Hannah

Hannah


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Agosto de 2019

Florencia

«Señorita Hannah, la hemos llamado para informarla de que Veronika Wolf, la hija de Gerhard Wolf, está aquí, en Florencia».

Eso fue lo que me dijeron en el consulado alemán.

No me dieron más datos, por aquello de la privacidad y la confidencialidad, pero sí pudieron decirme el motivo por el cual la hija del cónsul se encontraba en la ciudad.

Operación Feuerzauber.

Fuego mágico sobre Florencia.

Todo saltó por los aires.

Aquella maniobra nada tenía que ver con el secuestro de un avión por parte del grupo terrorista alemán Fracción del Ejército Rojo en 1977. Compartían el mismo nombre, pero no hablaban del mismo fuego mágico.

La hija del cónsul rememoraba cada año la caída de los puentes. Al parecer, el cónsul había dedicado todo su empeño en salvar aquellos monumentos florentinos. Nunca, hasta ese momento, alcancé a comprender la razón de su tenacidad y de repente esa era la motivación de aquella mujer. La hija del cónsul.

Solo había un lugar donde podría encontrarla. El Ponte Vecchio. Así se lo hice saber a Noa mediante un mensaje. Allí se encontraba la placa que conmemoraba el valor de Gerhard Wolf, el salvador de Florencia. A esas alturas ya había leído algo más sobre aquel hombre. Documentos a su favor y escritos en su contra. Titulares opuestos por el mero hecho de ser alemán. Algunos periodistas trataban de enaltecer únicamente a figuras italianas. Yo tenía en mi poder el libro de Berenson dedicado a Wolf, el Ponte Vecchio tenía su placa en honor a Wolf y mi abuela tenía un pasaporte nazi gracias a Wolf. Me daba bastante igual la discrepancia de opiniones.

Faltaban piezas del rompecabezas, sin duda, pero mi corazón palpitaba con fuerza cada vez que pensaba que aquel podría ser el día.

Me senté a un lado, cerca del busto de Benvenuto Cellini, obra de Romanelli. Deposité mi mochila en el suelo y dejé que el tiempo pasara. Rozalén me acompañó en mis auriculares durante algunos minutos de mi espera en el Ponte Vecchio. Qué importante era la música en la vida.

Calla,

no remuevas la herida.

Llora siempre en silencio,

no levantes rencores

que este pueblo es tan pequeño;

eran otros tiempos.

Rencores de otros tiempos.

Yo vivía a caballo entre España e Italia, dos países divididos de una u otra manera en dos mitades a causa del enfrentamiento entre ideologías. Dos países afectados también por la corrupción política sin tapujos.

Y a pesar de las evidencias, rencores de ayer, inquinas de hoy.

Dos países que se partieron por la mitad por culpa de las guerras civiles. Y aunque las heridas se curaron, las cicatrices aún son demasiado visibles. Algunas llagas todavía supuran.

Tuve un antojo. Era agosto, sábado y el termómetro estaba por encima de los treinta grados. Quería helado. Pistacho y stracciatella. Me encontraba a tan solo unos metros de la que para mí era la mejor heladería de la ciudad, La Strega Nocciola. Sabía perfectamente dónde se ubicaba. Ciento cincuenta metros. Via de’ Bardi. Y, de repente, caí en la cuenta.

Via de’ Bardi.

Ahora, en 2019, el consulado alemán se ubicaba en Corso dei Tintori, pero durante la Segunda Guerra Mundial su localización era otra bien distinta.

Via de’ Bardi.

La oficina de Gerhard Wolf.

La cabeza me dio vueltas. No podía marcharme de allí. Por mucha hambre o sed que tuviera. No podía permitirme tentar a la suerte.

Seguí disfrutando de la canción cuando alguien me tocó en el hombro.

Noa.

Siempre Noa.

Se sentó a mi lado y pude explicarle tranquilamente qué estaba haciendo en aquel momento. Apostada en el Ponte Vecchio, aquel 3 de agosto, esperando a una desconocida, tratando de descifrar el enigma que suponía la vida de mi abuela, una superviviente judía de la Segunda Guerra Mundial.

Una maravillosa locura.

—Gracias, Noa.

—¿Por qué, niñata?

—Porque fuiste la primera en dar el paso.

—Hannah, el paso lo diste tú. Yo solo te di un rato el coñazo y te empujé a todo esto.

—Sin ti no habría llegado hasta aquí.

—Eso ya lo sé yo.

Ambas nos reímos y algunos turistas depositaron sus miradas en esas dos locas que reían sin parar. No era la primera vez ni sería la última que llamaríamos la atención sin intención.

Reconozco que me aproveché de mi amiga. Noa sería la encargada de traerme el pistacho y la stracciatella que tanto reclamaba mi cuerpo.

Solo se quejó un momento, porque sabía lo importante que era para mí esperar en aquel lugar lo que hiciera falta. Se marchó a por un par de helados mientras yo esquivaba con la vista a los centenares de peregrinos que deambulaban por el puente en busca de una instantánea con la que poder alardear.

Una vez más, busqué en mi iPhone alguna canción para acompañar la agónica espera.

Morgan. Sargento de hierro. ¿Cómo no?

Cada estrofa me recordaba a parte de mi historia desde que la escuché en mi apartamento madrileño con Noa.

Voy a pensar en ti

y no olvidar tu nombre.

Creo que me perdí,

no sé por qué ni dónde.

Pensaba en Gerhard Wolf. Ese era su nombre. Nunca lo olvidaría. Comencé perdida y no sabía muy bien por qué debía buscar ni dónde. Al final, por preservar la memoria, encontré la motivación. El dónde llegó solo. Bastaba voluntad y, por supuesto, alguien que me abriera los ojos.

También pensaba en Veronika Wolf. Esperaba a una mujer que no conocía, pero que tenía la llave necesaria para abrir lo que podía ser la particular caja de Pandora de mi abuela.

No me despedí

y lo siento.

No me dio tiempo a decir

lo mucho que te quiero.

Pude despedirme de mi abuela. Llegó al final de la vida, se apagó por momentos. Gracias a Dios, o a lo que sea que crea cada uno de nosotros, no tuve el infortunio de ver cómo la consumía un cáncer o cómo el alzhéimer devoraba sus recuerdos. Pero aquella estrofa me provocaba sentimientos encontrados. A pesar de aquella incongruencia, sentía que esa canción, por un motivo que aún no alcanzaba a comprender, tenía algo que conectaba con lo más profundo de mi ser.

De repente la vi.

Una mujer entrada en años, vestida de negro, se acercó al lugar donde reposaba la placa de Wolf. Aquella señora divisó durante un tiempo la inscripción y, pasado un rato, se asomó a la balaustrada del puente.

Decidí pasar a la acción.

Sin tener muy claro si se trataba de Veronika Wolf, me acerqué lentamente, obligada por la cantidad de transeúntes que abarrotaban el puente, pero también frenada por la incertidumbre. Aquella mujer de ochenta años estaba quieta, observando el Arno pasar, bajo la placa que conmemoraba la figura de su padre.

No sabía cómo saludarla. Supuse que hablaría alemán. Dudé si lanzarme en inglés o en italiano. El sentido común me advirtió de que aquella mujer debería hablar la lengua de Dante. Durante sus primeros años de vida fue ciudadana italiana. Si sus padres se preocuparon de que no olvidara el idioma, sería la opción correcta.

En realidad, le estaba dando vueltas a una tontería. «Saluda, Hannah, y punto», me gritaba la conciencia. Me armé de valor. Con un Salve y un Buona sera fue suficiente.

—¿Es usted Veronika Wolf?

—Sí, así es.

Mis piernas temblaron. Era ella. La hija de Gerhard Wolf, el hombre que había escrito el nombre de mi abuela en un pasaporte nazi.

Traté de no caerme.

Me presenté.

—Verá, soy… —dudé—, soy periodista. Me llamo Hannah y estoy realizando una investigación sobre los héroes olvidados en los conflictos bélicos. Me han informado desde el consulado alemán de que usted estaba en Florencia. Me parece que su padre, Gerhard Wolf, tuvo el reconocimiento en su debido momento, pero… —Frené.

Aquella anciana me entendió enseguida. Con su mirada cálida y su rostro sereno, terminó la frase en mi lugar.

—Sí, la gente lo ha olvidado.

—Bueno, no quería decir eso exactamente… —mentí.

—Oh, sí, muchacha. Sí querías decir eso, lo que no querías era ofenderme —me replicó con una sincera y gran sonrisa.

Desde ese momento supe que todo sería más fácil.

—La gente vive con demasiada prisa. No se detiene a saborear los pequeños detalles. Ni siquiera yo, no se lo voy a negar. Llegué a su padre por una serie de coincidencias.

—Pero te detuviste en él. Fíjate bien. Nadie se para a leer las placas conmemorativas de los lugares. Tú lo hiciste. Gracias por querer honrar la memoria de mi padre. Además, es una bonita coincidencia que te llames Hannah.

Aquellas palabras me estremecieron. No entendí muy bien la referencia a mi nombre, pero me hallaba frente a la hija del protagonista de mi historia. Quizá aquella anciana sobre el Ponte Vecchio tuviera alguna de las respuestas que estaba buscando. Había algún tipo de conexión entre mi abuela y el cónsul de Florencia. Estaba convencida de que me encontraba muy cerca de atinar con algo que me permitiera completar el puzle. Nunca imaginé que lo lograría con la descendencia directa de Gerhard Wolf.

—Será un placer atender a tus preguntas, muchacha.

Después de conocerla, no me cabe duda de que habría sido todo mucho más fácil si me hubiera dejado llevar por lo emocional, pero no tenía la valentía de echarme atrás y desvelarle que todo era un cuento para poder sacar cierta información para uso personal.

Vi a Noa a lo lejos con un par de helados en sus manos. Simplemente sonrió y se apartó. Creí ver una lágrima caer por su mejilla y una sonrisa que iluminaba todo su rostro.

Noa, simplemente, estaba allí. Lejos, pero al mismo tiempo a mi lado.

Saqué mi iPhone y activé la grabadora. En realidad se trataba de una simulación, y me sentía bastante estúpida tratando de engañar a aquella pobre mujer, pero no se me ocurrió mejor manera de abordar la situación que haciéndome pasar por una cronista intentando rescatar un pedacito de historia.

—¿Ahora? —preguntó extrañada Veronika.

—Bueno, estamos sobre el Ponte Vecchio, bajo la placa de su padre, y hoy es 3 de agosto. Algo me dice que no es coincidencia el hecho de que esté usted aquí, y me parece el mejor de los momentos —contesté con una sonrisa tan sincera como la suya.

Veronika Wolf miró a su alrededor. Nos sentíamos aisladas. Parecía un instante mágico. Centenares de personas atravesaban el puente, se detenían frente a las joyerías e inmortalizaban su estancia allí a través de sus palos selfie. A pesar de ello, Veronika y yo teníamos la atención depositada exclusivamente en nosotras dos. Allí no había nadie más. Nadie que se interpusiera entre nosotras.

Aquel era nuestro momento. Nuestro lugar. Nuestra historia.

Estaba dispuesta a dejarme llevar. A escuchar. A aprender. A comprender.

Veronika se convenció. Aquel era el sitio idóneo.

—Está bien, Hannah, pero te lo advierto: quizá no sea la historia que te hubiera gustado escuchar.

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