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Epílogo. En la montaña

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Epílogo En la montaña

Edwin Vincent de Valu, corbata arrugada, maletín en mano, salió del metro en la esquina de Faust y Broadview como una ardilla entre las altas paredes de un cañón.

El día era aún joven, pero se encontraba ya sumido en un lodo de tedioso estrés y hastío urbano. Era un día caluroso y decaído, la clase de día en que incluso los taxistas parecían apáticos. Sí, lo maldecían a uno, pero saltaba a la vista que no hablaban en serio. Saltaba a la vista que tenían el corazón en otra parte, muy arriba, en la orla del paisaje urbano, donde el Sol iluminaba las azoteas, envolviéndolas en un burlón resplandor de oro falso, siempre hipnótico, siempre inasequible.

Edwin cruzó Grand Avenue con las oleadas que iban y venían bajo la autoridad del semáforo, y pensó, como todos los días en ese preciso lugar y en ese preciso momento: Adoro esta jodida ciudad.

Una pila de manuscritos procedentes del montón de morralla le esperaban cuando entró en su despacho (el antiguo despacho de May, donde flota aún tibio su recuerdo). Edwin se sentó ante el interminable suplicio de Sísifo que era su vida. El último becario había durado sólo seis días, y el montón de morralla era mayor que nunca.

«Querido señor Jones: Adjunto una novela ficticia, que es en realidad la primera parte de una trilogía en tres partes contada enteramente desde el punto de vista de la tostadora de una familia…».

Querido/a Sr./Sra.: Por desgracia, tras un detenido estudio y largas deliberaciones editoriales…

Edwin acababa de despachar la primera pila de manuscritos cuando sonó su teléfono. Era una doctora que llamaba desde el Centro Médico de Silver City.

—¿Puedo hablar con el señor De Valu? —preguntó.

Edwin notó una presión en el pecho.

—Es por Jack, ¿no? —Había estado esperando esa llamada, y ahora que finalmente la recibía, descubría con sorpresa que su sensación de temor era mucho peor de lo que preveía—. ¿Ha…?

—No, pero ha sido trasladado a un centro de Phoenix. Lo nombró a usted como pariente más cercano. Bueno, sus palabras exactas fueron «heredero aparente pero sin derecho a un solo céntimo de mi dinero». Eso escribió en el formulario de ingreso. Señor De Valu, me temo que la enfermedad se ha hecho sistémica. Se ha extendido al hígado y la garganta, y ha provocado el colapso de los capilares que sostienen su…

—Ahórreme la tecnojerga. Por favor, ahórremela.

—Ha perdido la vista del ojo derecho y tiene muy limitada la visión del izquierdo. Oh, mierda.

—¿Significa eso…? ¿Aún puede leer?

—No, me temo que se ha quedado casi totalmente ciego.

—Entonces está muerto.

La doctora no estaba segura de sí lo había oído correctamente.

—No, no está muerto. Pero me temo que no le queda mucho. Nos dijo que no lo molestáramos a usted, pero hemos pensado que debíamos informarle. Puede que su padre no pase de esta noche.

—No es mi padre —empezó a decir Edwin, pero no concluyó el pensamiento. En lugar de eso, dijo—: El hospital de Phoenix. ¿Tiene la dirección?

El avión tomó tierra justo cuando se ponía el sol. Los pasajeros pulularon por la terminal, arrastrando maletas, tambaleándose en las escaleras mecánicas y hablándose unos a otros con una brusquedad muy poco holística. Edwin llegó sin equipaje, y atajó limpiamente entre la gente hasta la SALIDA DE LLEGADAS, y al pasar pensó: «Qué maravillosa frase: “Salida de llegadas”».

El viaje en taxi le costó cincuenta pavos; el hospital estaba en la otra punta de la ciudad, la parte de Phoenix más alejada del aeropuerto, y Edwin cruzó apresuradamente las puertas delanteras y penetró en la calma antiséptica del ala sur. El «ala de los moribundos», la llamaba el personal.

—¿Jack McGreary? —dijo la enfermera de guardia— ¿Es su padre?

—Sí. Supongo que lo es. ¿Dónde puedo encontrarlo?

—Primera planta. Habitación 102. Pasillo abajo, segunda puerta a la izquierda. ¡Pero, oiga —gritó mientras Edwin se alejaba ya por el corredor—, el horario de visita termina dentro de diez minutos!

—No importa —dijo Edwin—. No estaré mucho tiempo. Sólo he venido a decir adiós. —Y hasta nunca. Y gracias. Y un saludo de mi parte a Oliver Reed. Y le echaré de menos. Y no le olvidaré. Y tantas cosas banales, trilladas, importantes más.

Pero Jack no estaba allí.

Se había escapado. La habitación estaba vacía; los cables del monitor, despegados del pecho y colgando; las sábanas de hospital, a un lado, y la ventana abierta. La televisión, sin volumen, proyectaba un parpadeo azul sobre la cama.

—Se ha ido —dijo Edwin, estupefacto—. Se ha escapado.

Edwin se acercó lentamente al mostrador de las enfermeras.

—El señor McGreary… se ha ido.

—¿Otra vez? —dijo la enfermera— Lo siento mucho. Lo hace de vez en cuando. No podemos perder de vista a Jack, siempre anda intentando escabullirse. Mandaré alguien a buscarlo. Sabemos dónde está. Está en la montaña.

—¿La montaña?

—Así lo llama Jack. Cuando su padre estuvo aquí internado por primera vez para hacerse unas pruebas, hará unos dos años como mínimo, subía a la montaña todos los días y simplemente, en fin, se sentaba allí a pensar, supongo. Fue después de diagnosticarle la enfermedad, ¿comprende?

—¿La montaña?

—Sí, detrás del hospital. No es muy alta, pero sí hay una cuesta empinada, y le explicamos al señor McGreary que, con su salud en continuo deterioro, no debía hacer esfuerzos. Debemos de haberle dicho cien veces que no suba allí, pero no nos hace caso.

—La montaña. ¿Es realmente una montaña?

La enfermera sonrió.

—Sólo un montículo, de hecho. Un pequeño promontorio de roca detrás del aparcamiento; probablemente ha pasado usted por delante al venir. Hay un banco y un poco de sombra, y un merendero con una o dos mesas. No es una auténtica montaña, pero desde lo alto, con un terreno tan llano como éste, la vista es fantástica. Prácticamente se ve toda la llanura, y las luces de la ciudad y las estrellas y una sierra a los lejos. Es un sitio precioso. Ahora lo llamamos la Montaña de Jack. —Se echó a reír y, de pronto, tomando conciencia de que hablaban de un paciente terminal, dijo con manifiesta solemnidad—: No pretendía faltarle al respeto.

—Claro que no. Y aunque así fuera —Edwin sonrió—, también sería apropiado. No es necesario que mande a nadie. Yo mismo iré a buscar a Jack.

Era una empinada cuesta: un camino estrecho y tortuoso a través de plantas con espinas y campos de cactus. Y cuando por fin Edwin llegó al claro que había en lo alto, se había quedado sin aliento.

Una noche tranquila. El aire que llegaba de los llanos iba perfumado con el recuerdo de campos lejanos. Bajo Edwin, y extendidas como el interior expuesto de un transistor, se veía la cuadrícula de luces de la ciudad. El Sol se había puesto y la luna aún no había salido, y en el punto más alejado del cielo permanecía aún un tenue e irreal resplandor.

Jack McGreary estaba en el banco, un bastón al lado, hombros encorvados, rostro vuelto hacia el viento. Cuando Edwin se acercó, oyó la entrecortada y estentórea respiración del anciano. Era la respiración laboriosa de un hombre que acarrea un gran peso.

Jack no se volvió al aproximarse Edwin; siguió allí sentado, de cara al viento, sin pronunciar palabra.

—¿Jack? Soy yo, Edwin.

—¿Qué quiere? —dijo Jack, pero los tumores extraídos de su garganta habían convertido en áspera y débil su antes magnífica voz de barítono.

—Sólo he venido a despedirme.

Jack asintió con la cabeza, mirando con los ojos entornados la panorámica que se desvanecía ante él. Siguió un largo silencio. Y de pronto, casi como si acabara de ocurrírsele, Jack dijo:

—No es un mal mundo, ¿verdad?

—No —dijo Edwin—. No es un mal mundo, ni mucho menos.

Jack asintió y dijo:

—Bueno. Ahora váyase a la mierda y déjeme en paz.

Edwin, desconcertado, se dispuso a hablar, pero el anciano levantó la mano para impedírselo.

—Pero, Jack… —dijo Edwin.

—¿No me ha oído? —dijo el anciano mientras escrutaba la menguante luz—. He dicho que se vaya a la mierda y me deje en paz.

—Me parece bien —dijo Edwin.

Y dicho esto, Edwin de Valu se volvió y bajó por el camino, riéndose. Rió: una risa sonora y visceral salida del alma. Rió hasta que le dolió la cara y se le entumeció el corazón. Rió hasta que se le empañaron los ojos.

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