Hannah

Hannah


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Junio de 2019

Madrid

No hizo falta que Noa continuara siendo demasiado pertinaz y terminé por ceder, prometiendo que aquella misma jornada haría algún esfuerzo, mínimo, por tratar de dilucidar qué se escondía en aquel enigmático mensaje. Ella se marchó para ver a sus padres, aprovechando aquellos días en Madrid.

En el fondo, yo era consciente de la tremenda coincidencia del número treinta y siete.

Se me ocurrió entonces llamar a mi antiguo profesor de Literatura, un hombre muy generoso con quien había granjeado a lo largo de los años una poderosa amistad.

Sin tener en cuenta las lecciones de mi época estudiantil en el instituto, una de las primeras veces que me acerqué a la Segunda Guerra Mundial fue gracias a él. Un par de mensajes con Aurora, su mujer, fueron suficientes para que me invitaran aquella misma tarde. Sin pensármelo dos veces, conduje por la A-6 durante una media hora y aparqué frente a su casa.

Me recibieron en su hogar como siempre, con una gran sonrisa y un cálido abrazo. Curioso destino. Mis antiguos profesores de Griego y Literatura ayudándome en una búsqueda que no terminaba de tener mucho sentido para mí. Rápidamente nos acomodamos en su sofá, donde ya había tomado más de una vez algún tentempié. Aurora me ofreció algo para beber y mi profesor me regaló su nueva publicación. Curiosamente, un ensayo sobre la amenaza fascista en el siglo XXI.

—¿Qué era eso tan importante que tenías que decirme? —preguntó con interés.

—Verás, Querol —me gustaba llamar a mi profesor, mi amigo, por su apellido—, he encontrado esto en la casa de mi abuela. Falleció hace unos días…

—Lo siento, Hannah —me dijo Aurora con mucha dulzura.

—Gracias… Bueno, en realidad he venido por esto. —Saqué el wehrpass de mi mochila.

Los ojos de Querol se abrieron como platos.

—¿Es de verdad? —preguntó con curiosidad.

—Espero que no…

Querol lo cogió y Aurora se acercó para verlo. Leyeron las primeras páginas.

—Es auténtico… —afirmó mi profesor recolocándose las gafas—. Genz Klinkerfuts —añadió en un perfecto alemán—. ¿Qué se supone que tengo que buscar?

—Mira en las últimas páginas —le dije.

Querol chequeó página a página aquel cuadernillo hasta que llegó al final.

—Aquí está. Italiano. «Hannah, niña número 37. G. Wolf».

—No sé quién es Wolf.

Mi pronunciación hizo que a Querol le saltase la alarma. Al parecer, según me contó, Wolf en alemán se pronuncia como si fuera una «b». Nunca como en inglés. «Al igual que wehrpass o Volkswagen», añadió. Wolf con «b». No se me olvidaría.

—«Bolf» —repetí una y otra vez, mientras Querol y Aurora se reían de mi insistencia—. Esperaba que pudierais ayudarme… —contesté un poco abrumada—. Mi abuela era judía…

—Una niña judía en un documento oficial nazi. ¿Qué pinta una niña judía en un wehrpass alemán? ¿Por qué la número treinta y siete? ¿Quién es Wolf?

—No tengo ni idea, profe. Además, lo único que aprendí sobre la Segunda Guerra Mundial tiene que ver solo con la psicología.

—¿No había carreras más aburridas? —Sonrió pícaro.

Estuve a punto de lanzarle el wehrpass a la cara, aunque sabía que bromeaba.

—La Segunda Guerra Mundial —insistió Querol— fue una época muy oscura. La gente nunca tiene en cuenta el hambre después de la crisis del veintinueve, el auge del comportamiento amoral, la prostitución y el tráfico de drogas.

—¿Tráfico de drogas?

—Ay, Hannah, eso no es nada nuevo. No es de ahora. Hablamos de sobrevivir. La esperanza fascista fue el espejismo al que se aferró la sociedad europea en los años veinte y treinta con ganas de seguridad y bienestar. En el wehrpass hay una anotación en italiano. Mussolini concibió el fascismo como una renovación material y moral de Italia. Y llegó la Segunda Guerra Mundial. La moral cedió en muchos casos. El horror material del nazismo podría explicarse por el hecho de que su actividad se correspondió con la tecnología que permitió los asesinatos por millones. Incluso había judíos que trabajaban para los nazis. ¿Ves? También nos encontramos con la extrañeza de la contradicción. Hubo gente muy importante, intelectuales muy comprometidos, que pensaron que los nazis ganarían. ¿Sabes cómo acabó Stefan Zweig?

No lo sabía, pero disfruté mucho leyendo sus Momentos estelares cuando era estudiante. Mi profesor me contó cómo en febrero de 1942 encontraron a Zweig y a su mujer en la cama, abrazados, sin vida. En la mesilla, vasos con veneno y algunas cartas. Últimas palabras de despedida. Querol buscó en Internet a través de su portátil. No tardó demasiado en encontrar el documento que me quería mostrar. Aurora nos abandonó unos minutos. Me invitó a echar un vistazo. Me acomodé frente al ordenador y leí en voz alta.

Prefiero, pues, poner fin a mi vida en el momento apropiado, erguido, como un hombre cuyo trabajo cultural siempre ha sido su felicidad más pura y su libertad personal, su más preciada posesión en esta tierra.

Mando saludos a todos mis amigos.

Ojalá vivan para ver el amanecer tras esta larga noche.

Yo, que soy muy impaciente, me voy antes que ellos.

—Es…, es… —traté de buscar la palabra correcta.

—Terrible. Sí. Muy triste también. Se suicidaron pensando que los nazis dominarían el mundo.

No consigo quitarme de la cabeza esa carta. Amor, terror, desesperanza…, todo al mismo tiempo.

—Es lógico pensar en ello desde una perspectiva apocalíptica. Imagina a los soldados en las lanchas de desembarco justo antes de pisar la arena de la playa de Omaha. Muchos de ellos no llegaron a tocar tierra. Un suboficial jefe de la Guardia Costera de los Estados Unidos llamado Robert F. Sargent tomó una fotografía de aquel momento. Lo llamó «En las fauces de la muerte». Aquello fue terror. Mira.

El profesor realizó una nueva búsqueda y me mostró la fotografía. Me estremecí. Aparté la mirada.

—Ahora, Hannah, piensa en las madres de todos esos muchachos… En sus abuelas, si quieres.

Aurora se acercó con tres tazas de café bien cargadas, recriminando con la mirada el inoportuno comentario de las abuelas. No se lo tuve en cuenta. Sé que tenía una buena intención. Depositó la bandeja en la mesa y nos invitó a parar un momento.

—Cuando se pone con la Segunda Guerra Mundial —señaló Aurora a su marido con la cabeza— no hay quien le pare. Lo vas a necesitar.

—Gracias, Aurora.

—Pero no olvides que la gente luchaba por la normalidad. Había mucha hambre, sí, pero la gente iba a trabajar, porque si no lo hacía, no cobraba. Los niños iban a la escuela y algunos, incluso, bebían vino al lado de los soldados alemanes, aunque no hablaran con ellos. Hitler y Mussolini quisieron asaltar el cielo, como los titanes, y, como ellos, manifestaron su poder, caos y furia; pero afortunadamente los dioses se los tragaron. Bueno —continuó Querol con la taza en sus manos—, no creo que hayas venido a escuchar a este pobre viejo hablar de la guerra. Volvamos a la anotación del wehrpass. Los números servían, por ejemplo, para marcar prisioneros. Perdona por la pregunta tan directa: ¿estuvo tu abuela en un campo de concentración?

Tomé el wehrpass en mis manos.

—No que yo sepa. Nació en 1939, no creo que le diera tiempo…

—No te equivoques —me interrumpió el profesor—, los niños también eran deportados. Solo que… —hizo una breve pausa— duraban menos. Me intrigan dos cosas: el número, que puede marcarnos un registro, y quién hizo el registro. El alemán del wehrpass o ese tal Wolf…

—¿Tráfico de niños? —intenté aportar mi granito de arena.

Querol me explicó que eso sería casi imposible. El tráfico de niños judíos para los nazis habría sido algo así como adoptar una rata. Me contó que en Chile y Argentina sí había pasado, así como en España. Recordé el caso de los niños robados. Por otro lado, remarcó aún más la barbarie en nuestro territorio. España, por culpa de la dictadura de Franco, es el primer país de la Unión Europea en número de desapariciones forzadas y el segundo de todo el mundo solo por detrás de Camboya.

Querol se concedió una pausa generosa. Mi cabeza estaba a punto de explotar. Deportación de niños. ¿Qué sufrió mi abuela?

—Hay que encontrar al tal Wolf, para saber qué tipo de registro es ese —recapacitó al fin.

—Bueno, no os preocupéis. En realidad solo venía empujada por la curiosidad. Tampoco es algo a lo que quiera dedicar mucho tiempo. Sabía que os haría ilusión verlo, pero no quiero haceros perder más tiempo.

—Nunca nos haces perder el tiempo, Hannah —añadió Aurora amorosamente.

—Gracias.

Era muy agradable tener el cariño de dos personas que me habían tratado años atrás como una alumna. Al menos ya no sentía la vergüenza de los primeros meses de amistad, porque, la verdad, no había sido una alumna demasiado ejemplar.

—Bueno, profes, muchas gracias.

—Deberías investigar —me dijo él como sentencia.

Temía que aquello se convirtiera en la misma fastidiosa persecución a la que me había sometido mi compañera. Noa había insistido y ahora mis profesores también. Me estaba hartando. Todo el mundo me decía lo que tenía que hacer, pero nadie me explicaba por qué debería hacerlo. Esa suele ser una de las preguntas más complicadas de contestar. Mi corazón decía «continúa», mi cabeza ordenaba «olvídalo».

—¿Por qué? —pregunté directamente.

—Quizá porque el mundo necesita saber —replicó Querol con tono suave—. Puede que la historia no llegue a ningún sitio. En cualquier caso, ¿qué te cuesta?

—Ahora estoy muy cómoda en Florencia, terminando la investigación para el doctorado. No quiero distracciones.

—Tómalo como un reto —añadió Aurora con un guiño muy femenino.

—Mi reto es el Renacimiento. El resto, bueno, no es prioritario, ¿verdad?

—Entonces, ¿por qué has venido? —Aquello sonó a sutil reprimenda.

Tenía que hacer un ejercicio de sinceridad ya que, al fin y al cabo, esperaba que ellos me proporcionaran la vía rápida y fácil para acabar con todo aquel asunto. Sí, la verdad es que era como copiar el examen del alumno más listo de clase para asegurar el aprobado.

—Supongo que para sacar algo en claro… —fue todo lo que dije.

—¿Creías que encontrarías la respuesta final directamente en casa de tus viejos profesores?

—¡No sois tan viejos! —protesté con cariño.

Querol se levantó de su asiento y se acercó a mí. Se sentó a mi lado, en el sofá, y me miró fijamente a los ojos.

—Todo lo importante en esta vida requiere tiempo. Necesitamos esfuerzo, sacrificios. Los resultados no llegan porque sí. ¿Recuerdas el trabajo que te suspendí en el instituto?

Aurora suspiró. «Otra vez», creo que pensó. Lo mismo hice yo. Ese tema era recurrente cuando queríamos rememorar alguna que otra rencilla sin importancia.

—¿Cómo no? Te cogí mucha manía. Me mandaste a la convocatoria de junio.

—Lo hice por dos motivos. El primero, para comprobar si de verdad lo habías realizado tú. Era demasiado bueno.

—Vaya, gracias… —solté con ironía.

—El segundo —continuó con una sonrisa—, y el más importante: te ponía a prueba. Era un reto. Sabía que eras buena y estaba seguro de que podías ser mejor.

—¿Adónde quieres llegar ahora? —pregunté con respeto.

—A que aquel trabajo, aquel examen, lo tomaste como un reto. Y lo mejoraste. No te rendías fácilmente, Hannah. ¿Ahora sí?

Aurora nos miraba con una infinita compasión. Creo que le encantaba aquella relación entre una antigua alumna y un antiguo profesor, ahora convertidos en compañeros de un viaje sin destino fijo, pero con muchos puntos en común.

—Pero… no tengo tiempo para buscar algo que no me llevará a ninguna parte. Mirad, mi abuela no me contó nunca nada, en casa estaba prohibido hablar de la guerra. En su lecho de muerte pareció reconocer que algo había descubierto, algo que la instó a seguir aprendiendo, pero no me dijo qué fue. Nunca quiso revivir el horror de la guerra. Mi abuelo tampoco lo hizo. ¿Por qué tendría que remover su historia?

—Por una sencilla razón: por preservar la memoria. Eso es lo único que tenemos. Memoria. No podemos perderla. —Querol hizo una pausa, como si tratara de ordenar sus pensamientos antes de dirigirse a mí de nuevo—. Dime una cosa: ¿dónde estaba ese wehrpass?

—En una caja.

—¿No había nada más?

—Sí, una foto de mis padres, del día de su boda. Y un sonajero, mi primer sonajero. —Sonreí con algo de tristeza, pues recordaba perfectamente el contenido de la caja que encontró Noa.

—¿No lo ves, Hannah? ¿Por qué lo guardó con cariño? ¿Por qué entre tantos recuerdos positivos, felices? Piénsalo por un momento. Si tu abuela guardó ese pasaporte con los recuerdos más importantes de su vida, debió de ser por un motivo muy especial. Es un pasaporte alemán, y lo guardaba una judía. O bien ese pasaporte o bien esa persona, G. Wolf, fueron muy importantes para ella. Tu abuela vivió una época muy oscura de la que sabemos muy poco. La guerra la perdió Alemania y la ganó Estados Unidos. El vencedor siempre escribe su propia historia. Sin embargo, la verdadera historia está en los documentos y en las personas, en la memoria oral de los supervivientes. Ellos no tuvieron demasiado tiempo. Nosotros, sí. Somos unos privilegiados.

—Yo no soy una privilegiada. Soy una chica normal, que va a terminar su doctorado.

—Realizar un doctorado sobre el Renacimiento viviendo en Florencia sí es un privilegio…

Aurora tenía razón. Estuvo rápida. Muy rápida. Sus palabras me devolvieron a la realidad. Quedé noqueada. Sí, era una maldita privilegiada que no había valorado lo suficiente su situación en la vida. Querol recogió con inteligencia las palabras de su mujer y preguntó con audacia:

—¿No le debes a nadie ese privilegio?

No tenía argumentos demasiado sólidos para rebatirles. Aun así lo intenté. Tomé primero un sorbo de café para armarme de valor.

—Me lo puedo permitir gracias al seguro de vida que cobré por la muerte de mis padres. —Verbalizar aquello fue duro, pero he prometido ser sincera durante este relato.

—¿Y crees que lo que tienes te lo has ganado? —Aquella pregunta no se formuló con violencia, sino con condescendencia.

En realidad, no sabía qué contestar. Querol se adelantó.

—Igual se lo debes a alguien. A tu abuela o a tus padres. Llámalo justicia poética si quieres. Pero ese wehrpass forma parte de tu propia historia. Quizá sin ella o sin eso que tienes entre tus manos no estarías aquí. O tal vez te protegía de algo. Pero la historia de tu abuela es tu propia historia. Es parte de ti. Formamos una línea que nos une con el primero de los nuestros, como si de una cadena se tratara.

Aquellas palabras se clavaron en lo más profundo de mi ser. Mi profesor me había conectado con mi abuela de una manera gráfica como nunca antes había podido describir. Creo que mostré constantemente mi agradecimiento mientras vivió, pero nunca nadie me había esclarecido aquella verdad tan aplastante. La historia de mi abuela era mi historia, ¿cómo no? Tal vez, sin la información de ese wehrpass, no estaría disfrutando de aquel café con Aurora y Querol, o no estaría constantemente discutiendo con Noa sobre qué hacer o no con el maldito cuaderno nazi. Me acababan de dar por fin un porqué. Querol volvió a la carga.

—Hannah, ¿sabes cuál es el trabajo del intelectual?

—¿Del intelectual?

—Sí, una persona con conciencia. Una persona que está viva y está en el mundo. Que cultiva las ciencias y las letras. Alguien como tú.

Me sentí halagada.

—No sabría contestar —dije con vergüenza.

—El trabajo de un intelectual no es imponer su criterio. Su trabajo es imponerse el reto de desvelar, quitar el velo de las cosas, de los enigmas, de los acertijos. Un intelectual tiene que ir más allá. Hannah, no debes quedarte en la ignorancia. Eso es para la gente normal, que vive su vida ciegamente. No tienes que sobrevivir, como tuvo que hacer tu abuela. Vive tu historia. Hónrala.

Vivir. Honrar.

Aquella odisea personal nublaba mi mente y tenía como objetivo encontrar quién era G. Wolf, algo que, por respeto, no terminaba de convencerme. Llegué a mi apartamento sin las fuerzas suficientes como para continuar la búsqueda. La tarde había sido muy fructífera con mis profesores y sus palabras habían arraigado en mi corazón como la hiedra. No solo obtuve un porqué, también sabía que el wehrpass que tenía en mi posesión, aquel cuaderno de registro de un soldado de la división número ciento veintinueve, perteneció a un joven llamado Genz Klinkerfuts, caído en combate en el frente ruso en el año 1942. Gracias a la traducción de Querol, supe que aquel chaval nació en octubre de 1920 y se incorporó al ejército alemán con diecinueve años. Incluso recibió la insignia de herido en negro en septiembre de 1941, una condecoración que se otorgaba por heridas de diferentes magnitudes o por los efectos de congelación. La última unidad en la que sirvió fue la decimotercera compañía del regimiento de infantería cuatrocientos veintiocho perteneciente a la división número ciento veintinueve.

Puede que poco tuviera que ver con aquella persona, Wolf, y con mi abuela. Tampoco tenía noción de cuándo pudo ese o esa tal Wolf escribir el nombre de mi abuela.

Hora de relajarse.

Me desnudé y dejé la ropa tirada por el suelo. La recogería por la mañana. Abrí el grifo del agua caliente de la bañera a pesar de que hacía bastante calor aquella noche del mes de junio. Mientras se llenaba, aproveché para desmaquillarme y en mi cabeza revoloteaban palabras de un lado a otro. Sabía mucho de psicología, era bastante buena en nociones de arte, pero la Segunda Guerra Mundial no era uno de mis puntos fuertes. Era un periodo histórico que siempre me había provocado demasiada tensión. Sin embargo, las palabras de mis profesores me afectaron profundamente.

No se trataba de mí, se trataba de nosotras.

No era la historia de mi abuela. Se trataba de nuestra historia.

Después de unos minutos de tranquilidad, dudé si coger un juguete y dejarme llevar o ponerme a trabajar. El deber ganó la batalla al placer. Cosas del respeto moral. Salí, me sequé rápidamente, me puse una bata y anudé una toalla en mi cabeza para no acostarme con el pelo húmedo. Fui a la nevera, agarré una Franziskaner, me senté en el sofá y cogí mi Mac.

Tecleé.

G Wolf

Pulsé enter. Me asombré. Todas las entradas en mi buscador remitían a un coche de juguete de radio-control. Busqué en las siguientes páginas de Google. Encontré un productor musical noruego, algún que otro escritor, una científica alemana del Weizmann Institute of Science y una psicóloga estadounidense experta en la interacción persona-máquina.

«Mierda», lamenté.

Definitivamente, aquella no era mi guerra.

Terminé la cerveza mientras disfrutaba de un capítulo de Chernobyl en HBO y, antes de irme a la cama, el placer terminó ganando la batalla al deber.

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