Harmony

Harmony


Kate » Capítulo 3

Página 22 de 46

C

a

p

í

t

u

l

o

3

Río Amur.

Federación Rusa.

Jueves Oct./09/2036

Wicca +13

 

Me despierto.

Intento moverme.

Dolor en las piernas, muy intenso en las rodillas llegando hasta la cintura.

Me canso rápido.

Ceso en mi empeño.

Alzo la vista.

¿Dónde estoy?

El agua del río corre caudalosa, a pocos metros. Pero no oigo nada. 

El suelo está cubierto por un espeso manto de hojas.

Hay un montón de ramas, no demasiado gruesas, esparcidas por todas partes. Parecen partidas.

Entre los restos, las alas, la hélice, un buen fragmento del fuselaje…

El timón de cola se bambolea asomando entre la espesura de un montón de arbustos y uno de los asientos cuelga de un árbol.

 

- Societé Minière du Krasnoyarsk. —Murmuro.

Me duele la cabeza.

Me llevo la mano al oído.

Sangre. 

Tengo que moverme.

Latigazo en las rodillas.

Aprieto los dientes por el dolor.

Miro al río.

Vuelven los recuerdos.

Oleg…

Oleg Ivanov…

—La mina… Dimitri… Alan… Todos muertos.

Lo que queda de la cabina del Cessna 208 con el que he dejado atrás Uchami está ahora en el recodo del río, seccionada y conmigo dentro.

—Las piernas.

Me duelen.

No quiero mirar.

Hay mucha sangre.

Fluye desde las rodillas a través de un montón de hierros retorcidos, clavados en la carne.

Pido auxilio.

—¡Ayuda!

No escucho nada.

El aire es frío. Huele a combustible y a tierra húmeda.

No quiero morir aquí.

El terror se apodera de mí.

—Voy a morir aquí.

Intento calmarme.

Intento pensar.

Me arranco las mangas de la camisa rasgando con los dientes.

Improviso un rudimentario torniquete.

Contengo la hemorragia.

Estoy mareado.

—Me llamo Oleg Ivanov…

Tengo sueño.

Una idea me saca del letargo.

Busco.

—El chaleco… ¿Donde está el chaleco?

Está junto al asiento del copiloto.

Intento alcanzarlo.

El dolor me va a matar.

—¡Vamos!

Es inútil, no llego.

Estoy exhausto.

Un ciervo se para frente de la cabina.

Tiene una cornamenta enorme.

Me mira con ojos inexpresivos y encamina sus pasos hacia el río.

Bebe.

Contemplo la escena. No tiene sentido.

Deshago el torniquete.

La sangre vuelve a brotar, casi a borbotones.

Uso el trozo de hierro para alcanzar el chaleco.

Ya es mío.

—¡Sí!

El ciervo, con un movimiento nervioso, sale corriendo.

Palpo el chaleco. Saco el teléfono móvil.

—Funciona.

Tiene batería pero apenas cobertura.

Me encomiendo a los satélites.

Llamo a emergencias.

No hay respuesta.

Sigo intentándolo.

 

Pierdo la conexión. No hay cobertura.

 

Ha empezado a llover.

Las gotas caen furiosas sobre la pantalla del teléfono.

La imagen se emborrona.

 

Cierro los ojos.

Ahora soy pequeño.

Hay un bebé dentro de una canastilla, en la playa, a orillas del Mar Negro.

Ella me llama.

¡Oleg! ¡Oleg!

¡Oleg! ¡Oleg!

Hace calor, pero no demasiado.

La temperatura es agradable.

El sol acaricia mis mejillas.

Las olas rompen armónicamente contra los guijarros.

Ella, llama.

¡Oleg! ¡Oleg!

¡Oleg! ¡Oleg! 

¡Oleg! ¡Oleg!

¡Oleg! ¡Oleg!

 

 

Reserva Natural de Fockbeker Moor. Rendsburg.

Alemania.

Viernes Oct./10/2036

Wicca +14

 

El cuervo emprendió el vuelo desde un roble solitario situado al norte de la ciénaga. Desde Fockbeker Moor planeó un rato siguiendo el sendero de la Granja Knüll y luego puso rumbo a Rendsburg.

Volaba tranquilo, meciéndose en las suaves corrientes de aire.

Libre de urgencias, se dejaba llevar.

El cuervo hizo un alto en la intersección de Loher Strasse con la carretera 77. Durante el tiempo que permaneció posado sobre una rama, vio a un ratón correteando entre la hojarasca, a un perro callejero hurgando entre desechos y a varios saltamontes intentando pasar inadvertidos entre las raíces; sacudió la cabeza con gestos rápidos y remontó el vuelo en dirección sudeste. En mañanas agradables y soleadas, sitios como Paradeplatz o el embarcadero del canal siempre tenían algo que ofrecer. 

Los humanos constituían una fuente inagotable de pequeños tesoros. Llaves o monedas estaban entre sus preferidos aunque, en alguna ocasión, el cuervo se había hecho con pendientes, hebillas e incluso algún anillo.

Coleccionaba cosas.

Era algo que el cuervo hacía.

El bullicio que caracterizaba a la gran plaza había sido reemplazado por un silencio extraño que el cuervo quebró con un par de graznidos.

¿Dónde estaban los niños que solían corretear alrededor de los malabaristas? ¿Y los puestos de comida? ¿Dónde las parejas de novios paseando y los vendedores ambulantes?

¿Quizás entre la maraña de cuerpos amontonados frente al escenario y la enorme cruz?

El cuervo no pudo evitar la tentación y se posó en un brazo que sobresalía, inerte, a media altura en la pila de cadáveres.

Yacían los padres sobre los adoquines con sus hijos y varias parejas se abrazaban con discreto pudor.

El cuervo saltó para afirmar sus garras en la cabellera de una mujer de mediana edad.

Estaba un poco apartada, en una esquina del escenario.

La mirada vacía de Heike contemplaba a la silente multitud.

El cuervo graznó.

 

***

 

—¿Qué vamos a hacer Heike? —Preguntó el párroco de la Iglesia Evangélica-Luterana de Rendsburg-Neuwerk.

Heike miró al pastor Rohde con sus inmensos ojos azules para, a continuación, dedicarle una sonrisa.

—Rezar. Naturalmente.

Konrad Rohde asintió aunque la repuesta no le pareció suficiente.

—¿No crees que deberíamos ir al sur? —Preguntó cauteloso.

Heike frunció el ceño.

—El Sur no nos salvará Konrad. Sólo Dios lo hará. —Respondió su esposa.

—¿Has hablado con el alcalde Meller?

—Conozco a Hans. Es un buen cristiano y un hombre piadoso. Nos entregará la plaza.

El pastor Rohde respiró aliviado.

—Konrad, debemos ser fuertes. —Insistió Heike.

—¿Cómo vamos a convencerlos? —Preguntó el párroco.

—Dios pone las palabras. Nada escapa a su mirada. Debemos reunir a la comunidad y rezar. Hay que permanecer limpios, Konrad.

El Sacerdote reflexionó sobre las palabras de Heike.

Huir no iba a servir de nada.

—¿Y qué pasará con los que se opongan?

El rostro de Heike se ensombreció.

—Eso es problema del alcalde.

—¿A qué te refieres?

—La policía garantizará nuestra seguridad. —Respondió Heike vagamente.

—¿La policía? ¿Será necesario? —Preguntó Konrad con aprensión.

—¡No vamos a permitir que unos cuantos alborotadores estropeen el plan del Señor! —Exclamó Heike airada.

El pastor Rohde retrocedió atemorizado.

A veces, su esposa le daba miedo.

—“El que no está conmigo, está contra mí y el que no recoge conmigo, desparrama…” ¿Qué más necesitas, Konrad?

—Que Dios se apiade de nosotros…

—Lo hará.

 

***

El cuervo bajó la mirada para fijarse en el pequeño y brillante aro de plata que colgaba de la oreja izquierda de Heike.

Con un gesto rápido dio un picotazo intentando hacerse con la alhaja pero lo único que consiguió fue desgarrar la carne.

Aburrido tras un par de intentos más con pobres resultados, optó por los ojos.

Consiguió hacerlos saltar sin demasiado esfuerzo.

El cuervo graznó.

 

***

Heike Rohde entró contrariada en la comisaría.

El servicio estaba a punto de comenzar y no estaba dispuesta a permitir interrupciones.

El comisario Bauer expuso brevemente la situación.

—Heike… Me alegra que hayas podido venir.

—Tengo prisa, Gerald.

Bauer asintió.

—Hemos capturado a tres.

—¿Por qué no se han ido?

—Dicen que Rendsburg también es su pueblo.

—Aquí no hay sitio para ateos. —Respondió cortante Heike.

Bauer esbozó un gesto de fastidio.

—¿Qué hago con ellos?

—Son alborotadores. Sácalos de la ciudad, Gerald.

—Eso va a ser imposible. —Preguntó el comisario incómodo.

—¿Se puede saber qué demonios te ocurre? —Preguntó Heike sin poder ocultar su irritación.

—Se han encadenado en la plaza.

Heike sintió cómo la ira se apoderaba de ella.

La ira de Dios.

—Llévame con ellos.

El comisario Bauer acompañó a la esposa del pastor Rohde. En la plaza y ante los aturdidos miembros de la comunidad que preparaban el servicio, había tres jóvenes con pancartas y amarrados al escenario, dos chicos y una chica.

—¡Ha llegado la Inquisición! —Dijo el más alto, un muchacho de mirada furibunda, que contemplaba a Heike con desprecio.

—Quitaros las cadenas y marcharos de Rendsburg.

Los jóvenes esbozaron una sonrisa irónica.

—¿Por qué no buscas la llave tú misma? —Preguntó burlona la chica.

—Arderás en el infierno. —Respondió Heike chirriando los dientes.

Los jóvenes rieron, burlones.

—¡Fanáticos! ¡No podréis robarnos la ciudad!

Heike resopló indignada.

—No tengo tiempo para esto. —Dijo en voz baja.

Heike Rohde sustrajo la pistola del comisario con un gesto rápido e inesperado.

Más tarde, Gerald Bauer afirmaría que hubo de ser la mano de un ángel del Señor la que guiara a la esposa del párroco.

—No pudo hacerlo ella. No por sí misma. —Insistió.

Heike nunca había usado un arma, no tenía ni idea de cómo funcionaban.

Simplemente, y ante la atónita mirada de todos los presentes, apretó el gatillo contra los tres jóvenes.

Los disparos sonaron atronadores.

Luego dejó el revólver en el suelo.

Con suerte, llegaría a tiempo a cambiarse para el servicio.

 

***

El cuervo se cansó de picotear los ojos de Heike y decidió emprender vuelo de vuelta a Fockbeker Moor.

Mientras regresaba dando un amplio rodeo, prestó atención a la autopista 210 en dirección a Kiel.

Una columna interminable de automóviles se extendía más allá del horizonte.

Muchos estaban abandonados.

El cuervo efectuó un giro.

Aquella estaba siendo una mañana muy agradable.

 

 

Londres. Inglaterra.

Reino Unido.

Viernes Oct./10/2036

Wicca +14

Thomas Lehner paró un momento para descansar.

Tenía sed, un fuerte dolor de cabeza y los pies magullados.

Cabizbajo y dolorido, se dejó caer sobre el capó gris de un Mercedes deportivo que formaba parte de una interminable fila de vehículos abandonados en Lancaster Gate. Thomas se fijó en la torre de la antigua Christ Church como parte de la particular estructura de Spire House. Se trataba de un edificio residencial de seis plantas adyacente que durante un tiempo significó en Londres una construcción de vanguardia.

—A quién se le ocurre demoler una iglesia, conservar la torre y convertirla en el hall de un edificio de viviendas… —Pensó Thomas.

Quitarse las botas dejó al descubierto sus pies llagados. Estaba poco acostumbrado a caminar y el dolor le parecía insoportable.

Thomas suspiró.

Una sombra pasó presurosa por la acera en dirección al Hotel Corus próximo a Hyde Park.

Thomas recordó los consejos de las autoridades antes de abandonar Cambridge, rumbo al sur.

—Intenta viajar en grupo.

—Lleva agua, provisiones, vestido y calzado adecuados.

—Comunica cualquier sospecha sobre posibles infectados a la policía.

—Se amable con los demás.

Las había incumplido todas.

El trimestre en la universidad impartiendo clases de Filología Germánica se vio interrumpido por las noticias venidas del norte. Los primeros rumores entre los estudiantes le parecieron pueriles, incluso irrisorios. “La Peste Escocesa”, la llamaron. Éste y otros términos similares estuvieron los primeros días en boca de muchos pero cuando el gobierno decretó el cierre de la frontera, las cosas se pusieron verdaderamente difíciles.

Atravesaron la frontera y llegaron del norte, a Inglaterra, por cientos de miles.

Al principio, la gente intentó ser solidaria.

Se habilitaron campamentos de acogida y los lugareños repartieron agua, medicinas y alimentos. Sin embargo, los buenos sentimientos no durarían.

La idea de que los recién llegados podían ser, en realidad un peligro mortal, no tardó en extenderse. Al fin y al cabo la mayoría había cruzado sin ningún tipo de control sanitario.

En un abrir y cerrar de ojos, todos pasaron a ser sospechosos y Cambridge se convirtió en un manicomio.

 

Un simple estornudo, un catarro mal curado, la tos seca de un anciano en el autobús… Cualquier cosa era un síntoma. El virus podía estar en el aire, en el agua, en la comida… ¿Qué hay de la ropa? ¿Puede pegarse a la ropa?… Algunos clérigos locales teorizaron en el púlpito sobre una variante del SIDA, más mortífera, más depravada.

Los homosexuales y los toxicómanos, comenzaron a sufrir las consecuencias. Un concejal conocido por oficiar matrimonios entre personas del mismo sexo fue salvajemente golpeado a las puertas del ayuntamiento. Varias ONGS locales y conocidas por su trabajo con la población drogodependiente, vieron sus sedes asaltadas por los radicales.

Se llegó a decir que las personas de color y los musulmanes transmitían la enfermedad más fácilmente. Había algo en sus cromosomas.

Sin embargo, la gente con sobrepeso podía llegar a desarrollar cierta inmunidad. Había algo también en sus cromosomas. En medio de la locura, se agotaron las existencias de Dunkin´ Donuts en toda la ciudad.

Se llegó a decir que el virus era también capaz de imbuir a la víctima en un estado severo de catalepsia.

— ¡Cuidado en los entierros! Demasiadas tonterías… —Reflexionó Thomas masajeando su tobillo izquierdo con movimientos firmes y circulares. 

Todo era absurdo. Lo único cierto es que no se sabía nada.

Nadie volvía de las zonas infectadas para contarlo.

—Esta es la enfermedad del silencio. —Afirmó su amigo y compañero de piso, Angus Clayton.

Angus no podía tener más razón.

Se sabía que una población había sucumbido a Wicca porque nunca más se volvía a tener noticias de los que habían decidido permanecer en sus hogares. También decían que el gobierno tenía imágenes e internet bullía con las instantáneas, supuestamente reales, de Edimburgo en llamas con las calles atestadas de coches y muertos por todas partes.

Era el destino de los que se quedaban.

Así que Thomas, se marchó.

—Siempre rumbo al sur. —Murmuró enfundándose de nuevo las botas.

Thomas dedicó una última mirada a la torre de Spire House.

Por encima de la misma, las estrellas brillaban sobre Londres, vacío y oscuro.

Thomas pensó en Dana.

Siempre habían estado unidos y como hermano mayor, Thomas se había visto a menudo en la necesidad de protegerla.

—Condenada chiquilla. Siempre enredando. —Recordó.

Como cuando Dana engañaba a la vieja Frau Scheidemann, la dueña de la confitería en la esquina de Merseburger Strasse, pagando con viejos marcos que quedaban en casa, en vez de con euros. La pobre señora nunca se daba cuenta.

Los hermanos Lehner tuvieron una infancia feliz vivida al calor de una familia pequeña pero fuertemente unida.

Más adelante, durante la adolescencia, se invirtieron las tornas. Dana se convirtió en una joven seria, enfocada en sus estudios y muy aplicada y Thomas adoptó el rol anárquico e inconformista.

—Al menos ahora estás a salvo, entre las estrellas. —Murmuró Thomas intentando no pensar demasiado en lo preocupada que estaría su hermana por la familia en la estación espacial.

También decían que, en una noche clara, podía verse a Harmony surcando el cielo.

—Parece una estrella fugaz.

En los últimos días Thomas se había sorprendido hablando solo.

—Te estás volviendo loco. —Dijo sacando la brújula antes de reanudar la marcha.

—Siempre al sur.

Thomas guardó la brújula. No era suya. La había robado a una mujer que viajaba sola. Se hicieron amigos antes de salir y en cuanto pudo, Thomas robó todas las pertenencias de su compañera.

—De todas maneras, no tenía buen aspecto. Seguro que estaba infectada. —Volvió a decirse por enésima vez al recordar el rostro de Olivia. 

A decir verdad, nadie presentaba buen aspecto en aquella caravana de gente cuando salieron de Cambridge.

Al principio las cosas iban bien y la gente intentaba ser amable.

Para cuando consiguieron llegar a Londres ya imperaba la ley del más fuerte.

Thomas decidió que era mejor viajar solo.

Escuadrones de grupos violentos patrullaban las columnas de refugiados, abusando impunemente de todo el mundo. A él, le golpearon en varias ocasiones.

Su acento le delataba y cualquier excusa servía para buscar chivos expiatorios.

Thomas recordó una escena al poco de salir.

—No eres de por aquí… ¿Verdad?… ¿Estás infectado?… —Le increpó un tipo alto con cara de perro.

—¡Déjale en paz! —Exclamó Olivia defendiéndole.

La joven se llevó tal golpe en la cara que terminó con sus huesos en el suelo.

Thomas  miró al cielo en busca de Harmony.

Recordar le producía escalofríos.

—¿Cómo pude portarme así con Olivia? —Murmuró avergonzado.

Las calles de Londres estaban desiertas.

—Lo que importa es sobrevivir. —Se dijo.

De vez en cuando, Thomas se encontraba con figuras esquivas que trataban siempre de mantener las distancias.

Igualmente, si alguien intentaba acercarse demasiado, Thomas corría.

Cuando le evitaban, Thomas caminaba más tranquilo.

—Cuanto más lejos, mejor. —Dijo apretando el paso. Intentando no pensar en el dolor.

La sed le atormentaba.

Thomas cruzó Hyde Park desembocando a la altura del Royal Albert Hall.

Vio la puerta entornada en el margen izquierdo de la acera, casi al principio de Exhibition Road. Una luz tenue salía por la rendija.

Del interior, llegaba el sonido de una melodía melancólica. Alguien tocaba el piano.

—Schubert.

Thomas entró.

A los pies de un sillón de estilo victoriano, tumbado en una gran alfombra había un perro de ojos grandes y mirada cansada. A su lado, un caballero fumaba en pipa. Tenía un ejemplar del Financial Times en el regazo y a la derecha, una copa de vino reposaba sobre una mesa auxiliar. 

A la izquierda del salón, y cerca de una imponente escalera, estaba el hombre que seguía al piano.

—Schubert… —Dijo de nuevo Thomas.

El hombre del sillón enarcó las cejas.

—¡Tenemos visita!

El pianista terminó con la melodía y se levantó para colocarse junto a la chimenea.

—Eso parece milord. Aunque tiene un aspecto deplorable. —Dijo.

Thomas se sintió avergonzado.

—Llevo días caminando… —Dijo con voz pastosa.

El hombre del sillón inclinó un poco la cabeza.

Era un individuo algo mayor, de cabellos plateados, rostro amable y cejas pobladas.

—Diría que en los próximos minutos, tendrá la bondad de presentarse. ¿Qué opinas Hopkins?

Hopkins se encogió de hombros.

—Thomas Lehner. Nací en Leipzig y antes de que todo se desmoronase era profesor de Filología Alemana en Cambridge.

—Un extranjero. Eso explica esa terrible falta de modales.

Hopkins asintió. —Desde luego milord.

—Yo soy Lord Harrington y éste, Herr Lehner, es el Club de Caballeros Carltone, que no debe ser confundido; bajo ninguna circunstancia, con el Carlton Club, fundado por esos advenedizos de Saint James Street.

—Muy bien dicho Milord.

Thomas miró a sus interlocutores extrañado. Parecían una versión ridícula del Sombrerero Loco.

—¿Qué hacen aquí? – Preguntó.

Lord Harrington le miró ofendido.

—Será mejor que ignore la naturaleza de su pregunta.

—¿No ven lo que está ocurriendo?

—¿Insinúa usted que milord no es una persona informada, Herr Lehner? —Intervino Hopkins indignado.

Thomas no quiso parecer brusco.

—No. Por supuesto que no pero… ¿No van ustedes al sur?

—¿Qué hay al sur, Hopkins?

Hopkins encogió un poco los hombros.

—Yo diría que al sur está la Península Ibérica. España y Portugal milord.

—Portugal siempre ha sido un país amigo. Con los españoles, sin embargo… Hemos tenido nuestras diferencias.  —Afirmó Lord Harrington.

—No pueden quedarse aquí. —Afirmó Thomas. El virus avanza. No hay supervivientes. Hay que llegar a los puertos. —¿Quizás ustedes conozcan a alguien que pueda…?

El Gran Danés que seguía tumbado junto al sillón bostezó plácidamente.

—¿Qué pueda qué?… No le entiendo Herr Lehner. —Hopkins, ¿Puedes traer algo de beber a nuestro invitado?

—Agua, por favor. —Musitó Thomas cansado.

—Si, milord. —Respondió Hopkins abandonando la estancia.

—¿Donde estábamos? —Preguntó Lord Harrington.

—En los puertos. —Respondió Thomas.

El semblante de Lord Harrington se oscureció.

—Hay algo de lo que usted no se ha dado cuenta.

Thomas miró a su excéntrico interlocutor intrigado.

—El fin de Inglaterra, Herr Lehner, es el fin del mundo. ¿Qué sentido tienen los puertos?

—Pero…

Ir a la siguiente página

Report Page