Hannah

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Agosto de 1944

Florencia

Gerhard Wolf cerró los ojos.

Frente a él, un escuadrón nazi con todos sus fusiles apuntándole.

Su último pensamiento fue para Hilde y Veronika.

—¡Alto! —gritó una voz a lo lejos.

Un hombre con uniforme militar nazi se acercó. Se presentó ante ellos. Wolf abrió los ojos y no dio crédito. Definitivamente, ante aquel hombre perdió todas las esperanzas de salir de allí con vida. Era el oficial de bienvenida del Partido, Herr Rettig.

—Señores… —saludó cortésmente el recién incorporado.

Herr Rettig… —contestó con camaradería Reder—. Una última redada antes de que los puentes vuelen por los aires. Una judía, en la galería de los Uffizi. Junto a ella, el cónsul de Florencia, el señor Wolf.

Rettig, por su cargo, gozaba de un gran respeto y consideración dentro de la jerarquía alemana. Había aportado suficientes pruebas de su lealtad como para no tomar sus palabras con la seriedad oportuna.

Se colocó a escasos centímetros del cónsul, cara a cara.

El diplomático, el estadista, sabía que había perdido. No saldría de allí con vida. No salvaría a Hannah.

Pero en aquel momento algo distinto brillaba en la mirada de Rettig. No había odio.

—Este hombre, el cónsul de Florencia, está sirviendo al mismísimo Führer y, por lo tanto, a los alemanes y a los amigos de Alemania. Doy fe por mí mismo.

Wolf, que no podía mirar el cuerpo inerte de Daniella, observó con incredulidad a aquel hombre. No terminaba de entender lo que acababa de suceder. Trataba de no mostrar sus verdaderos sentimientos. Recordó la primera vez que lo vio, aquel diciembre de 1940 en el consulado. Portaba una invitación para un comité de bienvenida en el Kunsthistorisches Institut. Desde aquel día pensó que Rettig sería un enemigo de por vida. Así había sido siempre, hasta aquella noche. Sin embargo, ese hombre no era el oficial despiadado que había conocido.

El gigante miró con menosprecio al cónsul y escupió en el suelo.

—Diplomáticos…

Herr Rettig se acercó a Reder y le entregó un documento. Era la carta que, supuestamente, había firmado el embajador Rahn para Wolf. Una prueba irrefutable de la inocencia del cónsul.

—Gracias, Herr Rettig. Discúlpenos, señor cónsul. Carecíamos de esta información. Después del último atentado contra el Führer no nos andamos con tonterías. Bien, ya hemos perdido demasiado tiempo. Continuaremos el trabajo del general Globocnik —informó Reder a Rettig—. Nos marchamos a Marzabotto, al sur de Bolonia. Allí nos espera un escuadrón de las Schutzstaffel para realizar un barrido antipartisano.

Rettig asintió. Wolf no pronunció palabra. Se limitó a escuchar. Debía mantenerse frío, no temblar, no dudar.

—¿Qué hará usted, señor cónsul? —inquirió Rettig con una leve sonrisa juguetona—. ¿Quiere venir con nosotros?

El diplomático respiró profundamente. Trató de hablar, pero no pudo emitir palabra. Tosió.

—Vaya…, ¿cómo era? —Rettig disfrutó de la ironía—. Ah, sí, debería cuidar su garganta. Lástima que no tenga un caramelo.

Wolf recordó aquel momento en la fiesta de bienvenida. Dudó al hablar, pero no pretendía claudicar. Lo intentó. Esta vez las palabras salieron de su boca.

—No, Herr Rettig, tengo un automóvil esperando a ser cargado. Soy responsable de las obras, tal y como indica el documento. Hay pinturas que deberían estar ya, como mínimo, de camino a Bolzano.

Rettig entendió perfectamente lo que en realidad quería decir Wolf. Observó el cadáver. Aquella mujer era la judía del prostíbulo. Miró a Wolf y sonrió breve e imperceptiblemente. Sabía que más allá de las pinturas se escondía una misión de mayor envergadura. No sabía a qué se refería, pero ya no era de su incumbencia. Solo tenía claro que Gerhard Wolf, el cónsul de Florencia, no iba a morir por un lienzo.

—Sentimos no poder echar una mano, pero Florencia caerá esta noche. —Rettig hablaba en voz alta a propósito, con el fin de que los allí presentes no adivinaran sus intenciones—. No arriesgaremos nuestras vidas por una tarea que no se nos ha encomendado, ¿verdad?

—¡No! —gritaron los soldados.

—Lo siento, señor cónsul, está usted solo en eso. Heil Hitler!

Heil Hitler! —voceó Wolf sin sentimiento alguno pero con convicción diplomática.

Los asesinos, el escuadrón y Herr Rettig comenzaron a abandonar la Piazzale degli Uffizi. Rettig se acercó a Reder y apoyó su mano sobre el hombro del comandante.

—Intelectuales… Hay que darlos por perdidos.

Reder se rio del comentario y, sin volver a prestar atención al cónsul, inició el repliegue de su escuadrón. Rettig, aprovechando el momentáneo desorden del pequeño batallón, se retrasó a propósito y se dirigió a Wolf.

—Sea lo que sea que tenga que hacer, no tarde. Hay cosas que ya no podemos cambiar y aunque yo, personalmente, no esté de acuerdo con sus acciones, Alemania necesita hombres valientes como usted.

—Gracias, Herr Rettig.

—No les he mentido. Quizá haya omitido parte de la verdad. Hay gente que cree que esta guerra es una contienda entre los buenos y los malos. Nada más lejos de la realidad. Se trata de una lucha de ideologías. Cada uno defiende lo que cree que es mejor para los suyos, para el pueblo, para la nación. Es lo único que respeto de usted, señor Wolf. Lucha por lo que cree que es mejor para la gente. Quizá, como diplomático, piense que el diálogo es el método más plausible para la consecución de determinados objetivos. Muera según sus creencias, señor Wolf, pero no olvide que para ellos usted es un miembro del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, y si le hacen prisionero, le tratarán como tal. Y en esa situación sí será el enemigo. Espero que aquello que tenga que hacer, más allá de la petición del Führer, merezca la pena.

—Siempre mereció y merecerá la pena —le contestó Wolf con tristeza.

Rettig no estaba de acuerdo con Wolf. Nunca habrían granjeado una férrea amistad y se habría opuesto a cualquier actividad ilícita de alguien como el cónsul, pero Wolf tenía algo que él siempre había admirado entre las principales cualidades de un hombre: arrojo y determinación. En una ciudad al borde del abismo como Florencia, no iba a privarle de caer ante lo que consideraba parte de su destino.

Le acababa de ofrecer la oportunidad de elegir cómo morir.

—Es la segunda vez que salvo su vida. No lo volveré a hacer. Actúe con premura. Por cierto, el director Heydenreich está a salvo en su Instituto.

Con aquellas palabras, Herr Rettig introdujo en el bolsillo de la americana de Wolf un objeto alargado y se retiró para siempre. El cónsul recuperó la respiración y la esperanza. Desde Villa Malatesta hasta la Piazzale degli Uffizi había comprobado de primera mano que un hombre vil y despreciable podría llegar a cambiar o, al menos, a condescender. No se trataba de una redención, pues Rettig jamás renunciaría a sus ideales. Pero algo en aquel hombre había cambiado. Había aprendido el verdadero significado de una palabra: respeto.

Durante un par de segundos pensó en la señorita Kiel.

«Las personas que tienen la osadía de creer que pueden cambiar el mundo son las que terminan cambiándolo».

A pesar de que sus piernas aún temblaban, Wolf esperó hasta comprobar que aquellos alemanes habían abandonado el lugar, desapareciendo por la Piazza della Signoria. Se giró en dirección al cadáver de Daniella.

Apartó la vista. La vergüenza pesaba como plomo.

Volvió a mirar, tratando de buscar su propio perdón. Cerró los ojos.

Buscó atropelladamente en su memoria. No tenían ninguna otra opción. Él lo sabía. Daniella lo sabía. Ella hizo de cómplice. Intentó restar culpabilidad, aunque no fuera él quien finalmente apretara el gatillo.

Una bala.

El gigante sabía lo que hacía.

Una bala.

El soldado sabía cómo se hacía.

Posiblemente era el escuadrón que arrasó con los florentinos en Sant’Ambrogio.

Le invadió un sentimiento de responsabilidad. No lo comprobó. No sabía si de verdad el cargador de la Walther P38 tenía una sola bala. De poco había servido su entrenamiento militar años atrás. En ese momento, como un mero diplomático, intentó salvar una vida sin poner en riesgo las demás. Por mucha munición que tuviera el arma, habría resultado catastrófico enfrentarse a ellos.

«Malditos pasaportes».

Había prometido a Daniella que volvería a ver a su hija.

No cumplió su palabra.

Con su alma hecha añicos, volvió la mirada al armazón de madera.

Solo le quedaba un único objetivo.

Hannah.

Wolf abrió los ojos. No podía dejarse llevar por el cansancio, por el sueño.

Necesitaba un plan alternativo.

Habían cruzado la ciudad.

No tenía pasaportes.

No tenían a Daniella.

Pero Hannah podría atravesar un puente. Llegaría al Oltrarno.

Una vez allí, todo sería mucho más fácil. Burgassi debería estar esperando. Hasta el final, sin romper la cadena. En el peor de los casos, si todo sucedía como él sospechaba que estaba a punto de ocurrir, los puentes iban a volar por los aires y Hannah, en mitad de la confusión, podría cruzar sin ser localizada por los posibles francotiradores alemanes.

Wolf se enfrentaba a una gran disyuntiva.

El automóvil o el puente. No parecía una tarea sencilla, pero no tenía alternativa. Deseaba con todas sus fuerzas salir de la ciudad sobre ruedas, pero ante los últimos acontecimientos no tenía tan claro que esconder a la pequeña Hannah en su Fiat pudiera brindarle una escapatoria.

Tenía un problema aún mayor.

El cansancio.

No podría conducir cuatrocientos kilómetros en semejante estado.

Debía parar, debía descansar.

Eso significaba dejar a Hannah a su libre albedrío.

No podía, no debía.

Había regresado a Florencia por ellas, por ella.

Una voz en su interior le recordó las palabras que él mismo pronunció frente a su amigo Rahn en su mansión, antes de regresar a la ciudad. «Si tú crees que pretendo salvar Florencia por mí mismo, estás tan loco como Hitler».

Esa era la razón que terminó desequilibrando la balanza. No podía salvar a aquella niña él solo. Debía confiar en los demás, mantener la fe en la cadena. Lo intuyó la última vez que pisó el consulado. Se lo dijo a aquel noble hombre consumido por la polio.

«No deje de prestar atención, amigo mío, hasta el último momento. Por favor. Una vez vuelen los puentes, rompa nuestra cadena y huya».

Aquella declaración resumía la importancia del trabajo en equipo, de la fidelidad y de la confianza en los demás.

Su mente, cansada, no le permitió debatir mucho más.

Wolf desmontó la parte superior del armazón. Una fatigada voz infantil surgió entre la penumbra.

—¿Mamá? —preguntó Hannah entre sollozos.

—Soy yo, Hannah, el amigo de mamá. Ven conmigo. Vamos a buscarla juntos.

La niña, desorientada, trató de mirar a su alrededor. Wolf lo impidió, evitando que Hannah contemplara el cadáver de su madre. La cogió en brazos y caminó rápidamente en dirección al Arno, sintiéndose un despojo humano tras mentir a una criatura de cinco años.

Comprobó la hora en su Stowa. Estaban a punto de cumplirse las diez. Avanzó rápidamente hasta la orilla del río. Continuó su caminata bajo el corredor de Vasari. A su derecha se asomaba tímidamente Santo Stefano al Ponte, superviviente de la masacre que el ejército alemán había realizado entre los edificios adyacentes. Frente a él, la Via Por Santa Maria se presentaba semidesnuda. Las demoliciones habían hecho desaparecer parte del barrio. La única conclusión positiva que extrajo Wolf de aquel páramo fue la imposibilidad de que algún francotirador se apostara en los tejados. No quedaba nada donde camuflarse.

Para el cónsul todo se tornó algo más fácil.

Bajo el corredor vasariano estaban protegidos. Se encontraban fuera del alcance de las balas. Hannah solo tenía que correr hasta el otro lado. Solo correr. En el momento oportuno. Nada más.

La niña empezó a ponerse nerviosa. Dirigía la mirada a uno y otro lado, tratando de localizar a su madre, haciendo caso omiso de las ráfagas intermitentes de ametralladoras que se escuchaban a lo lejos. Wolf, por el contrario, intentaba reclamar su atención, inflando de nuevo los carrillos como otras veces. En ese instante, ante la inquietud de la niña, no funcionó. Hurgó en el bolsillo de su americana. Donde horas atrás custodiaba un par de credenciales de libertad, ahora guardaba el pasaporte de un soldado nazi caído en combate y algo que Herr Rettig había introducido. No había prestado atención. Pelikan 100N, una estilográfica algo deteriorada. Rettig era refinado.

—Pequeña, ¿sabes cómo se escribe tu nombre?

Hannah no atendió a las palabras del cónsul. Solo gimoteaba. Wolf evitó las primeras páginas del wehrpass con el fin de no toparse con la foto de aquel muchacho caído en desgracia. Se detuvo en las últimas páginas del cuaderno de reclutamiento.

—Mira, Hannah, tu nombre.

El cónsul escribió lentamente para que la niña observara su caligrafía.

«Hannah».

—¿Sabes contar? —preguntó con ternura Gerhard.

La pequeña asintió con la cabeza y alzó sus manitas. Intentó, mostrando cada uno de sus dedos, alcanzar la decena.

Allí, en mitad de la batalla por Florencia, en plena Segunda Guerra Mundial, se hizo un silencio breve, efímero, caduco. Pero un silencio placentero.

El cónsul de Florencia estaba arrodillado ante una niña que solo trataba de llegar hasta diez.

El resto del mundo poco importaba.

Una vez más, el sonido de una explosión aplastó el hechizo que envolvía momentáneamente a los dos.

Hannah volvió a mirar a su alrededor.

Wolf intentó recuperar su atención.

Debía ganar tiempo. Estaba en la obligación de esperar a que el primero de los puentes sobre el Arno volara por los aires.

—Mira, Hannah, he llegado hasta el número treinta y siete.

La chiquilla volvió a mirar sus pequeñas manos. No alcanzó a comprender aquel número.

Wolf se frotó los ojos una vez más. El esfuerzo era titánico, pero merecía la pena. Sin duda.

—¿Sabes cómo me llamo?

Hannah dudó.

—Amigo de mamá —dijo la niña.

—Amigo de mamá…, eso es.

El hombre sintió un gran nudo en la garganta. Amistad. Aquella palabra tan bonita, tan incompleta, pero a la vez tan llena de significado para Hannah, acarició el corazón del cónsul. Amistad, el afecto personal puro y desinteresado.

Entonces escribió su nombre en el wehrpass.

G. Wolf.

—Me llamo Gerhard Wolf.

—Wolf. —Hannah trató de emular al amigo de su mamá.

—Eso es pequeña, eso es. Con «b».

El cónsul repasó la anotación.

Hannah, niña número 37. G. Wolf.

Convencido, guardó la estilográfica, cerró el wehrpass y se lo entregó a la muchacha.

—Para mamá. Agárralo muy muy fuerte.

La niña sostuvo aquel wehrpass con firmeza. Era para su mamá. Tenía una pequeña misión y se sintió fuerte, importante. Recuperó levemente la sonrisa.

—Cuando yo te diga, Hannah, debes correr todo lo que puedas hacia allí. —Wolf señaló en dirección al Ponte Vecchio−. No pares en ningún momento. Allí te esperará mamá. ¿Lo harás por ella?

La niña asintió con la cabeza.

Wolf, arrodillado frente a ella, la miró con dulzura. Tan solo unos segundos, aunque para él pareciera toda una eternidad. Pensó en Veronika, su pequeña, pero Hannah no era su hija. Sin embargo, aunque había hecho todo lo posible por salvar su vida, aún tenía que dar el paso más importante.

Para salvar la vida de su hija Veronika tuvo que dejarla marchar.

En aquel momento, frente al Ponte Vecchio, estaba en la obligación de dejar ir a Hannah para salvar su vida.

Una vez más, la despedida no era sino un saludo a un nuevo amanecer, y ese crepúsculo matutino debía ser, de manera inapelable, lejos del lobo de Florencia.

Aquella explosión superó a todas las demás.

La ciudad vibró, tembló, gritó de dolor.

Comenzó la Operación Feuerzauber.

El fuego mágico alemán sobre Florencia.

El primero de los puentes saltó por los aires, provocando que la ciudad del lirio empezara a desangrarse.

Una nueva explosión empujó a Wolf a pasar a la acción.

—¡Ahora! ¡Corre, Hannah, corre!

Y Hannah corrió.

Y Gerhard rezó.

Y una sucesión de explosiones producidas por las minas esparcidas por los puentes de Florencia provocaron que volaran por los aires.

Todos menos uno.

El cónsul, cerrando los ojos mínimamente para tratar de enfocar, observó cómo corría la pequeña. Los francotiradores, asombrados por la demolición de las históricas pasarelas sobre el Arno, no se fijaron en la niña y poco a poco, tras comprobar que los aliados tardarían mucho en sortear el río, se batieron en retirada, intentando salvar sus vidas.

Parecía que un terremoto hubiera sacudido la ciudad. Una nueva descarga y un nuevo rugido atronador recorrieron sus arterias.

Las descargas de las minas, mediante ráfagas, arrasaron las conexiones que unían una mitad del corazón de la ciudad con la otra.

Florencia se partió en dos.

Hannah corrió. Sin mirar atrás, sin girar la cabeza a derecha e izquierda. Mientras las minas continuaban volando los demás puentes, mientras la luna llena regalaba algo de luz y esperanza, ella solo quería reencontrarse con su madre. Estaba acostumbrada al fragor de la batalla. Sus pequeñas manos agarraban con fuerza el cuaderno que le entregó el cónsul, el amigo de su mamá.

Los cascotes de piedra empezaron a inundar el Arno, algunos escombros atravesaron el techo de la Uffizi, el humo dibujaba el desastre en el ambiente y los edificios que aún se mantenían en pie fueron golpeados con fuerza.

Pero el Ponte Vecchio no había saltado por los aires.

Al menos, todavía no.

Silencio.

Hannah atravesó la última humareda y se paró desconcertada. Aquella chiquilla no reconocía lo que tenía delante.

—¿Mamá?

La niebla no dejaba ver absolutamente nada. Alguna mina detonó a lo lejos. Explotarían unas cuantas más. Una figura emergió de la polvareda. Andaba con dificultad.

—¿Mamá? —Su tono se volvió temeroso.

No era su madre. Era un héroe anónimo que había cumplido su palabra. Era uno de los guardianes del Ponte Vecchio. Burgassi, apoyado en su bastón, se acercó a la pequeña, que estalló en lágrimas.

Otra explosión hizo que temblara.

—Ven, pequeña… —dijo el tullido con dulzura mientras el entorno, fruto de la destrucción bélica, asustaba a la muchacha.

—¡Mamá! —gritó Hannah mientras las lágrimas barrían parte de los restos de polvo que cubrían su cara.

Burgassi se percató del pequeño cuaderno que sostenía. Sin mucho esfuerzo consiguió agarrar el wehrpass y, tras una rápida ojeada, lo entendió todo.

Hannah, niña número 37. G. Wolf.

Gerhard Wolf se había quedado para salvar a una niña más. El cónsul de Florencia había cumplido su cometido. Nadie en su sano juicio habría aguantado hasta el último momento. Menos aún sin saber realmente si el puente iba a volar por los aires, desapareciendo de la faz de la tierra. Pero ni él ni Wolf estaban en su sano juicio. Tenían un compromiso con la ciudad, con su historia, con sus gentes y decidieron ser fieles hasta el final.

Cumplieron su palabra.

Los guardianes del Ponte Vecchio.

Con todas sus fuerzas, Burgassi gritó hasta desgarrarse las cuerdas vocales.

—¡Treinta y siete!

Y, tras mirar por última vez la humareda que inundaba el Ponte Vecchio, dirigió la vista a la pequeña y le devolvió el wehrpass.

—Vamos a buscar a tu mamá, Hannah.

Al otro lado del puente, entre las ruinas de lo que antes eran los edificios que conformaban la Via Por Santa Maria, se alzaba Gerhard Wolf entre el humo de los incendios, el polvo de las demoliciones, la melancolía de la guerra y la esperanza del Ponte Vecchio.

Sonrió.

Lo habían conseguido.

Giró la vista a la derecha.

—Lo siento, amigo Friedrich. Los puentes siempre se pueden reconstruir, pero nunca se puede recuperar una vida —dijo el cónsul mirando con tristeza en dirección al Ponte Santa Trìnita, que terminaría de caer tras la tercera descarga a primera hora de la mañana.

Hannah, la niña número treinta y siete, desapareció junto a Burgassi.

El cónsul inició el camino hacia su Fiat, aparcado en la Piazzale degli Uffizi, que le llevaría a Bolzano.

Al llegar, no pudo dejar de enfrentarse a su tormento. El lugar se encontraba prácticamente desierto, aunque las esculturas de la Uffizi parecieran testigos y, a su vez, jueces de lo que allí había ocurrido.

Un automóvil aguardaba una carga que nunca portaría.

Un cadáver aguardaba un funeral que nunca llegaría.

Wolf se aproximó lentamente arrastrando los pies. El cansancio le consumía por dentro.

Parecía que aquella noche no fuera a acabar nunca. Caminaba como si nunca quisiera alcanzar su destino.

A sus pies.

A los pies de Daniella.

Allí tendida, en el pétreo suelo de Florencia, aquella mujer era el ejemplo manifiesto de la persecución antisemita. Inocente, luchadora, perdedora. Un hostigamiento sin sentido que en la mayoría de los casos había terminado de manera funesta. A veces, sin poder levantar la voz; otras, tras alzarse por no querer vivir arrodillados.

Daniella luchó hasta el final. Por la memoria de Alessandro, por el futuro de Hannah. Incluso por la conciencia de Wolf. Aquel hombre, Gerhard Wolf, era el mejor pasaporte que Hannah podría tener. Y jugó sus cartas.

Sin poder comprobarlo, Daniella ganó aquella partida de manera post mortem.

Wolf se arrodilló ante ella.

Se llevó las manos a los ojos. No pudo evitar llorar de nuevo.

Lamentó la catastrófica casualidad. Él había intentado salvar la vida de los judíos florentinos. Nunca imaginó que regresaría a casa, junto a los suyos, gracias al sacrificio de una judía florentina. Daniella no solo salvó a Hannah, también le otorgó una segunda oportunidad a él.

Y tras presentar su agradecimiento en silencio, escuchó unas voces que se aproximaban a su posición.

… Noi siamo i partigiani,

fate largo che passa

La Brigata Garibaldi,

la più bella, la più forte,

la più ardita che ci sia.

Ni siquiera el comienzo de aquel mes de agosto evitó que su cuerpo se helara ante la visión que tenía frente a él.

Una veintena de partisanos se erguían a escasos metros del cónsul.

Miró su brazo.

Lamentó portar el brazalete. Aquella esvástica no le serviría como escudo.

Ya no.

No, al menos, delante de aquellos partisanos que estaban barriendo las calles de la ciudad rematando a los alemanes que huían hacia Fiesole.

Todos los hombres armados apuntaron al cónsul, que dedujo que se trataba de miembros de la división Spartaco Lavagnini de la brigada Garibaldi, aquellos que azotaban el sur de la ciudad. Sabía, por sus contactos, que solo el treinta por ciento de los partisanos florentinos tenían armas. Aun así, para él, en su situación, eran demasiados. Seis hombres le encañonaban. Por segunda vez, en el mismo lugar y durante la misma noche, Wolf era el objetivo al que disparar. La Uffizi era testigo. Algunos mostraban su ira, otros se mantenían prudentes esperando una orden.

Cerró los ojos y vio su vida pasar. No tenía a Daniella frente a él, presa del pánico. No tenía a Hannah encerrada en el armazón de una obra de arte.

Solo estaba él.

Soledad.

Frente a aquellos revolucionarios, se sintió el hombre más solo del mundo.

Recordó a Kriegbaum, su gran amigo.

A Rahn, su compañero de infancia.

A Berenson, que le debía un libro dedicado.

A Kiel, la mujer más valiente que había conocido.

A Maria y a los chicos de su oficina, siempre tan leales.

A Alessandro, del que nunca se despidió.

A Daniella, la mujer que le regaló un futuro a su hija.

A Hannah, la última niña, la niña número treinta y siete.

Al rabino Cassuto y al cardenal Dalla Costa, enviados celestiales a Florencia.

A Bartali, el ciclista cuyo nombre quedaría manchado por el fascismo.

A Burgassi, el guardián del Ponte Vecchio.

A Rettig, el hombre que, contra todo pronóstico, le había salvado la vida.

También pensó en Carità, la rata que evitó un juicio que le hiciera pagar todas y cada una de las atrocidades que había cometido impunemente.

Finalmente, dedicó sus últimos pensamientos a Hilde, la mujer más maravillosa que había conocido, y a Veronika, la niña más generosa que había pisado el mundo cruel en el que se estaba criando. Sabía que su esposa haría una gran labor con su educación y la colmaría de amor.

Aquel mutismo no era normal. El silencio que los acompañaba en la Piazzale degli Uffizi contrastaba en demasía con la voladura de los puentes.

Wolf abrió los ojos.

Los partisanos habían bajado las armas.

Se frotó la cara, intentando despejarse, tratando de comprender.

Frente a él, un hombre con barba y cabellos descuidados, ropas desgastadas y el espíritu intacto lo miraba fijamente. Wolf trató de unir aquel rostro a alguno de sus recuerdos, pero no consiguió ubicarlo. Le faltaban demasiadas horas de sueño.

—No me conoce, señor cónsul. Pero yo a usted sí. Salvó a mi abuela, Beatrice Pandolfini —le reveló aquel partisano.

El cónsul repasó una vez más sus recuerdos.

—La marquesa… —dijo con tono apagado.

El hombre asintió con una sonrisa. Otro joven alzó la voz.

—Salvó a mi padre, Mariani.

—El escultor…

—Y a mi suegra, Maria Carolina. Salvó su vida junto a la de mi mujer y sus hermanas —añadió otro hombre.

—La familia Corsini… —Recordaba a todos, a todas.

—También a mi madre, Fiametta Gondi. —Fue la voz de una mujer la que proporcionó aquella información.

—De la Cruz Roja —contestó mirando a la muchacha.

Todos guardaron silencio unos segundos. Ningún guerrillero había osado levantar su arma de nuevo. El hombre frente a él lo miraba directamente a los ojos. Y ese partisano empezó a llorar. Wolf sintió un nudo en la garganta ante sus lágrimas.

—Usted, señor cónsul… —El hombre tragó saliva—. Usted…, ¿cómo se acuerda de todos ellos?

Wolf los miró a todos. Sus ojos también se humedecieron, pero casi no le quedaban lágrimas. La partisana se apiadó de ellos y sus ojos también se inundaron.

—Me acuerdo de todos ellos porque… —Wolf hizo una pequeña pausa. La tensión y la emoción no le dejaban hablar. Tragó saliva. Respiró profundamente. Ya no tenía prisa—. Me acuerdo de todos ellos porque… también son parte de mi familia.

Aquellas palabras encogieron los corazones de los allí presentes. El hombre situado frente a él depositó su mano en el hombro del cónsul.

—No… No pude salvarla… —dijo Wolf entre lágrimas señalando el cuerpo de Daniella.

—No podemos salvarlos a todos. Y Florencia le agradece todo lo que usted ha hecho, señor. Quizá sea el momento de que se salve a usted mismo. ¿Tiene adónde ir?

—Sí —contestó el cónsul mirando el Fiat 1100—, me espera mi otra familia.

El partisano asintió con la cabeza y, con una orden, sus compañeros cargaron el armazón en el automóvil. Uno de sus colegas le entregó el informe.

—Jarrón con flores, Jan van Huysum. Palazzo Pitti. —El hombre hizo una mueca al no entender qué hacía esa obra en la Uffizi y no en manos de los nazis—. Entiendo que eso será su excusa ante sus líderes. Ojalá pueda hacer algo para recuperar todas las obras de arte cuando acabe esta locura.

El cónsul asintió sin más. Tampoco le quedaban muchas palabras.

Tras la despedida, todos los partisanos se dirigieron al Ponte Vecchio, dejando de nuevo a Gerhard Wolf en soledad. Encarando el Arno, aquellos hombres empezaron a entonar una canción.

Una mattina mi sono alzato,

o bella ciao, bella ciao, bella ciao, ciao, ciao.

Una mattina mi sono alzato

e ho trovato l’invasor.

—¡Viva Florencia! —gritó a lo lejos uno de sus miembros más jóvenes.

Wolf, abatido y afligido, miró a aquellos hombres. Había estado a punto de morir dos veces esa noche. Dirigió la vista al Fiat 1100, su único salvoconducto a Bolzano. El arte. Así justificaría su ausencia.

—Que viva Florencia, sí —se dijo a sí mismo con tono derrotista—. Pero Florencia ya no tiene el Ponte Santa Trìnita.

Para Wolf, la destrucción de aquel puente significaba mucho más que una demolición colateral de una estructura por cuestiones bélicas. Se trataba de la metáfora perfecta que resumía lo que había sucedido en la ciudad. Era el resumen demoledor de todo lo que se había perdido en Florencia. Obras de arte, puentes inmortales y, sobre todo, vidas humanas. Se había perdido el derecho.

El derecho a la dignidad.

El derecho a vivir.

El derecho a la historia.

El derecho a la justicia.

La obligación de preservar la memoria.

La memoria histórica.

Wolf subió a su automóvil y miró hacia delante. Divisó su futuro, en otro lugar, con su mujer Hildegard y su pequeña Veronika.

Abandonó Florencia, de nuevo, con lágrimas en los ojos.

A la mañana siguiente, cuando la ciudad despertó, los ciudadanos observaron con horror el desastre en el Arno. El Ponte San Niccolo, el Ponte Alle Grazie, el Ponte Santa Trìnita y el Ponte alla Carraia. Todos aquellos puentes ya no existían. Los nazis los habían destruido.

Escombros, fuego, humo, desolación.

La ciudad del lirio desgarrada.

Solo un ápice de optimismo.

El Ponte Vecchio.

Junto con el sol, amaneció también la esperanza.

En mitad de la madrugada, la segunda división de Nueva Zelanda y los soldados sudafricanos del Regimiento Kimberly del Caballo Ligero Imperial habían entrado en Florencia por Porta Romana enarbolando la bandera de la libertad.

Hannah, en un lugar desconocido, lloraba preguntando a Burgassi por su madre.

Wolf, de camino al norte, realizaba una breve parada para cerrar los ojos durante unos minutos. El merecido descanso del guerrero.

A pesar del miedo, a pesar de los sacrificios, Florencia estaba a punto de ser liberada.

El fin de la barbarie se hallaba cerca.

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