Hannah

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Noviembre de 1943

Florencia

Ante la ineficacia italiana, la Wehrmacht no cejó en su empeño de seguir reclutando trabajadores. En aquel momento, solo los romanos temían ser reclutados en las redadas. Florencia aún quedaba lejos, pero los italianos se encontraban indefensos, ya que el Cuerpo de los Reales Carabineros, su policía, tras continuas humillaciones por parte de los alemanes, había sido disuelto por la nueva República Social Italiana, acusado de tomar parte en la caída de Mussolini. Sin la autoridad de los carabineros italianos, aquellos que conocían perfectamente la ciudad empezaban a temer el auge de peligrosos brotes anárquicos.

El coronel Von Kunowski no lo había olvidado. Tras las detenciones de los amigos de Alemania, Gerhard Wolf había solicitado algo más de control en determinados asuntos que no eran de su competencia.

A Von Kunowski le había parecido justificable que el cónsul defendiera los intereses de su país por encima de todas las cosas, sobre todo cuando los soldados alemanes estaban luchando en el frente sur y los jóvenes italianos no hacían absolutamente nada fruto del miedo o la holgazanería, pero cada uno debía tener muy claro cuál era su rol en el Tercer Reich. Ese era al menos su pensamiento. También el de Rettig, que contaba con su apoyo. Una llamada fue suficiente para que el coronel enviara el informe.

Florencia, 18 de noviembre de 1943

Comando militar 1003 MVGr

Al general plenipotenciario de la Wehrmacht en Italia.

Reporte de la situación.

Las siguientes oficinas están ubicadas en Florencia y se relacionan con los comités de MVGr o colaboran con las oficinas alemanas:

Comando económico.

Oficial de enlace de la policía.

Destacamento del personal de propaganda de Bolonia.

Oficial de prensa del plenipotenciario alemán Rahn.

Destacamento alemán en el instituto geográfico militar.

Organización Todt.

Policía secreta de campo.

Equipo de empleo de Sauckel en cada provincia.

Sucursal de la Reichskreditkasse.

Consulado alemán.

La posición y el alcance de las competencias del cónsul alemán requieren aclaraciones, dada la situación actual. El cónsul local Gerhard Wolf, con el que existe una relación personal de excelente intensidad, considera oportuno ofrecer su colaboración en temas políticos generales, administrativos y económicos en una medida que va más allá de la idea que tiene el jefe de la administración militar en cuanto a las responsabilidades de un cónsul. Al hacerlo, apela a las disposiciones del plenipotenciario señor Rahn, de las cuales no tenemos conocimiento. E incluso si la forma de pensar del cónsul Wolf, gracias a su personalidad demasiado amable, hasta ahora no ha provocado en ningún caso dificultades, sin embargo, y en vista de los posibles casos que podrían ocurrir en el futuro, parece oportuno llegar a una aclaración de los informes que deben estar entre los cónsules y la administración militar alemana.

Von Kunowski

Coronel y comandante

Ajeno a las palabras que Von Kunowski enviaba al general plenipotenciario de la Wehrmacht en Italia, Gerhard Wolf seguía trabajando en su oficina. Acababa de colgar el teléfono. Tras el incidente con Hilde y Veronika, y después de comprobar el horror que se vivía tanto en alguno de los sótanos de aquella ciudad como en los conventos a plena luz del día, el cónsul vivía excesivamente intranquilo. Demasiados frentes abiertos y las manos atadas. Se sentía solo, en ocasiones desorientado, y no tenía muchos recursos para poder realizar su labor, velar por los inocentes, con la confidencialidad que necesitaba. Sin embargo, aquella llamada le sacó de su tormento durante unos momentos. El embajador alemán tenía buenas noticias para Florencia.

—Tranquilo, Wolf —le había dicho su amigo Rahn tras preocuparse por su familia y conocer su estado en Suiza—, el Führer me ha confesado que Florencia no solo es estratégicamente importante desde un punto de vista militar. Me ha dicho que es también una ciudad demasiado hermosa para destruirla. Me ha pedido que haga lo que pueda para protegerla. Me ha dado autorización para declarar de manera no oficial «ciudad abierta» a Florencia.

Tras colgar, Wolf no respiró aliviado.

«No oficial».

«Joder —pensó Wolf—, es el puñetero Führer, ¿qué diablos significa “no oficial”?».

Al cónsul no le inquietaba el azar de la ciudad, pues sabía perfectamente que para Hitler Florencia no dejaba de ser una especie de escaparate propagandístico. Le preocupaba el destino de los florentinos, que poco a poco mermaban ante la falta de recursos. Las raciones de pan habían caído a la ínfima cantidad de los doscientos gramos cada una.

«El hambre. Eso sí es oficial».

Tenían que declarar Florencia ciudad abierta irrebatible y oficialmente, de una vez por todas, o el pueblo moriría por culpa de la guerra, por culpa del hambre o por culpa de la Banda Carità. Los aliados tampoco respondían ante la petición de declarar Florencia una ciudad abierta pública y legalmente.

Wolf había tenido la oportunidad de visitar aquella mañana temprano al director del Museo Bargello, el profesor Rossi. Desde los mandos de las SS, su mujer había sido señalada como judía y el apartamento del director había aparecido totalmente desmantelado. Wolf había requerido al teniente Schmidt de las Schutzstaffel que le proporcionara algo más de información, pero, ante el silencio administrativo, no tuvo más remedio que recomendar al director del Bargello que su mujer permaneciera oculta. Si las SS la encontraban, nada podría hacer por ella.

—Se supone que un cónsul alemán —explicó Wolf al profesor Rossi— no puede ayudar a los judíos.

Aunque, en realidad, esa era su misión principal como cónsul y como ser humano y así lo haría saber a quien fuera necesario. Aquella misma tarde tuvo su oportunidad.

Tras una modernización necesaria, se inauguraba el Collegino San Pietro, en el municipio de Sesto Fiorentino, al norte de la ciudad, para dar cobijo a todos los niños que habían perdido a sus progenitores en la guerra. La marquesa Maria Teresa Pacelli fue la encargada de dar vida a la iniciativa y el cuidado del centro fue confiado a la Congregación de Don Orione, tan versada en proteger a los pobres.

Al tratarse de un asunto con cariz religioso, tanto el arzobispo de Florencia, el cardenal Elia Angelo Dalla Costa, como el rabino de la ciudad, Nathan Cassuto, asistieron a la ceremonia. Ambos se profesaban mutuamente un absoluto respeto y su relación era excelente. Wolf, en calidad de diplomático, confirmó su asistencia e intentó aproximarse a los círculos eclesiásticos con el fin de sembrar la semilla de su sosegada obsesión: nombrar Florencia ciudad abierta.

Aquella tarde vieron desfilar a una treintena de niños. Los primeros ocupantes de aquel lugar pintado de esperanza. Todos ellos, de entre seis y doce años y con ropajes bastante deslucidos, parecían ajenos a las cuestiones bélicas, a pesar de que todos compartían algo: eran daños colaterales del conflicto.

Wolf se acercó a las autoridades eclesiásticas y saludó al rabino y al cardenal, que se encontraban en el exterior del collegino.

En aquel momento, un pequeño se tropezó con la pierna de Wolf y cayó al suelo golpeándose el trasero. El niño se quejó durante un instante. El cónsul lo miró fijamente con indulgencia. A continuación se llevó la mano al bolsillo interior de su chaqueta y se arrodilló frente a él.

—¿Cómo te llamas?

El pequeño no contestó y continuó con sus sollozos.

—Si me dices tu nombre, jugaré contigo.

Entonces el niño dejó de llorar y se incorporó. Wolf le mostró sus manos cerradas.

—Si adivinas dónde está el caramelo, será todo tuyo.

El zagal, emocionado, buscó la complicidad del rabino Cassuto y del cardenal Dalla Costa, quienes, sumándose al juego del cónsul, se hicieron los despistados para obligar al chico a tomar la decisión.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el cónsul.

—Dino Banchelli —acertó a decir con los nervios a flor de piel—. Voy a cumplir seis años.

—¡Vaya! —teatralizó Wolf—. Eres todo un hombre. Vas a tener que decidir tú solo, Dino.

Aquellas palabras fueron el empujón que necesitaba el chico. Sin pensarlo más, posó su diminuta mano sobre el puño izquierdo de Wolf. Este, intentando imitar la maestría con la que su amigo Kriegbaum realizaba aquel pequeño pasatiempo, hizo una pausa acompañada de un incómodo silencio, para después abrir la mano lentamente y mostrar el contenido de su puño.

Allí estaba el caramelo. Un Rossana. El pequeño Dino tomó su tesoro y, sin despedirse, desapareció corriendo para unirse a un grupo de chiquillos que correteaban por el recinto.

Wolf se incorporó de nuevo frente al rabino y al cardenal. Sonrió, y no pudo evitar acordarse de su pequeña Veronika.

—«Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de Dios es de quienes son como ellos» —dijo Dalla Costa citando el evangelio de San Marcos.

—Estoy lejos de ser un mesías, señor obispo —contestó humildemente Wolf.

—Pero adora a los niños.

—Adoro a la raza humana. Aún me queda algo de fe.

—¿Tiene caramelos para toda la raza humana? —añadió el rabino Cassuto con una cálida sonrisa.

—Disculpe, no sé qué ha querido decir.

—Para ellos —dijo señalando a los pequeños— siempre tendrá dulces, ¿verdad?

—Eso espero… —contestó con cierto pesimismo Wolf.

—Me refiero —continuó el rabino— a que si el pequeño hubiera elegido la otra mano, siempre habría encontrado un caramelo, ¿no es así?

El cónsul levantó su puño derecho y abrió la mano. Allí estaba, otro caramelo. Era más fácil multiplicar dulces que panes y peces. Miró al rabino y sonrió. Cassuto, cómplice, le devolvió la sonrisa con la misma calidez. Y Wolf sintió un escalofrío. Aquella reminiscencia le hizo viajar en el tiempo un par de segundos hasta el Ponte Santa Trìnita. Recordó una cita de la Divina Comedia de Dante: «No hay mayor dolor que recordar la felicidad en tiempos de miseria».

—He oído mucho sobre usted, señor Wolf. Tenemos el mismo peluquero en Novella. Usted quiere salvar el mundo. —Cassuto, miembro del comité de la Delegación de Asistencia a los Emigrantes Judíos, se presentaba así como un confidente aliado.

—Me conformaría con salvar Florencia, me temo.

—¿Cueste lo que cueste? —preguntó Dalla Costa.

—Esa decisión se tomará en el momento adecuado si ha de tomarse, señor cardenal.

—Creo que esa decisión ya la tomó usted, señor Wolf —replicó el clérigo—. Por lo que tengo entendido, su mujer y su hija, lamentablemente, han tenido que abandonar el país.

—Fue una decisión tomada a consecuencia de una situación límite, señor obispo. Creo que usted sabe de eso. Intentar intercambiarse por unas monjas encarceladas por dar cobijo a mujeres y críos judíos es tomar una decisión en una situación límite, ¿no cree?

Dalla Costa quedó sorprendido ante la revelación de Wolf. Sin duda, aquel hombre sabía informarse acertadamente.

—Es mi deber como cristiano —fue lo único que contestó.

—Estamos constantemente en una situación límite —añadió Cassuto—. Y tomamos asiduamente decisiones en función de esas situaciones.

El cardenal, precavido, agarró el brazo de su compañero, tratando de evitar que continuara. No lo consiguió. Wolf se percató y ayudó a que fluyera el coloquio.

—Señor Dalla Costa, no tiene de qué preocuparse —dijo para suavizar hábilmente el ambiente—. Conozco la clandestina Delegación para la Asistencia de Emigrantes Judíos en Via Pucci y sé lo que están tratando de hacer. Lo apruebo.

Cassuto y Dalla Costa se miraron para reafirmarse.

—Cardenal —le dijo el rabino—, solo confiando los unos en los otros lograremos poner fin a la barbarie, ¿no cree? Mi pueblo está siendo sacrificado. —El cardenal asintió. El rabino continuó—. Tenemos hombres que nos ayudan, señor cónsul. Hemos creado una ruta desde Florencia a Asís, abarcable en una jornada, a fin de proporcionar la documentación que sea necesaria para salvar a mi gente.

—¿Qué papel represento yo en esta trama, señores? —preguntó Wolf desconcertado.

—Necesitamos que, como miembro del cuerpo diplomático, entregue los pasaportes a las familias necesitadas.

El cónsul se detuvo un momento. Necesitaba ordenar sus pensamientos, asimilar toda la información. Él trataba de salvar la ciudad de Florencia y, con ella, a todos sus ciudadanos, pero siempre había sido demasiado desconfiado y había intentado realizar esta proeza en solitario. Sin embargo, ante él se abría una nueva posibilidad: establecer una red de contactos que pudiera afianzar y asegurar la viabilidad de su objetivo. Aquellos hombres parecían decir la verdad, aunque no pudo dar con un motivo que le llevara a confiar plenamente en ellos.

—Observo la duda en su rostro, señor Wolf —le dijo Dalla Costa—, pero recuerde que el único nazi en esta conversación es usted. Deberíamos ser nosotros los temerosos.

—¿Quién es el correo? —preguntó el cónsul.

Aquellos hombres de fe dudaron si debían revelar el nombre del infiltrado. Wolf realizó las funciones de árbitro entre los dos.

—Señores, tarde o temprano terminaré por saberlo —se sinceró—. Rabino, usted ha dicho que han creado una ruta abarcable en una jornada. No hay que ser demasiado perspicaz para saber que no son muchas las personas capaces de recorrer más de trescientos kilómetros en un día. Y las carreteras están vigiladas. Solo la admiración podría sortear fácilmente los controles.

Los otros dos hombres se rindieron ante la evidencia.

—Gino Bartali —contestó el rabino.

—El ciclista. Es lógico, aunque es considerado uno de los símbolos y emblemas del Partido Nacional Fascista.

—Efectivamente —constató el cardenal. Wolf esperó con media sonrisa—. Y queremos que lo siga siendo. Bartali es un héroe nacional, señor cónsul. Nadie duda de él. Sin embargo, transporta en su bicicleta la documentación que necesitamos. Es una garantía.

Wolf cayó en la cuenta de que no podía saberlo todo. Eso le volvía vulnerable y no lo terminó de apreciar en demasía. No tuvo tiempo de profundizar en los detalles de la conversación. Súbitamente, el silencio se apoderó de los invitados, que se encontraban fuera del collegino, apurando unos cigarros. Tan solo algunos pasos lejanos, el sonido de los niños que no cesaron de corretear por los alrededores, acompañaban el ambiente de terror que se acababa de crear.

Mario Carità, con atuendo burgués, caminaba a escasos metros del convite acompañado de veinte secuaces armados y cinco partisanos apresados que provenían de Monte Morello, cerca del pequeño pueblo de Le Catese. Todos los allí presentes, conocedores de que la banda estaba financiada por los activos expropiados a los judíos florentinos, no pudieron sentir sino aflicción por el destino de aquellos muchachos, guerrilleros de la libertad.

Carità se hizo el importante y sacó pecho entre su comitiva. Reconoció a lo lejos a Gerhard Wolf, al cual saludó con ironía. Este sintió cómo su estómago se revolvía. Una vez más, el tormento de aquella habitación le congestionaba el alma. Su cuerpo se tensó. Deseaba con toda su alma derribar aquella cuadrilla. El rostro de Carità se tornó serio e iracundo cuando reconoció al rabino de Florencia. No le hizo demasiada gracia aquella trinidad: el rabino, el cardenal y el cónsul. «El alemán está buscando aliados», pensó preocupado Carità.

Acto seguido dio media vuelta y ordenó a su brigada que se dirigiera a la puerta del albergue. Rápidamente, Teofilo Tezze, un clérigo de tan solo veintiún años que se hacía cargo de los pequeños, los introdujo en las dependencias por temor.

No fue una decisión intrascendente.

Carità y sus secuaces se presentaron frente a Wolf, Dalla Costa y Cassuto. Con un par de gestos con la mano, obligó a los cinco prisioneros a hincar la rodilla en el suelo. El cónsul reconoció el acento de aquellos hombres. No era alemán, no era italiano. Hablaban español.

—Estos hombres no son partisanos. Exijo que se me presenten los cargos.

Carità rio a carcajadas.

—¿A usted, señor cónsul? ¿Por qué motivo?

—Para no iniciar un conflicto diplomático con España. Son nuestros aliados, debería tener conocimiento de ello.

—Comunique a su país aliado, España, que hemos detenido a cinco anarquistas y comunistas veteranos de su guerra civil. Posiblemente el general Franco apruebe lo que estoy a punto de hacer.

Wolf no tuvo argumentos para rebatir aquello. Maldijo su mala suerte. Carità era más inteligente de lo que había imaginado y estaba a punto de salirse con la suya. Miró al cardenal. Este, levemente, negó con la cabeza. Poco podían hacer por ellos, contra esa condena. Si se hubieran identificado como judíos, su destino habría sido la deportación. Al ser declarados miembros de la Resistencia, partisanos, su ejecución debía ser inminente.

Sin ninguna condescendencia, Carità ordenó disponer los fusiles apuntando a los rebeldes. Wolf estaba a punto de ser testigo directo de una ejecución en grupo. El rabino y el cardenal apartaron la mirada. El cónsul había servido en el ejército; no negaría el duelo visual a Carità. Debía mostrarse entero, aunque en su interior sus pilares emocionales estuvieran a punto de quebrarse una vez más. Primero en Villa Malatesta, ahora en Sesto Fiorentino. En ambas ocasiones, frente al mismo Satanás.

De repente, al unísono, cinco voces entonaron una melodía.

Los hombres, a sabiendas de que iban a morir en aquel lugar, en aquel momento, al verse amordazados y no poder unirse en un último abrazo fraternal, se fundieron anímicamente para sucumbir bajo sus ideales.

Aquellos cinco hombres cantaban La Internacional, el himno de los trabajadores de todo el mundo.

Arriba los pobres del mundo,

en pie los esclavos sin pan,

alcémonos todos al grito:

¡Viva La Internacional!

El estruendo de veinte fusiles Mauser Kar 98k también sonó al unísono. Frente a Wolf, aquellos cinco hombres cayeron al suelo sin vida, reventados por las balas.

Los niños hospedados en el collegino escucharon irremediablemente el fragor de la descarga. Sería un estruendo difícil de olvidar.

Los mercenarios inclementes abandonaron el lugar dejando los cadáveres en el terreno y una desmesurada sensación de desconsuelo en las almas de los presentes.

El cardenal Dalla Costa se acercó a Wolf, que seguía erguido frente a los cadáveres, observando cómo Carità y sus secuaces se retiraban entre carcajadas.

—Tenga cuidado con ese hombre, con Carità —le advirtió Dalla Costa—. Mussolini le llamó al orden por la violencia extrema que utiliza en sus interrogatorios, pero Carità le contestó simple y llanamente que él se había convertido en Duce gracias a la violencia. Tiene demasiados apoyos.

—Soy consciente de ello. Tiene partidarios en el ejército alemán, como el oficial de bienvenida del Partido, y miembros de la curia trabajando para él. Un tal padre Ildefonso a quien desgraciadamente desconozco.

Dalla Costa no se inmutó ante la revelación, Wolf se dio cuenta de ello. El rabino les apremió a que se retiraran de aquel sitio. Guardaron distancia y se aseguraron de que, al menos durante un tiempo, ningún niño abandonara sus dependencias.

—La ciudad tiene sus propios demonios internos —lamentó el cardenal—. A veces, sus voces resuenan por encima de los espíritus celestes.

—Hablando de demonios, conozco las intenciones del Führer gracias a un informe del embajador Rahn. Berlín no desea la caída de Florencia.

—Entonces tenemos que convencer a los aliados de que no invadan militarmente Florencia. Yo me encargaré personalmente de escribir a la embajada británica en Roma y, si fuera necesario, al mismísimo comandante del ejército británico —concluyó Dalla Costa.

—¿Podemos contar con usted, señor Wolf? —preguntó el rabino.

El aludido miró a su alrededor. Frente a él, los cadáveres, hacinados, mostraban la cruda realidad. Al otro lado de los muros, algunos niños trataban de volver a la normalidad fingiendo mostrar indiferencia ante la descarnada verdad.

Aquellos pequeños eran auténticos supervivientes.

—Tiene usted mi palabra —sentenció el cónsul.

Los tres hombres entraron en el collegino, saludaron a las criaturas y se despidieron cortésmente de la marquesa Maria Teresa Pacelli, uno de los espíritus celestes de Florencia.

Al salir, imploraron por las almas de los cinco caídos.

Antes de que el cónsul arrancara su automóvil, el cardenal Dalla Costa se dirigió a él una vez más a través de la ventanilla.

—Por cierto, señor Wolf. Creo que, después de lo sucedido, no podemos dejarlo pasar. El verdadero nombre del presbítero benedictino con el que usted se cruzó, el padre Ildefonso, es Alfredo Epaminonda Troya, otro de los demonios internos de la ciudad. Espero que, tras esta información, pueda confiar totalmente en nosotros.

Elia Dalla Costa se alejó de aquel lugar acompañado por el rabino Cassuto.

Con aquella demostración de lealtad, Wolf tuvo la sensación de no estar solo, algo que le tranquilizó.

Su apetito había desaparecido por completo tras la horripilante visión que acababa de sufrir, así que Wolf volvió a su oficina en Via de’ Bardi sin probar bocado. No había podido disfrutar demasiado de la compañía de los muchachos por culpa de la presencia de Carità y sus secuaces, pero al menos había comprobado que la soledad no era un atributo que debiera tener en cuenta a partir de aquella mañana.

Sus amistades se mantenían intactas. Continuaba estando en contacto con Berenson, la señorita Kiel y poco a poco se fortalecía su camaradería con el nuevo director del Kunsthistorisches Institut, Ludwig Heinrich Heydenreich. Pero aquellos leales compañeros no tenían jurisdicción para concluir su gran propósito: convertir Florencia en una ciudad abierta. Sus nuevos socios abrían un minúsculo abanico de posibilidades. Diminuto, sí, pero nunca había gozado de tener alternativas.

Nada más llegar a su oficina, su secretaria le avisó de una nueva visita. Berenson y Kiel se acercaron al consulado tras conocer el alcance del fusilamiento de Sesto Fiorentino.

Vieron a un Wolf más apagado de lo habitual. La matanza frente al colegio de los niños le había abatido por completo. Invitó a sus amigos a que le acompañaran al despacho y estos tomaron asiento.

—Debería estar escondido, señor Berenson.

—No puedo estar toda la vida, la que me queda, oculto, señor Wolf.

—Por el amor de Dios, ¿cuántos años tiene? ¿Ochenta? ¿Ochenta y cinco?

—Apiádese de mí, cónsul. Solo tengo setenta y ocho —protestó Berenson.

—Pues si quiere llegar a los ochenta, escóndase. Si no lo hace por usted, hágalo por su esposa.

Kiel guardó silencio. Dejó que la conversación entre los dos caballeros fluyera.

—Verá, señor cónsul, he hecho circular un rumor. —Wolf prestó atención, atónito—. Se supone que soy hijo ilegítimo de un gran duque ruso; por lo tanto, soy ario.

—¿Lo está usted diciendo en serio? Acabo de ser testigo de cómo masacraban a cinco hombres. Eran españoles. Casi me salpica su sangre. Debe de estar bromeando.

Berenson negó con la cabeza. Kiel se mantuvo seria, distante. Wolf se llevó las manos a la cabeza, tratando de hacer caso omiso de lo que acababa de escuchar.

—Esos idiotas de «Nazilandia» se han creído ya que tengo doble nacionalidad: rusa y americana.

El cónsul miró a Kiel buscando una aliada.

—No sé si terminará cumpliendo los ochenta —afirmó ella.

—Se dice que el nuevo prefecto fascista tuvo a bien avisar a los judíos de que abandonaran sus casas y se escondieran. ¡Parece que la naturaleza humana es centrífuga!

Wolf se llevó las manos a la cabeza.

—Amigo, la naturaleza de Manganiello dista mucho de ser centrífuga.

—Tenga cuidado —le aconsejó Kiel a Berenson—. Gerhard está en lo cierto. Hace dos noches cenaba en una trattoria y los oficiales alemanes arrestaron a la posadera, acusada de ayudar a la Resistencia por facilitarles el acceso a los túneles ocultos en las piedras de las paredes de la taberna. Su marido y su hija no la han vuelto a ver.

Wolf miró extrañado a la mujer.

—¿Cómo no me ha puesto al corriente, señorita Kiel?

—Porque no habrías podido hacer nada, Gerhard. Era cierto. La posadera ayudaba a la Resistencia a través de esos túneles.

Wolf guardó silencio y agradeció el mutismo de Kiel. Maria Faltien llamó a la puerta. Anunciaba otra visita. Al parecer, aquel hombre llevaba un par de horas allí, sentado en el portal del consulado, sin hacer ruido ni provocar ningún tipo de molestia. La polio había hecho mella en él y tenía la pierna derecha totalmente atrofiada y afectada por la enfermedad. Le hizo pasar a su despacho.

—Me llaman Burgassi, señor cónsul —dijo el hombre—. Trabajo en el Ponte Vecchio. Mi cuerpo maltrecho no me permite hacer grandes esfuerzos, pero me gané la confianza de los joyeros del puente y me encargo de abrir y cerrar algunos de esos negocios. El joyero alemán local, Fritz Cheurle, que siempre ha actuado como intérprete, ha dirigido la incautación de bienes pertenecientes a sus colegas florentinos, debido a su conocimiento de las condiciones locales y del comercio.

—Supongo que ese alemán, el joyero, habrá dejado una impresión bastante desagradable en el puente —dijo Wolf.

—Así es… —respondió preocupado Burgassi.

Wolf abrió el cajón de su escritorio. Sacó su paquete de Toscanos y los observó fijamente durante unos segundos. «Los días son demasiado largos en Florencia», pensó. Se imaginó en el patio de Le Tre Pulzelle, jugando con Veronika, mientras Hilde, con un ejemplar de Lo que el viento se llevó entre sus manos, sonreía observando cómo se entretenían.

Volvió a depositar la cajetilla en su lugar, respiró profundamente y miró a sus amigos.

—Señorita Kiel, señor Berenson, váyanse a casa, por favor. —Y se dirigió a Burgassi—: ¿Dónde puedo encontrar a esos saqueadores?

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