Harmony

Harmony


Capítulo 7 » Capítulo 10

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El policía militar que le acompañaba abrió la puerta de una pequeña oficina donde le esperaba un hombre mayor, delgado y con gafas de cristales ahumados.

Méndez aguardó en la entrada.

—¡Doctor! —Exclamó el vicepresidente. —¡Bienvenido a Refugio 17!

Joaquín esbozó una sonrisa.

—¡Querido Jacobo! ¿Qué tal estás? ¿Y Julia? ¿Y los niños?

El vicepresidente hizo un gesto de tranquilidad.

—Estamos todos bien. Las familias residen un piso más abajo. Ahora estás en el área administrativa.

Méndez asintió.

—Nadie mejor que tú para gestionar todo esto.

Jacobo Rivas quiso quitar importancia a las palabras de su amigo.

—Todos aquí nos sentimos afortunados al contar con la presencia de un cirujano de tu categoría, Joaquín. Tu experiencia nos será de mucha ayuda.

—Me tienes a tu entera disposición.

—¡Espléndido! Acompáñame. Deja que te enseñe las instalaciones.

Los dos hombres abordaron el ascensor que los condujo hasta las profundidades del refugio.

—Aquí se encuentran los huertos artificiales y los almacenes. Comida procesada y agua.

—¿Cuántas personas viven aquí?

—Unos doscientos. Incluyendo personal administrativo, seguridad y familiares. Has sido el último en llegar. —Dijo el vicepresidente. —Las puertas están selladas.

Méndez respiró aliviado. El cirujano había pasado por un auténtico infierno para conseguir salir de Buenos Aires.

—¿Qué hay del aire? —Pregunto Joaquín mientras subían a la siguiente planta.

—Fabricamos nuestro propio oxígeno. ¡Este lugar es inexpugnable! —Respondió Rivas orgulloso de las instalaciones.

Méndez estaba impresionado.

—¡Y aquí tienes tu lugar de trabajo!

El quirófano del refugio estaba perfectamente dotado.

Joaquín asintió satisfecho.

—Espero no tener que utilizarlo demasiado a menudo.

—Aunque no lo creas, ya hay más de uno deseando estrenarlo. —Respondió Rivas. —Al fondo, está la farmacia.

La inspección de las instalaciones estaba causando en Méndez una muy grata impresión y el refugio estaba lleno de gente que iba y venía, cada cual con sus quehaceres.

—Aquí nadie permanece ocioso. Es importante tener algo que hacer.

En el comedor fueron abordados por un hombre de barba blanca, piel pálida y aspecto aseado.

—¡Vicepresidente!

—Profesor Huber. —Respondió Rivas. —Le presento al Doctor Méndez. Nuestra última y más valiosa incorporación.

Joaquín estrechó la mano de su nuevo interlocutor.

—Jacobo exagera. Es un placer conocerle.

—El profesor Ernesto Huber es un buen amigo de la república. ¡Sus estudios demográficos han resultado ser una auténtica revolución con múltiples aplicaciones en numerosos campos!

La conversación fue interrumpida por un militar que entró en el comedor con cara de preocupación.

—Señor vicepresidente. El presidente Mesa quiere verle.

Jacobo puso cara de circunstancias.

—Tendrán que disculparme. Joaquín, te dejo en la mejor de las compañías.

El vicepresidente se marchó apresuradamente y los dos hombres se quedaron sin saber que decir.

—¿Tiene hambre? —Preguntó el profesor.

Méndez asintió.

—¿Qué tenemos por aquí? —Preguntó cogiendo una bandeja, cubiertos y un vaso de agua.

—Le recomiendo las ensaladas. —Dijo Huber.

—Prefiero esto. —Respondió Joaquín cogiendo una lata de estofado.

—Puede calentarlo ahí. —Dijo el profesor señalando el microondas.

El doctor Méndez calentó la comida, se sirvió un vaso de agua y se sentó junto a Ernesto Huber en una de las mesas del comedor.

—Así que se dedica usted a la demografía.

El profesor asintió mientras masticaba lentamente una hoja de lechuga.

—Me gusta contar personas.

—Que tipo tan raro. —Pensó Joaquín sin dejar de observar a su acompañante.

—¿Y usted? ¿Cuál es su especialidad? —Preguntó Huber sin dejar de masticar.

—Cirugía Cardiaca.

—Muy interesante. —Afirmó Huber. —En otras circunstancias, me hubiese visto obligado a ubicarle en el otro bando. —Afirmó el profesor.

—Me temo que no entiendo. —Afirmó Méndez extrañado.

El hombre le miró fijamente antes de responder.

—Pertenece usted al bando de los que salvan vidas.

Joaquín, recordando sus últimos días en Buenos Aires, dibujó una sonrisa forzada.

—Hacemos lo que podemos. ¿Quiere usted probar el estofado? Está mejor de lo que pensaba.

—Prefiero la ensalada. Es más sana.

—Menudo imbécil. —Pensó Joaquín antes de sonreír.

—¿Conoce usted el trabajo del profesor Willem Van Meijer? —preguntó Huber.

—No. —Respondió Joaquín sin interés.

—Van Meijer fue un demógrafo holandés que vivió la mayor parte de su vida en Londres. En 1.971 publicó una tesis en la que sostenía que los índices de población de la Tierra serían inasumibles mucho antes de lo que todo el mundo pensaba. Nadie le hizo caso.

El doctor Méndez asintió aburrido.

—Nadie, excepto la organización para la que trabajo. O quizás sería mejor decir, trabajaba. Disculpe, no acabo de acostumbrarme.

—Nos ocurre a todos. —Dijo Joaquín.

—Mis superiores se tomaban muy en serio a Van Meijer.

Joaquín frunció el ceño. No entendía por donde quería Huber llevar la conversación.

—¿A qué se refiere? —Preguntó.

El profesor Huber le miró muy serio.

—¡Envenenábamos la comida! ¡Especialmente la procesada!

Joaquín dejó caer la cuchara.

—¿Me toma usted el pelo?

El profesor Huber estalló en una sonora carcajada.

—¡Menuda cara ha puesto! —Exclamó divertido.

Joaquín apartó el plato de estofado.

De repente, había perdido el apetito.

—¿Quiere un poco? —Preguntó el profesor ofreciendo una rodaja de tomate al cirujano.

—No gracias. —Dijo el Doctor Méndez.

—¡Creo que usted y yo vamos a ser buenos amigos!

Joaquín asintió sonriendo pero algo en su interior andaba mal.

Un fuerte sabor a hierro irrumpió con fuerza en la boca.

De repente, el profesor Huber abrió mucho los ojos y comenzó a sangrar copiosamente por la nariz.

—No puede ser. —Pensó Joaquín Méndez mientras todos en el comedor comenzaban a retorcerse.

—No puede ser…

 

 

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Domingo Nov./30/2036

Wicca +65

 

Matt Slender llegó a la Quinta Avenida atormentado por la sed.

La ciudad estaba vacía pero la acuciante necesidad nublaba su juicio de manera que un intento sucedía a otro, portal tras portal, casa por casa.

La llamada tiraba de él por todo Manhattan.

Hablaba a través del viento en las interminables hileras de vehículos amontonados, en las tiendas vacías y en los vagones varados del metro.

—¡MATT! ¡MATT!

El joven se llevó las manos a la cabeza, desquiciado.

Matt forzó la entrada de un apartamento junto a Central Park. Unos ojos blancos le recibieron inexpresivos en un sofá. Las pupilas de la mujer parecían querer rivalizar con las perlas del collar que descansaba sobre su cuello y el satinado de su elegante vestido de noche dibujaba pliegues imposibles en su figura, extrañamente torcida.

Matt siguió buscando.

Necesitaba beber pero la vivienda estaba vacía.

—Sólo hay muertos. —Pensó desesperado.

De vuelta en la calle, el joven continuó deambulando. La estatua de Atlas, en el Rockefeller Center le vio llegar medio borracho por la ansiedad.

Se acercó dando tumbos.

Justo enfrente, la catedral, desde donde Él le llamaba.

La iglesia negra alzaba sus torres oscuras entre un mar de nubes preñadas de sangre bajo la luz crepuscular. El joven levantó la mirada. Las agujas de los campanarios se estiraban hasta perderse en la lejanía.

El cielo ardía y Matt no pudo resistir más.

Subió despacio los escalones.

La basílica estaba vacía, fría y oscura.

Matt caminó lentamente hasta llegar al transepto donde estaban los ataúdes.

Uno de ónice, el otro, de cristal.

—¡Lucille…! —Gimió.

La voz de Nikolai llegó desde la oscuridad.

—¿Te alegras de verla?

Los músculos de Matt se tensaron inmediatamente.

Sus sentidos se agudizaron al máximo y su lengua acarició, despacio, el interior de sus colmillos.

—Nikolai… ¿Qué le has hecho?

El viejo vampiro salió de entre las sombras.

Ni uno solo de los cabellos de su larga melena blanca se movió cuando el antiguo Amo de Kiev se materializó justo entre los dos féretros.

—¿Tienes sed? —Preguntó Nikolai con tono burlón retirando la cubierta del ataúd de cristal. —¡Tómala! —Exclamó.

Matt sintió la punzada del deseo en cada partícula de su ser.

Todo su organismo le impelía a beber.

El cuello de Lucille, los labios carnosos, llenos de vida.

—No me alimentaré de ella. —Respondió con fiera determinación.

Nikolai bufó.

—Claro que lo harás Matt. ¡Mírala! ¡Tan bella! ¡Tan inocente!

Matt contempló a su prometida.

Lucille respiraba de manera calmada envuelta en un sueño tan profundo como antinatural. 

—No queda nadie vivo en la ciudad, Matt. Tienes que alimentarte. Luego, podrás descansar. —Dijo Nikolai señalando el ataúd negro.

Matt se arañó la cara para caer de rodillas gimiendo.

Lloró, se arrastró y se retorció por el suelo pero, al final, tras emitir un horrible quejido de desesperación, se abalanzó sobre su amada.

Los colmillos rasgaron fácilmente la carne y la sangre inundó, presurosa, toda su boca.

Matt bebió.

Nikolai se acercó para acariciar los cabellos del joven.

—Despacio… Despacio…

Los ojos de Lucille se abrieron de golpe.

Tenía las pupilas blancas.

 

***

 

John Harper cerró el libro y se quedó mirando la portada.

Estaba demasiado cansado para seguir leyendo novelas de vampiros.

—Desde la Oscuridad. Décima Edición. —Murmuró. —Por Tricia Wells.

El escocés había encontrado la colección completa en la taquilla de Maritta y, por el momento, constituían la mejor forma de pasar el tiempo.

John se levantó. Quería comprobar la radio una vez más.

Continuaba buscando signos de actividad en todas las frecuencias. Sin resultados.

—¿Cuánto tiempo antes de que se agote el combustible de los generadores? —Se preguntó.

Harper abrió una lata de judías con tomate que comió con desgana antes de lavarse los dientes y meterse en el saco de dormir.

Se acostaba pronto por las noches.

El sueño era la única manera de salir de allí.

—Desde la Oscuridad. —Musitó antes de que llegasen de nuevo las pesadillas.

 

 

 

 

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Lunes Dic./1/2036

Wicca +66

 

John estaba a punto de averiguar la manera en la que Matt Slender finalmente conseguiría hacer que la bella Lucille volviese a la vida a través de un oscuro ritual que implicaba la sangre de Nikolai cuando una sombra cruzó la entrada de la Sala de Comunicaciones.

—¡Tú la llevas!

Harper se levantó intrigado.

Fuera, el viento aullaba en lo que venía a ser la enésima tormenta que sufría O´Higgins desde su llegada.

—¡Tú la llevas!

John caminó por los pasillos cada vez más inquieto.

La voz infantil llegaba a sus oídos cada vez más cerca.

El escocés comprobó los cierres de puertas y ventanas.

—Los golpes de aire juegan malas pasadas. —Pensó.

La sombra se deslizó de nuevo entre las mesas del comedor en dirección a las cocinas.

John sintió un escalofrío.

—¿Quién anda ahí? —Preguntó buscando algo que le permitiera defenderse.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Ayúdame! ¡Papá!

—¡Linda! ¡Kaisy! —Gritó John aterrado.

En la cocina, los calderos comenzaron a vibrar y a caer de los estantes. El ruido era ensordecedor.

John cogió el cuchillo más grande que encontró y se cubrió la cabeza con las manos.

—¡Para! Dios, por favor… ¡Haz que pare! —Exclamó fuera de sí.

Las cacerolas cayeron al suelo y todo quedó en silencio.

John suspiró aliviado.

Su corazón iba a mil pulsaciones por segundo y le dolía la cabeza.

—Señor… —Musitó. —No permitas que me vuelva loco.

La radio comenzó a aullar otra vez desde la sala de comunicaciones.

Esta vez, los números de las emisoras fantasmas intercalaban frases sueltas en medio de la estática.

—Ocho… Tres… Dos… Uno… Dos… ¿Por qué?… Ocho… Seis… Siete… ¡No te vayas!… Cero… Cuatro… Tres… ¿Dónde estás?… Seis… Cinco… Tengo… Cinco… Uno…

John apagó la radio sobrecogido.

—Estoy perdiendo la cabeza. Tengo que salir de aquí.

La farmacia de la estación estaba en el módulo B.

Para llegar hasta ella, Harper tendría que salir a la tempestad y una vez en la nave, atravesar los dormitorios.

La última vez que había estado allí había sido para coger los libros de la taquilla de Maritta. John odió la idea de tener que volver a encontrar los cadáveres.

—Mantén la calma. Sal ahí fuera. Cruza los dormitorios. Busca los calmantes y vuelve.

No es difícil.

No es difícil.

Pequeñas esquirlas de hielo le azotaron el rostro nada más salir.

John caminó pesadamente entre la nieve hasta llegar al portón del módulo B.

Dentro, todo estaba a oscuras.

El olor del pasillo que conducía a los dormitorios ya era un presagio de los que le esperaba. John se cubrió la nariz lo mejor que pudo. ¿Cuánto tiempo llevaban Maritta y Pedro allí?

—A estas alturas los cuerpos ya deben de haberse hinchado por los gases. —Pensó asqueado.

John atravesó el pasillo corriendo. Aunque no quiso mirar, el rabillo del ojo identificó los dos bultos sobre los catres junto a la pared.

La farmacia estaba abierta.

Bajo la luz de un fluorescente, Harper registró las estanterías en busca de los medicamentos.

—Aquí está. Benzodiacepinas. —Se dijo satisfecho.

—¡Papá! ¡Papá!

La voz de su hija Linda sonó con fuerza en el dormitorio.

—¡Tú la llevas! ¡Vamos Papá! 

John no quiso esperar ni un segundo más. Entró en el pequeño aseo de la farmacia, dejó correr el agua helada y engulló dos pastillas.

Sudoroso y con la respiración entrecortada se miró al espejo.

La imagen reflejada casi le paró el corazón.

Desde la puerta, la cara hinchada de Maritta le observaba.

Estaba sonriendo.

 

Base Antártica Bernardo O´Higgins.

Antártida.

Martes Dic./2/2036

Wicca +67

 

John Harper encontró las claves de acceso al sistema informático en la última página de la novela protagonizada por Matt Slender y su bella prometida.

Intrigado, encendió el ordenador portátil de Maritta y, sin pensarlo dos veces, escudriñó todo el correo electrónico de la joven.

Amigos y familiares, preocupados, preguntaban por ella.

No iban a obtener respuesta. Su cuerpo se estaba pudriendo en un camastro arrimado contra una pared pero eso, nadie podía imaginarlo.

Todos los mensajes describían la angustia y el caos reinante por todas partes.

John leyó alarmado lo ocurrido con la guerra norteamericana, el atentado contra el presidente Wilkinson, los acontecimientos en el Eurotúnel y la dramática situación del Reino Unido entre otra gran cantidad de sucesos.

Angustiado, abrió el último email.

—Hola Maritta. Estamos muy preocupados por ti. En Santiago la situación es muy complicada. Internet no va bien y no paran de llegar a la capital cada vez más refugiados. Vienen de todas partes y Papá dice que todo esto es culpa de los evangélicos, que llevan toda la vida conspirando.

 

Sin embargo, en la calle cobra cada vez más fuerza el rumor de que Wicca es un invento macabro de los americanos. Hay grupos que salen a cazarlos por las noches.

 

Por favor, si puedes, responde y dime si estás bien. Ya sé que dejaste Santiago enfadada pero Mamá y Papá te extrañan muchísimo.

 

Un beso de tu hermana que te quiere.

 

Patricia.

Harper se llevó las manos a la cabeza y apretó, masajeando las sienes con fuerza.

La benzodiacepina estaba haciendo su trabajo y ya casi no tenía visiones pero se sentía abotargado y se movía torpemente por la base. Los ratos en que finalmente caía rendido y podía dormir eran escasos y siempre se trataba de un sueño plomizo y poco reparador. Ya no soñaba, pero tenía la sensación de que su cuerpo, debido a los medicamentos, no descansaba.

John dejó el ordenador para sentarse de nuevo junto a la radio.

Despacio, volvió a manipular el dial.

Ya no pensaba tanto en su familia. Cada vez que los recuerdos le azotaban, Harper hacía lo posible por entretenerse con cualquier cosa. Además de las infaustas novelas de Maritta, John había descubierto el arte de levantar temerarias construcciones a base de latas y todo tipo de recipientes. 

La radio seguía sin recibir ninguna señal.

Los pensamientos que invitaban a terminar con todo eran cada vez más recurrentes.

Un corte rápido y dejar la sangre correr… ¿Cuánto tiempo tardaría en perder el conocimiento?…

John no lo había hecho porque todavía albergaba la esperanza de encontrar a alguien con vida.

—Tiene que haber alguien más. —Decía continuamente.

Entonces ocurrió.

—…Situación… emergencia… solicitamos… estación… ayuda… posible…

 

John escribió el mensaje que se iba repitiendo a intervalos en la onda corta.

—…Situación… emergencia… solicitamos… estación… ayuda… posible…

Era una voz femenina, con fuerte acento, pidiendo ayuda.

—¿Vostok?… ¿Arctowsky?… ¿Neumayer?… —Se preguntó comprobando el mapa de las bases antárticas en la pared.

—…Situación… emergencia… solicitamos… estación… ayuda… posible…

 

Temblando, Harper se abalanzó sobre el micrófono.

—¿HAY ALGUIEN AHÍ?

—…

—¿HAY ALGUIEN AHÍ?

 

 

 

 

 

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