Hannah

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Noviembre de 1940

Florencia

El director del Kunsthistorisches Institut in Florenz fue de gran ayuda para el recién llegado a la hora de ubicarse en la ciudad. Friedrich Kriegbaum era un hombre de cuarenta y cuatro años, alto, con frente prominente y cabello moreno. Sus orejas y su nariz le daban personalidad. Abandonó su apartamento, cerca del Palazzo Guadagni en Oltrarno, para encontrarse con el nuevo cónsul de la ciudad. Habían pasado dos años desde que tuvo que ejercer de cicerone para el líder de la Alemania nacionalsocialista y desde entonces se había dedicado, ajeno a la guerra, a continuar sus estudios en la sucesión escultórica de Michelangelo Buonarroti en los trabajos de Cellini, Danti o Giambologna.

Tenía buenas sensaciones en torno a la figura del nuevo cónsul. Este acababa de ejercer la dirección del negociado de los colegios alemanes en el extranjero, que dependían del departamento de cultura del Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín. Al parecer, era políglota y todo un amante del arte.

El encuentro se realizaría en la iglesia Santo Spirito, frente al antiguo taller del escultor florentino Romanelli, a pocos metros de su residencia. Kriegbaum caminó con la celeridad propia de alguien a quien se le ha insuflado una nueva ilusión. Al llegar, un hombre vestido de uniforme militar esperaba al director. Bigote, raya a un lado, bien peinado. Se trataba del doctor Bernhard Rust, ministro nazi de Ciencia, Educación y Cultura. A su lado, un cuarentón de ojos azules ataviado con un traje completamente negro de oficina extranjera fumaba un Toscano, il sigaro italiano dal 1818. Ambos hombres, el director y el recién llegado, se miraron de arriba abajo. No había ningún distintivo nazi que los identificara.

Herr Kriegbaum —dijo Rust—, le presento al nuevo cónsul alemán en la ciudad, el señor Wolf. Miembro del partido 7024445. —Ambos estrecharon sus manos—. Tengo asuntos que atender —continuó el ministro nazi—. Supongo que usted, señor Kriegbaum, le hará sentir como en casa.

—Sin ninguna duda, Herr Rust —contestó el director.

Se despidieron brevemente y los dos hombres quedaron en silencio. El cónsul tomó la iniciativa.

Herr Kriegbaum…

—¿Le gustaría acompañarme a mi paseo matinal? —Sin querer, Kriegbaum habló atropelladamente sobre las palabras del cónsul—. Herr Wolf, usted disculpe, no quería…

—Será un honor —contestó rápidamente el cónsul con una sonrisa de oreja a oreja—. ¿Tiene hora?

—Por supuesto. —Kriegbaum sacó su Kienzle del bolsillo—. Son las nueve y media.

Wolf no perdió detalle.

Ambos caminaron por el Oltrarno, mientras el director del Instituto ponía al día al delegado de todos los asuntos relativos al arte. No eran prioritarios, pero resultaba una buena justificación para empezar a construir una amistad.

—¿Berlín? —preguntó Kriegbaum para romper el hielo.

—Dresde —contestó el cónsul.

—¡Oh, Elbflorenz! La Florencia del Elba.

—Cierto. ¿Usted, señor Kriegbaum?

—Núremberg. ¿Familia?

—Sí, una esposa, Hilde, y una hija, Veronika, de cinco años —respondió el cónsul—. Nos alojamos temporalmente en el Minerva, en Santa Maria Novella, pero pronto nos mudaremos a Fiesole.

—Hermosa plaza. Y hermosos alrededores rurales. Y, dígame, ¿su señora también está enrolada en la Organización de Mujeres Nacionalsocialistas?

—Ella se libró de la Frauenschaft.

Aquellas palabras no pasaron desapercibidas para Kriegbaum. El cónsul podría haber elegido cualquier otra locución, pero la frase sonó firme en su boca. Permaneció en silencio. Este se percató de la situación, quizá algo incómoda para su acompañante.

—Mi querido nuevo amigo, no creo que le sorprenda. Ambos nos dimos cuenta de que ninguno de nosotros nos identificamos con la parafernalia nazi y estoy seguro de que ambos lamentamos el ataque aéreo a Tarento.

Kriegbaum respiró algo aliviado.

—Además —continuó el cónsul—, no creo que sea una coincidencia el hecho de que lleve usted grabada sobre la parte trasera de su Kienzle un hacha. O bien es usted fascista o bien esa hacha simboliza a los escuadrones del pueblo y es usted un opositor al régimen de Mussolini. Por el nerviosismo que mostró frente a Bernard Rust, apostaría mi caja de Toscanos a que se decanta por la segunda opción.

—Es… —balbuceó Kriegbaum no sin cierta inquietud—. Es usted muy observador… ¿Y cuál es su misión en Florencia?

—Tras la retirada de Dunkerque y ante la inesperada y fulgurante victoria sobre Francia el pasado mes de junio —explicó el cónsul—, perdí toda esperanza de ejercer cualquier tipo de influencia sensata o moderadora en Berlín. La victoria del partido comenzó a penetrar en el Ministerio de Asuntos Exteriores y se volvió insoportable trabajar allí. Entonces escuché que el puesto de cónsul en Florencia había quedado vacante y me sentí justificado a seguir el consejo de Platón de que es natural que un hombre trate de escapar de las circunstancias malignas y trágicas y así sobrevivir.

Kriegbaum celebró dos cosas: que aquel hombre mencionara a Platón y que señalara la maldad que emanaba Berlín. Los dos hombres hablaban la misma lengua y amaban el arte y las letras.

—Aquí no están mejor las cosas. Tenemos revistas teorizando sobre la pertenencia a la raza aria del pueblo italiano.

—Revista Interlandi, ¿verdad?

—Veo que como cónsul ha realizado sus tareas.

—No lo dude. La Fiorentina ganó la Copa de Italia, su primer título —bromeó—. Y soy un entusiasta de los cantuccini.

Kriegbaum no pudo contener la sonrisa. Aquel hombre tenía sentido del humor, incluso en una época tan frágil como la que estaban viviendo.

—No está el pueblo florentino para celebrar victorias. Al menos no deportivas.

—Lo sé. Soy consciente de que en Italia se está prohibiendo a los judíos formar parte de las administraciones, de las entidades municipales, de la banca y de los seguros.

—E incluso de la escuela. Hace dos años los judíos italianos perdieron sus derechos civiles. Muchos emigraron. Los que pudieron. Nos quedamos sin intelectuales como Modigliani, Momigliano o Fano. —Kriegbaum trataba de no emocionarse—. Han abierto medio centenar de campos de concentración para encerrar a presos políticos. Eso dicen. También han ingresado a algún que otro judío extranjero. Dios santo, ¿sabía usted que Hitler estuvo hace una semana de nuevo aquí, en la ciudad?

—Sí —contestó el cónsul—, al parecer el Führer no aprobó el ataque de Mussolini a Grecia.

—Pero el Duce aplacó su ira con un obsequio. El Führer se había obsesionado anteriormente con un tríptico de Hans Makart, La plaga en Florencia. Adivine dónde está ahora la obra. ¡Es una tropelía! —Kriegbaum denunciaba y al mismo tiempo lamentaba semejante expolio.

—Los monstruos también tienen buen gusto.

—Huele a beligerancia, Herr Wolf. Tarde o temprano nos alcanzará la guerra. Hace poco clausuraron la exposición del Cinquecento en el Palazzo Strozzi. Sin embargo, pienso que no deberíamos esconder nuestras obras de arte. Deberíamos exhibirlas aún más.

—¿Qué quiere decir? —preguntó extrañado el cónsul.

—Esto ya sucedió antes. El general francés Dupont, durante su invasión de la ciudad en 1800, ordenó cerrar las puertas de la Uffizi. Solo por respeto. Florencia no es únicamente de los florentinos. Florencia es del mundo.

Caminaron a lo largo de la Via Maggio y Kriegbaum aprovechó para mostrar al cónsul el impresionante sgrafitto del Palazzo di Bianca Cappello. A escasos metros, un cartel colgaba de una tienda:

Questo negozio e’ ariano.

A pesar del ligero disgusto que le produjo la división que se pretendía crear con la estúpida raza aria en el núcleo urbano, aquel hombre destilaba pasión en cada palabra que dedicaba a aquella ciudad. Sin duda, Kriegbaum amaba Florencia.

El paseo terminó sobre el Ponte Santa Trìnita. Desde allí, las vistas matutinas del Ponte Vecchio y las aguas del Arno bañando la ciudad no tenían parangón. La ciudad parecía ajena al derrumbe del viejo continente. Solo se trataba de la calma que precedería a la tormenta. Ambos se quedaron allí, sobre el puente, observando en silencio durante unos minutos.

—¿Quién querría destruir semejante belleza? —preguntó Kriegbaum retóricamente.

—Solo un desalmado —contestó el cónsul, fascinado con la estampa del Ponte Vecchio.

Herr cónsul, no me refería a ese puente. El Ponte Vecchio ya tiene a su guardián. Un pobre diablo llamado Burgassi. Yo me refería a este. En 1252 fue su primera construcción. Y se reedificó más tarde, en 1557, acuñando una idea de Michelangelo Buonarroti.

Wolf miró a Kriegbaum. Aquel hombre no solo amaba Florencia en su conjunto, sino que además tenía una especial predilección por el puente que pisaba con respeto, con honor. Kriegbaum sonrió.

El Ponte Santa Trìnita.

—Insisto, solo un desalmado —volvió a contestar el diplomático.

Ambos rieron.

Una pareja paseaba por el puente con un crío travieso. Al desprenderse de la mano de su padre, tropezó con la pierna del señor Kriegbaum. Sus padres se acercaron para pedir disculpas mientras el pequeño se sonrojaba por la reprimenda. Kriegbaum rebuscó en sus bolsillos. Extrajo algo pequeño y, arrodillándose ante el niño, cerró ambos puños.

—Si adivinas dónde está, te daré un caramelo.

Los ojos del chiquillo se iluminaron. Sus padres aceptaron de buen grado el pasatiempo. El pequeño dudó, pues solo con mirarle la cara uno podía ver que deseaba hacerse con ese tesoro.

Seleccionó la mano derecha y se llevó las manos a la boca, expectante. Kriegbaum aprovechó para realizar una pausa dramática y añadir tensión al momento. Lentamente su mano se abrió y el chiquillo estalló de júbilo. Había conseguido toda una fortuna. Un caramelo Rossana, con su característico envoltorio rojo.

El sonido que producía el chaval despojando al caramelo de su envoltorio era para Kriegbaum el más bonito del mundo.

Los padres del muchacho agradecieron, en un ambiente tenso tras la reciente declaración de guerra, ese instante de felicidad junto a su hijo. Kriegbaum saludó cortésmente. Wolf miró con fascinación a aquel hombre mientras se reincorporaba.

—Lo tenía bastante fácil el crío, ¿no es así?

—¿Cómo dice, señor cónsul? —preguntó Kriegbaum haciéndose el despistado.

—Tenía usted dos caramelos, amigo mío.

Kriegbaum abrió la mano izquierda… y allí estaba. Otro Rossana. Sonrió pícaro al cónsul.

—Pero ¿cómo…? —Kriegbaum no terminó la pregunta.

—He leído demasiado a Doyle. —Wolf hizo referencia al método deductivo de su personaje más célebre—. Será fácil enamorarme de esta ciudad con personas como usted, señor Kriegbaum.

—Oh, gracias —contestó algo ruborizado—. ¿Quiere uno? —Le tendió la mano.

—No, gracias, señor Kriegbaum.

—Llámeme Friedrich, por favor. Algo me dice que, a pesar de que haya huido de Berlín, con un carácter tan puro y decente como el suyo seguro que encuentra oportunidades para trabajar para el bien y la justicia desde sus capacidades diplomáticas, incluso bajo este malvado sistema.

—Friedrich, la diplomacia en tiempos de guerra no es más que una mera contención. Un débil remiendo. Serví cinco años en el ejército y he podido comprobar que determinados miembros del partido llevan insignias solo por protección. Incluso algunos, los que portan camisas negras, las visten con vergüenza. Espero tener éxito a la hora de persuadir a nuestras autoridades en Roma para que Florencia sea considerada una ciudad con ambiente civilizado particularmente distinguido, que debería ser perturbado lo menos posible por manifestaciones ruidosas y violentas del partido.

Kriegbaum sonrió. Quizá aquel hombre era lo que necesitaba Florencia.

—¿Sabe? Al final creo que lo mejor que podemos hacer en esta vida es correr riesgos. Si ganamos, señor Wolf, seremos más felices, ¿no cree?

—¿Y si perdemos, Friedrich?

—Seremos más sabios.

—Friedrich…

—¿Sí? —respondió el historiador de arte.

—Llámeme Gerhard. ¿Quiere almorzar con mi familia?

—Será…, será un placer, señor cónsul. ¿Quiere un caramelo?

El nuevo cónsul de Florencia se empezó a reír y se encendió un cigarrillo.

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