Hannah

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Mayo de 2019

Florencia

Mussolini se unió a su causa, sin duda.

«Aun así, Stendhal tiene razón», pensé, mientras no dejaba de admirar la ciudad como si fuera mía.

No lejos de allí, uno de los puentes más famosos del mundo era testigo del cauce del Arno. El Ponte Vecchio. Un coloso pétreo reconstruido en 1335 después de ser devastado a causa de una inundación dos años antes. En otros tiempos, un lugar donde convergían cambistas, zapateros, barberos, herreros, pescadores o curtidores. Hoy en día, un área infestada de peregrinos. Ayer y hoy, uno de los símbolos de la capital de la región de la Toscana.

Frente a nosotras, el Palazzo Vecchio, cuya vanguardia escultórica exponía el carácter laico de la ciudad. A la izquierda, una copia del marzocco, el león sonriente de Donatello, custodiaba el lirio, blasón de Florencia. Símbolo de la fuerza y el coraje, pronto conquistó a los florentinos y se convirtió en la efigie del pueblo.

En el centro, imponente, una copia del coloso de Buonarroti, su David. El guardián de Florencia escudriñaba el horizonte, siempre en dirección a la ciudad eterna, su atemporal enemiga, como si quisiera recordar a Roma que el tamaño no importaba. «Que le pregunten a Goliat».

A nuestra derecha, en la Loggia dei Lanzi, el inmortal Perseo de Cellini, siempre vigilante, era testigo imperecedero tanto de los premios como de las cicatrices de la ciudad. Pocos eran los que se atrevían a observar el bronce manierista desde atrás, donde el artista escondió su propio autorretrato. Bajo sus pies, algunas vanidades reducidas a cenizas.

En la calle, un violinista callejero improvisaba de maravilla una versión propia del Nessun Dorma de Puccini y servía de banda sonora para un par de turistas que, guía en mano, acababan de descubrir el perfil de una cabeza de hombre grabado en la pared de la fachada principal del Palazzo Vecchio. A pesar de que pasaba casi desapercibido para la mayoría de los visitantes de la ciudad, se trataba de una obra de Michelangelo Buonarroti. Ella sostenía la teoría de que pertenecía a un comerciante que importunaba constantemente al genio, mientras él defendía la posibilidad de que fuese de un reo condenado a muerte. Era curioso comprobar cómo un mero bosquejo en una baldosa provocaba aquel tipo de acaloradas conversaciones. A mí me gustaban ambas versiones.

Tras recoger nuestras entradas previamente reservadas, esperamos unos minutos antes de poder entrar en la pinacoteca más visitada de Italia. Sorteamos los arcos de seguridad de la galería y pasamos el torno con agilidad.

—¿Ascensor o escaleras? —pregunté.

—¿Lo dices en serio? —Noa torció el gesto.

Ascendimos por la escalera hasta el segundo piso. Con paso decidido, sorteamos turistas más interesados en sacar algunos selfies con los que generar minúsculas envidias que en dejarse llevar por los mensajes imperecederos y semiocultos de los artistas. Alcanzamos en pocos minutos la sala dedicada al florentino Sandro Botticelli y el Primer Renacimiento, abarrotada de ropa primaveral y olor a sudor. Muchos visitantes se agolpaban frente a los retratos de los duques de Urbino de Piero della Francesca.

—Turistas… —lamenté.

—Pero ¿tú qué crees que eres? —me increpó Noa con complicidad.

—Investigadora —resolví con dignidad—. Además, cuando una sabe dónde venden la carne más barata ya es de la ciudad.

Noa no se terminaba de creer lo que acababa de escuchar. Dejamos atrás el ámbito dedicado a los hermanos Pollaiolo y entramos en la sala número diez. La luz tenue ayudaba a entrar en ambiente. Me escurrí entre los turistas para grabar algunos vídeos con mi smartphone. Desde cada esquina de la sala quería registrar lo que provocaban las obras de Botticelli a los turistas que se amontonaban frente a ellas. Terminaría haciendo aquello que critiqué, colgando los vídeos en mis redes sociales. Noa me dejó hacer y se abrió paso hasta plantarse frente a La Primavera, olvidando por el camino obras tan majestuosas como las Anunciaciones o las Madonnas con sus bambini. El led inferior y el color blanco mate de las paredes multiplicaba sus virtudes. Me acerqué desde atrás.

—La genovesa Simonetta Cattaneo, esposa de Marco Vespucci. Su belleza enamoró a Sandro, a Piero de Cosimo y a Ghirlandaio, entre otros. La pobre falleció de tuberculosis a la edad de veintitrés años, pero nuestro amigo Sandro no dejó de inmortalizarla. Ahí está —dije señalando a uno de los personajes de La Primavera— y allí también. —Ambas caminamos a la sala contigua, donde reposaba El nacimiento de Venus—. Musa inmortal.

Aquella sala estaba aún más concurrida. Mientras que todo el recinto artístico se encontraba protegido por una barandilla, las dos obras más famosas de Botticelli, curiosamente, se exponían al público sin aquella coraza. ¿El motivo? Las dos obras maestras de Sandro estaban protegidas por un cristal antibalas. Las encargadas de la vigilancia intentaban contener el volumen de las voces que crecía. La gente invertía más tiempo en tomar una instantánea digital que en contemplar con sus ojos semejante belleza. Para la mayoría de los visitantes no existía nada más en aquella sala. Retrato de hombre con la medalla de Cosme el Viejo era ninguneado constantemente, Pallas y el centauro no llamaba la atención, La calumnia de Apelles era demasiado insignificante… Todos venían a cazar su trofeo.

—¿Llegaron a intimar? —me preguntó Noa prendada de la historia.

—No, que sepamos. Para Sandro fue un amor platónico. El artista murió muchos años después, pero al final sus restos se encontraron una vez más con los de Simonetta Vespucci: Botticelli pidió ser enterrado en el mismo lugar que su amada Simonetta.

—¿¡Dónde!? —La curiosidad de Noa en ocasiones era superior a la mía.

—A pocos metros de aquí, en la iglesia de Ognissanti. Está al lado de casa.

—A la mierda el doctorado. Insisto. Escribe una novela. Ganarás más dinero.

Me eché a reír. Puede que Noa tuviera razón. En realidad, siempre me había preguntado por qué hacía lo que hacía. Siempre tenía el mismo debate. Aún a día de hoy lo tengo. ¿Estudiaba para mi propia satisfacción o para demostrar algo a mi abuela? En una sociedad afectada por el mal de lo que algunos en mi entorno denominaban «titulitis», yo siempre pensaba qué hacer y para quién. Había estudiado Psicología porque leí a Paul Ekman y me quedé prendada de la psicología facial y de las microexpresiones. Sí, me jactaba de haber devorado Lie to me en Fox en cinco días. En aquel momento, a punto de acabar el doctorado, aún tenía dudas sobre el verdadero motivo de mi elección: mi propio deseo de aprender o la obsesión de mi abuela con el arte del Renacimiento. Yo no estaba demasiado interesada en el qué ni en el cómo de ningún artista. Mi principal motivación en torno al arte era el porqué y el para qué, motivos que sincronizaban perfectamente con mi vocación psicológica. Me apasionan los desnudos semirretorcidos de Schiele y los gritos de dolor en los bustos de Messerschmidt. Pero en vez de estar ese mes de mayo en Viena, donde coincidían ambos artistas en el Museo Leopold y en el Lower Belvedere, me encontraba en la galería florentina de Vasari.

—Quédate con tu Sandro —me dijo Noa—. Te espero en la sala de Leonardo.

—Está bien, pero tardaré.

Noa se alejó entre la multitud, perdiéndose por la galería de los Uffizi. Yo intenté estimular mi creatividad frente a Botticelli. Dejaría a Leonardo para otro día, ya que allí estaba el patrón de la belleza del pintor del Quattrocento que tanto me llamaba la atención. Un amor imposible, mortal e inmortal al mismo tiempo. Ni siquiera Giuliano de Médici pudo conquistar a la bella Simonetta, la «sin igual». Sin embargo, este pintor se obsesionó con ella. ¿Por qué?, ¿para qué? Esas eran las cuestiones a las que pretendía dar respuesta a través de mi trabajo final del doctorado.

Puse mi teléfono en modo avión. Nada de molestias.

Me presenté frente al temple sobre lienzo que mostraba una simbiosis entre armonía y serenidad. Céfiro, dios del viento, y su esposa Cloris, diosa de los jardines, a un lado. Al otro, la Hora de la primavera. En medio de la composición, Venus, alias Simonetta. Frente a todos ellos, una mujer, yo, arrastrada por el arma más poderosa: la curiosidad.

Cerré los ojos.

Viajé en el tiempo, a casa de mi abuela. Cuando era pequeña, me contaba cuentos. Mi abuela no solía tirar de clásicos como Pinocho o Caperucita Roja. Ella me contaba historias de amor del Renacimiento italiano. Reales o inventadas. Recuerdo cada una de las palabras que me narraba sobre Raffaello Sanzio o el mismo Sandro Botticelli.

«La bottega olía a aceite y a restos de pigmento. También a amor platónico.

El legado de los Médici empezaba a alzarse.

Frente al lienzo, trataba de retratar a la mujer más bella que había pisado la faz de la tierra.

Delante del artista, una joven dama posaba tímida para el pintor. La bella luz diurna, tan especial en la Toscana, iluminaba su rostro y no hacía sino multiplicar su esplendor, aunque estuviera de perfil. Cerca del éxtasis, Botticelli intentaba templar su alma y retrataba a su musa una vez más. Había muchísima confianza entre la modelo y el pintor. “Lástima que no haya algo más”, lamentaba para su ser Sandro Botticelli, que, a pesar de tener un alma entregada a Dios, ardía en deseos de poseer a aquella joven.

—¿Conocéis, bella Simonetta, a Leonardo, el pintor de Vinci? —preguntó el artista mientras retocaba suavemente un centímetro de lienzo.

—¿Cómo no, messer Botticelli? Todo el mundo habla de él. Es bien conocida en la ciudad de Florencia la denuncia sobre su delito de sodomía.

—¡Ah! El caso Saltarelli, menuda infamia. No prestéis atención, bella Simonetta, a todo lo que oigáis en las calles. Si invitáis a comer a un florentino, acabará lamiendo vuestro plato. El caso es que en una ocasión, cuando ambos disfrutábamos de las lecciones del maestro Verrocchio, Leonardo, gran orador, alcanzó a decir que la belleza perecía en la vida pero era inmortal en el arte.

—Bellas y sensatas palabras, ¿no es así, messer Botticelli?

—Podría ser, pero en mi humilde trabajo, señorita Vespucci, tan solo retengo momentáneamente la belleza eterna de vuestro rostro. Soy más partidario de las palabras de Dante cuando defendía que había un secreto para vivir feliz con la persona amada y era, nada más y nada menos, no pretender modificarla. En mi caso, mi arte se rinde ante vos y perece ante vuestra eterna belleza.

Aquellas palabras sonrojaron a Simonetta y, aunque nunca llegaría a confesarlo, las disfrutó mucho más de lo que la moral le permitía».

Mi abuela siempre sonreía pícara en aquella parte de la historia, como si supiera algo más de aquellas personas. Yo en aquel momento también sonreí. Abrí los ojos. A pocos centímetros de mi cara, frente a mí, una vigilante de la galería de los Uffizi me observaba. Ambas estábamos sentadas en un par de sillas que separaban levemente ambas estancias.

Signorina? —me preguntó extrañada la vigilante.

Oh, mi scussi —respondí sonrojada en un perfecto italiano.

La pobre creyó que me había quedado dormida. Me levanté para huir de aquella situación y, mezclándome con los turistas, me planté de nuevo frente a El nacimiento de Venus.

—Venga, va, Sandro. Lo hiciste muy bien con Dan Brown y tus infiernos. Dame alguna pista, vamos. ¿Qué pasa con Simonetta? ¿Hay algo que no nos hayas contado?

Miré a mi alrededor. Un tipo con una gorra bostezaba, un niño jugaba con un cascabel que le caía del pelo en una especie de trenza, una señora recogía su móvil estampado contra el suelo, un matrimonio con acento latino trataba de sobrevivir con el carrito de su bebé, un par de mujeres españolas retrocedían para volver a disfrutar de La Primavera, una señora de la limpieza velaba por la pulcritud de la sala esquivando hábilmente a los turistas allí presentes, un hombre deambulaba sin sentido con las manos en los bolsillos, una señora con un brazo en cabestrillo pugnaba con su nariz, una horda seguía fotografiando las obras pictóricas.

Pasaron bastantes minutos antes de salir de aquella sala. Dediqué un último vistazo. Un «hasta pronto». En la sala número quince Van der Goes no tenía nada que ofrecer, o eso pensaban los turistas que se dejaban llevar por los capolavori. Para muchos, pobre de él, una sala de transición.

Fui a buscar a Noa.

Por el camino no pude evitar detenerme en los ventanales panorámicos del segundo piso de la Uffizi. Los puentes sobre el Arno vertebraban las dos mitades de la ciudad. El Ponte Vecchio, que unía el centro con el barrio Oltrarno, reclamaba toda la atención y desde la galería se veía a la perfección el parche que supuso el corredor vasariano sobre los locales que poblaban aquel puente. Sirvió para paliar los miedos de Cosme I de Médici. A pesar de ello la vista era deliciosa. A mi lado, una pareja de japoneses trataba de aupar a sus críos. La pequeña peleaba contra su padre, intentando regresar al suelo. La pobre no disfrutó ni dejó disfrutar al padre del bello panorama que teníamos ante nosotros. Allí, inmóvil, me dediqué unos segundos por puro romanticismo y continué.

Sala treinta y cinco: Leonardo da Vinci.

Luces aún más tenues, casi otorgando un misticismo inconsciente. El aire acondicionado a plena potencia. Decoración minimalista. Tres focos de atención. El bautismo del Verrocchio, a la izquierda; La adoración de los magos de Da Vinci en el centro, y su Anunciación a la derecha. En esta última, la gente, erróneamente, se colocaba frente a la pintura; tan solo un par de jóvenes entendieron de qué se trataba y, desde un ángulo diagonal, disfrutaron del Leonardo en su totalidad. Bendita anamorfosis.

La expresión facial y la comunicación no verbal en el arte de Leonardo daban para unos cuantos doctorados.

Salimos aprovechando las salas contiguas, por la colección de Raffaello y Michelangelo. Caminamos por la larga galería y dejamos atrás la copia del Laoconte. En la primera planta continuaba una muestra que debería haber terminado en octubre de 2018. Grand Tourismo, de Zaganelli. El artista seguía haciéndonos reflexionar sobre la identidad del turismo de estos días, reinterpretando cómo habíamos adquirido el hábito de mirar obras de arte a través de teléfonos móviles o cámaras de vídeo.

—Mierda —le dije a Noa—, acabo de hacer eso mismo.

—Hazte un stories. —Se quedó tan ancha.

Al bajar, no pude evitar detenerme en la fastuosa librería de los Uffizi. Por mucho que no me lo pudiera permitir, nunca estaba de más alguna que otra ojeada. Una nunca sabía lo que podría llegar a encontrar entre semejantes tesoros.

La tarde caía y, con los últimos visitantes, salimos Noa y yo de la galería. Activé de nuevo el teléfono. Nos sorprendió un cuarteto de cuerda improvisado en mitad de la galería exterior de estatuas de la Uffizi, que mostraban su virtuosismo con un tango de Gardel. Uno de ellos, delgado y con mocasines, era muy guapo. Noa y yo nos miramos y, sin decir palabra, nos sentamos en las escaleras donde se empezaba a acumular un buen número de turistas para exprimir aquellas últimas horas del día.

Tras tararear, gracias a los artistas callejeros, una versión de Juego de tronos y un breve recital de Vivaldi, el sonido de un mensaje me sacó del idilio. Busqué en mi bolsillo y desbloqueé el terminal.

Era de mi tía.

Leí el mensaje y me preocupé.

«Llama, es urgente».

Mi tía era de las que nunca llamaba. «Por si molesto», solía decir. Con un gesto a Noa, que entendió a la perfección, me aparté del tumulto en dirección al Arno con paso ligero. Aquel mensaje era demasiado extraño, demasiado urgente.

Apoyada en el muro que separaba la calle del Arno, y con el Ponte Vecchio a pocos metros, marqué el número de mi tía.

—¿Hannah? —dijo la voz en el auricular.

—Sí, tía, soy yo. ¿Qué ha pasado?

—La abuela, Hannah —respiró profundamente y su voz se quebró—, se nos muere la abuela.

Y entonces todo se fue a la mierda.

Gardel, la Uffizi y Florencia.

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