Hannah

Hannah


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Agosto de 2019

Florencia

Las lágrimas formaban un reguero en mis mejillas. Aquella anciana había contado una historia desgarradora sobre la Segunda Guerra Mundial, sobre la barbarie nazi, sobre Florencia, sobre aquel puente, sobre mi propia abuela. Mi corazón se acababa de romper del todo. Un pedazo de mi alma también. Aquella declaración era una historia sobre la vida, la muerte y el pequeño, débil y tenue hilo que las unía.

O puente.

La historia de Wolf era en verdad un acto heroico que se había repetido en Brünnlitz, Varsovia, Mauthausen o Auschwitz. Todas aquellas historias se conocían.

Diversos fotogramas de películas asaltaron mi mente. Las imágenes de La lista de Schindler, El pianista o La vida es bella revoloteaban en mi cabeza. Se inmortalizaron nombres como Oskar Schindler o Irena Sendler. Sin embargo, casi nadie había oído hablar de Gerhard Wolf, el «guardián del Ponte Vecchio».

La anciana se aproximó y posó afectuosamente sus manos sobre mis hombros. Me miró con una ternura extraordinaria. Aquella historia había unido nuestros latidos.

—Usted… —intenté verbalizar a pesar de mi aflicción—. ¿Cómo sabe esa historia?

—Verás, querida mía. Mi padre, Gerhard Wolf, escribió un diario. Lo guardó una amiga suya aquí, en esta ciudad. —Una lágrima acarició el rostro de la anciana mientras señalaba la placa en el Ponte Vecchio—. Cuando volvimos a encontrarnos tras la guerra, mi padre recuperó el diario y, una vez cumplí la mayoría de edad, me lo contó todo.

Se hizo un silencio entre nosotras. Ambas nos fundimos en un interminable abrazo. El tiempo se detuvo. La música no sonaba. Los turistas no transitaban.

Poco a poco la anciana recuperó la compostura y, tras secarse las lágrimas, me alzó cariñosamente la cara.

—Jovencita…, ¿a qué viene tanta tristeza?

Sumida en una profunda amargura, miré a aquella mujer. Escudriñé por unos segundos sus rasgos, sus arrugas, sus pliegues. Testimonios imperecederos de su sabiduría, de su conocimiento, de su historia. Ella era la respuesta a todas las preguntas que me había formulado en los últimos meses. Traté de sonreír cortésmente, pero solo se quedó en un breve amago. Me llevé las manos a la mochila y saqué una pequeña libreta que entregué a la anciana. Veronika alcanzó a ver el cuaderno de registro de un soldado de la división ciento veintinueve. Cuando abrió la primera página, comprendió todo lo que estaba sucediendo en aquel puente inmortal. Genz Klinkerfuts, caído en combate en el frente ruso en 1942. Burgassi también cumplió su palabra. Era una maravillosa coincidencia.

—Señora —dije aún con lágrimas—, no soy una periodista en busca de justicia.

No pareció importarle. No cambió la expresión de la cara. Había dudado, sin duda, desde el primer momento de mi profesión. Pero no le supuso un impedimento para contar su historia.

Nuestra historia.

—La niña número treinta y siete era mi abuela.

Fue en ese instante cuando Veronika, con la viva imagen de la sorpresa y la felicidad, observó mis rasgos.

—Profundamente bella, triste, pero con la energía y la curiosidad suficientes para cambiar el mundo. Por lo que veo en tu rostro no hay sitio para la ira ni para el desprecio. Solo para una profunda tristeza y una generosa comprensión. Y también, aunque no seas periodista, para mantener viva la memoria y la justicia.

Yo pensaba en mi bisabuela, Daniella, que tuvo que morir para que mi abuela viviera. Una decisión de vida o muerte en pocos segundos. Desgarradores daños colaterales de una guerra sin sentido. Un sacrificio necesario, totalmente ineludible.

Veronika me devolvió el wehrpass. Lo sujeté con delicadeza con ambas manos. Mis ojos recorrieron todo el puente con la mirada. Mi abuela Hannah era la niña que se salvó gracias a los restos de arte que aún quedaban en la galería de los Uffizi. Se quedó grabado en su mente para siempre. La obsesión de mi abuela: el Renacimiento italiano. Todo cobraba sentido. Me imaginé a mi abuela corriendo a través del Ponte Vecchio la noche del 3 al 4 de agosto de 1944, sin mirar atrás, con aquel mismo cuaderno en sus manitas, esperando reencontrarse con su madre, mientras los puentes de la ciudad volaban por los aires. Todos menos aquel que reposaba bajo mis pies. Bajo los suyos.

El Ponte Vecchio.

Mi abuela.

Hannah.

La niña número treinta y siete.

—Le pido disculpas por haber mentido. Ha sido un honor conversar con usted, Veronika.

—El honor ha sido mío, créeme.

Le deseé lo mejor y le agradecí que mantuviera vivo el recuerdo de mi abuela. La anciana me miró con una gratitud interminable.

—Gracias a ti, Hannah, por mantener vivo el recuerdo de mi padre.

Volví a secarme las lágrimas y me dispuse a abandonar con Noa el puente en dirección al centro histórico de Florencia a través de la Via Por Santa Maria. Algo me hizo detenerme. Como aquella vez, en el hospital, frente al doctor, antes de que mi abuela muriera. Una última duda asaltó mi mente y me volví en dirección a Veronika.

—Disculpe, tengo una última pregunta.

—Por supuesto, jovencita. ¿De qué se trata?

Volví a rebuscar brevemente en mi mochila. Extraje un pequeño bote de medicinas. Tenía una pegatina con el número treinta y siete escrito a mano en ella. Era el bote que sostuvo mi abuela antes de morir.

—Mi abuela fue la niña número treinta y siete de su padre. Curiosamente, fue la paciente número treinta y siete en el hospital donde falleció. Ella se aferró en el último momento a este botecito y, aunque ya sé de dónde provenía el apego a este número, solo alcanzó a decirme que mirara más allá de lo que los demás ven. Nunca entendí qué quiso decir mi abuela con eso.

Veronika tomó el bote con suma delicadeza. Observó durante unos breves segundos aquel dispensador de medicamentos y después sonrió con dulzura.

—Acércate —susurró la anciana.

Me aproximé a la mujer.

—Mi padre, Gerhard Wolf, trabajó para los nazis, ¿verdad?

Asentí, sin saber adónde quería llegar. La anciana prosiguió, como si no quisiera terminar con aquel pequeño juego nunca.

—A pesar de lo que hizo, de ese enorme y horrible sacrificio que tuvo que realizar al trabajar para esos criminales, ¿consideras que mi padre fue un hombre cruel, despiadado, inhumano?

—No, señora, para nada.

—Pero si solo hubieras visto una foto de mi padre con un brazalete de esos que portan una esvástica, tu percepción sería bien distinta, ¿verdad?

—Sí, supongo que sí.

—Los testigos antifascistas definieron a mi padre como un hombre moderado que se opuso a todos los disturbios del régimen nazi. Fue reclutado por el Führer en contra de su voluntad. Todo depende, joven Hannah, de cómo se miren las cosas. De quién, cuándo y cómo te narren los hechos. Tu abuela nunca te contó esta historia, bien porque nunca llegó a conocerla del todo, bien porque tenía la esperanza de que llegaras a descubrirla por ti misma. En el fondo, eso es lo de menos. Lo más importante es que ella nunca perdió lo que a ti te ha traído hoy hasta aquí.

Dudé. No terminaba de entender aquella reflexión. Miré a los ojos de la anciana. Tan generosa, tan complaciente. En determinados momentos parecía hablar como mi abuela. Ella también me empujó a ir más allá. «Hagas lo que hagas, nunca juzgues sin conocer», me dijo antes de morir. Ambas sabían dar lecciones con cariño. Una maestra en la escuela de la vida.

—Observa —dijo Veronika—. Tú hablas español.

La mujer levantó el bote con la pequeña pegatina y lo giró. En ese momento, ambas podíamos ver a través del plástico del recipiente, al otro lado, el reverso de la pegatina. Ya no aparecía aquel enigmático número.

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Como si de un ejercicio de escritura especular se tratara, desde otro punto de vista aparecía una palabra. Siempre había estado allí, pero nunca llegué a identificarla.

Abrí los ojos desbordada por la sorpresa.

—Fe —pronuncié sonriendo.

—Fe —repitió Veronika—. Mi padre nunca lo hizo con esa intención; tu abuela, al parecer, solo lo vio en el último momento y, sin embargo, esa es la palabra que le dio esperanza. Esa palabra, «fe», es la que te ha movido. No hablo de religión. Hablo de confianza y rectitud. Tu bisabuela nunca perdió la fe en Gerhard Wolf. Mi padre nunca perdió la fe en tu abuela y, por lo que veo, tu abuela nunca perdió la fe en ti. Tu determinación en lo que crees y en lo que deseas conocer es lo que te ha llevado hasta mí.

Repetí aquella palabra, «fe», casi susurrando, mientras sentía que acababa de cerrar un círculo.

Volví a abrazar a Veronika. Esta vez fue un abrazo firme, de despedida, acompañado de un sonoro beso en la mejilla. La hija del cónsul de Florencia sonrió. Nunca volveríamos a vernos. Inicié el camino al centro de la ciudad.

—«Zeige deine Wunde» —dijo Veronika en alemán.

Me giré. Yo sabía por qué lo decía. Mi mochila favorita.

—«Muestra tu herida». Me encanta. —Me guiñó un ojo.

—David Delfín. —Sonreí.

La mención a mi mochila me hizo recordar algo. La deposité en el suelo con cariño, rebusqué brevemente en su interior y extraje un libro. Se lo entregué a Veronika. Ella lo observó con dulzura. Era un libro de un antiguo conocido.

Bernard Berenson.

—Para usted —le dije.

—¿Para mí? —preguntó extrañada.

—Usted me ha regalado una historia que también me pertenecía. Creo que este libro debe ser suyo.

Veronika no lo entendió. Le insté a abrir la primera página. Su rostro cambió por completo. Nuevas lágrimas brotaron de su interior.

A Gerhard Wolf.

Con todo mi agradecimiento,

de Bernard Berenson.

28 de junio de 1948.

Veronika no articuló palabra. Me lo agradecía infinitamente solo con la mirada. Aquel libro mostraba una realidad. Era una prueba tangible de la victoria de Wolf. Una de tantas personas que obtuvieron el permiso de vivir en la Florencia de 1944 le daba las gracias.

Tres años después del fin de la guerra.

Creo que Veronika siguió mis pasos unos segundos, hasta que me reuní con Noa, paciente, inmensa. Después descansó sus ojos en la placa que honraba la figura de su padre. Más allá de un mero marcador histórico, era un símbolo. Un hombre que arriesgó su vida en busca del sentido común.

Gerhard Wolf.

El cónsul alemán representó un papel decisivo en la salvación del Ponte Vecchio de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial.

Tras dedicarle una última mirada al Ponte Santa Trìnita, caminamos con determinación entre las joyerías que poblaban el Ponte Vecchio. Mi próxima parada sería la plaza de la galería de los Uffizi. Murakami tenía razón. Yo ya no era la misma Hannah.

Era una Hannah mejor.

Era una Hannah completa.

Una niña se soltó de la mano de su madre y corrió feliz a lo largo del puente, sin dirección determinada. Solo tenía la necesidad de correr, aquello le daba una infantil sensación de libertad. Imaginé a mi propia abuela, con cinco años, corriendo como aquella muchacha, en busca de la felicidad. Sin embargo, ella nunca encontró a su madre al otro lado del puente. Lo que halló fue libertad, y un futuro.

Perdí de vista a la chiquilla.

Recordé unas palabras de Gabriel García Márquez.

En todo momento de mi vida hay una mujer que me lleva de la mano en las tinieblas de una realidad que las mujeres conocen mejor que los hombres y en las cuales se orientan mejor con menos luces.

Aquella mujer, la que siempre me llevó de la mano, fue mi abuela. Yo aún portaba un cuaderno de registro de un soldado nazi en una mano y un pequeño bote de plástico con el número treinta y siete en la otra.

—Fe.

Gracias al relato de Veronika, mis últimos pensamientos en aquel lugar fueron para mi abuela, Hannah, para Burgassi y para el cónsul de Florencia, Gerhard Wolf. Todos ellos, los guardianes del Ponte Vecchio.

Sonreí. Curiosamente, en mitad del puente inmortal, frente al monumento a Benvenuto Cellini, aquella tarde llegaba a su fin. Y mientras los ranaioli navegaban por el Arno, Noa me regalaba un abrazo imperecedero. De fondo, un violín emitía las notas de Smile, de Charlie Chaplin.

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