Hannah

Hannah


16

Página 18 de 42

16

Junio de 2019

Madrid

Antes de volver a Florencia, decidí comer con mis mejores amigos para contarles qué me rondaba por la cabeza.

Tras un paseo matutino por el barrio de La Latina, me dirigí hacia el restaurante Oh Babbo, cerca del Teatro Real. Patri, Marta y Dani fueron partícipes de mi locura. Quedaría con Noa más tarde. Me preguntaron cariñosamente cómo me encontraba tras la pérdida de mi abuela.

Nos pusimos al día mientras nos comíamos una pizza de trufa.

Adoro la trufa. Trufa negra. Lo siento.

Dani y Marta acababan de ser papás. Patri estaba creando, junto a sus compañeros de Psicología, una organización que ayudaría a los deportistas de élite a encontrar su sitio tras la retirada de la alta competición.

Grandes personas con grandes sueños, que poco a poco se iban cumpliendo.

Cuando llegó mi turno les conté algo de mi vida en Florencia y qué me atormentaba últimamente: el hallazgo del werhpass y cada uno de los pasos que estaba dando para esclarecer la historia de mi abuela. Sabían dar buenos consejos, sin duda, pero sobre todo sabían escuchar.

La conversación derivó hacia Alemania en general, aquel país al que algunos, en otros tiempos, llamaban «el enfermo de Europa» por su obsesión por extenderse territorialmente, por su violencia y por su racismo. Nosotros, amantes de Grecia, no tardamos en poner encima de la mesa la cuestión helénica. Grecia, ese país que algunos periodistas consideran sumergido en una decepción crónica, perdonó a Alemania las deudas de la Segunda Guerra Mundial. No hace mucho Grecia luchaba por evitar la ruina y lo único que hizo Alemania fue apretar la soga del cuello de los helenos.

Tras quedarnos a gusto con nuestra crítica hacia Alemania, Dani tomó la iniciativa.

—Cosas buenas de los alemanes, venga. Empiezo. La cerveza.

—¡Cierto! La cerveza alemana de trigo es insuperable —añadí riendo—. ¡Viva el Oktoberfest!

—¿Los coches? —preguntó Patri sin tenerlo muy claro.

—¡Los coches! —afirmó Dani—. Siguiente. —Señaló a su chica.

—¡Las salchichas! —Marta se echó a reír.

—¡Correcto, cariño! ¿Pensabas en mí? —Dani besó a Marta—. ¿Algo más?

Bruno, el gigante italiano dueño del restaurante, se incorporó a la conversación.

—El pastor alemán.

Se hizo un breve silencio, pero después estallaron las carcajadas. Dani, con confianza, le lanzó la servilleta. El italiano, amigo del grupo, se dejó alcanzar.

—Gutenberg —dijo Patri.

—Eres un coñazo, Patri —bromeó Dani.

—Erich Fromm —continuó Patri con seriedad—. No te metas con Fromm.

—Apoyo a Patri —solté sin dudarlo—. Fromm y Goethe.

—¡Fromm y Goethe quedan desnazificados! —Dani se divertía con las burlas.

—¡Hugo Boss! —solté dejándome llevar.

—¡Premio! Aunque tiene un pasado oscuro, aceptamos la redención. Pidieron perdón. —Dani no pudo evitar una coletilla—. Yo sumo a Toni Kroos.

—¡Lili Marleen! —añadió cantarina Marta.

—¿Veis? —comenté, interrumpiendo la interminable lista que estaba colapsando la reunión—. No son tan malos los alemanes. No podemos juzgar a todo un pueblo, toda una historia, por un par de episodios bélicos.

Bruno se acercó de nuevo para tomar nota de los postres. Aquello nos permitió cambiar brevemente el rumbo de la conversación.

—¿Qué creéis que llevó a Hitler a iniciar la guerra? —preguntó Dani.

—Bueno, heridas narcisistas —respondió Patri.

—¿Cómo? —preguntó Marta.

Dejé hablar a Patri. Nos contó, de manera que se pudiera entender, que Freud publicó un texto en 1917 plasmando las tres heridas narcisistas de la humanidad. La primera fue el nuevo modelo de Copérnico, donde defendía que el amor propio del ser humano se vio afectado por la visión cosmológica, desplazándonos del centro del universo. La segunda herida la causó la teoría de la evolución de Darwin, donde se trataba de defender que no descendíamos de un ser superior, sino de un mono. La tercera, el inconsciente visto desde el psicoanálisis, intentando demostrar que no lo controlamos ni lo conocemos en profundidad. Es decir, que no somos dueños de nosotros mismos.

Dani y Marta comentaron aquellas heridas de la humanidad. Tenían la capacidad de hablar en serio y bromear al mismo tiempo. Eso me encantaba. Tomé la palabra.

—Posiblemente lo que desató la ira en un Hitler narcisista fue la amenaza que percibió sobre su autoestima.

—Querrás decir «nazicista» —soltó de repente Dani.

Todos reímos. Era bueno, muy bueno. Dani sabía relajar los ambientes tensos y aquel chiste era para enmarcar.

—Una herida en tu ego, eso es lo que te voy a provocar yo —le soltó Marta para después comérselo a besos.

Bruno, el dueño del local, se acercó con los cafés, los depositó en la mesa y esperó a que terminara aquella empalagosa situación.

—¿Queréis saber algo de Hitler?

Todos asentimos. El gigante italiano nos contó que «aquel enano», así llamó a Hitler, tenía ideas antisemitas desde que vivió en Viena. El alcalde de la ciudad ya era antisemita y Hitler lo admiró durante aquellos años. Fueron muchos los que culparon a los judíos de la derrota de Alemania en la Primera Guerra Mundial. Eso no era nada nuevo, pues ya quemaban judíos en la Edad Media, culpándolos de la peste negra.

—¿Cómo sabes todo eso? —pregunté disfrutando de su discurso.

—Leo libros, Hannah —me dijo sonriendo con mofa.

Stronzo —le respondí.

Tras los postres y los cafés, la seriedad volvió a adueñarse de la sobremesa. Creo que mis amigos notaron cierta preocupación en mi rostro. Patri me preguntó con interés qué es lo que iba a hacer en ese momento, cuáles serían mis siguientes pasos.

—Regresar a Florencia —contesté—. Posiblemente encuentre algo más allí sobre ese tal Wolf.

—¿Necesitas algo? —me preguntó Patri.

—Si te llamo por teléfono, cógelo. Creo que eres mejor psicóloga que yo —le dije.

—¿Psicoanalista? Seguro. —Se echó a reír.

—¡Seguro! —contesté totalmente convencida.

—Sé que tú eres de Ekman, pero hazme caso —me dijo con cariño—, échale de nuevo un vistazo a los arquetipos de Jung. Igual te ayuda.

Me apunté el consejo. Los conocía, por supuesto, pero aquellas palabras de Patri me sonaban a «Ya lo entenderás».

Nos despedimos con abrazos, besos y alguna que otra lágrima. Patri era muy sentimental y, aunque nos veíamos poco, sabía que esa amistad también era para siempre. Estaba segura de que a partir de esa comida todos estarían pendientes de mi nueva obsesión.

Paseé por Madrid en busca de Noa. Nos habíamos citado aquella misma tarde, cuando terminara la comida, y mientras iba a su encuentro, aproveché para pasear por las calurosas calles de mi ciudad. Me puse los auriculares y disfruté el último single de Carlos Goñi. Terminé sentándome en el Starbucks a esperar a Noa, mientras un frappuccino mocca blanco y Google me hacían compañía.

«Arquetipos de Jung».

Con solo un vistazo en mi iPhone supe a qué se refería Patri. Tenía que aceptar mi «sombra», mis pensamientos reprimidos y debilidades personales. Debía superar el bloqueo que, de vez en cuando, me instaba a abandonar aquella búsqueda. Mi moral y mi racionalidad me incitaban a continuar con la investigación sobre el pasado de mi abuela. Mi impulsividad me dictaba otra cosa, desistir de aquella locura. El ello de Freud quería ganar la batalla, y aceptar mi «sombra» era, sencillamente, imprescindible para mi autoconocimiento.

Dejé de taladrarme la cabeza.

Mi principal obstáculo era por qué mi abuela nunca me lo contó.

Pasé a Twitter, donde se vivía en directo la ira de los siete pecados capitales. Un lugar donde los ofendidos permanentes y los seres de piel fina disfrutaban del libre albedrío de la opinión tras un apocado anonimato.

Sin embargo, leí el texto de alguien que había colgado una maravillosa cita.

Y cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. ¡No! Ni siquiera estarás seguro de que la tormenta haya cesado de verdad. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que penetró en ella. Y ahí reside el significado de la tormenta de arena.

Bendito Murakami. No tenía ni puñetera idea de cómo saldría de mi tormenta de arena, pero aquellas líneas me sirvieron de inspiración.

Capturé la pantalla y la guardé en mis favoritos.

Recordé unas palabras de mi amigo Dani durante la cena: que Hugo Boss tenía un pasado oscuro. Aproveché para volver a trastear en Internet. El universo nazi sobrevolaba mi mente, a pesar del asco y el miedo que me provocaba. Sin embargo, durante los minutos que estuve buceando en la web, me enteré de que Hugo Boss fue miembro del Partido Nazi y confeccionó los uniformes de las SS; que el papa Benedicto XI había pertenecido a las juventudes hitlerianas; que Ferdinand Porsche también fue miembro del Partido Nacionalista Alemán y que su Volkswagen fue un diseño de la administración nazi; y que el Zyklon B, el gas de las cámaras de los campos de concentración, había sido fabricado por la farmacéutica Bayer, la de las aspirinas, y otras dos compañías alemanas.

Alucinante. Terrorífico.

Sin saber muy bien cómo, terminé mirando la definición de wehrpass en un libro sobre datos clave del Tercer Reich.

Me estaba volviendo un poco loca. Me aburría. Noa tardaba.

Era un registro básico personal, una hoja de servicio, de los miembros de las Fuerzas Armadas. Se les entregaba a los soldados cuando superaban su primer examen médico. Las libretas las portaban los dueños solo en periodos de inactividad. Así me lo hizo saber Querol.

Pobre Genz Klinkerfuts. Murió en el frente ruso y nunca pisó Florencia.

¿Cómo llegó aquel wehrpass a Florencia? ¿Cómo apareció el nombre de mi abuela anotado, supuestamente, por el entonces cónsul de Florencia?

Noa apareció con unas grandes gafas de sol para sacarme de aquella tortura. Me besó en la frente y fue corriendo a pedir algo para beber. A los pocos minutos estaba sustituyendo a las redes sociales.

Sorry! ¿Cómo te ha ido estos días, Hannah?

—Bastante mejor de lo que pensaba. En la embajada italiana trabaja gente maravillosa.

—Y ahora, con todo lo que sabes, ¿crees que es buen momento para pasar a la acción o te vas a quedar colgada con el puñetero Renacimiento?

Me tomé un momento para encarar la conversación con Noa. A veces, solo a veces, resultaba un poco agresiva al hablar. Intenté dar un rodeo.

—Tuve una profesora en la carrera de Psicología, Inma Puig, que nos planteaba una duda maravillosa. Siempre nos decía que nos bombardeaban con cursos sobre cómo hablar, pero nunca nos enseñaban a escuchar.

Noa no me dejó continuar. Se ofendió demasiado pronto y contraatacó.

—Pues me leí el libro que me recomendaste sobre el psicoanálisis de los mitos de Campbell y he descubierto cuál es tu problema. Tu negativa a la llamada. Cierras el oído a tus propios intereses y eres incapaz de cruzar ese umbral que te separa de tu círculo de confort, de todo aquello que desconoces. Yo también tuve un profesor en el Instituto Vasco de Criminología, Francisco Etxeberria, y una vez me dijo que todo en esta vida se puede dividir en dos cosas: aquellas que son pertinentes y aquellas que no lo son. Y tú, decidiendo no hacer nada, eres impertinente.

—Pero Noa…

—No, no lo intentes, Hannah, no lo entenderé nunca.

Noa cada vez estaba más enfadada.

Nos conocimos en la universidad. Nuestras vidas se cruzaron cuando decidí terminar Psicología con mención especial en Criminología. Allí descubrí lo incesante que podía ser cuando perseguía algo. Por eso se convirtió en criminóloga. Quería y sabía llegar al final de las cosas. Por eso estaba tan enfadada conmigo. Consideraba que era una obligación querer saber la verdad. Me lo había echado en cara desde que encontró el maldito wehrpass en casa de mi abuela. Yo sabía que nunca iba a parar, aunque le costara la amistad.

—Noa…

—¡Qué!

—Sobre lo de escuchar…

—¡No quiero escuchar!

—¡Lo decía por mí, estúpida!

Se hizo un silencio. Noa se quedó con los ojos abiertos. La gente de alrededor nos miró. «Mierda», pensé.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Estúpida. —Bajé la mirada—. Lo siento.

—No, imbécil. Lo anterior.

Levanté los ojos de nuevo.

—Que lo decía por mí. No sé escuchar. Y creo que ha llegado el momento de aprender a hacerlo.

Noa sonrió de oreja a oreja y se abalanzó sobre mí. Los dueños de las mesas adyacentes del establecimiento no pudieron evitar volver a dirigirnos sus miradas. «Están como una puta cabra», pensaron sin duda.

Acertaban.

—Pues tu profesora Puig tenía mucha razón.

—Tu profesor Etxeberria también.

Me abrazó y me comió a besos. Intenté zafarme de ella como pude, pero era igual de perseverante con las muestras exageradas de cariño. Saqué una pequeña carpeta y se la lancé. La abrió y observó el pequeño documento que había metido dentro.

—¿Has descubierto algo? —preguntó ansiosa.

—Calla y lee —zanjé.

Aquellos folios nada tenían que ver con el cónsul de Florencia. Guardaban relación conmigo. O eso quería creer yo.

En realidad se trataba de un estudio publicado en Biological Psychiatry sobre la herencia epigenética, es decir, sobre la transmisión de patrones que no vienen determinados por la secuencia genética. Aquel estudio demostraba que el trauma sufrido por los supervivientes del Holocausto se transmitía a los genes de los niños. Es decir, demostraba que los factores ambientales podían afectar a los genes de sus descendientes y que las experiencias de determinadas personas podían afectar a las generaciones posteriores.

—No sé cuánto de cierto tiene eso, pero ¿me puedes entender ahora?

—Por supuesto —me dijo con suavidad Noa.

Apuramos el café. El frappuccino mocca blanco se me había quedado frío. Noa, fumando, observaba la gente que pasaba de largo.

—Y ahora ¿qué hacemos? —preguntó afligida.

—Tengo que volver a Florencia.

Noa cambió su gesto y me miró con complicidad.

Sus ojos me hicieron saber que ya era hora de que volviésemos a Italia.

«Eres aquello que haces, no aquello que dices que harás».

Amén, Jung.

A Florencia.

A la caza del lobo.

Ir a la siguiente página

Report Page