Hannah

Hannah


24

Página 26 de 42

24

Julio de 2019

Florencia

La noche anterior fue un cúmulo de extrañas sensaciones. Noa se había enzarzado con una tarrina de helado de stracciatella mientras veía un capítulo más de Juego de tronos. Yo salí a pasear. Ya conocía el final de la khaleesi. Me dirigí al Ponte Vecchio, menos transitado cuando se ponía el sol, decidida a encontrar la placa que encumbraba a Gerhard Wolf. En la entrada que le dedicaba Wikipedia solo aparecía una fotografía de ella. Quería ir en persona y encontrármela. Allí, ajena a la mirada de los turistas y de los propios vecinos florentinos, se erguía la placa de mármol en memoria de la concesión de la ciudadanía honorífica, instaurada por el Comune di Firenze el 11 de abril de 2007.

Gerhard Wolf (1886-1962). El cónsul alemán, nacido en Dresde, posteriormente hermanado con la ciudad de Florencia, representó un papel decisivo en la salvación del Ponte Vecchio (1944) de la barbarie de la Segunda Guerra Mundial y fue determinante en el rescate de prisioneros políticos y judíos de la persecución en el apogeo de la ocupación nazi.

Salvación del Ponte Vecchio. Aquello era llamativo y peculiar.

En realidad, lo único que me importaba de Wolf eran cuatro palabras y una cifra: Wolf, Hannah, niña, número treinta y siete.

Y con ese pensamiento volví al apartamento en Via dei Fossi y me metí en la cama. Durante muchos minutos no pude evitar pensar en mi abuela. Algunas lágrimas impregnaron mi almohada.

A la mañana siguiente madrugué demasiado, así que intenté aprovechar el tiempo. Me puse al día con The Walking Dead. Para mí había ido a peor, pero estaba deseando saber qué le sucedería a Negan. Menudo cabrón. Tras un par de capítulos bastante aburridos leí algunas noticias para saber qué había ocurrido en la ciudad durante mi ausencia. Dos semanas atrás, la República Federal de Alemania, en un acontecimiento histórico, devolvió la obra de Jan van Huysum Jarrón de flores a la República Italiana. Seguro que a mi abuela le habría encantado. La obra en cuestión era una de tantas que habían sido objeto de expolio durante la Segunda Guerra Mundial. Se realizó una gran ceremonia en la Sala Bianca del Palazzo Pitti, en presencia de los ministros de ambos países, del comandante general de los Carabinieri, del director de las galerías Uffizi y de muchas autoridades más.

Parecía que toda mi vida, tras la muerte de mi abuela, giraba en torno a Florencia y a los nazis.

Puse música, como siempre.

Ismael Serrano. Mi vida, no hay derecho.

Mi vida, no hay derecho a salir con miedo a la calle.

Dentro de poco toque de queda y refugios que arden.

Respondamos antes de que se haga tarde

o quizás un día despiertes y no haya nadie.

En ese momento me encontraba en mi apartamento esperando que llegara la hora en la que me habían citado en el consulado alemán de Florencia, frente a la Biblioteca Nazionale Centrale de la ciudad. Doce del mediodía.

Dejé las noticias y rastreé en eBay. Gerhard Wolf. Solo había una entrada, pero ¡joder!, qué entrada. Una tienda online vendía un libro del historiador de arte Bernard Berenson, Estética, ética e historia en el arte. Una edición florentina de 1948.

Había algo en particular que justificaba tan alto precio. Una generosa foto del vendedor me puso los dientes largos. En la primera hoja, esa que usan los autores para sus dedicatorias, había una firma manuscrita. El propio autor había dedicado unas palabras a un ávido lector: Gerhard Wolf. Mi lobo de Florencia.

A Gerhard Wolf.

Con todo mi agradecimiento,

de Bernard Berenson.

28 de junio de 1948.

Casi me dio algo.

Sentí la necesidad de hacerme con él. Busque quién lo vendía. Una librería en Berlín. Tuve que decidir entre aquel ejemplar de unos centenares de euros o las cervezas de los próximos meses. En esta ocasión, el deber se impuso al placer. Aquel libro posiblemente habría estado en las manos del protagonista de mi historia.

Decidí hacer un pequeño homenaje a los libreros, esos que estaban a pie de calle, que aguantaban estoicamente el envite de la venta online y que además me habían dado tantas alegrías en mi adolescencia. Así que caminé por la ciudad en dirección a la basílica de San Lorenzo y eché un vistazo en las librerías Giorni y Alfani.

La Giorni tenía una gran colección de fotos antiguas, fruto de una colaboración entre Foto Locchi, La Nazione y Monte dei Paschi di Siena. Entre ellas se encontraba Florencia en un lluvioso día de 1940, esperando en Piazza Signoria la segunda visita de Hitler a la ciudad. También había una foto de Gino Bartali, el ciclista que rescató a decenas de judíos, junto a su adversario y compañero Coppi. En un documental de Informe Robinson supe de su existencia y de sus gestas, deportivas y humanas. Mi sorpresa fue mayúscula cuando el propietario, Francesco, al darse cuenta de que estaba buscando información sobre Florencia durante la Segunda Guerra Mundial, me contó que su bisabuelo regentaba la tienda durante la contienda. Giulio Montelatici, un antiguo profesor de orquesta que se hizo sindicalista y diputado en el grupo parlamentario comunista representando al Comité Toscano de Liberación Nacional. Es decir, desafió a los nazis entre libro y libro. Podría haber conocido a Wolf.

Recordé la letra de Serrano. «No hay derecho a salir con miedo a la calle». Eso vivieron, sin duda, en la Giorni de 1940.

Tras aquella agradable conversación, partí en dirección a la Alfani.

Su dueña, Serena, me enseñó un interesantísimo ejemplar sobre el periodo de la ocupación alemana en Italia. Una traducción completa al italiano de la documentación inédita de los comandos militares alemanes en la Toscana. Quizá era demasiado para mí, pero quise comprobar si tenía un índice onomástico. Así era. En la página cuatrocientos cincuenta vi la luz. Una sola entrada, pero me supo a victoria.

Wolf, Gerhard, 19.

Me fui rápidamente a la página diecinueve. La dueña de la tienda disfrutó de ese momento. Sabía que acababa de vender un libro de cuarenta euros.

Aquello era un informe del Militärkommandanturen. Un testimonio de un comandante militar alemán fechado en 1943 de apellido Von Kunowski. En el reporte informaba al general plenipotenciario de la Wehrmacht en Italia de quiénes colaboraban con las oficinas alemanas en la ciudad de Florencia. Desde la policía hasta la Organización Todt pasando por el consulado alemán. Sin embargo, en este último punto, el comandante indicaba actividades que podrían inducir a la sospecha en torno a la figura del cónsul Wolf.

Me dio la sensación de que tras aquel informe tuvieron al cónsul bajo vigilancia. Este descubrimiento me provocó demasiada tensión. Aunque intenté calmarme y convencerme de que tras la reunión en el consulado quizá podría sacar conclusiones menos precipitadas, no pude evitar estremecerme.

Yo jugaba con ventaja.

Aquel archivo del Instituto de Historia Alemana en Roma que me había proporcionado la embajada italiana en España hablaba de la vida de Wolf tras los juicios de Núremberg. La placa del Ponte Vecchio también.

Con aquel pequeño botín me dirigí al consulado alemán. Atravesar la ciudad me llevó solo veinte minutos. Recorrí la Via Ricasoli con el único fin de presentar por enésima vez mis respetos a Brunelleschi. Rodeé la parte exterior del deambulatorio y continué en dirección al Museo Nacional del Bargello. Me parecía increíble que un lugar como aquel, custodio de algún Michelangelo, Donatello y Verrocchio, hubiera sido hasta 1865 un Palacio de Justicia en cuyo interior se habían celebrado ejecuciones. Giré por la Via dell’Anguillara para desembocar en la Piazza di Santa Croce. Un mes atrás, en junio, se celebraron los míticos encuentros del Calcio histórico. Una mezcla de deporte y brutalidad que databa, como mínimo, de 1580. Curiosamente, fue Mussolini el que rescató esta tradición en 1930.

Entre las riadas de turistas que perseguían carteles y puestos de imanes y demás suvenires, un abuelo jugaba con su nieta en uno de los bancos de piedra que rodeaban la plaza. La pequeña trataba de encontrar un caramelo escondido entre los puños cerrados de su abuelo. Tenía que adivinar dónde se encontraba el dulce.

Me detuve a observar. Me pareció muy tierna aquella situación. Saqué mi iPhone y, sin su permiso, inmortalicé la escena. Me juré que no compartiría aquella foto. Era solo para mí. Me recordó la complicidad que tenía con mi abuela. La añoranza no me impidió disfrutar de aquel momento.

La niña acertó y se llevó el premio. Tenía un caramelo. Tenía su tesoro.

—¿Señor Banchelli? —le dijo una joven que parecía ser una guía turística.

—Soy yo —replicó el anciano al tiempo que se guardaba un segundo caramelo en el bolsillo—. Puede llamarme Dino.

—Encantada, Dino. Me llamo Alice. Seré su guía en la basílica. Acompáñenme.

Los tres partieron en dirección al panteón de las glorias italianas. Aquel anciano hizo trampas, pero gracias a esa pequeña estafa, siempre beneficiosa para su nieta, me enamoré de ese tal Dino Banchelli. No lo volvería a ver.

Desde la Piazza di Santa Croce caminé los pocos metros que me separaban del consulado. Frente a un aparcamiento de bicicletas ubiqué Corso dei Tintori, número 3. Allí se encontraba el consulado alemán. El gran portón de madera estaba abierto, así que caminé directamente a su interior. Al fondo a la derecha me topé con un pasillo enrejado. Un cartel indicaba el acceso al consulado, pero no encontré el telefonillo automático. Deshice mis pasos y me situé de nuevo en el exterior del edificio. Me fijé bien. Allí estaba. Llamé al portero. Escuché un sonido al fondo y supuse que se había abierto la verja. Caminé rápidamente y conseguí acceder. A la derecha, la escalera desembocaba en otra puerta de madera, más pequeña, con un escudo redondo sobre ella: una rodela amarilla, enmarcada en un círculo rojo y con un águila negra en su epicentro. Se podía leer «Bundesrepublik Deutschland Honorarkonsul».

Llamé.

Me atendió una señorita con gafas, rubia, con pelo corto y una amable sonrisa. Me hizo rellenar una ficha con mis datos. Entre ellos, «por quién preguntaba». No tenía ni puñetera idea de por quién debía preguntar. Estaba allí porque me habían telefoneado. Suponía que en algún momento podría explicar que eran ellos los que me habían llamado. Me senté en una sala de espera, donde una mujer y un joven aguardaban su turno. Ambos estaban ensimismados en sus teléfonos. Miré a mi derecha. Una ventana ventilaba el lugar y era de agradecer. A escasos metros de nosotros, el Arno seguía su curso.

El muchacho entró primero.

Un cartel de la «Alemania Marina» decoraba la pared sobre la que me había apoyado. Frente a mí, un cuadro de Múnich y, sobre él, una manufactura en forma de corazón que celebraba el hermanamiento de Baviera y Toscana en un encuentro en Volterra en el 2008.

Entró la señora.

Minutos después, otra mujer, con la misma cálida sonrisa que la anterior, me hizo pasar a su oficina. Allí colgaban dos pequeñas plantas de la pared. Un vinilo negro con motivos floreados decoraba la estancia. Me preguntó amablemente y en italiano qué necesitaba.

Tras advertirle que era la Hannah a quien ellos habían llamado y sin explicarme por qué se habían puesto en contacto conmigo, me invitó a que le contara mi odisea. Ella escuchó atentamente hasta que expuse las últimas palabras de mi historia.

—Así que hay otra Hannah luchando activamente contra el régimen nacionalsocialista.

—¿Perdón? —fue lo único que alcancé a decir.

—Hannah Arendt, una alemana apátrida cuando el régimen decidió retirar su nacionalidad. Te sugiero que leas sobre ella. Un claro ejemplo de empoderamiento femenino. Pero no nos desviemos del tema que te ha traído aquí. Nos llamaron de la embajada italiana en España. Nos pusieron brevemente al tanto de lo que buscabas, pero tu historia va más allá. Tiene muchísima humanidad.

No supe qué contestar. Sonreí tímidamente agradeciendo el cumplido.

—El consulado de Alemania ha sufrido muchos traslados desde la Segunda Guerra Mundial. No ha quedado nada del registro de Gerhard Wolf en nuestro archivo.

Callejón sin salida. Ahí terminó todo para mí. En el consulado alemán no guardaron ningún registro. Al parecer, tras la derrota germana, los alemanes se encargaron de borrar esa parte de su historia, llevándose por delante los microrrelatos de aquellos héroes que, en silencio, intentaron separar a Florencia de la oscuridad.

Con un sentimiento de desamparo total agradecí el tiempo a aquella mujer y me levanté para abandonar el consulado.

—Disculpe —me dijo la trabajadora.

—No pasa nada, muchas gracias —contesté amablemente.

—No he terminado.

Me quedé inmóvil, con los ojos abiertos de par en par. Había metido la pata. Solté mi mochila y me giré de nuevo hacia aquella señorita. Ella sonreía.

—El motivo de nuestra llamada es porque tenemos una buena noticia que darle.

Me puse nerviosa. Me estaba imaginando con Noa, celebrando lo que fuera, con un par de birras Moretti. No contesté. No podía. No quería. Aquella mujer me evitó el suplicio.

—Señorita Hannah, la hemos llamado para informarla de que Veronika Wolf, la hija de Gerhard Wolf, está aquí, en Florencia.

Ir a la siguiente página

Report Page