Harmony

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Capítulo 7 » Capítulo 9

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—¡Hoy estamos aquí para honrar a nuestros héroes! —Exclamó la Gobernadora señalando el enorme retrato del malogrado aviador. —Jim Taylor dio su vida por este país. Por su familia. Por vosotros. Hizo lo que tenía que hacer para que nosotros pudiésemos continuar hacia delante.

Linda Taylor emitió un leve sollozo.

—Nueva Zelanda es una tierra habitada por gente civilizada, gente pacífica…

Mabel hizo una pausa en su discurso dando así tiempo para que la gente asintiera en las gradas.

La Gobernadora General continuó.

—¡Pero nadie debe interpretar esas cualidades como una debilidad!

Un murmullo de inquietud se extendió por todo el estadio.

—¡Somos fuertes! ¡Somos supervivientes! ¡Jim Taylor marcó con su sacrificio, el camino a seguir! ¡Yo preservaré Nueva Zelanda con uñas y dientes!

La gente comenzó a vitorear. Las madres cogían a sus hijos pequeños en brazos y señalaban la tribuna.

El césped del estadio se convirtió en un mosaico multicolor.

—¡Firmeza! ¡Protección! ¡Vigilancia! —Exclamó Mabel alzando el puño.

—¡Firmeza! ¡Protección! ¡Vigilancia! —Respondieron treinta mil gargantas.

 

***

Más tarde, en su despacho, el contraalmirante Lyndon Stir movería la cabeza, sonriendo.

—Un discurso espléndido, Gobernadora.

Mabel asintió.

Fuera, los pasillos bullían de militares yendo y viniendo.

La actividad era frenética.

—Gracias, Lyndon. Te echamos de menos en el escenario.

El militar puso cara de circunstancias.

—Tengo un submarino que localizar.

La Gobernadora General aceptó la excusa.

—¿Alguna noticia?

—Hemos detectado otro convoy. Siete mercantes al sureste de Philip Island. Se aproximan a toda máquina.

—¿Siete?

—Puede que haya más de quince mil personas a bordo de esos barcos.

Mabel cerró los ojos y respiró hondo.

—¿Qué vamos a hacer, Mabel? —Preguntó Stir.

—¿Cuánta gente infectada crees que habrá en esas bodegas?

El contraalmirante no supo responder.

—Hundidlos. —Sentenció Mabel.

—Pero…

—¡Hundid a esos barcos! ¡Ese submarino no es más que un farol! —Exclamó la Gobernadora con un temblor en la voz.

 

***

 

Aquella noche, el Hainan emergió bajo la luz lechosa de la luna que apenas se reflejaba en un mar encrespado.

Las negras aguas ardían impregnadas de fuel y los cadáveres flotaban amarrados a los chalecos salvavidas.

El Capitán Hua Bai apretó los dientes y cerró con fuerza los puños.

—Lanzad los misiles.

Estaba a punto de amanecer.

 

***

 

 

 

Auckland.

Nueva Zelanda.

Domingo Nov./23/2036

Wicca +58

 

Mabel Butler se despertó todavía de noche, inquieta. Llevaba horas sumergida en un sueño liviano y poco reparador. La Gobernadora General de Nueva Zelanda encendió la luz y dedicó unos minutos a contemplar la fotografía que descansaba desde hacía quince años sobre la mesa de noche.

A pesar del tiempo transcurrido, la sonrisa de Ethan, burlona y al mismo tiempo encantadora, seguía cautivándola como el primer día.

 

***

Había conocido a su marido hacía muchos años, en un pub de mala muerte cerca de Hertford College en Oxford. Ambos habían entrado para refugiarse de la lluvia que caía a plomo, temprano por la mañana.

A aquella hora, eran los únicos y empapados clientes del local.

—¿Van a beber algo? —Preguntó un tipo de cabello grasiento tras la barra.

Mabel y Ethan de miraron, él sonrió.

—Ponga dos pintas.

Aquellos fueron los buenos tiempos y el paso de los años traería al final un divorcio desgarrador pero pese a todo, Mabel no se arrepentía.

Ethan, siempre tan maniático, no consiguió adaptarse al ritmo de vida de su joven y prometedora esposa en tierras tan lejanas.

—No eres más que la gobernadora de un pequeño país de ovejas y cabras. —Le espetaba su marido cuando quería mortificarla.

Tras la separación, Ethan volvió a Gran Bretaña.

Nunca tuvieron hijos.

 

 

***

 

Mabel se sentó en la cama.

Una suave brisa hizo su entrada a través de las cortinas.

—Espero que estés bien, Ethan. —Murmuró la Gobernadora antes de cerrar la ventana.

 

 

***

 

El alcalde Giles Derrick dejó que el despertador sonase al menos cinco minutos antes de darle un manotazo y volver a cubrir su cabeza con la almohada. Tenía la boca pastosa de lo mucho que había bebido la noche anterior, pero estaba acostumbrado.

El silencio de la habitación le incomodaba.

Intentó combatirlo encendiendo la radio pero el dial sólo devolvió un cementerio de emisoras enmudecidas.

—Condenada mujer. —Pensó al recordar la figura de la Gobernadora General.

Giles bajó las escaleras ya vestido.

En la cocina, abrió el refrigerador y sacó un bote de zumo.

Estaba caliente.

—Menuda mierda. —Musitó vertiendo el contenido en un vaso.

Las noches sin electricidad paralizaban la ciudad y, por lo tanto, la intensa vida social del alcalde.

Para una persona como Giles, que necesitaba permanentemente la atención de los demás, no había nada más odioso.

El alcalde abrió la puerta de su residencia y, todavía de noche, respiró con intensidad el aroma de los jazmines en el jardín.

—Esto se ha terminado. Mabel Butler. —Pensó camino del garaje.

 

***

 

A pocas manzanas de allí, Lyndon Stir abrió somnoliento los ojos.

Despertado por el suave ronquido de su esposa, el contraalmirante agarró la almohada, se dio la vuelta y trató de volver a conciliar el sueño.

La rítmica respiración de Magda acompasaba sus pensamientos.

—¿Estamos haciendo lo correcto? —Se preguntó.

Había ocasiones en las que la Gobernadora le causaba reparos.

Su esposa tenía un dicho.

—No te fíes de la gente de mirada encendida.

¿Cuántas veces había visto aquella salvaje determinación en la mujer que en aquellos momentos estaba al frente del país?

—Quizás debería hablar con ella. —Se dijo inquieto.

El discurso de Mabel en el funeral de Jim Taylor le pareció inquietante.

—¿En qué nos estamos convirtiendo?

La voz adormilada de Magda sacó a Lyndon de sus cavilaciones.

—¿Decías algo?

—Nada… —Aún es de noche, vuelve a dormir. —Respondió Stir besando la frente de su esposa.

La mujer con la que llevaba más de cuarenta años cerró sus preciosos ojos verdes.

Lyndon se levantó, hizo sus ejercicios de estiramiento y bajó a la cocina para preparar el desayuno.

—Bacon, tocino, judías con tomate y huevos fritos. —Anunció una hora después dejando la bandeja en el regazo de su esposa.

Magda sonrió.

—Menudo lujo. ¿Qué hora es?

—¡Está a punto de amanecer! —Respondió Lyndon alegre abriendo las persianas.

—Te quiero. —Dijo Magda con suavidad desde la cama.

 

***

En las afueras de Auckland, Linda Taylor abrió la botella de agua mineral y se tomó el tercer calmante de la noche. El fluorescente de la cocina parpadeaba emitiendo un sonido desagradable.

—Tendré que decirle a Jim que lo arregle. —Pensó instintivamente.

Acto seguido, y al darse cuenta, lloró.

—Jim… Jim… ¿Cómo has podido?… —Se preguntó fijando una mirada llorosa en el techo blanco y vibrante.

El reloj del microondas marcaba las seis y diez de la mañana.

Todo le parecía demasiado extraño.

El estadio. Los soldados. El retrato. El ataúd.

—Algo fue mal. —Le dijeron.

—El avión de su marido se estrelló contra el barco. —Le dijeron.

—¿De verdad, Jim? ¿De verdad lo hiciste?

No podía creerlo.

Jim Taylor había sido siempre un hombre bueno, solidario y amable.

Jim Taylor se dedicaba a ayudar a los demás, no a hundir barcos.

—Algo no encaja… Algo no encaja… —Murmuró envuelta en un edredón.

El calmante comenzó a hacer efecto y Linda sintió como se le embotaba el cerebro.

Sin querer, tiró la botella de agua al suelo de un manotazo.

Los cristales salieron despedidos, rotos en mil pedazos.

—¡Maldita sea! —Gritó.

No quería volver a llorar.

—Mamá… ¿Estás bien?

Cindy miraba desde la puerta.

La luz del maldito fluorescente no dejaba de parpadear.

—No te preocupes. En seguida lo recojo. —Respondió Linda cogiendo el cepillo.

—Salgo un rato. —Dijo Cindy.

—Aún es temprano. —Respondió Linda susurrando.

 

***

 

Cindy subió la colina y dejó la bicicleta apoyada contra unas rocas a las que trepó para sentarse.

Desde allí podía ver toda la ciudad.

Una voz le sorprendió.

—¿Puedo acompañarte?

—¡Timmy! ¡Menudo susto me has dado! ¿De dónde sales?

—No podía dormir. Vi que salías con la bicicleta y te he seguido. —Respondió el niño.

Cindy esbozó una sonrisa.

—Ven.

Timmy alcanzó la cima de la roca y exclamó.

—¡Menudas vistas!

Cindy suspiró con profundidad.

—¿Ves todas esas luces serpenteando a lo lejos?

El niño asintió.

—Es la autopista, atestada de coches, saliendo de la ciudad.

—Mis padres quieren plantar vegetales en el jardín.

Cindy rió con la ocurrencia.

—¿En serio?

—También han traído unas gallinas. ¡Son lo más!

La adolescente miró a Timmy con ternura.

—Seguro que si…

Timmy se atrevió a preguntar.

—¿Estás bien, Cindy? Te vimos en el estadio.

—El funeral de mi padre fue una mierda. —Dijo la joven cortante.

—Si… Una mierda. —Corroboró el niño.

—No digas palabrotas.

—Tú las dices todo el rato.

El sol comenzó a despuntar en el horizonte.

—Amanece rápido. —Dijo Timmy.

—Más de lo que cabría esperar. —Respondió Cindy abrazando al muchacho.

 

***

 

Una lágrima en la mejilla de la joven precedió a la luz cegadora que, como breve preludio del intenso calor producido por la mayor de las explosiones, terminaría por engullirlo todo.

El viento huracanado desintegró casas y edificios, levantando por los aires a todo tipo de vehículos. Los vagones del tren que hacía su entrada en la estación de Auckland salieron volando llenos de gente y los arboles de los parques se convirtieron en antorchas.

Un muro de fuego se levantó inabarcable en el horizonte.

La lágrima en la mejilla de Cindy, se evaporó al tiempo que su rostro.

En un instante. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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