Harmony

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Kate » Capítulo 2

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—¿Florida? —Preguntó Chester perplejo. —¿Y por qué habrían de hacer algo así?

—Dado que el virus parece venir del norte…

—Mi querida Florence. ¡Ni que fuera el fin del mundo! Lo mejor que su hija puede hacer es, simplemente, estar atenta a las indicaciones de las autoridades.

—¿Es cierto que hay miles de personas saliendo de Canadá?

Chester perdió la paciencia.

—¡Rumores! ¡Todo rumores! Y ahora… ¿Sería usted tan amable de decirme qué diantres tenemos para hoy?

Azorada, Florence pidió disculpas y pasó a leer la agenda del primer ministro.

—A las 10.00 h. reunión con el embajador de Arabia Saudí. A las 13.00 h. almuerzo con la Cámara de Comercio por la tarde, sesión parlamentaria. Esta noche, cena en Roots con Ferdinand Lee, propietario de Lee Enterprises, señor.

Chester recordó la cena con Lee. Tenía que convencer al magnate para que mantuviese las plantas de producción en Gales. Le esperaba una tarea difícil.

—Muy bien, Florence. Por favor, avíseme tan pronto llegue el embajador.

—Si señor Primer Ministro. —Respondió diligente la señora Applewood.

—Y ahora, ¡A trabajar! —Exclamó Chester intentando transmitir entusiasmo a su atribulada asistente personal.

La señora Applewood le miró con gesto adusto y cerró la puerta del despacho.

Chester se quedó pensativo. No tenía más remedio que hablar con el Rey.

El primer ministro torció el gesto.

No se llevaba bien con el rey.

A nadie se le escapaban las ideas progresistas del monarca con lo que sus encuentros solían ser fríos y protocolarios.

—¿Así que Gran Bretaña y sólo Gran Bretaña?… Curiosa expresión. ¿No le parece? —Le había preguntado Guillermo V durante su primer encuentro.

—¡Estimulante! ¿No cree Su Majestad? —Respondió Chester sin dejarse amilanar.

—¿Qué es exactamente lo que va ha hacer el gobierno señor Lewis?  —Quiso saber el monarca suspicaz.

—Empezaremos renovando algunas instituciones.

—¿Qué le ocurre a nuestras instituciones? —Quiso saber el rey intrigado.

—Algunas se preocupan más de lo que ocurre fuera que dentro del país, Señor.

—¿Le apetece a usted un té?

Chester no supo si la pregunta era un gesto de cortesía o si el Rey le estaba tomando el pelo.

—No, gracias. —Farfulló algo desorientado.

Chester se vio sorprendido por la irrupción en la sala de uno de los lacayos.

—¡Por el amor de Dios! – Pensó. —¡Un africano!

—Majestad, el té está listo.

—¡Maravilloso! —Exclamó Guillermo. —Gracias, Jasir. ¿Qué tal la familia? ¿Todos bien?

—Si, Majestad. Gracias por preguntar.

—Me alegra oírlo.

El lacayo hizo una reverencia al Primer Ministro antes de retirarse.

Chester palideció. Como adalid en contra de los extranjeros, aquella había sido una situación innecesariamente incómoda. Estaba convencido de que Guillermo había planeado la escena a posta.

—Creo que hablaba usted de renovar las instituciones. —Dijo el Rey.

—¡Un té excelente el de Su Majestad! —Respondió Chester dejando el tema para otra ocasión.

El teléfono sonó en el despacho, insistente.

Chester volvió al presente para coger la llamada.

—¡Chester! —Graznó una voz aguda al otro lado de la línea.

—Mamá… Preferiría que no llamaras cuando estoy trabajando.

—¿Y de que sirve entonces ser la mujer más poderosa de Inglaterra?

—Como quieras… —Convino Chester resignado a otra de aquellas absurdas conversaciones con su madre.

—¿Cuándo vas a venir a verme?

—Tengo una reunión con los saudíes, Mamá.

—¡No te fíes de los musulmanes!

—Madre…

—¡Ni de los católicos!

—Descuida. Mamá… Ahora, si me disculpas, tengo que colgar.

—¿Cuando vas a venir a verme?

Chester escuchó al fondo, a su hermana Triss.

—¡Mamá! ¡Dame el teléfono!

Tras lo que pareció un breve forcejeo, la voz de Triss sonó disgustada al aparato.

—Chester… Lo siento… Ha vuelto a hacerlo…

—No te preocupes, Triss.

—Espero que no te haya importunado demasiado. —Quiso saber su hermana.

—Estoy esperando al embajador saudí. —Respondió Chester quitando hierro al asunto.

—Me va a volver loca… —Se lamentó Triss. ¿No podrías hacer algo?

—Triss… Ya hemos hablado sobre este asunto. No es ético.

—Lo sé… Lo sé… Perdona…

Chester se presionó la sien con el dedo índice de la mano derecha. ¿Cuántas veces había mantenido con su hermana aquella conversación?

—Sabes que tanto yo, como el partido te agradecemos enormemente…

—Oh Chester… Ni se te ocurra mencionar al partido… —Respondió Triss amargada.

Triss Lewis había sido durante un tiempo una figura importante dentro de las filas conservadoras y, de no haber sido por ella, Chester nunca habría conseguido llegar lejos.

Entonces, llegó la enfermedad de Mamá y Triss tuvo que sacrificarlo todo.

—¡Soy la mujer más poderosa de Inglaterra!

—¡Silencio! —Replicó Triss con dureza.

—Triss… Tengo que dejarte…

—Lo sé… Siempre tienes que dejarme.

Chester continuó presionando las sienes con fuerza.

—¿Es que no tengo suficientes problemas intentando sacar al país adelante? —Pensó.

Justo cuando creía que la mañana no podría ir a peor, Rob Brown entró como un torbellino en el despacho.

—Cuelga el teléfono. —Dijo Rob.

Florence intentó justificar la descortés irrupción del ministro del interior.

—Señor Primer Ministro…

—Está bien, Florence. No se preocupe. ¿Qué haces aquí Rob? ¿No deberías estar jugando al golf? —Preguntó Chester con un terrible dolor de cabeza.

—Señor… El embajador acaba de llegar. —Anunció su secretaria.

—Que se vaya con viento fresco. —Ordenó Rob.

Chester frunció el ceño, molesto.

—Rob… Soy yo el que da las órdenes. —Afirmó Chester fijando la mirada en su mejor amigo y, a la sazón, máximo responsable del Home Office.

—Disponemos de menos de veinticuatro horas antes de que miles de personas empiecen a morir. —Anunció Rob con voz temblorosa.

Florence Applewood palideció.

—Que Dios nos ayude… —Murmuró.

—¡Suéltame Triss! ¡Soy la mujer más poderosa de Inglaterra!

El Primer Ministro miró el teléfono.

Aquel, iba a ser uno de los peores días de su vida.

 

 

Frontera entre Inglaterra y Escocia.

Reino Unido.

Lunes Oct./06/2036

Wicca +10

 

—Señor, ayúdame… —Suplicó la mujer entre lágrimas sosteniendo el cuerpo empapado de su hija.

Acurrucada en una cuneta, a merced de la lluvia, Carol Harper observó incrédula a la muchedumbre que se agolpaba contra las barreras.

—Parecen lobos rabiosos. —Pensó. —Una enorme manada de lobos.

Un hombre empujó a una señora mayor para lanzarse como un animal contra la garita.

Carol vio como un soldado salía mientras el hombre trataba de cruzar las alambradas.  

—¡Por favor! ¡Ayuda! —Gritó Carol. ¡Mi hija necesita insulina!

El cabo Michael Kensington del 2º Regimiento de Paracaidistas del Ejército Británico dejó al hombre en su vano empeño para fijar su atención en la mujer de la cuneta.

Llevaba a una niña pequeña en los brazos y, la que parecía su hermana, estaba también agarraba a ella muerta de miedo.

Kensington nunca pensó que el punto fronterizo de Carter Bar pudiese llegar a convertirse en un infierno.

—Solo tienen que mantener unos cuantos civiles a raya. Algo sencillo. —Les dijeron.

Pero tan pronto las carreteras se volvieron impracticables, la gente salió de sus vehículos y ahora, cientos de miles de escoceses trataban de llegar a Inglaterra a pie.

Decenas de helicópteros sobrevolaban la zona contribuyendo al caos general.

—Parece que sobrevolamos una zona de guerra. La vista desde el aire es indescriptible. El gobierno de Chester Lewis se lo ha buscado. —Informó el corresponsal de la BBC.

Los rumores sobre el cierre de la frontera se extendieron por las redes sociales la mañana del día cinco. Por la noche, las primeras colas de vehículos ya colapsaban todas las autopistas del sur.

Desbordadas, Policía y Protección Civil suplicaron por la intervención del ejército.

A unos metros de la garita, el cabo Kensington se dio cuenta de que se había alejado demasiado de su puesto.

De repente, cientos de personas le miraban con cara de pocos amigos.

En medio de una lluvia torrencial, abrió fuego.

Inmediatamente la multitud comenzó a correr. Tres disparos al aire bastaron para dispersar a la gente dejando sola a la mujer arrodillada al borde de la carretera.

Carol protegía a las niñas con su cuerpo.

—Acompáñeme. —Dijo Michael extendiendo la mano.

—¡Mi hija! ¡Necesita insulina! —Exclamó Carol desesperada.

—Hay un puesto de la Cruz Roja cerca. Vengan conmigo.

Consiguieron cruzar justo antes de la masa, cada vez más furiosa, volviese a cargar contra las barreras.

Carol aceptó la taza humeante de caldo que le ofreció el teniente médico Jacob Ridges.

—Han tenido suerte. —Dijo.

Carol no dejaba de acariciar uno de los mechones del cabello de Linda.

La pequeña dormía y no sabía si despertarla para que comiese algo.

—¿Viaja sola? ¿Dónde está el padre de las niñas? —Quiso saber Ridges.

Carol tomó un sorbo mientras indicaba con un gesto a Kaisy que podía hacer lo propio.

—Has sido muy valiente. —Le dijo a su hija mayor.

Kaisy apretó los labios y asintió. Carol, suspiró. No se encontraba con fuerzas para dar explicaciones.

—Me llamo Carol Harper. John está fuera del país. Forma parte de una expedición a la Antártida. Es climatólogo. Salí con las niñas esta mañana con la intención de visitar a mi hermana en Londres.

—Toda Escocia se ha levantado hoy con un hermano en Londres. —Respondió el teniente Ridges con tono sarcástico.

A Carol no le hizo gracia el comentario.

—Si quiere, puede comprobar la dirección.

—No será necesario.

—Gracias por ayudarnos. —Musitó Carol tratando de reducir la tensión.

—¿Qué está pasando, Carol? ¿Qué es esta avalancha?

—La gente ha sucumbido al pánico. Dicen que solo es cuestión de tiempo antes de que esa… cosa… llegue a las costas escocesas. Yo sólo quería protegerlas a ellas. —Dijo señalando a las niñas.

—Nunca he visto nada igual. – Se lamentó Ridges.

—¿Cómo se han atrevido a cerrar la frontera? —Preguntó Carol indignada. —¿Qué es lo que pretenden?

Jacob Ridges enarcó las cejas. No tenía una respuesta para aquella pregunta.

—No podéis hacer esto. —Continuó Carol con un escalofrío.

Jacob intentó excusarse.

—¿Y si todo esto no fuesen más que rumores?

Carol se sintió ofendida.

Habían sido nueve horas caminando entre el barro y la multitud. Su coche y la mayoría de sus pertenencias estaban abandonadas en algún punto de la autopista y les habían robado todas las medicinas.

—¿Rumores? ¿Cree que soy una irresponsable? ¿Tiene hijos, teniente? —Preguntó Carol con dureza.

—Perdón. No pretendía ofender.

—Yo también lo siento. Estoy muy cansada. —Respondió Carol conciliadora.

—Pueden pasar la noche aquí. —Dijo Jacob señalando unas literas en la tienda de campaña. —Mañana podremos hablar más tranquilos.

Carol le dedicó una intensa mirada.

—Teniente…

—¿Si?

—Usted también debería ir al sur.

Jacob Ridges sonrió tímidamente antes de desear buenas noches a Carol y a las niñas.

El soldado Michael Kensington fumaba un cigarro sentado al volante de un Land Rover.

—Las niñas, ¿están bien? —Preguntó.

—Si. Tienen lo necesario para continuar. Buen trabajo, soldado.

—A sus órdenes mi teniente. —Respondió Michael.

Jacob dejó a un lado las formalidades.

—¿Qué demonios estamos haciendo aquí?

Kensington se quedó mirando a su superior.

—No tiene buen aspecto. —Respondió chascando la lengua.

—¿Qué quiere decir?

—No me alisté para disparar contra civiles.

—No creo que tengamos que llegar a eso.

—Están desesperados, teniente. No podremos contenerlos sin violencia por mucho tiempo. —Respondió Kensington con aire apático.

La noche cayó, plomiza, sobre toda la línea divisoria entre Inglaterra y Escocia.

Ridges se dirigió a los barracones. Necesitaba descansar.

Al cabo de un par de horas, los gritos le sacaron de un sueño liviano y poco reparador.

El teniente salió alarmado. El puesto fronterizo estaba en llamas.

Las ametralladoras tabletearon en medio de la noche.

—¿Qué está pasando? – Se preguntó.

Una miríada de sombras furibundas se recortó contra las llamas.

Los soldados, aterrados, no paraban de disparar.

 

 

Washington D.C.

Estados Unidos.

Martes Oct./07/2036

Wicca +11

 

El Presidente de los Estados Unidos contempló incrédulo las imágenes.

—Hemos Perdido Anchorage, señor. —Afirmó el General Caldwell.

El dron volaba bajo. Ocasionalmente, y sólo a petición del responsable de la misión, el operador ascendía el aparato para dejarlo suspendido a una altura suficiente como para conseguir panorámicas de 360 grados.

Las calles de Anchorage aparecían colapsadas. Por todas partes, vehículos atascados, algunos en situaciones inverosímiles.

—¿Qué ha podido causar semejante devastación? —Preguntó la Secretaria de Interior, Laura Miller. La imagen de un camión de bomberos empotrado contra el edificio de la British Petroleum en Benson Boulevard resultaba extraña y perturbadora.

Lo peor eran los cuerpos.

Estaban en todas partes. Coches, parques, tiendas, aparcamientos, aceras…  Cadáveres contorsionados en las ventanas de los edificios. Los restos de una mujer sobre el pavimento…

¡Por Dios! —Exclamó Laura sin poder encajar la crudeza de las imágenes.

—Es suficiente, Rex. —Dijo el Presidente mirando el reloj.

Sólo eran las 6.45 de la mañana.

El Secretario de Defensa apagó el monitor.

Los rostros de todos los presentes, circunspectos, demudados, denotaban el profundo estado de confusión en el que se encontraba todo el gabinete.

—¿Cómo vamos a afrontar esto?  —Quiso saber Wilkinson.

El Secretario de Estado, Philip Baker, fue el primero en tomar la palabra.

—La situación internacional es inconcebible. Hablamos de regiones enteras desoladas. Se calcula que más de la mitad de la población en Noruega y Finlandia ha abandonado ya sus hogares. Todos quieren ir al sur. Los gobiernos de ambos países han acudido a Bruselas con el objetivo de negociar con la Unión Europea que, siendo sinceros, tampoco sabe muy bien qué hacer. En Suecia, el caos en Estocolmo es de tal magnitud, que el ejecutivo ha declarado la ley marcial. El sistema energético del país está al borde del colapso y los aeropuertos de Arlanda, Skavsta y Bromma están colapsados.

—¿Qué sabemos de los canadienses? —Quiso saber el Presidente.

—La orden del Congreso del día 2 facilitando los trámites de inmigración a todos los refugiados provenientes de Canadá, está poniendo al límite el sistema, señor. Cientos de miles de personas cruzan nuestra frontera en estos momentos, mientras hablamos.

—¿Y el Presidente Rivero? —Quiso saber Laura Miller.

—México no va a colaborar. Ayer recibí una llamada del gobernador de Texas. Quiere saber qué va a hacer el Gobierno Federal con respecto a toda la gente que está empezando a montar campamentos en nuestro lado de la frontera. Tenemos noticias preocupantes sobre escaramuzas entre grupos de civiles armados y patrullas del ejército mexicano a ambos lados del río.

—El Pentágono ha dado la orden de no intervenir. —Afirmó el general Caldwell.

—Sería catastrófico para nuestros intereses. La postura del Consejo de Seguridad en Naciones Unidas y las continuas protestas de la OEA hacen que Rivero se sienta apoyado internacionalmente. Hay que intensificar el esfuerzo diplomático. —Respondió con aire sombrío Wilkinson.

—¿No cree que ha llegado la hora de comenzar a preparar alternativas más… contundentes…? —Preguntó el Jefe del Estado Mayor.

—¡No! —Exclamó irritado el Presidente.- ¡Nuestras maniobras militares en el Golfo de México no han hecho sino aumentar la tensión!

El general Caldwell hizo una mueca de disgusto y se mantuvo en silencio.

—Si me permite, señor… —Intervino el Secretario de Seguridad Nacional, Jeff Nicholson.

—Por supuesto. ¿Qué tienes, Jeff?

—La postura Mexicana no es excepcional. Fuentes de inteligencia advierten de un inminente cierre de fronteras también en países como Estonia, Bulgaria y Dinamarca. Copenhague está haciendo oídos sordos a las protestas de sus vecinos en la península escandinava. Ahora mismo, el Estrecho de Oresund es un hervidero de embarcaciones tratando de alcanzar las costas danesas. La guardia costera recibirá la orden de abrir fuego en cuestión de días. Mucha gente va a morir en esas aguas.

—¡No se atreverán! —Exclamó indignada la secretaria Miller. ¿No podemos hacer para ayudar a toda esa pobre gente? ¿Qué pasa con la Unión Europea? ¿Qué están haciendo los rusos?

Nicholson continuó.

—La Unión Europea es incapaz de adoptar una postura conjunta así que cada país hace lo que considera oportuno y Rusia parece no querer saber nada de todo esto. De todas formas, creemos que este hermetismo durará poco. Si esto sigue así, es sólo cuestión de tiempo que la pandemia se extienda y alcance a algunas de sus ciudades más pobladas. Sólo entonces el Kremlin admitirá que también ellos se están viendo afectados.

—¿De dónde demonios ha salido esa cosa? —Quiso saber Wilkinson.

—No lo sabemos señor. —Admitió el general Caldwell un tanto avergonzado

El Presidente estaba irritado.

—¿Qué hay de los británicos?… ¿Israel?… ¿China?…

Un incómodo silencio se hizo en el despacho oval.

Sólo Jeff Nicholson, se atrevió a romper el hielo.

—Lo cierto es…

—Habla Jeff. —Dijo el Presidente.

Nicholson sacó de su cartera un manojo de expedientes.

—El consenso general entre agencias es que no estamos ante un acto terrorista. Es imposible orquestar una operación con armas biológicas a tal escala.

—Ni siquiera nosotros seríamos capaces de algo así. —Murmuró el general Caldwell.

—Señor Presidente. —Dijo Marge Stanley intentando ser pragmática.- ¿Qué le parece si nos concentramos en encontrar una solución?

Ted Wilkinson miró a su Jefa de Gabinete. Marge era la viva personificación de la sensatez.

—Muy bien. Está claro que hemos perdido Alaska y que continúa extendiéndose. ¿Podemos contenerlo?

—¿Alguna noticia del Centro de Control de Enfermedades en Atlanta? ¿Para cuándo una vacuna?- Preguntó Laura Miller.

Todas las miradas se clavaron en el asesor científico recientemente designado por el presidente.

El doctor Jason Park llevaba toda la reunión temiendo aquella pregunta.

—Estamos… Estamos trabajando en ello. —Consiguió balbucear.

—¿Cuánto tiempo, doctor? —Preguntó el general Caldwell inquisitivo.

Jason Park respiró hondo.

—Estamos volcados en esta crisis pero las dificultades son enormes. Los primeros casos han aparecido muy al norte. Hablamos de áreas remotas, poblaciones pequeñas y en muchas ocasiones, de condiciones climatológicas complicadas. Perdimos a varios equipos durante las primeras horas. Ninguno de los que enviamos a las zonas afectadas regresó. Los trajes NBQ no sirven de nada.

—¿Cómo es eso posible? —Preguntó incrédula la Secretaria del Interior.

—No lo sabemos. —Admitió Park. —No obstante, hemos conseguido recuperar algunos cuerpos. Encontramos un pesquero en el Golfo de Alaska. Creemos que la tripulación se encontraba faenando al norte. De alguna forma se contagiaron y el barco quedó a la deriva.

El Presidente Wilkinson respiró aliviado. —¿Han practicado ya las autopsias?

Jason Park tragó saliva con dificultad.

—Si señor. Pero… los cuerpos… —Jason Park no sabía muy bien cómo explicarse.

—¿Qué pasa con los cuerpos? ¡Maldita sea! —Explotó exasperado el general Caldwell.

—Están limpios. No hay rastro de ningún virus.

Un silencio sepulcral se instaló en el despacho oval.

—¿Qué se puede hacer? —Preguntó aturdido Jeff Nicholson.

—Evacuar. —Respondió rápidamente el Doctor Park.

Ted Wilkinson le miró extrañado.

—Señor Presidente. Debe usted evacuar a toda la población.

—¿A cuatrocientos millones de personas? —Preguntó Wilkinson exasperado.

—Deben ir al sur.

—Eso es una locura. Necesitamos otra alternativa.

Jason Park se levantó.

—Señor presidente, ordene la evacuación al sur.

 

 

 

 

 

Ciudad de Nueva York. Nueva York.

Estados Unidos.

Miércoles Oct./08/2036

Wicca +12

 

Kate miró de reojo la portada del ejemplar de la edición vespertina del New York Times en el asiento.

El Volkswagen Beetle de su madre llevaba horas ronroneando en el monumental atasco de la carretera noventa y cinco que unía Nueva York con New Haven. Kate comenzaba a preguntarse si llegaría a casa antes del amanecer y el clamor de decenas de conductores airados no hacía sino empeorar la situación.

—¿Es que no se dan cuenta de que perder los nervios no sirve de nada? —Exclamó irritada dando un golpe al volante.

El conductor a su derecha salió del vehículo dando un portazo y se alejó caminando por la atestada carretera.

—¡A la mierda! —Exclamó.

—Gracias Dios por Cindy Lauper. – Murmuró la joven intentando concentrarse en la música.

 

Girls just wanna have fun.

Kate no quería escuchar más noticias.

El panorama era deprimente y los acontecimientos se estaban sucediendo con una rapidez asombrosa. 

El reto que McKellen le había ofrecido en su apartamento era abrumador y no pensaba defraudarle. El Presidente Wilkinson, aprovechando su amistad con Bruce, necesitaba hacer algunas averiguaciones de manera eficaz y, sobre todo, discreta.

—Wilkinson ya no se fía de su entorno. Sobre todo de los militares. Necesita a alguien que esté fuera del sistema. Por eso ha recurrido a mí, y yo a ti. ¿Te interesa? – Había preguntado su jefe.

—Muy bien, Bruce. Averiguaré para el Presidente lo que está pasando con ese virus. Pero con una condición. —Le dijo.

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