Hannah

Hannah


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Junio de 2019

Madrid

Me levanté con dolor de cabeza. No había descansado demasiado bien. La presión del legado de mi abuela me impidió dormir de un tirón.

«La verdad».

Ese era el leitmotiv de Chernobyl.

Mi ropa estaba tirada en el suelo y el Mac parecía reclamar de nuevo mi atención. La pereza se apoderó de mí.

«¿Qué más da?».

Café, tostada con aceite y un poco de aguacate.

Disfruté del desayuno.

En mi iTunes sonaba música española. Maren. Heroes Never Die. Cómo me gusta su voz.

Tarde o temprano tendría que volver a Florencia. No podía retrasar mucho más el trabajo del doctorado. Me dirigí a mi dormitorio y abrí el vestidor. Calcetines. Abrí un cajón. Me equivoqué.

Respiré profundo.

Allí no había calcetines. Solo pequeños recuerdos almacenados, desordenados, y una caja. Un tesoro.

Dudé.

¿Me equivoqué a propósito?

Me armé de valor.

Tomé la caja y me senté en la cama.

Tenía la sensación de que si abría aquel pequeño arcón, mi vida iba a dar un giro de ciento ochenta grados.

No estaba en la obligación de abrirla, pero aun así me dejé llevar.

Algo dentro de mí deseaba destapar aquello.

Allí estaban.

Mis punteras. Mis primeras punteras de gimnasia rítmica. Pequeñas, eternas. Almacenadas para recordarme quién fui y quién no llegué a ser. Pero allí estaban. Porque yo lo decidí. Porque eran importantes. Porque formaban parte de una experiencia. De mi memoria. Mi vida.

Recordé un par de preguntas de mi antiguo profesor.

«¿Dónde estaba ese werhpass?, ¿no había nada más?».

Cuando obtuvo las respuestas, dio la estocada final.

«Si tu abuela guardó ese pasaporte con los recuerdos más importantes de su vida, debió de ser por un motivo muy especial».

Allí estaban aquellas punteras de la niña que fui, y las guardé por un motivo muy especial. Junto a ellas, dos mujeres inseparables reposaban en una fotografía. Una señora y una niña. Una abuela y una nieta. Hannah y Hannah.

Mi yaya.

Cuánto la echaba de menos.

Mi abuela me inculcó los valores del deporte y del arte.

En realidad, me lo inculcó todo.

En ese momento fui consciente de lo que significaban las palabras de mi profesor y, por supuesto, cuán importante fue para mi abuela aquel pasaporte con su nombre escrito a mano.

Ella nunca me contó aquella historia, su historia, pero yo también guardé el secreto de tener unas punteras y una fotografía en un rinconcito de mi corazón.

«Preservar la memoria. Es lo único que tenemos».

De repente, otra vez vinieron a mi mente unas palabras que me dijo mi abuela antes de morir.

«“¿Qué más da?”, dicen los necios».

Aquello me taladró la cabeza.

«No soy una necia, abuela».

También recordaba otras palabras.

«Te digo que mires siempre más allá, como cuando analizas las caras de las personas».

¿Y si mi abuela quiso darme un pequeño empujón?

¿Y si intentó durante toda su vida protegerme de algo y, justo antes de morir, se dio cuenta de lo injusta que había sido aquella decisión?

Continué.

Abrí el portátil y probé suerte con otra entrada.

G. Wolf II Guerra Mundial

Nada de nada. Añadí las palabras «nazi» y «Alemania», pero tampoco tuve suerte. Me desesperé un poco. Empecé a sudar, fruto de la impaciencia. Se me ocurrió una locura. Aquella persona podría ser un hombre o una mujer. Debía buscar diferentes combinaciones. Me detuve unos segundos. Llegué a la conclusión de que la Historia, al menos en su mayor parte, había sido escrita para bien o para mal por hombres, así que comencé con el género masculino.

Nombres masculinos alemanes g

Accedí a un par de páginas y recopilé los nombres por orden alfabético. Combiné el apellido Wolf con los nombres que obtuve. No me llevaría mucho. Gebbert, Gebhard, Geert, Georg, Gerald, Gerd, Gereon, Gerfried…

Nada.

No lo dejé por imposible.

Se había convertido en una cuestión de orgullo.

«No soy una necia, abuela».

Curiosamente, en mi reproductor la voz de James Blunt generaba una curiosa coincidencia.

«Te estoy llamando por tu nombre, alza la cabeza».

Sabía que aquella canción nada tenía que ver con abuelas, pero me pareció una bonita sincronía.

Volví a teclear.

Gerhard Wolf

Pulsé enter. Aparecieron varias entradas. Las dos primeras me llevaban a Wikipedia. Menuda pereza.

La primera entrada hablaba de un Wolf escritor y editor alemán que todavía estaba vivo. Contaba con noventa años y, al parecer, había sido reclutado como ayudante de artillería durante la Segunda Guerra Mundial y fue hecho prisionero por los estadounidenses. Era una muy buena pista.

Tras unos minutos, me di cuenta de que no era la búsqueda correcta.

Con la segunda entrada tuve ciertos problemas, ya que no hallé en esa dirección de Wikipedia una traducción a mi lengua. Alemán, inglés, italiano e incluso latín destacaban frente al ausente castellano. Probé suerte con aquellas que dominaba, inglés e italiano. Allí estaba.

Gerhard Wolf.

Cónsul de Florencia. Murió en 1971. Famoso por salvar la vida de numerosos judíos durante la Segunda Guerra Mundial.

—¡Joder! —grité en mi apartamento.

No me lo podía creer. Acababa de localizar al protagonista de la historia. Aquel que aparecía en un documento de un nazi de 1942. El hombre que, al parecer, había escrito de su puño y letra el nombre de mi abuela, Hannah, con el enigmático número treinta y siete.

Una vez más, el número treinta y siete.

No solo eso.

No solo había encontrado a mi hombre. Me acababa de dar cuenta de que estaba mucho más cerca de lo que podía haber imaginado nunca.

Gerhard Wolf fue el cónsul de Florencia.

Me detuve un momento.

Dudé.

Me formulé varias preguntas.

«¿Qué rol desempeña un cónsul?, ¿cuál es la diferencia entre un consulado y una embajada?».

Tecleé en mi ordenador.

Diferencias entre cónsul y embajador

Pulsé enter. El embajador, según mencionaba la página web, es la persona que se encarga de proteger los intereses de su país en el Estado en el que se encuentra. Algo así como un intermediario entre los dos gobiernos. La principal preocupación de un cónsul, rango menor, son los conciudadanos que están viviendo en ese país extranjero.

Por fin me había ubicado entre las dudas diplomáticas.

Continué leyendo. Gracias al artículo en la lengua anglosajona, descubrí que Wolf fue obligado a pertenecer al Partido Nazi, que salvó judíos en Florencia, que evitó el expolio de obras de arte y que evitó la destrucción del Ponte Vecchio. Wolf también fue nombrado ciudadano honorífico de Florencia en 1955.

«¿Florencia? Joder, qué casualidad».

Tenía que celebrarlo. Ese tío había salvado el Ponte Vecchio.

Yo había leído que Hitler se enamoró de ese puente y que por ese motivo no lo voló en mil pedazos. Fake news de la Segunda Guerra Mundial.

Ya tenía por dónde empezar. Mi abuela era judía y su nombre aparecía en una libreta nazi. Leí el artículo en italiano, ya que su extensión era considerablemente mayor. No noté gran diferencia en cuanto a la información que me podía ser de utilidad. Sin embargo, ambas entradas remitían a una única nota a pie de página. Recomendaban la lectura de un libro publicado en 1967, Der Konsul von Florenz: Die Rettung einer Stadt, de David Tutaev.

«Alemán —pensé—, ni puñetera idea».

Tecleé en mi ordenador.

David Tutaev

Pulsé enter. Y antes de la primera entrada, una galería de imágenes mostraba las publicaciones de Tutaev.

«¡Vamos!», grité para dentro.

Casi me pongo a saltar en el sofá. Allí estaban las portadas de las ediciones en inglés e italiano. Ni rastro de mi idioma natal, pero valía de todas formas. Me llamó la atención la disparidad en los títulos. Mientras que la versión italiana utilizaba como reclamo El cónsul de Florencia, la edición inglesa defendía un titular más amarillo, El hombre que salvó Florencia. Además, en su portada, el David de Miguel Ángel portaba un brazalete con la esvástica nazi. Llamaba la atención, desde luego. La imagen era muy potente. Daba miedo. Entré en Amazon y encontré una copia británica de segunda mano por menos de dieciséis euros. Me hice rápidamente con ella. No tardaría en llegar.

Pensé en la embajada de Italia en España, ya que yo no tenía ni idea de alemán. Me habían llegado buenas referencias del equipo diplomático italiano. Una amiga mía me había invitado a un evento que celebraría la Asociación de Mujeres empresarias, profesionales, directivas y ejecutivas en los próximos días. El claim me pareció de lo más acertado: «Hermanadas: mujeres profesionales en Italia y España». Aproveché para mandar un mail de confirmación.

Asimismo, intenté dar una oportunidad al tercer Gerhard Wolf de la lista. Un científico que dirigía el Kunsthistorisches Institut in Florenz desde 2003. No me costaba mandar un mail a la dirección que me aparecía en la página web del instituto.

Días más tarde me contestarían muy educadamente sacándome de la duda desde la Direktionssekretariat de dicho instituto, comunicándome en inglés vía mail que el director del Kunsthistorisches y el cónsul de Florencia no estaban emparentados.

Fail.

Asistí finalmente aquel día de junio al evento de la embajada italiana.

Presentaba aquel muchacho que tanto le gustaba a mi abuela y la jornada fue espectacular. Cuatro encantadoras mujeres hablaban sobre la superación del pasado, los obstáculos del presente y el liderazgo del futuro.

Una comandante del ejército, una campeona de Europa de boxeo, una gran empresaria italiana y la directora de ELLE España.

Casi nada.

Tras aquel evento enriquecedor, mi amiga, algo más tranquila, me presentó a parte del equipo de la embajada italiana. El embajador Sannino fue amabilísimo, así como Clelia Brigante-Colonna y Ugo Ferrero. Cuando la tarde se fue relajando, le expuse mi problema al señor Ferrero, primer secretario de Asuntos Políticos y Prensa, quien no dudó en realizar una rápida llamada, a pesar de que la tarde ya había avanzado demasiado aquel jueves. Le dejé algo de privacidad y, tras colgar, me dijo que tenía buenas noticias. Había realizado una llamada al Instituto de Historia Alemana en Roma, donde consideraba que podrían tener algo de información sobre aquel hombre.

Me gustaba jugar con la traducción de su nombre.

Curiosamente Wolf, tanto en inglés como en alemán, significa «lobo». Para mí Wolf se acababa de convertir en el lobo de Florencia.

El olfato del señor Ferrero fue espectacular.

En tan solo unos minutos recibió un archivo por parte del Instituto de Roma. Un documento con una breve biografía de Wolf. Automáticamente, me reenvió el documento. Ya tenía algo con lo que poder contrastar todo lo que podría leer en el libro de Tutaev.

Me despedí del señor Ferrero con toda la gratitud del mundo y me fui a recoger el coche al aparcamiento de la calle Castelló.

De momento, no me había costado encontrar las primeras piezas de un puzle que no me apetecía demasiado montar.

Subía por Velázquez cuando me topé con un par de ancianos que observaban una placa situada sobre un portal. Calle Velázquez, número 93. La curiosidad me pudo. Miré a lo alto al pasar.

En esta casa vivió el embajador de España

Ángel Sanz-Briz que salvó del Holocausto

a miles de seres humanos en Budapest

el año de 1944

Tenía que ser una broma. Sanz-Briz salvó a judíos en Budapest. Wolf salvó a judíos en Florencia. Si aquello no era una señal, maldeciría la palabra serendipia el resto de mi vida.

Con aquel encuentro fortuito rondándome la cabeza, nada más llegar a casa indagué en las cuarenta y tres páginas que componían aquel informe del archivo del Instituto de Historia Alemana en Roma. Estaba redactado por Cornelia Regin en 1997 y revisado por Karsten Jedlitschka en 2005. Apenas cuatro páginas contenían algo de información biográfica sobre el cónsul Wolf. Las demás incluían un compendio de currículos, certificados, registros y otros documentos. Dudé sobre el relato de Tutaev. El autor firmó alrededor de trescientas páginas en torno a la biografía del cónsul, pero en el archivo de Roma tan solo tres páginas contenían testimonio de su actividad.

«¿Cuánto habrá de literatura en ese libro?», pensé.

Según el archivo, Gerhard Wolf nació el 12 de agosto de 1896 en Dresde. En noviembre de 1915 se enroló en el ejército como cadete, fue ascendido a alférez en octubre de 1917 y se le condecoró repetidas veces.

«Tenía experiencia militar». Lo resalté.

Una vez concluida su etapa militar, Wolf estudió Historia del Arte, Filosofía y Literatura en Heidelberg, Múnich y Berlín, así como Ciencias Políticas y Economía nacional. Se doctoró en Ciencias Políticas por la Universidad de Heidelberg. Allí forjó amistad con Rudolf Rahn, el embajador alemán en Italia desde la creación de la República de Saló. En mayo de 1927 ingresó en el cuerpo diplomático y trabajó durante 1927 y 1928 como secretario del entonces ministro de Asuntos Exteriores, Stresemann.

Fue cofundador y miembro del club democrático Quiriten. «Ironías del destino», bromeé. No era muy democrático lo que se hacía en Italia por aquel entonces.

En 1930 Wolf superó el examen diplomático y consular y fue destinado en primer lugar a la legación en Varsovia y posteriormente, en 1933, a la embajada del Vaticano. Ese mismo año se casó con Hildegard Wolf y en 1935 vino al mundo su hija Veronika.

«Un padre de familia demócrata trabajando para los nazis».

Yo trataba de quedarme con lo que consideraba más útil para mi investigación. Wolf trabajó en el departamento político del Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín y posteriormente fue destinado al departamento económico de la embajada alemana en París. De 1938 a 1940 dirigió el negociado de los colegios alemanes en el extranjero del departamento de cultura del Ministerio de Asuntos Exteriores en Berlín. Tras unirse al Partido Nacional Socialista Alemán por obligación, entabló contacto entre 1938 y 1942 con la Resistencia alemana. Desde noviembre de 1940 a julio de 1944 ejerció de cónsul en Florencia y de noviembre de 1944 a abril de 1945 dirigió la oficina en Milán del representante del «Gran Reich».

«Aquí estás, ya sabemos cómo llegaste a cónsul».

Ya no tenía ningún sentido quedarme en Madrid.

Había llegado el momento de volver a Italia para buscar a Gerhard Wolf.

Debía llamar a Noa.

Debía encontrar al lobo de Florencia.

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