Hannah

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Diciembre de 1940

Florencia

En Isolotto-Legnaia, el barrio cuatro al suroeste de la ciudad, Alessandro se despertó temprano para abrir la barbería en Via Faenza, cerca de la nueva estación de ferrocarriles Firenze SMN. El trayecto pasaba por el Ponte alla Carraia y le llevaba casi una hora a pie.

La declaración de guerra del Duce no había cambiado casi nada en la ciudad. Los trabajadores, no sin miedo e incertidumbre, se levantaban cada mañana para ganar el jornal y los pequeños, casi ajenos a las matanzas europeas, madrugaban para continuar con su formación.

La ciudad estaba asombrosamente dibujada con una fina pátina de normalidad. Algunas madres recibían cartas de hijos perdidos en el frente, pero la batalla quedaba lejos, y no era de consideración para la mayoría de los ciudadanos. Las madres lloraban a solas. Los padres se hacían cargo de los improvisados huertos del pueblo, labranzas necesarias ante la escasez de alimentos tras la declaración de guerra.

Mientras Alessandro cruzaba la Piazza di Santa Maria Novella, una trompeta invitaba a los ciudadanos a depositar sus cachivaches inservibles en una mesa para su posterior reciclaje.

Alessandro, en sus ratos libres, trataba de acostumbrarse a la implementación de un nuevo invento, el secador de pelo. Era pesado, lento, pero toda una revolución tecnológica en su profesión. Si bien era cierto que su barbería se dedicaba exclusivamente a los caballeros, nunca estaba de más ponerse al día de los avances de su ministerio. Uno se preparaba para todo, a pesar de que la diferencia entre los barberos y los peluqueros para las damas era abismal.

Eran tiempos de guerra.

Dedicó unos minutos a leer el matutino deportivo, la Gazzetta dello Sport, y celebró en soledad los dos goles que había marcado Valcareggi para la Fiorentina en el cuatro a cero contra el Bari, mientras en la radio sonaba, tras las tempranas canzoni del tempo di guerra, Piccole stelle del Trio Lescano.

Era aún pronto cuando entró el primer cliente. Un hombre elegante, con gabardina y sombrero. Apuró el cigarro y echó un breve vistazo al pequeño negocio. Tras comprobar rápidamente el tipo de lectura que almacenaba el barbero en su estantería y asegurarse de que no había ningún otro cliente esperando, depositó el sombrero en el perchero, dio los buenos días y se sentó en la silla.

—Barba rasurada y pelo fijado hacia atrás.

—¿Navaja o rastrillo, caballero?

—Navaja, por favor, soy un romántico tradicional.

Alessandro sonrió, se lavó las manos y preparó la espuma con la brocha en un tazón.

—¿Cómo le trata la vida, señor? —preguntó el cliente.

—No me haga usted preguntas incómodas, caballero —comentó el barbero en tono jocoso—, y no tendré que mentirle.

—No pretendía incomodarle.

Las barberías no dejaban de ser centros de charlas que animaban la historia de las ciudades de todo el planeta. Alessandro, con confianza, empezó a enumerar mientras le colocaba a aquel hombre una pequeña bata para evitar cualquier posible mancha.

—Hambre, frío, inseguridad…

—¿Miedo? —volvió a preguntar el cliente.

—Desgraciadamente, así es.

—¿Qué piensa usted de la guerra?

Alessandro tomó sus precauciones. Los ciudadanos de a pie no expresaban su opinión a la ligera sobre cuestiones bélicas. Cualquier chismorreo en la barbería podría convertirse en una transgresión verbal si su cliente, el que preguntaba, era afín al Partido Fascista. El cliente notó la desconfianza.

—No se preocupe, caballero, yo también tengo miedo. Por mi mujer y por mi hija. La guerra me parece cuando menos una insensatez. Solo trato de sondear la opinión del florentino de a pie.

—Usted… —dijo nervioso Alessandro—. Usted es…

—¿Alemán?

—Sí, alemán.

—Así es —contestó el cliente—. Soy un alemán con sentido común. —Alessandro detuvo su navaja—. Hoy en día —continuó el cliente— son tan peligrosos los italianos como los alemanes. ¿Debería yo temerle a usted?

Aquella pregunta relajó levemente al barbero.

—No, señor. Claro que no.

Alessandro continuó rasurando la barba de aquel hombre. Una vez hubo terminado el delicado trabajo, se afanó con la loción para después del afeitado.

—¿Tiene usted familia? —inquirió el cliente.

—Sí, esposa y una niña de un año.

—¿Trabaja su señora?

—No —dijo aún con el miedo arraigado en sus pensamientos—, quiere ser actriz, de esas de teatro y cine, pero no son tiempos para dedicarse a esos disparates.

—¿Es judía?

El silencio que obtuvo el cliente por respuesta fue suficiente.

—Por si no lo sabía, en abril la Sociedad Italiana de Autores y Editores comunicó que el Ministerio de Cultura popular había prohibido la representación de autores judíos, aunque sean italianos. No creo que los actores y actrices tengan mejor suerte.

Alessandro, en silencio y como colofón a su labor con el cabello, aprovechó para fijar el de su cliente con Fixina, un producto brillante y poco graso recién adquirido en la farmacia inglesa Roberts que hacía las delicias de los consumidores más selectos. El cliente comprobó la hora en su Stowa, recogió sus pertenencias y pagó el servicio prestado, dejando una generosa propina.

—Muchas gracias, señor…

—Alessandro —se identificó el barbero.

—Me gusta repetir en los lugares donde realizan su oficio con esmero y dedicación, Alessandro. Gracias por su trabajo.

Grazie mille. ¿Puedo preguntar a qué se dedica? —El barbero dudaba de si había cruzado la delgada línea que marcaba la prudencia, pero aun así continuó—. De ese modo, si es verdad que usted repite, tendré tema de conversación con algo más de confianza.

—No se preocupe. Entiendo la suspicacia generalizada. Me dedico a la diplomacia. Soy el cónsul de la ciudad, Gerhard Wolf.

—Encantado de conocerle, señor Wolf.

—Hasta otra —se despidió el cónsul con un gesto cortés con su sombrero no sin antes volver a dirigirle la palabra al barbero—. Por cierto, no tenga a la vista ese tomo de los cuentos de Giacomo Debenedetti —dijo señalando a una pequeña estantería que había observado nada más entrar en la barbería—. Es un autor que no es del agrado del régimen fascista de Mussolini.

Mientras Wolf se dirigía al consulado en dirección a la basílica de San Lorenzo, Alessandro limpió su puesto de trabajo sin dejar de pensar en el hombre que acababa de conocer. Con solo un vistazo había adivinado sus inclinaciones políticas. Tenía que estar más alerta.

En tiempos de guerra no eran muchos los que se preocupaban por su aspecto exterior, pero no escatimaban recursos para ingeniarse algún que otro modo de llevarse algo a la boca. Esa era la prioridad. Aun así esperó a algún improvisado cliente.

Dejó pasar el tiempo entre aquel aparato, el secador, y la lectura del número ochenta y siete de la revista Tempo, donde el rostro de un piloto en su portada invitaba a leer un especial sobre el primer año de la guerra.

La contienda le provocaba una mezcla de miedo y desidia.

Después de ejecutar servilmente un par de peticiones más y de adecentar la barbería para el día siguiente, Alessandro cerró pronto. Echó un último vistazo a su estantería y decidió esconder el ejemplar del Amedeo de Debenedetti para que quedase fuera del alcance de otros ojos curiosos.

Se abrigó con su chaqueta y se dirigió a casa.

Diciembre llegaba a su fin. Aquel extraño 1940 estaba a punto de terminar y la incertidumbre se apoderaba cada vez más de los florentinos. Italia había entrado en la guerra, pero nadie sabía qué les depararía el futuro.

El frío y la humedad del Arno acompañaron a Alessandro durante el trayecto de vuelta a su casa. En el camino, una breve parada para comprar pan y algo de leche para su pequeña. No había demasiado movimiento por las calles y los pocos transeúntes que deambulaban por Florencia no levantaban la mirada para saludar a causa de las bajas temperaturas.

El sol se había despedido temprano y la oscuridad reinaba por las calles de uno de los barrios más pobres de la ciudad. Al entrar en aquel humilde hogar, Alessandro se encontró a Daniella acostando a su pequeña. Depositó las viandas en la mesa y se acercó despacio, con cariño y prudencia. Besó a su mujer en la cabeza y se detuvo unos segundos a admirar su tesoro más preciado, aquella pequeña profundamente dormida.

Pensó en el cónsul y en cómo viviría su familia al ejercer este sus labores de diplomático. Seguramente, ellos no pasarían tanto frío ese invierno.

Intentó apartar aquellos pensamientos de su cabeza.

Era tarde; entornaron un poco la puerta y Alessandro y Daniella se dejaron llevar.

Nada mejor que un combate piel con piel para entrar en calor en la frialdad de aquel diciembre florentino.

Sin magulladuras de guerra y tras refriegas en todos los frentes, ambos obtuvieron la victoria. Los dos celebraron sus escaramuzas en la cama.

Recorrió cada palmo de aquel territorio con sus labios usurpadores.

A los pocos minutos subió para rendir cuentas a la que era su superiora.

Era su todo.

Y su todo estaba embelesada.

—Treinta y dos.

—¿Treinta y dos? —preguntó Daniella aún desnuda, deliciosa y desorientada.

—Treinta y dos —volvió a afirmar Alessandro.

La mujer esperó. Sonreía mientras le daba tiempo a su hombre para que se recreara en ese momento.

—Treinta y dos besos. —Sonrió.

Daniella rio a carcajadas y él le tapó la boca para no despertar a la pequeña.

—Tu cadera —prosiguió—. Tu cadera mide treinta y dos besos.

Ella le cogió la cara y la elevó a la altura de sus labios.

Allí no había lugar para ningún tipo de jerarquía.

Lo besó.

El bebé interrumpió el romántico instante. La pequeña lloraba.

—¿No es el sonido más bonito del mundo? —preguntó la madre.

—A veces —puntualizó Alessandro—, solo a veces, prefiero tus gemidos.

Daniella le acarició la cara, se arropó con una manta raída y se levantó a atender a la pequeña. La cogió con sumo cuidado, la besó en la frente y la arrulló entre sus brazos. A continuación cantó una nana en un dialecto italiano.

Nana bobò nana bobò,

tutti i bambini dorme e Hannah no.

Él se acercó y estrechó a ambas en sus brazos. Besó en el cuello a Daniella, que seguía cantando.

E dormi dormi più di una contèsa

to mama la regina

to pare ’l conte

to mare la regina de la tera

to pare il conte de la a-primavera.

Al terminar, la pequeña se había quedado dormida. Antes de introducirla en aquel improvisado armazón de madera que hacía las veces de cuna, Daniella se dirigió a su hija.

—Hannah —le dijo—, eres la niña más bonita del mundo.

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