Hannah

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Julio de 1943

Florencia

Noticias funestas para la Italia fascista.

A casi ochocientos kilómetros de distancia, el territorio italiano sufría una invasión no deseada. Sicilia era testigo, tres años después de la declaración de guerra por parte de Mussolini, de cómo las tropas aliadas decidían invadir el sur de Europa y reconquistar los territorios del fascismo. No dejaba de ser una gran estrategia para el tráfico del Mediterráneo. El ejército alemán fue humillado en Stalingrado y también lo sería en la tierra de los cíclopes.

En apenas un mes la isla estuvo en manos de los aliados.

Los civiles, aquellos ajenos a los delirios de grandeza de los líderes belicistas, fueron los que más sufrieron durante los bombardeos masivos. Los episodios de Milán, Génova, Pisa y Roma aceleraron un proceso que podría cambiar el curso de la Historia.

La ciudad eterna estaba a punto de estallar en aquellos últimos días de julio.

—Señores, han abierto ustedes la crisis del régimen.

Esas fueron las palabras del Duce Mussolini al conocer el resultado del escrutinio bajo el cual estaba siendo juzgado.

Reunido el Gran Consejo, el órgano principal del partido fascista y responsable de toda decisión política, se tomaba la decisión de romper relaciones unilateralmente con Alemania, proposición manifestada por Giuseppe Bottai, Dino Grandi, el antiguo ministro de Exteriores, y Galeazzo Ciano, el actual ministro y yerno del Duce.

Si tenía éxito la propuesta, Mussolini estaría prácticamente inhabilitado y el mando militar recaería de nuevo en el rey Víctor Manuel III «por el honor y la salvación de la patria». Ese era el principal objetivo del orden del día que había presentado Grandi.

Durante la sesión extraordinaria solo hubo dos abstenciones. Siete miembros allí presentes votaron en contra de aquella proposición y diecinueve votos decantaron la balanza en favor de la ruptura con Alemania.

—Han abierto ustedes la crisis del régimen.

El golpe de Estado había triunfado. El Duce fue arrestado. El general Badoglio fue elegido nuevo líder tras la caída de la dictadura. En un primer momento se planteó la posibilidad de declarar la guerra a los aliados, pero en un viraje de última hora Badoglio cambió de nuevo el rumbo del país.

Decidieron preparar la rendición y enmascarar el golpe de Estado.

El Corriere della Sera tituló su edición del lunes 26 de julio con una edulcorada cabecera.

La dimisión de Mussolini.

Badoglio, Jefe de Gobierno.

En el consulado alemán de Florencia, a última hora de la tarde, Gerhard Wolf se afanaba con la correspondencia pendiente mientras esperaba la visita de su buen amigo Kriegbaum y su colega, el director de la biblioteca de la galería de los Uffizi, Cesare Fasola.

Fraülein Maria Faltien entró en el despacho.

—Señor Wolf, su visita ha llegado.

La secretaria hizo pasar a los dos hombres y el cónsul les ofreció su despacho para poder charlar tranquilamente, lejos del oído enemigo.

Saludó cortésmente a Fasola y muy fraternalmente a su amigo Friedrich. En los dos últimos años su amistad se había consolidado fuertemente. Kriegbaum y Fasola extendieron sus papeles a lo largo de la mesa de Wolf. Kriegbaum empezó a señalar una lista tras otra.

—Veamos…, tenemos tres listas de obras de arte según su importancia. Las más importantes ya han sido retiradas. Nos urge la tercera lista. Son las obras que se deben proteger sin sacarlas de Florencia. Desde enero se están reforzando las defensas antiaéreas de los monumentos. Los cuadros de la exposición del Cinquecento han ido a parar a la Villa di Poppiano.

Las obras que pertenecían a la colección del Museo del Bargello estaban ya de camino al castillo de Poppi, según informó Kriegbaum. Por su parte, Fasola dio cuenta del destino de los globos terráqueos y algún que otro telescopio extraídos del Museo de la Ciencia. Habían sido trasladados al castillo de Cafaggiolo junto con los dibujos y los grabados de la galería de los Uffizi y algunos objetos rescatados del Museo degli Argenti.

Wolf preguntó por el estado de las iglesias. Estaban siendo protegidas por muros de mampostería. Por otro lado, las vidrieras en mayor o menor medida habían sido retiradas y los vanos se habían tapado con ladrillo. Kriegbaum le informó de que tenía documentación fotográfica si lo necesitaba.

—No se preocupe, Friedrich. ¿Cómo está actuando la Superintendencia de los Monumentos?

Fue Fasola quien aportó la información. Cada dos días salían camiones de Florencia cargados de obras de arte a diferentes destinos. Hacia los castillos de Poppi, Cafaggiolo y Poppiano, así como a los de Sant’Onofrio de Dicomano, Montalto, Dicomano y Poggio a Caiano y a las villas de Montegufoni y Badia de Passignano. Fasola apuntó que la Cassa di Risparmio de Florencia apoyaba todos estos movimientos y añadió que la Agenzia di Trasporti Espressi Univesali e Scampoli les estaban ofreciendo los embalajes y los medios de transporte.

—Aún queda civismo —suspiró Wolf—. ¿La Accademia, señor Fasola?

Este buscó entre sus documentos. Las obras sobre el David de Miguel Ángel estaban finalizando. La estructura de madera y los sacos terreros habían sido protegidos por muros de ladrillo. Bruno Bearzi, de la Superintendencia de los Monumentos, desmontaría las puertas del Battistero. Por otro lado, y aunque a priori se realizaba por un motivo meramente propagandístico, la Dirección General de las Artes del Ministerio de Educación había publicado un volumen con las actuaciones para la protección del patrimonio artístico. Wolf fue consciente de que habían cambiado el esplendor artístico de Florencia por la solidez y la frialdad del fibrocemento Eternit, pero sin duda merecería la pena.

—Han hecho un buen trabajo, caballeros —agradeció Wolf.

—No podemos hacer menos, señor cónsul —respondió con cierto protocolo Kriegbaum.

—¿Cuántas veces le he de recordar que puede llamarme Gerhard?

—Nunca serán suficientes —se avergonzó su amigo.

Wolf se levantó de su asiento y paseó algo nervioso por el despacho. Como de costumbre, abrió un cajón y sacó los Toscanos. Ofreció gentilmente un cigarro a sus visitas. Friedrich, agradecido, rechazó la invitación y Fasola prefirió uno de sus caramelos. El cónsul miró a Goethe. Al girarse, observó de nuevo a sus compañeros. Tras ellos, algo escondido, el retrato del Führer.

—¿Saben ustedes algo sobre el Einsatzgruppe Italien? —preguntó de repente Wolf.

Kriegbaum miró sorprendido sin entender. Fasola negó con la cabeza. El Einsatzgruppe Italien operaba desde el pasado día 1 de junio. Pertenecía a la Organización Todt y se encargaba de reparar infraestructuras y líneas ferroviarias dañadas por los bombardeos aéreos de los aliados. Lo lideraba el general Fischer. Wolf comunicó su temor de que tarde o temprano empezarían las redadas para reclutar trabajadores de manera forzada.

—¡Deberían arder en el infierno! —exclamó Kriegbaum sobresaltado.

—Ya no quedan infiernos como los de Dante, amigo Friedrich.

—La situación se está volviendo insostenible para los ciudadanos —agregó Fasola—. El dueño del bar Bruzzichelli, en Piazza Ciano, ha dicho abiertamente delante de varios clientes que la vida se ha vuelto insoportable debido al aumento de precio de todo y a que las nóminas de los operarios nunca llegan a tiempo. Están empezando a pasar penurias y la nutrición y la salud de los ciudadanos van a peor. La reducción de las raciones de pan ha provocado una situación catastrófica.

—Nuestra gente…, los florentinos no quieren esta guerra. —Kriegbaum se dejó llevar por la tristeza—. Siempre se ha dicho que Florencia era la ciudad más fascista de Italia. Bueno, yo no soy florentino, pero niego del modo más absoluto esta prerrogativa dirigida a mi ciudad.

Wolf dio una larga calada. Las noticias que llegaban al consulado alemán le provocaron cierto nerviosismo, algo que no se esforzaba por ocultar frente a aquellos hombres de confianza. El cónsul se llevó de nuevo el Toscano a la boca. En ese momento entró su secretaria como una exhalación. Llevaba un trozo de papel en la mano. Sin mencionar palabra se lo entregó a Gerhard Wolf.

—Lo acaban de decir en la radio —fue lo único que ella alcanzó a decir.

Entonces el cónsul lo leyó con atención.

El Duce Mussolini depuesto.

El Mariscal Badoglio toma el poder.

El silencio se apoderó de la sala. Ninguno esperaba esa noticia.

Fasola y Kriegbaum, con claras intenciones de celebrar la noticia, miraron a Wolf, el estadista del equipo. Su mente iba mucho más rápido que la de los demás. El cónsul intentaba mentalmente terminar el rompecabezas. Podría ser un golpe de Estado, ya que no contemplaba el hecho de que el propio Duce hubiese tomado la decisión de dejar su cargo voluntariamente. Su ego no lo permitía. Wolf pensó en el sucesor, Badoglio, toda una declaración de intenciones. Era el hombre que había sido acusado, por parte de los fascistas, de fracasar en la ofensiva contra Grecia. El mariscal desaconsejó al Duce entrar en la guerra en 1940. Ahora comprobarían si su cometido iba a ser firmar una alianza con los aliados o dejarse llevar por el cacique del Reich.

—No me gusta… —dijo cabizbajo Wolf con su mente puesta en Alemania.

—¿Qué es lo que no termina de convencerle, señor cónsul? —preguntó preocupado Kriegbaum.

—Algo va a suceder.

—¿Algo bueno o malo? —inquirió desconcertado Fasola.

—Ese es el problema, señor director. No lo sé.

Wolf miró por la ventana.

Quizá el armisticio depararía un futuro algo prometedor para el pueblo italiano.

Florencia estalló de alegría aquella misma noche, mientras continuaban reunidos. Las voces de algunos hombres que se habían lanzado a la calle para celebrar el fin del fascismo clamaban por el final de la guerra.

Finito Mussolini, finita la guerra! —gritaban por las calles mientras quemaban publicaciones fascistas, retratos del Duce o destrozaban sus bustos.

El cónsul y sus acompañantes observaron desde la ventana. Fasola señaló a alguno de los hombres que invocaban la paz.

—Aquel hombre es el doctor Pieraccini. Miren allá —señaló en otra dirección—, ¡es el profesor de la universidad, Giorgio la Pira!

Lo que en realidad pretendía comunicar Fasola era el hecho de que todos los enemigos del régimen fascista habían tomado las calles sin miedo. Los antifascistas florentinos, pobres desdichados, se centraban en una batalla local que creían poder ganar. Sin embargo, no tuvieron en cuenta lo que se avecinaba en el horizonte. La felicidad tenía fecha de caducidad. Los aliados tomarían el sur del país, pero la presencia nazi se intensificaría y el ejército alemán terminaría ocupando el centro y el norte del país. En poco tiempo, Florencia sería el campo de batalla de todos los ejércitos. Antes de que el desenlace final sucediera, los nazis se encargarían de sembrar el terror.

A miles de kilómetros de Florencia, Hitler se tomó el golpe de Estado como un atentado contra su persona.

—Es necesario pasar a la acción —dijo el Führer a sus adláteres.

Aquellas palabras solo significaban una cosa.

Las matanzas estaban a punto de llegar a la ciudad del Arno.

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