Hannah

Hannah


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Junio de 2019

Madrid

Hannah fue la abuela más bonita del mundo.

Me desperté con ese pensamiento.

Noa se quedó aquella noche en mi apartamento, ese que heredé a la muerte de mis padres. Sí, comimos helado hasta hartarnos. También bebimos cerveza, con la tonta excusa de la victoria del Liverpool en la Champions, y nos pusimos al día con chismorreos varios. Noa no dejó de bromear con El cuento de la criada. La hija de la protagonista se llama Hannah. La protagonista de Por trece razones también. Estaba harta de tanta guasa. Solo me hacía gracia Chaplin.

Creo que la borrachera ayudó a que durmiera algo aquella noche, porque me parecía bastante complicado gestionar todas las emociones que me habían sacudido en casa de mi abuela.

Los bares se deben abrir para cerrar las heridas. Al menos eso decía Fito. A nosotras nos bastó solo con abrir las botellas.

Creo que hicimos un gran trabajo en casa de mi abuela. Tarde o temprano tendría que pasarse mi tía por allí para recoger algún objeto con valor sentimental.

Al final solo me apoderé de unas cuantas fotos, un par de poemas y un pasaporte nazi donde aparecía el nombre de mi abuela.

Consulté Twitter. El País dedicaba un artículo a Marie Colvin, una corresponsal de guerra con un parche en el ojo obsesionada con destapar la verdad. Parecía que aquel artículo me gritaba: «Ella, sí; ¿tú, no?».

Me levanté. Necesitaba café. Creo que soy adicta. Sí, sin ninguna duda. Viva el café.

—¡Joder! —exclamé sobresaltada.

—¿¡Qué!? —gritó Noa, que fumaba a escondidas en la cocina.

—¿En serio, tía? —pregunté molesta.

—¡Vale! Ya lo apago. —Noa, torpemente, buscó dónde tirar la colilla.

—No es por el cigarro, estúpida. ¿Tienes que pasearte por la casa con las tetas al aire? Ponte algo, que yo llevo este pijama de mierda y me siento ridícula.

Allí estaba mi amiga, con un cuerpo espectacular. Desnuda, fumando en la cocina. Esa era Noa, espontánea, divertida. Parecía que solo era yo la que llevaba tatuada en la frente la palabra «responsabilidad». Bueno, la verdad es que Noa valía muchísimo… cuando quería.

—Usted perdone… —respondió con mofa.

—Me vas a hacer dudar de mi heterosexualidad. ¡Cuerpo! —la piropeé bromeando.

—A este paso… —comentó levantando una ceja.

—Capulla.

Noa tiró a dar, aunque lo hacía sin maldad. Yo llevaba tiempo sin una relación estable, aunque no la necesitaba. O eso creía yo. Apareció poco después con una camiseta de los Guns N’ Roses demasiado corta.

—Me lo he pensado mejor —le dije—. Para ponerte esa mierda, enseña las tetas. ¿Qué más da? La próxima vez llama a tu primo, el bombero.

—Ni loca. Paso de mangueras.

Ambas reímos. Nos duraba todavía la borrachera de la noche anterior. —¿Café? —pregunté, sabiendo de antemano la respuesta.

—Lee mi mente —me dijo, haciendo muecas con la cara—. Espidifen.

Intenté alcanzar un par de tazas, pero no estaban en el pequeño mueble que tenía en la cocina. «Lavavajillas». Tras servir dos tazas de café y ponerle el antiinflamatorio, nos sentamos en el sofá y Noa, dejando a un lado las bromas, pasó a la acción.

—¿Qué vas a hacer?

—Ducharme —contesté sin más—. Y luego pasearé por el Retiro. Está la Feria del Libro.

—Con el pasaporte nazi, estúpida. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué quieres que haga? Nada.

Noa se sorprendió con la respuesta.

—¿Nada?

—Noa, sé que tu espíritu de investigadora le ha dado mil vueltas esta noche. Yo también, pero no hay necesidad de remover el pasado. Si mi abuela guardaba esto, por el motivo que fuera, y no me contó nada después de tantos años, quizá sea mejor mantenerlo así, en el olvido. Para mi abuela la guerra era tabú.

—Lo dices de coña, ¿verdad?

—Lo digo en serio.

Me levanté, dejé el café a medias y me fui a la habitación. Recordé cómo, en otros tiempos, algunos compañeros de clase me llegaron a llamar «la suiza», por aquello de la neutralidad. Nunca me gustaron los linchamientos en las redes sociales. Dijeras lo que dijeras, seguro que te caía un rapapolvo encima. Nunca precisé denunciar nada, pues yo no podía cambiar la historia. Es cierto que si muchos pensaran como yo, no tendríamos derecho a quejarnos después de unas elecciones políticas, pero yo no sentía la necesidad de ser una especie de paladín de ningún tipo.

Miento.

En el caso de La Manada me apunté a un bombardeo. Faltaban pocos días para que el Tribunal Supremo dictara una sentencia definitiva. Quería justicia. Todas la queríamos.

Me quité aquel horrible pijama y me metí en la ducha. Necesitaba apartar de mi cabeza aquellos pensamientos.

Agua caliente.

Sensación de alivio, temporal pero necesario.

Café y ducha caliente.

No necesitaba más en la vida. Bueno, sí, sexo, pero no me quedaba ningún amigo en Madrid dispuesto al «aquí te pillo». También sabía lo que no necesitaba. Una amiga pesada que se inmiscuyera en algo en lo que yo no quería profundizar por un intenso respeto a mi abuela. Pero eso era imposible. Esa amiga estaba en casa y me estaba presionando.

—No lo dices en serio —insistió Noa entornando la puerta.

—¿No vas a dejarme tranquila?

—Puedes ducharte mientras te lo piensas de nuevo.

—¡Noa!

Se calló, me dejó enjabonarme, aclararme, ponerme el acondicionador y toda la parafernalia que rodea una simple ducha. Era mi puñetero momento. Ella estaba sentada en el retrete.

—¿Puedo hacerte una foto y colgarla en las redes?

—Pero ¿tú eres tonta? Definitivamente sigues borracha.

—Entonces hablemos del pasaporte.

Opté por el silencio. Aquella batalla la había perdido mucho antes de empezar a librarla.

—Hannah, tu abuela es una superviviente de la Segunda Guerra Mundial y no sabes nada de ella. De esa época.

—Por Dios, Noa, mi abuela tenía cinco años cuando acabó. Te repito que ella no quería hablar de esos tiempos y que no me contó nada. Nada —deletreé aquella última palabra.

Necesitaba música. Busqué al azar en el iPhone.

Morgan. Me encanta Morgan.

Home.

Me puse a tararear.

I don’t know for how long I’ll stay…

—¿En serio no recordaba nada de nada? —Noa no se rendía fácilmente.

I’m lost and I need to find my place…

—¡Hannah! —Noa se puso a gritar como una posesa—. ¡Hannah!

—Pero ¿te quieres callar? ¡Que tengo vecinos, estúpida!

—¿En serio tu abuela no recordaba nada de nada?

Noa, esa gran perseverante. Definitivamente había perdido contra ella. Mi amiga estaba dispuesta a librar una batalla psicológica de proporciones épicas desde el sofá de casa. Me senté frente a ella envuelta en toallas.

—Un cuadro con flores y el número treinta y siete. Nada más. Cinco años, Noa. ¿Qué quieres que recuerde una niña de la guerra? Era Florencia en 1944, la puta Segunda Guerra Mundial. Me parece de lo más lógico que una niña de cinco años solo recuerde tonterías.

Creo que Noa empezó a comprender que me estaba calentando demasiado y que no debía forzar la máquina más. Cambió de rumbo.

—¿Cómo pudo suceder?

—Ya ves. Aunque no me gusta demasiado, Nietzsche decía que el mono era demasiado bueno como para que descendiéramos de él. Toda una crítica a nuestra condición bélica.

—Pero, Hannah, hay algo que no entiendo. Si los judíos eran millones, ¿por qué no se rebelaron contra los nazis?

Noa formuló la pregunta clave, aquella gran duda que incluso a día de hoy muchas personas se plantean, así que decidí recuperar el café que había dejado a medias por una ducha improvisada y me senté junto a ella.

—Se llama indefensión aprendida. Un fenómeno psicológico por el cual una persona desarrolla una pasividad asombrosa ante una situación dolorosa o negativa cuando no han triunfado las acciones para evitar esa situación. En resumen, se trata de una limitación de la autoestima.

—No lo entiendo, Hannah. Llámame estúpida.

—Escucha, en psicología siempre acudimos al ejemplo de la rana. Imagínatela.

Noa cerró los ojos dejándose llevar.

—Ok.

—Ahora, ¿qué sucede si, para cocinar esa rana viva, la introduces en un recipiente de agua hirviendo?

—Mmm… ¿Saltará? —contestó abriendo un ojo para buscar mi aprobación.

—Correcto. —Noa sonrió; continué—. ¿Qué sucedería si, por el contrario, introduces la misma rana en agua fría y poco a poco vas subiendo la temperatura?

—¿No saltaría? —Abrió de nuevo el ojo, como una niña pequeña.

—No, terminaría hirviendo con el agua. Quizá es un ejemplo demasiado trivial para explicar el Holocausto judío, y demasiado resumido, pero es exactamente lo que ocurrió. Los judíos asumieron el rol de perdedores. Los convencieron de que, hicieran lo que hicieran, no podrían evitar ese destino.

—¿No se puede cambiar ese pensamiento? —preguntó Noa algo desolada, sin ganas ya de jugar.

Aproveché para acomodarme de nuevo en el sofá, colocándome en posición de loto. Le conté que había terapias para ello, mecanismos que ayudaban al paciente a realizar una reestructuración de sus pensamientos y emociones, por ejemplo a través de una terapia cognitivo-conductual. También le expuse otro caso para explicarle someramente el pensamiento nazi. Un psicólogo de la Universidad de Stanford realizó en 1971 el ensayo conocido como el Experimento de la Cárcel de Stanford. Con él trató de demostrar si las personas tenían conciencia de lo que se consideraba bueno o malo cuando ejercían el rol que se les había otorgado. Aquel psicólogo dividió a veinticuatro universitarios voluntarios en dos grupos: la mitad serían carceleros y la otra mitad, los presos. A los dos días empezaron a observar que los carceleros adoptaban conductas de humillación hacia los presos. El experimento estaba diseñado para dos semanas. Tuvieron que pararlo a los siete días.

—¿Eso quiere decir, Hannah, que cualquiera de nosotros podría haber adoptado ese rol?

Le expliqué que lógicamente dependía de cada persona, pero que estábamos hablando de situaciones extremas. Cualquiera podría mostrar conductas agresivas o indeseables. Le pedí que imaginase una situación de poder. En realidad no hacía falta que nos fuéramos tan lejos. A día de hoy, palabras como bullying o mobbing demuestran que, desgraciadamente, podemos encontrar la indefensión aprendida en cualquier lugar.

—Violencia de género…

—Así es —asentí.

—Alucino con Hitler…

—No sé mucho sobre la Segunda Guerra Mundial, pero en psicología estudiamos casos concretos. Para que veas cómo la Historia podría haber cambiado. Freud recomendó meter a Hitler en un internado cuando tenía seis años para que le trataran.

—¿En serio? ¿Por qué?

—Al parecer padecía síntomas histéricos, obsesivos y paranoicos.

—¿Y?

—Su padre se negó, le maltrató y años después Europa se fue a la mierda.

Ambas nos quedamos en silencio durante unos segundos, asimilando la conversación que acabábamos de tener.

—Y tu abuela en mitad de esa movida. Qué fuerte.

Miré a Noa. No tenía filtro. Tampoco maldad. Eché la vista atrás. Hacía unos días, en la Uffizi, nunca nos habríamos imaginado que estaríamos hablando de Hitler tras la muerte de mi abuela. Siempre pensé que la mejor manera de honrar a los que ya no estaban con nosotros era simplemente vivir. Y eso intentábamos hacer. Continuar con nuestra vida. Pero ¡joder!, estábamos hablando de nazis. En el iPhone seguía sonando Morgan, uno de mis grupos favoritos. Turno de Sargento de hierro .

—Me encanta este grupo —comentó Noa mientras se encendía un cigarro sin pudor de nuevo en la cocina.

—Morgan —me limité a decir.

Sin premeditarlo, escuchamos aquella parte de la canción. Gran piano, sutil acompañamiento musical. Brillante voz la de Nina.

No me despedí / y lo siento.

No me dio tiempo a decir / lo mucho que te quiero.

Cúrame viento, / ven a mí

y llévame lejos, / sácame de aquí.

Cúrame tiempo, / pasa para mí.

Sálvalos a ellos, / sálvalos a ellos.

Algo atravesó mi cuerpo. Aquella letra parecía mandar un mensaje. Noa palideció. Tardó un par de segundos en dirigirme la mirada. No pestañeaba. No daba caladas. La parte instrumental de la canción acompañaba aquel instante.

—Hannah…

—Has pensado en mi abuela, ¿verdad?

Noa solo asintió con el cigarro en la mano.

Tenía claro que cada uno podría interpretar cualquier canción de la manera que considerara correcta, amparándose únicamente en lo que le provocaría en un momento determinado.

Mi momento determinado era aquel, con Noa, en casa, sintiendo la muerte de mi abuela en lo más profundo de mi ser y debatiendo si debería indagar en el origen de un pasaporte de un soldado del Partido Nacionalsocialista alemán.

Apuré el café y volví la vista al cuaderno de registro nazi.

«Llévame lejos, sácame de aquí, sálvalos a ellos», rezaba la canción.

«Hannah, niña número 37. G. Wolf», clamaba aquella anotación manuscrita.

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