Dijo señalando al resto de las chicas que dormían en la estancia.

Paola se arrepintió en seguida.

—Perdona. Ya me conoces. A veces digo las cosas sin pensar.

Charlotte apartó la mirada dolida.

—Gracias por el jabón. —Dijo Paola cogiendo la mano de su amiga.

—De nada. —Respondió Charlotte tratando de contener las lágrimas.

—Me duele la cabeza. Será mejor que duerma algo.

—Descansa. Mañana conseguiré analgésicos.

Paola tembló ante la sola mención de las medicinas. La migraña la estaba matando.

—Sabes que eso es imposible.

Charlotte sonrió con tristeza.

—Aquí no hay nada imposible, sólo difícil.

—¿Qué vas a hacer? —Preguntó la italiana.

—Tú no te preocupes por nada.

—¿Vas a vender la pistola? ¡Es peligroso!

—No te alteres, Paola, descansa.

La italiana consiguió por fin conciliar el sueño pero el recuerdo de Travis, grueso y maloliente no dejaba de asaltar la mente de Charlotte con virulencia.

Apenas pudo contener las arcadas.

—¡Dios mío!… ¡Haz que acabe pronto!

Luego, en la parte de abajo de la litera, lloró.

 

 

 

 

 

Afueras de Johannesburgo.

Sudáfrica.

Viernes Nov./07/2036

Wicca +42

 

Charlotte se levantó temprano, antes de que las Bodegueras llegasen para limpiar los barracones.

Sabía que las medicinas eran complicadas de conseguir pero merecía la pena intentarlo.

—Debo ir a Little Tribeca. —Pensó.

Localizada al sur de la primera línea de alambradas, el suburbio más grande y menos atendido del campo había empezado como un montón de chabolas adosadas a las vallas.

 

Zuma excedió pronto su capacidad pero los refugiados continuaban llegando. Miles terminaron agolpados contra las verjas en el perímetro exterior.

Aunque oficialmente Little Tribeca no era parte del gigantesco complejo, los guardias competían por extender su jurisdicción. Al fin y al cabo, una aglomeración tan grande podía reportar pingües beneficios si sabía gestionarse bien, así que, aunque la autoridad de los supervisores se difuminaba al cruzar la primera alambrada, Little Tribeca no era tampoco un territorio completamente sin ley.

Las mismas estructuras del campamento estaban en vigor y los guardias hacían la vista gorda a cambio de ganancias que generadas por drogas, alcohol y el célebre circuito de peleas organizadas. La mayoría de los refugiados se dedicaba en Little Tribeca a vagabundear por sus sucias callejuelas.

 

- ¡Eh! —Exclamó un tipo barbudo y grasiento al ver a Charlotte. —¿Quieres pasar un rato conmigo?

 

- Soy Recogedora del campamento. —Respondió Charlotte con cierta aprensión.

El borracho la miró con ojos vidriosos.

—¿Y qué haces aquí? ¿No tendrías que estar trabajando?

—Mi supervisor me ha dado el día libre.

—¿A sí?… Eres muy guapa… ¿Estás segura de que no te apetece tomar algo?

Charlotte aceleró el paso dejando atrás al desconocido.

Si la situación ya era precaria en los barracones, en Little Tribeca todo se agravaba exponencialmente. Su atención se fijó en una Bodeguera, apenas una niña.

Limpiaba las botas de un hombre que la increpaba con una botella en la mano.

—¡Las quiero tan brillantes como tu culo!

La joven asintió y se esforzó en sacar el máximo lustre.

Bajo el porche de un Salón, un grupo de Compañeras contemplaba la escena.

—¡Será mejor que frotes bien o Lucius te dará tu merecido!

—¡No la distraigas, Michelle! —Dijo el hombre de las botas escupiendo.

—¿Cuándo vas a venir a verme? —Respondió Michelle con tono mimoso.

Las Compañeras rieron de buena gana.

Lucius hizo un gesto de hastío y apartó a la Bodeguera para entrar en el Salón.

 

Charlotte tragó saliva. Aquel era el hombre al que había venido a ver.

Los Salones de Little Tribeca tenían fama por todo el campamento.

 

Habían sido construidos de cualquier manera en las principales encrucijadas del suburbio pero todos tenían un elemento común: el patio.

Charlotte entró. Inmediatamente se vio envuelta en un ambiente ensordecedor. Dos Bodegueras peleaban sobre una lona improvisada y los hombres gritaban sus apuestas.

—¡Dos botellas por la pelirroja! —Gritó un rapaz subido a hombros de un tipo alto y delgado.

La pelirroja aprovechó los vítores para coger a su contrincante por la melena y con un movimiento rápido, estamparla contra el suelo.

Los hombres rugieron.

—¡Acaba con ella!

Charlotte se dirigió a la barra.

—Necesito hablar con Lucius.

El tabernero la miró de arriba a abajo.

—¿Y quién coño eres tú? —Preguntó.

Charlotte respondió con firmeza.

—Soy Recogedora en el campamento.

—¿Y qué hace tan lejos? ¿Quieres pelear? —Dijo el tipo señalando el cuadrilátero donde la pelirroja seguía dando patadas al cuerpo de la otra mujer.

Charlotte decidió no amilanarse.

 

- No. Te he dicho que quiero ver a Lucius.

—¡Cómo te atreves a hablarme así! —Exclamó el hombre mientras le propinaba un bofetón.

Charlotte se tambaleó por la fuerza del golpe. Antes de que pudiese reaccionar, una voz tronó a su espalda.

—¿Qué está pasando aquí, Malcom?

—Lucius. Esta zorra está buscando problemas.

El dueño y señor de los salones de Little Tribeca se miró las botas y preguntó.

—¿Es eso cierto?

Charlotte respondió.

—Sólo quería hablar contigo. Soy Recogedora, en el campamento.

—¿Qué haces en mi salón?

—Tengo algo para ti.

—¿Algo para mí? —Preguntó Lucius escéptico.

Charlotte asintió.

—Será mejor que no me hagas perder el tiempo, Recogedora.

—No te arrepentirás.

Lucius sintió curiosidad.

—Haremos una cosa.

Charlotte miró a Lucius.

—Si no me interesa subirás al ring con Molly.  —Propuso rascándose la mejilla.

Malcom aplaudió entusiasmado.

—¡Eso si que estaría bien! —Exclamó.

—Sígueme. —Dijo Lucius con mirada malévola.

El despacho de Lucius estaba lleno de objetos estrafalarios.

Una pelota de béisbol, un puzle de quince mil piezas, una vieja máquina de escribir, un exprimidor…

—La gente llega aquí con todo tipo de cosas.

Charlotte permaneció en silencio.

—Y a mí me gusta quedarme con ellas. ¿Qué puedes ofrecerme Recogedora?

—Un revólver.

Lucius se levantó del sillón.

Despacio, se acercó por detrás a Charlotte. Olía a vodka.

—¿Hablas en serio?

—Lo encontré en el vertedero.

—¿Y no la has entregado a tu supervisor?

—No.

—Sabes que podría denunciarte ahora mismo. Me darían una buena recompensa.

—No lo harás. —Respondió Charlotte con firmeza.

—No me gusta tu tono, Recogedora.

 

- Necesito analgésicos y antibióticos.

Lucius se echó a reír.

—¿Algo más?

—¿Puedes conseguirlo?

Lucius miró a Charlotte pensativo.

—Las medicinas vienen de Johannesburgo. No será fácil. Allí manda el ejército.

—¿Puedes o no?

—Dos cajas por la pistola.

—Seis. —Dijo Charlotte.

—Cuatro. —Ni una más.

Charlotte aceptó.

—Muy bien. Cuatro. Antibióticos y analgésicos.

—Ven a verme dentro de una semana. Trae la pistola. ¿De acuerdo, Recogedora?

—Una semana. —Acordó Charlotte extendiendo la mano.

El camino de vuelta resultó angustioso. La noche cayó sobre el campamento y Charlotte, desorientada, se perdió un par de veces antes de poder llegar a la caseta de Travis que le recibió con cara de pocos amigos.

—¿Por qué vienes tan tarde, mujer?

—¿Es que quieres que entre aquí a vista de todos? Deja de protestar. —Respondió Charlotte nerviosa.

Travis se sentó en el sillón y apagó el televisor.

—Ven, siéntate.

—¿No tienes hambre? Te prepararé algo especial.

—Ya he cenado. Siéntate.

Charlotte dejó la bolsa vacía encima de la mesa.

—Está molesto por algo. —Pensó resignada mientras tomaba asiento en una silla frente al supervisor.

—¿Qué has hecho con el día libre que te di?

Charlotte se esforzó por parecer natural.

—He aprovechado para ordenar mis cosas, limpiar y zurcir algo de ropa.

—Vamos Charlotte. Así que ahora te dedicas a coser…

—¿Qué tiene de malo? ¿Tienes idea de lo rápido que se estropea todo en el vertedero?

Travis miró el traje mil veces remendado y de color gris que identificaba a Charlotte como Recogedora.

—¿Por qué me miras así?

 

- Me pregunto qué tal te sentaría el negro. —Respondió Travis en referencia a la indumentaria de las Bodegueras.

Charlotte intuyó que algo no iba bien.

—¿Por qué dices eso, Travis?

El supervisor no llegó contestar.

Los golpes en la puerta sonaron fuertes y secos. A Charlotte se la heló la sangre.

—¡Adelante! —Exclamó Travis poniéndose trabajosamente en pie.

Dos soldados del ejército entraron en la habitación.

—Travis… ¿Qué ocurre?

—¿Qué hacías en Little Tribeca?

Charlotte sintió que el mundo se le venía encima.

—Travis… No entiendo… Yo…

El primer puñetazo llegó sin avisar.

Un impacto duro que provocó la hinchazón casi instantánea del pómulo.

Charlotte gritó de dolor.

—¡No mientas!

—Lucius. Me ha denunciado. —Pensó aterrorizada Charlotte.

—Te preguntaré otra vez. ¿Qué hacías en Little Tribeca?

—Quería comprar medicinas. Paola las necesita. ¡La migraña la va a matar!

Travis asintió. Estaba sudando.

—¿Y cómo pensabas pagar, Charlotte?

—Con lo que tengo. —Respondió Charlotte señalando su cuerpo.

Un segundo golpe impactó con inusitada rapidez, esta vez en el estómago.

Charlotte cayó de la silla al suelo.

—¿Como pensabas pagar? —Preguntó Travis propinándole una patada.

—¡No! —Exclamó Charlotte protegiendo su cabeza con las manos. —Por favor… basta…

—¿Dónde está la pistola? —Preguntó Travis fuera de sí.

Charlotte escupió sangre. Estaba perdida.

—No sé de qué me hablas. —Respondió Charlotte preparándose para recibir otro golpe.

—Siéntate. —Dijo Travis.

—Travis… Debe de tratarse de un error.

—¡Que te sientes!

Charlotte obedeció.

Tenía un corte en la cara y el estómago le daba fuertes punzadas.

—Haced que pase. —Dijo Travis.

Paola entró escoltada por los militares.

Estaba muy pálida.

—Paola Ciampi. ¿Conoces a Charlotte Bissette?

Paola asintió.

—Estamos juntas en el barracón.

—¿Puedes relatar los hechos? —Preguntó Travis con aire solemne.

—Estábamos en el vertedero cuando Charlotte encontró una pistola. Pese a mis advertencias, se negó a dar parte al supervisor. Como era su obligación.

—Paola… no… —Musitó Charlotte llorando.

—¿Sabes que ha sido del arma? —Quiso saber Travis.

—Está aquí. Escondida en el armario de la limpieza.

Charlotte bajó la mirada. No iba a poder soportar aquello.

Travis hizo una señal a uno de los militares.

—Paola… —Sollozó Charlotte.

El soldado apareció con el revólver en la mano.

—Sacadla de aquí. —Ordenó Travis.

Charlotte fue levantada en volandas e introducida en un camión que esperaba en la entrada del campo con el motor encendido.

Paola miró a Travis.

—Sé que no soy tan guapa como ella. Pero puedo compensarlo.

Travis la estudió complacido.

—Me gustas. —Respondió el supervisor.

Paola suspiró aliviada.

—¿Te preparo algo de cenar?

 

 

 

 

 

Auckland.

Nueva Zelanda.

Sábado Nov./08/2036

Wicca +43

 

A Cindy Taylor le gustaba salir de casa en bicicleta y pedalear despacio el trecho que la llevaba hasta la bifurcación de Petersons Road. A continuación, bordeaba la pista de moto cross y subía la carretera que terminaba en la cima de la colina.

Desde allí podía ver a los aviones despegar del Aeropuerto Ardmore.

—¿Cual es el de tu padre? —Quiso saber Timmy.

—Su favorito es un P-51 Mustang.

Timmy asintió como si fuese un experto.

—Es un caza de la Segunda Guerra Mundial. —Aclaró Cindy.

—Ya lo sabía. —Mintió el niño.

—Si quieres, puedo hablar con mi padre para que te deje volar con él.

Timmy abrió mucho los ojos.

—¿Harías eso por mí?

—A cambio de tu bici.

La familia de Timmy tenía dinero. Vivían en una casa más grande, sus padres conducían coches lujosos y viajaban todos los veranos al extranjero.

A Cindy le costaba aceptar la lógica detrás de todo aquello. 

—¿Cómo puede un contable ganar más dinero que papá? ¡Un piloto Warbird, se juega la vida en cada exhibición! —Razonaba.

Timmy arrugó la frente.

Parecía una buena oferta, al fin y al cabo, siempre podía pedir otra bici mejor.

—De acuerdo. —Dijo.

Cindy sonrió agarrando el manillar de su nueva adquisición.

—Muy bien. Tim Morrison, a partir de ahora, tenemos un trato. —Anunció Cindy con solemnidad.

La suave brisa de la colina acarició el cabello de Cindy. La niña se apartó un mechón de la cara y continuó hablando.

—Ahora, de rodillas y repite conmigo.

Timmy se arrodilló y la miró con los ojos muy abiertos.

—No tengas miedo frente a tus enemigos.

—No tengas miedo frente a tus enemigos…

—Se valiente y recto para que Dios te ame.

—Se valiente y recto para que Dios te ame…

—Habla siempre con la verdad aún si te llevara a la muerte.

—Habla siempre con la verdad aún si te llevara a la muerte…

—Protege a los desprotegidos y no hagas el mal.

—Protege a los desprotegidos y no hagas el mal…

—Este es tu juramento.

A continuación Cindy propinó dos sonoros sopapos en la cara del niño.

—¡Ay! ¡Ay!

—Y esto es para que te acuerdes de él. ¡Ya puedes levantarte como caballero!

Timmy se puso trabajosamente en pie.

—¿Y tú? ¿Has volado alguna vez? —Quiso saber el niño.

—¡Siempre que quiero! —Mintió Cindy. —Mi padre me lleva al aeródromo constantemente.

Timmy asintió nervioso.

—¿Y cuándo podría…?

—Necesitaré algo de tiempo. Mi papá está ahora muy ocupado trabajando para el gobierno. —Respondió Cindy orgullosa.

—El mío también trabaja a todas horas. Apenas le veo en casa. —Dijo Timmy apesadumbrado.

—¡Al menos ya no tenemos que ir al colegio! —Afirmó Cindy contenta.

—Eso está bien. El colegio es una porquería pero me gustaría ver más a mi padre. Él es quien me compra la mayoría de las cosas. —Dijo Timmy sonriendo.

Cindy sintió de nuevo el aguijón de la envidia.

—¿Siempre te da todo lo que pides? —Quiso saber.

—Normalmente sí. —Contestó su vecino.

—Que suerte… A mí nunca me dan lo que yo quiero. —Se lamentó Cindy.

—¿Volvemos ya? Empieza a hacer frío.

Cindy echó un último vistazo al paisaje. Abajo en la falda de la colina, las cuatro casas, entre las que se encontraba la suya. Más allá, el aeródromo y a lo lejos, las luces de Auckland.

—¡Vamos! ¡Carrera! —Gritó la niña.

—¡No vale! —Protestó Timmy. —¡Tu bici es una mierda!

Cindy llegó justo para cenar.

Dejó la bicicleta de Timmy sobre el césped y se dispuso a entrar.

Las cuatro casas estaban situadas en una pradera apartada, rodeadas al sur por una densa vegetación. A Cindy no le vivir tan lejos de la ciudad.

—Es un sitio tranquilo. —Solía decir su madre. —Y está cerca del aeródromo.

—Es un lugar aburrido y me da igual que esté cerca del dichoso aeródromo. —Respondía siempre de malas maneras.

—Tienes a Timmy para jugar.

—Venga mamá… ¿En serio?

Las discusiones entre madre e hija eran cada vez más frecuentes y Cindy se sentía a menudo sola y frustrada.

—Si al menos tuviese una hermana.

La niña entró en casa acompañada del sonido de la campanilla.

Era algo que le enervaba.

—Esto parece una tienda de ultramarinos. —Se quejó.

—Así sé cuando entras. —Respondió su madre sonriendo.

—También puedo gritar: ¡Ya estoy aquí! ¿Qué te parece?

Linda Taylor se limitó a pellizcarle suavemente el cachete y a exclamar con tristeza.

—Oh Cindy… ¡No tengas prisa en ser mayor!

—¡Ya tengo doce años! —Replicó su hija.

Cindy colgó el suéter en el perchero y entró al salón.

Papá estaba en casa.

—¡Hola preciosa! —Dijo Jim Taylor sonriendo.

La niña se echó en los brazos del piloto.

—¿Y esa bici? —Preguntó Jim mirando por la ventana.

—Timmy me la ha regalado. —Respondió Cindy con naturalidad.

—¿Regalado? —Quiso saber Linda. —¿Cómo es eso?

Cindy hizo una mueca con la boca.

—Le nombré Caballero Templario y me la dio.

Su madre hizo un gesto de incredulidad.

—No te preocupes. —Dijo mirando a su marido. —Mañana hablaré con Bertha.

Cindy se sintió menospreciada.

—¿Por qué nadie me cree? —Pensó enfadada.

—Sí, será lo mejor… —Dijo Jim.

Cindy se apartó del regazo de su padre.

—La chica que atiende a la señora Goodfield ha venido hoy a verme. —Anunció Linda.

Jim miró a su esposa preocupado.

—¿Se sabe algo ya de Mary?

—No desde que cogió ese vuelo hace tres semanas a Shanghai. Me temo que la pobre señora Goodfield se va a quedar sola. Kasih me explicó que va a volver a Yakarta. Echa de menos a su familia. —Explicó Linda.

Jim asintió.

—Es comprensible.

—¿Crees que estaremos a salvo? —Preguntó Linda cambiando de tema.

Jim miró a su esposa alarmado.

—¿A salvo de qué? —Preguntó Cindy tumbada sobre la alfombra junto a la chimenea.

—De nada cariño. Sigue jugando.

Cindy no se dio por satisfecha.

—¿A salvo de qué? —Insistió tirando a un lado la consola.

Jim se levantó y llevó a su mujer a la cocina.

—¡Debes ser más cuidadosa delante de la niña!

—Lo siento.

Jim suspiró.

—Sólo quiero que viva con normalidad.

Linda retomó la cuestión de la señora Goodfield.

—¿Quién va a cuidar de ella si Kasih retorna a Indonesia y su hija Mary no está? —Preguntó Linda.

La cara pecosa de Cindy asomó por la puerta.

—Salgo al jardín. —Anunció.

—Muy bien, cariño. —Dijo Linda. —¡Abrígate!

Jim miró a su mujer pensativo.

—La señora Goodfield está demasiado mayor. No podemos dejarla sola.

—¡Por supuesto que no!

La familia Goodfield, los Taylor y los Morrison llevaban años compartiendo una buena vecindad. La cuarta casa, la del tejado verde, llevaba tiempo en venta. Linda abrigaba el deseo de hacerse con ella pero nunca tenían suficiente dinero.

Jim abrió la nevera.

—Yo no puedo hacerme cargo. El gobierno sigue presionando para que pase más horas en el aire.

—¡Ese avión en el que vuelas tiene más de cincuenta años! —Dijo Linda disgustada.

—Todas las piezas están al día. —Se defendió Jim. —Y cumple con las misiones perfectamente.

—¿Misiones? —Respondió Linda. —¿Así es como llamas a volar sin rumbo por la costa?

—¡Alguien tiene que hacerlo!

—¡Pero no en ese trasto! —Exclamó Linda preocupada. —¿Qué será de nosotras si te ocurre algo?

Jim abrazó a su mujer.

—No va a pasar nada. Todo va estar bien.

Linda asintió.

—Lo siento, Jim.

—No te preocupes más.

—¿Es cierto que ya no llegan tantos? Es lo que se dice en el ayuntamiento. —Dijo Linda.

—Mi trabajo consiste en  encontrarlos y avisar a los equipos. No nos corresponde a nosotros llevar el recuento.

Linda intentó tranquilizarse.

Había escasez de productos en toda Nueva Zelanda y el alcalde de Auckland estaba bajo una enorme presión. Si los refugiados continuaban llegando pronto no habría sitio en los centros de acogida municipales y cuando eso ocurriera… ¿Qué iban a hacer con tanta gente?

—¿Qué hay de la señora Goodfield?

El veterano piloto de acrobacias respondió.

—Cindy tendrá que cuidarla.

Linda frunció el ceño.

—¡Tiene noventa y dos años, Cindy no es más que una niña!

—¡Pues tendrá que dejar de serlo! —Exclamó Jim. —Quizás Timmy pueda también echar una mano. Hablaré con los Morrison.

—Por el amor de Dios, ¡debes estar bromeando!

Jim se sintió incómodo.

—Mira Linda, a todos nos toca vivir tiempos duros. Cindy se pasa el día sola en casa sin hacer nada. Los colegios están cerrados. Le vendrá bien tener responsabilidades. ¿Cuál es el problema?

Linda cedió.

—Hablaré con ella.

—Muy bien.

Fuera, en el jardín, Cindy escuchó un ruido cerca de la valla.

Algo raspaba las listas de madera, frenéticamente.

Con cuidado, se acercó.

-  ¡Un conejo! ¿Cómo has llegado aquí, amiguito?

Cindy se acurrucó al lado del animal enganchado para acariciarlo.

Por la rapidez de las pulsaciones, parecía que el pequeño corazón estuviese a punto de explotar.

—Pobre. —Dijo Cindy en voz baja mientras cogía una rama larga y fina del suelo.

El conejo emitió un sonido agudo al sentir el palo hurgando en el ojo.

Cindy rió.

—¡Qué guay! 

 

 

 

 

Isla de Navidad.

Australia.

Domingo Nov./09/2036

Wicca +44

 

El pastor Wallace se ajustó con cuidado el alzacuello, sacó la Biblia del cajón y salió de la sacristía.

Los Kilroy aguardaban, en silencio junto al féretro.

Todos se levantaron tan pronto el sacerdote ocupó su lugar en el púlpito.

—Estamos hoy reunidos para despedir a nuestra hermana Martha. Ella está ahora con Dios, libre de penalidades y su alma se regocija ante la presencia de Jesucristo nuestro Señor.

—Amén —Respondió Jeremiah Kilroy.

—Es en estas horas terribles cuando debemos dirigir todas las miradas al Padre Celestial. Satanás dijo de Job: “El es fiel porque Tú le bendices y tiene muchas cosas buenas. Pero si se las quitas, te maldecirá.” Y Dios respondió: “Ve. Quítaselas. Haz todas las cosas malas que quieras a Job. Veremos si me maldice”. Hermanos, mucho nos ha sido arrebatado en estos tiempos. Demasiados se han marchado, otros, como Martha, decidieron resistir. Recemos juntos al Señor para que nos de las fuerzas necesarias y poder así continuar.

—Amén. —Respondieron todos al unísono.

Jeremiah Kilroy sintió una punzada de dolor al recordar las muchas veces que su esposa había insistido en que la familia tenía que abandonar la isla.

—Si no por nosotros, hazlo por los niños. —Le rogó angustiada.

Ir a la siguiente página

Report Page