Hannah

Hannah


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Marzo de 1941

Florencia

«Porta un bacione a Firenze».

La voz de Carlo Buti acompañaba a Wolf mientras repasaba su correspondencia sin dejar de pensar en su pequeña Veronika. Abandonar la suite del Hotel Minerva, la estancia que había sido su hogar durante los primeros cuatro meses en la ciudad del lirio, e instalarse en las colinas de la etrusca Fiesole había sido una gran decisión. No invertía demasiado tiempo en llegar a su oficina y en Le Tre Pulzelle, su pequeña villa del siglo XVI cercana a la Villa Médici, disfrutaba de la compañía de su amiga, su compañera, su confidente. Hilde, la mujer de su vida. También de la infancia de su pequeña Veronika, la niña más bonita del mundo. Aire puro, alejados del ambiente político enrarecido que se vivía en la ciudad. Solo necesitaba un automóvil. Tiempo al tiempo.

Su ayudante Hans Wildt interrumpió los quehaceres del cónsul.

Herr Wolf, tiene visita.

—¿De quién se trata? —preguntó levantando la mirada.

—Un hombre viene a poner una queja.

—Que pase.

Wolf se encendió un cigarrillo y abrió la ventana para no cargar el ambiente. Su nueva secretaria, Fräulein Maria Faltien, observaba sin decir palabra. El cónsul fijó sus ojos en Goethe. El empresario alemán no tardó en ingresar en su despacho. La secretaria apagó la radio.

—Buenos días, Herr cónsul.

—Dígame.

—Quería poner una queja, denunciar a una dama con ciertas, ¿cómo decirlo?, observaciones antipatrióticas.

Wolf cruzó las piernas y suspiró. Maria Faltien esbozó una leve e imperceptible sonrisa. Aunque llevaba poco tiempo en su cargo, sabía que ese era el típico gesto del cónsul cuando estaba a punto de escuchar algo que no le interesaba lo más mínimo. Gajes del oficio.

—Soy todo oídos —mintió el cónsul.

—Verá, estaba narrando a mi círculo de confianza cómo había rechazado a un conocido judío y a toda su familia en la puerta de mi propia casa. Es nuestro deber y obligación enseñarle a esa escoria el lugar al que pertenecen. Aquella dama, sin ningún consentimiento, se incorporó a la conversación acusándome de cobardía, ya que, según ella, era una historia muy desagradable.

—Ya veo… ¿Algo más que añadir?

—Por supuesto. Con toda soberbia, no dudó en decirme su nombre: Hanna Kiel. Espero que usted, como defensor de los intereses de los alemanes en este país, sepa tratar este asunto con la autoridad pertinente.

—No tenga ningún tipo de duda, señor. Muchas gracias por su declaración.

Wolf se levantó de la silla e hizo que Wildt acompañara al empresario alemán hasta la calle. Llamó la atención de su secretaria.

—¿Señor?

—Localice a una tal señorita Hanna Kiel, por favor. Es urgente.

—Ahora mismo.

Maria salió del despacho y encendió de nuevo la radio. Mientras tanto, Gerhard Wolf dedicó algunos minutos a redactar una carta a su amigo Rudolf Rahn, que en aquel momento se encontraba en Túnez como oficial político bajo el mando de las fuerzas alemanas. Tras la rúbrica, encendió otro cigarrillo y leyó la prensa. Las últimas jornadas habían sido especialmente intensas.

Los dos países que amaba, Alemania e Italia, acababan de bombardear Malta. El Führer y el Duce habían celebrado una reunión en Berchtesgaden y los británicos habían roto el frente italiano en la Eritrea italiana. Además una nueva ofensiva sobre Albania se cernía en el horizonte. El cónsul se llevó la mano a la frente, como si un pequeño dolor de cabeza lamentara las crónicas que acababa de leer.

Kriegbaum llamó a su puerta. La inesperada visita de su amigo le hizo relajarse un poco y, tras fundirse en un abrazo entrañable, bajaron a la calle para airearse un poco. Kriegbaum aprovechó para comentar con el cónsul las labores de protección que se estaban llevando a cabo en la catedral y en la iglesia de San Lorenzo. Lo contaba con la misma pasión de siempre, el ambiente bélico no había mermado su entusiasmo. Wolf observaba cómo su amigo movía los brazos y caminaba de un lugar a otro explicando asuntos serios. El cónsul verdaderamente disfrutaba con la compañía de aquel hombre. Wolf le explicó sus inquietudes respecto al pueblo florentino. El descontento se estaba volviendo cada vez más y más vivo, agudo y profundo. No se manifestaba públicamente, porque se decía que la gente todavía disimulaba por el miedo, pero en los círculos de confianza se daba rienda suelta a duras críticas y comentarios severos sobre la situación actual, sobre el Duce y sobre la tendencia general de las cosas, que, así se afirmaba, empeoraban día a día y que terminarían, según Wolf, en una catástrofe para Italia.

Maria tardó en regresar, pero lo hizo con la tarea encomendada llevada a la perfección. Iba acompañada por una señorita.

—Señor, la señorita Hanna Kiel.

Maria, con el permiso de Wolf, subió al consulado. Hanna Kiel se quedó frente a los dos hombres. Kriegbaum no entendía nada, pero poco a poco iba acostumbrándose a esas actitudes enigmáticas del cónsul. Kiel y Wolf se batían en una especie de duelo ocular. Ambos se escudriñaban mutuamente.

—Gerhard Wolf, cónsul de Florencia —se presentó él.

—Hanna Kiel, escritora antifascista.

Kriegbaum no salía de su asombro. Hablar abiertamente en contra del fascismo era algo más que peligroso. A Wolf, sin embargo, no le sorprendió aquella actitud retadora. Más bien le provocó una leve carcajada.

—¿Alemana? —preguntó el cónsul.

—Alemana expatriada —afirmó la señorita.

Wolf estrechó su mano.

—He oído todo sobre su última fechoría, señorita Kiel, y la apruebo a fondo. Creo que debería unirse a nuestra conversación.

Wolf ofreció un Toscano a Kiel, quien, sonriendo, aceptó de buen grado.

—Debe de ser usted muy observadora —comentó Wolf— para presentarse tan abierta y peligrosamente ante nosotros.

—Creo que el observador es usted. Yo he contado con la ayuda de su secretaria. —Kiel guiñó un ojo.

Durante unos minutos conversaron sobre ella y sus trabajos. Tres novelas y un proyecto de investigación dedicado a «L’influenza del Germanesimo sul Rinascimento». Después repasaron la situación de Florencia, Alemania y el conflicto internacional. La coyuntura en Italia se volvía cada minuto más tensa y el pasado mes de febrero había sido bastante complicado no solo en Florencia, sino en todo el mundo.

—Mientras el Duce se reúne con el caudillo español en Bordighera —Wolf hablaba con la mirada perdida—, los italianos pierden efectivos en el frente griego y los británicos bombardean este país.

—¿Muchas bajas? —preguntó ella, preocupada.

—No lo sabemos. —Kriegbaum empezó a colaborar, mostrando algo más de confianza—. Aún son incuantificables los daños sufridos, pero Génova, Pisa, Livorno y La Spezia han sufrido varios ataques. Están arruinando los puertos del norte.

Se generó un silencio incómodo. Una mujer entrada en años les sacó de ese breve momento de letargo.

—¿Cónsul Wolf? —preguntó la dama.

—Soy yo —respondió el cónsul apurando el resto del cigarro y dirigiendo la mirada hacia la mujer.

Signora Maria Comberti. Florentina, de San Miniato. Acabo de llegar de Alemania.

Wolf frunció leve e imperceptiblemente el ceño. Dudó. Escudriñó a la dama en busca de algo con lo que pudiera identificar sus intenciones. Nada. Pasó a la acción verbal.

—¿Mucho tiempo fuera?

—Nada más y nada menos que cuarenta años.

Wolf se puso en alerta. Aquella conversación no le provocaba confianza. Kriegbaum lo notó. «Alemania, demasiado tiempo fuera». Dejó hablar. La signora continuó.

—Tengo a mi hija conmigo y mi hijo sirve con los paracaidistas. Hemos venido para quedarnos y necesito un trabajo. Hemos contribuido en todo lo que se nos ha pedido. Incluso hemos donado nuestras baterías de cocina y las ollas de cobre para la fabricación de munición. Me preguntaba si podría ofrecer mis servicios como intérprete. Necesito urgentemente un trabajo.

Wolf se mantuvo en silencio. Alemania, demasiado tiempo fuera, hijo militar. La dama no se rendía. Justificaba que necesitaba aquel trabajo y sacó todas sus armas.

—Trabajé durante once años en el Tribunal de Justicia en Breslau.

—Polonia… —Aquella palabra fue todo lo que alcanzó a contestar Wolf.

—Así es.

El cónsul meditó unos segundos. No pudo adivinar si las intenciones de aquella mujer eran nobles o, por el contrario, se trataba de una trampa.

—Lo siento —zanjó ante la sorpresa de su compañía—, los puestos de intérprete están ocupados. Le deseo un buen día, signora Comberti.

La dama se quedó pasmada ante la frialdad del cónsul. Los rumores apuntaban a que se trataba de un hombre cálido y cordial, pero aquellas palabras cayeron como un jarro de agua fría. Demasiado directo, demasiado rudo.

—Buenos días.

Con aquella simple despedida, Maria Comberti, azorada, se marchó. De nuevo, el silencio se apoderó del trío. Fue la señorita Kiel, algo deslenguada, la que rompió aquella irritante monotonía apurando su cigarrillo.

—Así que tiene la capacidad, señor Wolf, en determinadas ocasiones, de dar la impresión de ser demasiado reservado y mostrar un carácter casi glacial.

—Son momentos difíciles. No me fío de Rettig —dijo mirando a Kriegbaum—. Uno nunca sabe cómo actuar con la Gestapo y los espías que me podrían mandar desde Berlín.

Tiró la colilla y, tras despedirse y haber emplazado a Kiel para volver a verse, regresó a su despacho con semblante serio. Kriegbaum y Kiel, que lo miraba con cierta fascinación, le dejaron marchar sin oposición.

Kriegbaum sabía que la situación del cónsul cada vez sería más complicada y que tarde o temprano caminaría por la cuerda floja. Consumía demasiada energía tratando de mantener un equilibrio que en algún momento saltaría por los aires.

—Está demasiado estresado, señorita Kiel —dijo Kriegbaum—, tiene que ocuparse de las Hitlerjugend que vienen a Italia de visita. ¿Quiere un caramelo?

Wolf cerró la puerta de su despacho y se quedó pensativo. Quizá aquella signora, Comberti, habría sido una buena incorporación para el consulado, pero no se podía permitir introducir profesionales que no pudiera controlar, gente en la que no pudiera confiar. Intentaba hacer la vida más fácil para los ciudadanos, pero no tenía muy claro si su desconfianza había condenado, de una manera u otra, la vida de aquella dama.

Aquello le atormentó unos instantes.

Miró de nuevo a Goethe.

«Quien en nombre de la libertad renuncia a ser el que tiene que ser es un suicida en pie».

—Quizá no te falte razón —le dijo a su litografía con algo de vergüenza.

Cerró la puerta de su despacho para acudir a casa junto a su mujer Hildegard y su pequeña Veronika.

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