Harmony

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Kate » Capítulo 3

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Pero a los pocos días comenzaron los primeros disturbios. Serbios y musulmanes se levantaron de nuevo en armas y la policía, desbordada, no podía contener el torbellino de violencia.

Dragan intentó mantenerse al margen pero la escuela fue de los primeros edificios en arder. El fuego de la pequeña hoguera que su hijo estaba preparando le recordó las llamas saliendo por las ventanas.

Zarko echó el resto de la hojarasca que habían acumulado en el interior de la cueva.

Seguía lloviendo a cántaros.

—¿Tienes hambre? —Preguntó su padre.

—Un poco…

Dragan sacó unas chocolatinas de la mochila.

—Toma, pero no acabes con todas.

—¿Cuándo podremos reanudar la marcha?

—En cuando deje de llover. —Afirmó Dragan.

—Se está haciendo de noche. —Apuntó Zarko.

—Podemos movernos de noche.

—Si. Podemos movernos de noche. —Asintió Zarko con convicción.

El brillo de un rayo transportó a Dragan de nuevo a Sarajevo.

 

***

La madre de Zarko terminó por salir de casa sin hacer caso a las advertencias de su marido.

—Tengo que echar un ojo a los Mirkovic. No tardo nada.

La pareja de ancianos vivía en la octava planta y todo el edificio sufría problemas de suministro eléctrico, escasez de comida y falta de medicamentos.

—Pero Mirna… ¿De verdad vas a salir a estas horas? —Preguntó Dragan preocupado.

Su mujer le miró con aquellos enormes ojos oscuros.

—Soy enfermera. ¿Cómo no voy a ayudarles? —Respondió dándole un pellizco cariñoso en la cara.

—Está oscuro ahí fuera. Deja que busque la linterna y te acompaño.

—Sólo son dos plantas. Quédate con Zarko.

—¡Papá! ¿Me ayudas? —Preguntó el niño desde la cocina.

Mirna salió.

 

***

En la cueva, Dragan cogió el rifle y se sentó junto al fuego.

—Papá… —Preguntó Zarko.

—Dime.

—¿Cuando crees que estaré listo?

Dragan meditó por un momento la respuesta.

—Es indudable que tienes talento.

—¿Será entonces pronto? —Quiso saber ansioso Zarko.

Dragan sonrió.

La luz del fuego bailaba sobre el rostro de su hijo. Sólo tenía trece años.

—Ya veremos.

 

***

En Sarajevo, Dragan miró el reloj. Eran las once menos cuarto y Mirna no había vuelto.

—Ya sabes cómo es. —Dijo Zarko mientras terminaba de pelar patatas.

—Voy a buscarla. —Concluyó Dragan.

El ascensor llevaba tiempo sin funcionar y las escaleras estaban oscuras. La linterna, gastada, apenas iluminaba los escalones.

 

Un golpe surgió de la nada, inesperado.

Dragan sintió cómo su cabeza era empujada hacia atrás por la fuerza del objeto contundente que impactó en su frente.

Mientras caía escaleras abajo, pudo escuchar un grito de júbilo.

—¡Alá es grande!

Mirna fue encontrada muerta, desnuda, horas después junto a los cuerpos de los Mirkovic.

 

—Tal y como están las cosas, será difícil encontrar al culpable. —Afirmó apático el subinspector.

—¿Es usted el marido? ¿Se encuentra bien? —Preguntó un agente señalando el golpe en la cabeza.

Dragan aturdido, asintió.

—Quisiera estar solo.

—Sólo quedan indeseables en Sarajevo. Todos abandonan la ciudad para probar suerte en las montañas. Creen que en los bosques estarán mejor que aquí. —Dijo el policía mirando al hombre y al muchacho sentados en el salón. —Quizás deberían ustedes hacer lo mismo. Son tiempos difíciles.

 

***

Las últimas gotas de lluvia que cayeron sobre el charco que se había formado en la entrada de la cueva dejaron paso a un anochecer tranquilo.

—En marcha. —Dijo Dragan apagando el fuego.

Padre e hijo avanzaron entre los árboles.

De vez en cuando, se detenían para escuchar.

—En el bosque, el oído es tu sentido más importante.

Zarko asintió.

—¿Crees que habrán parado para descansar?

—Es posible. Vamos. —Respondió su padre dando una palmada.

Después de un trecho caminando, por fin, los vieron.

Descansaban cerca de un recodo del arroyo.

Dragan hizo señales a su hijo de forma que ambos se apostaron detrás de un tronco caído.

—Ahí están… —Susurró con una sonrisa triunfal.

Zarko contempló la escena, excitado.

—¿Me dejas disparar?

Dragan miró a su hijo pensativo.

—De acuerdo. —Respondió tendiéndole el rifle. – Apóyate  aquí, junto a la rama.

Emocionado, Zarko acarició la culata del rifle con suavidad.

—Debes controlar la respiración. —Susurró su padre. —Con calma. Si haces ruido, se asustarán.

Zarko inspiró, contuvo el aire y disparó.

La bala atravesó el hiyab que envolvía la cabeza de la muchacha que descansaba junto a su familia junto al riachuelo a trescientos cincuenta metros por segundo. La fuerza del impacto provocó que un trozo del cráneo cayese en una pequeña fogata, despidiendo ascuas en varias direcciones.

El cuerpo de Fátima hizo una extraña pirueta antes de caer al suelo.

Dragan contempló orgulloso a su hijo.

Zarko había cobrado su primera pieza.

 

 

Roma.

Italia.

Jueves Oct./16/2036

Wicca +20

 

Los dos hombres subieron las escaleras del viejo edificio en la Vía del Falco con cierta dificultad.

Al llegar al rellano del tercer piso, se detuvieron un momento para tomar aliento.

—¿Es aquí? —Preguntó el mayor señalando la puerta de madera oscura que estaba entreabierta.

—Si. Vamos.

La casa olía a cerrado, a pizza recalentada, a orines y a sudor.

—Los aromas del abandono. —Pensó el Padre Lorenzo Cárdenes.

Al fondo, en penumbra, se podía distinguir una figura que daba cabezadas en un destartalado sillón.

La luz blanquecina de una pequeña televisión mal sintonizada iluminaba la estancia con intermitencia.

—Don Giordano… —Dijo el Padre Cárdenes tratando de no alzar demasiado la voz. —Don Giordano… Despierte.

El anciano se removió un poco y alzó la vista.

—¿Marco? ¿Eres tú? —Preguntó con voz quejumbrosa.

—Está aquí Su Santidad. Tal y como le prometí. —Respondió el Padre Cárdenes sonriendo.

Julio IV se inclinó para coger las manos del anciano.

—Qué Dios te bendiga, hermano.

—¿Dónde está mi hijo? —Insistió Don Giordano.

El Padre Cárdenes cerró con fuerza los ojos, un gesto reminiscente de una infancia difícil.

—Ha salido un momento. —Mintió el Papa. —Volverá en un rato.

La respuesta pareció calmar al anciano.

—La televisión… No funciona. —Se quejó Don Giordano.

 

—Hacía días que ninguna lo hacía. Pero… ¿Cómo explicarlo?… —Pensó el Padre Cárdenes.

—¿Quiere usted rezar conmigo? —Preguntó el Papa.

El octogenario miró al Vicario de Cristo con ojos acuosos.

—¿Rezar…?

Julio IV se arrodilló junto al sillón e inclinando la cabeza, enganchó un rosario en los delgados y temblorosos dedos de Don Giordano.

—Dios te salve María, llena eres de gracia…

El Padre Cárdenes se apresuró a responder.

—El Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres…

Don Giordano interrumpió la plegaria.

—¿Dónde está mi hijo?

—Y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…

El Papa y el Padre Cárdenes terminaron sus oraciones y volvieron a la calle.

 

—¿Siguiente?

—Regina Paliotta. Noventa años. Tres días sin saber nada de su familia.

—¿Cómo pueden abandonarlos? —Preguntó consternado el Papa.

Mientras hablaban y al doblar una esquina cerca de la Vía Properzio, una figura les salió al paso entre las sombras.

—¡Alto!

El Papa y su acompañante se miraron sorprendidos.

—¡Tú! ¡Dame eso! —Exclamó el ladrón señalando la mochila de la Red Juvenil Ignaciana que sujetaba el Padre Cárdenes.

—Sólo llevamos algo de comida y botellas de agua. —Respondió el jesuita.

—¡Qué me lo des! —Gritó el hombre visiblemente nervioso.

El desconocido tenía una pistola y le temblaban las manos.

El Papa hizo un gesto de asentimiento y el Padre Cárdenes entregó la mochila.

Antes de irse, el atracador hizo una genuflexión, se santiguó y murmurando algo ininteligible, echó a correr.

El Padre Cárdenes estaba estupefacto.

—¿Y ahora qué hacemos? —Preguntó.

—Será mejor que volvamos a casa, Lorenzo. —Dijo el Papa con una sonrisa.

—¿Cree Su Santidad que nos hubiese disparado?

—Son malos tiempos. —Afirmó Julio IV.

—Pero esa comida era para los desamparados…

—¿Y cómo sabemos que él no lo está?

El padre Lorenzo cerró de nuevo con fuerza los ojos.

El Papa le miró con compasión.

—¡Podía habernos matado!

—Es posible. —Concluyó tranquilo el Sumo Pontífice.

Los dos hombres atravesaron la Plaza de San Pedro.

Antaño siempre bulliciosa, la impresionante explanada presentaba ahora un aspecto lúgubre y sucio.

—CHIESA PECCATRICE… —Leyó el Papa desde la escalinata.

La enorme pintada en las columnas, junto al portón cerrado de la basílica, podía verse desde varios metros de distancia.

—IGLESIA PECADORA… —Murmuró el Padre Cárdenes en español antes de hacer un gesto animando al Papa a seguir.

—Entremos Santidad. No vale la pena mortificarse.

—Debí haber dado crédito a las apariciones de Nuestra Señora. Sus advertencias fueron claras. Medjugorje… Garabandal… Belluno…

—No es culpa suya, Santidad.

—Hice oídos sordos a las palabras de la Virgen y mira lo que ha pasado. —Afirmó quejumbroso el Papa.

El Padre Cárdenes respondió.

—Este mundo tiene que pagar por sus pecados.

—Yo, Lorenzo, he sido el más grande de todos los pecadores.

El sacerdote miró a los ojos del Papa que continuaba sufriendo.

Julio IV continuó hablando.

—Mi pecado es la soberbia. – Su Santidad aminoró el paso. —¿Sabías que cuando era joven quería ser maestro?

El Padre Cárdenes escuchó.

—Hubiese sido feliz en cualquier escuela, hablando sobre Octavio Augusto.

—¿Y qué lo impidió?

—¡Dios, por supuesto! ¡Al parecer no opinaba lo mismo! —Exclamó Julio IV mirando al cielo.

El Padre Cárdenes rió de buena gana.

—Volvamos.

La tarde comenzaba a dar paso a la noche y a Su Santidad le gustaba acostarse temprano.

 

Las dependencias papales estaban desiertas y el habitual bullicio de idas y venidas por los pasillos había sido reemplazado por el discreto sisear de las alpargatas de la hermana Judith. La religiosa se acercó para dejar un plato humeante de verduras cocidas sobre la mesa del Papa.

Julio IV torció un poco el gesto. No le gustaban las verduras.

—¿Otra vez? —Se quejó.

La hermana Judith se encogió de hombros para, a continuación, volver por donde había venido.

—¿Sabia Su Santidad que Sor Judith era anglicana? —Dijo el Padre Cárdenes señalando con la barbilla a la veterana carmelita.

El Papa continuó mirando las verduras con gesto de desaprobación.

—Se convirtió al catolicismo acompañando a una amiga enferma que sanó en Lourdes.

El Papa enterró el tenedor entre un montón de judías verdes.

—Es increíble el poder que tiene la fe. —Afirmó el Padre Cárdenes.

—¡La Fe verdadera! —Afirmó Julio IV mientras se llevaba un trozo de coliflor hervida a la boca.

El jesuita aprovechó el momento para volver a tratar con el Papa una delicada cuestión.

—Santo Padre.

—Dime, Lorenzo.

—¿Cuando nos iremos de la ciudad?

El Papa miró con compasión a su ayudante. El joven sacerdote tenía miedo.

—Cuando Dios quiera.

El Padre Lorenzo negó con la cabeza. Temía aquella respuesta.

—¿No sería mejor marcharnos como han hecho todos los demás? ¿Qué pasará con la Iglesia si le ocurre algo al Papa?

Julio IV sonrió con tristeza.

—¿No ves, Lorenzo, que mi sitio está aquí, en Roma?

—¡Su Santidad se está poniendo en peligro de muerte! —Exclamó angustiado el Padre Cárdenes.

—Peligro de muerte… —Reflexionó el Papa.

—¿Es que no lo ve?

—No debes preocuparte por mí. —Dijo Julio IV. – Dios no querrá que me pase nada. ¡Soy su mejor enlace!

El Padre Cárdenes no pudo evitar sonreír. Aquel hombre siempre le desconcertaba.

Julio IV miró el rostro del sacerdote.

—¿Tienes miedo, Lorenzo?

—No quiero morir. —Confesó.

El Papa asintió comprensivo.

—Marcha Lorenzo. Ve tranquilo. No te preocupes por mí.

El Padre Cárdenes respondió con firmeza.

—No pienso dejarle aquí.

Julio IV comprendió con tristeza que era inútil insistir.

Llevaban días con la misma discusión, llegando siempre al mismo desenlace.

—Estoy cansado. Será mejor que me vaya a acostar. —Concluyó el Santo Padre.

Mientras el papa se retiraba, Lorenzo miró de nuevo al triste plato de verduras que continuaba casi intacto sobre la mesa.

—Señor… ¡Ayúdanos! ¡Por favor, no permitas la dispersión de tu Iglesia! —Pensó con un nudo en la garganta.

 

***

Sor Judith no encontró el cuerpo del Papa Julio IV en la biblioteca hasta bien entrada la madrugada.

El cadáver pendía rígido del techo y tenía la cara amoratada, con la lengua pugnando por salir entre los labios azules.

El padre Cárdenes acudió alarmado ante los gritos de la religiosa.

—¡No! ¡No! ¡Así no! ¡Así no! —Exclamó el sacerdote ante el cuerpo del Papa.

La hermana Judith se arrodilló.

La visión que tuvo en Lourdes se manifestó de nuevo, con claridad, en su cabeza.

El hombre colgado.

Tal y como La Virgen se lo había mostrado tantos años atrás.

Nuestra Señora había pronunciado dos palabras.

—Ad finem.

 

Nápoles.

Italia.

Viernes Oct./17/2036

Wicca +21

 

Bianca siguió a la multitud que, eufórica, doblaba la esquina de la Vía Egiziaca con la calle de la Iglesia de la Santísima Anunciación.

La Procesión llevaba horas nutriéndose de la luz temblorosa de cientos de antorchas que venían de incontables puntos en la ciudad.

Bianca dio un salto, danzando al rítmico compás de las consignas con la sensación de estar participando en algo grande. El subidón de adrenalina le transportó de nuevo a las manifestaciones estudiantiles que habían sacudido Italia durante los primeros compases del gobierno de Filippo Bensi, sólo que en esta ocasión, todo parecía mucho más vívido. Más intenso.

Los fratelli no paraban.

—¡La morte danza!

  ¡La notte ammazza!

  ¡La ora arriva!

  ¿Uno? ¡Non basta!

Cientos de teas culebrearon por las calles hasta llegar al pórtico de la basílica.

 

Ave Gratia Plena.

El friso dorado de la vieja iglesia reflejaba a la congregación aullante, distorsionando las figuras en un remolino de llamas y capas negras.

 

Ave Gratia Plena

 

La masa se juntó con el objetivo de derribar el portón a golpes.

Bianca se subió a un Fiat blanco.

Puño en alto exclamó.

—¡La morte danza!

  ¡La notte ammazza!

  ¡La ora arriva!

  ¿Uno? ¡Non basta!

La puerta cedió y la nave central se vio pronto invadida por las antorchas humeantes. Había una decena de fieles rezando frente al sagrario. Pronto se vieron rodeados por los rostros sudorosos y desencajados de los fratelli.

El padre Rossi se adelantó para protestar.

—¡Fuera de aquí demonios! ¡Fuera de la Casa de Dios!

Un fuerte golpe en la sien propinado con el mango de un machete lo derribó antes de que pudiera decir más.

 

Bianca escuchó excitada los sollozos de los fieles que habían sido sacados a rastras fuera de la iglesia.

Una figura encapuchada, el Frate Nero, subió a una improvisada tarima.

Sin pronunciar una sola palabra y con el rostro cubierto por una máscara veneciana el Frate hizo un gesto teatral para preguntar a la multitud. ¿Qué debían hacer?

—¡Fuoco! ¡Fuoco! ¡Fuoco! —Gritaron.

Las primeras llamas comenzaron a lamer los muros de la Iglesia de la Santísima Asunción mientras las vidrieras estallaban y una gruesa columna de humo se elevaba hacia el cielo de la ciudad. El hombre oscuro sujetó al párroco inconsciente por el cuello. Bajo la danza del fuego, y como si de un macabro sainete se tratara, lo mostró gesticulando a la muchedumbre.

Una mujer gritó.

—¡La muerte!

—¡Baila! —Respondió la gente.

—¡La Noche!

—¡Mata! —Exclamó Bianca con todas sus fuerzas.

—La hora… —Dijo el Fraile Negro con voz de falsete.

—¡Llega! —Gritaron los fratelli con júbilo alzando las antorchas.

—¿Uno?

 

—¡NO BASTA! —Exclamó la serpiente antorchada mientras el encapuchado degollaba al sacerdote con precisión.

La gente chilló enfervorizada.

Bianca, contagiada por una salvaje euforia, bailó enloquecida.

Las procesiones de Fratelli surgieron espontáneamente en Nápoles como un movimiento de protesta por la incompetencia de las autoridades a la hora de gestionar la crisis provocada por la enfermedad.

 

***

—Los curas dicen que hay que rezar. —Le dijo Bianca a su madre.

La señora Taci miró con tristeza a su hija desde la cama en la que llevaba años postrada.

—Bianca… —Dijo con voz débil.

La muchacha, de tez blanquísima, labios finos y grandes ojos negros apretó los puños.

—Márchate Bianca… Abandona la ciudad, como hacen todos.

—¡No pienso dejarte! —Exclamó Bianca dando un puñetazo contra la pared.

—No te preocupes por mí. —Dijo su madre.

—No se puede confiar en el gobierno. Los ricos. ¡Quieren quedarse con todo!

Nápoles estaba casi desierto. Miles de personas se hacinaban en el puerto, compartiendo espacio junto a las columnas de refugiados provenientes de todo el norte de Europa.

—Han sido expulsados por las élites. Llevan tiempo planeando algo así pero Nápoles resistirá. Los fratelli resistirán. No te preocupes. —Le explicó Bianca a su madre.

Los barcos llegaron y, en cuestión de horas, partieron de nuevo envueltos en ramilletes de seres humanos que colgaban de las escalas enganchadas a cubierta.

No todos pudieron subir a bordo. Muchos se quedaron en los muelles mirando.

—Si esperabas lo suficiente, podías ver los cuerpos caer al mar. —Recordó Bianca.

Cuando la ciudad quedó a oscuras debido a los cortes de energía, los Fratelli se organizaron en rondas nocturnas que, bajo la luz de sus antorchas, patrullaban las calles para mantenerlas a salvo de los saqueadores. Pronto empezaron los primeros linchamientos.

—Los que no hemos huido, tenemos que defendernos. —Razonó Bianca justificando las  ejecuciones.

Su madre negó con la cabeza.

—Napoli appartiene al diavolo…

 

***

 

- Nápoles pertenece al Diablo. —Bianca bajó del coche repitiendo las últimas palabras de su madre.

 

Bianca reanudó la marcha junto a la multitud.

En la Vía Pietro Colleta un grupo de chicos jaleaba a una pareja que se revolcaba en un portal.

Un joven pelirrojo, se fijó en Bianca al pasar.

—¡Eh! ¡Tú! —Exclamó el muchacho con acento extranjero. —¿Quieres divertirte?

Bianca se acercó.

—¿Te apetece? —Preguntó el chico mostrando una bolsa repleta de pastillas.

—La noche mata… —Dijo Bianca con una sonrisa torcida.

—Tú lo has dicho. —Respondió el desconocido poniendo varias cápsulas en su boca.

 

***

Bianca besó en la boca al muchacho y continuó su camino.

Las calles vacías y oscuras de Nápoles la envolvieron distorsionadas por el efecto de lo que acababa de ingerir.

Un calor intenso le abrasaba el pecho.

Al principio el sonido de la percusión llegó amortiguado.

—¿Qué son esos tambores? —Se preguntó intentando averiguar su procedencia.

A medida que se acercaba, los ecos provenientes del edificio del Grand Hotel Europa, comenzaron a resonar por todo su ser.

En la entrada, el ritmo atronador la arrastró hacia el interior.

—Bienvenida. —Dijo una mujer desnuda con cabeza de caballo dando paso a un amplio hall.

Bianca saboreó la escena.

Un centenar de cuerpos se entrelazaban al compás de la percusión. Un mar de pieles doradas bañadas en purpurina bailaban ante ella en una inmensa mascarada de cuerpos esbeltos que se alternaban entre los rostros flácidos de un extraño grupo de ancianos. 

—¡Nápoles pertenece al diablo! —Le susurró uno de ellos.

Bianca subió por la escalinata que daba a las habitaciones.

—¿Qué es este lugar? —Se preguntó.

Un largo pasillo de puertas abiertas representaba su propio espectáculo en cada interior. Se extendía hasta el horizonte.

En uno de los habitáculos un hombre con cuchillos en la boca cantaba, cortándose las encías con cada estrofa.

—¡La morte danza!

  ¡La notte ammazza!

  ¡La ora arriva!

  ¿Uno? ¡Non basta!

En otra estancia, una enorme serpiente constreñía la cintura de una mujer, obligándole a regurgitar un montón de pastillas.

—¿Te diviertes?… ¿Niña?… —Le susurró al oído otro anciano.

Por primera vez, tuvo miedo.

—¿Dónde estoy?

 

 

***

 

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