Hannah

Hannah


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Noviembre de 1943

Florencia

Wolf apareció en la taberna, cerca de Orsanmichele, donde habían sido localizados aquellos soldados, miembros del comando Erfassunsg IV de la Wehrmacht. Expoliadores mediocres. Los dos soldados coincidían con la descripción que le había facilitado Burgassi. Se acercó a ellos. Estaban en mitad de una conversación, ajenos al devenir de la taberna a consecuencia del alcohol.

—Deberían saltar todos los puentes por los aires. ¡Kaboom! —le decía uno al otro.

—Buenas tardes —se presentó Wolf en un perfecto alemán.

—¿Usted quién es? —preguntó uno de ellos fijándose en el brazalete.

—Soy el cónsul alemán, y vengo a lidiar en el conflicto del Ponte Vecchio. ¿Quién ha dado la orden de saquear los comercios?

—Son judíos italianos. No necesitamos una orden específica.

—¿También han expoliado el oro de los italianos amigos de Alemania o el de los alemanes cristianos?

Ambos soldados se miraron. No tenían constancia de la diversidad de las nacionalidades de los joyeros. El alcohol que habían ingerido no era una gran ayuda para permitir ningún tipo de reconciliación en aquel momento.

Uno de los alemanes se puso en pie. La gente que atestaba la taberna se volvió hacia ellos.

—No merece portar con orgullo su nacionalidad, cónsul —le reprendió—. Usted no es alemán, parece más un perro de vigilancia de estos italianos.

Su tabique nasal se rompió. Cayó sobre la mesa y el poco alcohol que quedaba en una botella se derramó por el suelo. Los clientes gritaron sobresaltados. El soldado se llevó la mano a la nariz, que sangraba cuantiosamente. Aún con la sorpresa en sus ojos, se incorporó y se situó de nuevo frente al cónsul. Wolf le había partido la nariz.

Aquello solo estaba ocurriendo en su mente. El cónsul abrió los ojos, evaporó aquel pensamiento colérico y destensó su puño derecho. Le habría encantado romperle la nariz a aquel tipo engreído, pero hacía tiempo que se había decantado por la diplomacia y no por la violencia. La incursión en Villa Malatesta fue fruto de la desesperación. Su experiencia tanto en el ejército como en la cancillería debería servirle para lidiar con situaciones como aquella.

—Mi posición en esta ciudad es la de cónsul alemán y representante del plenipotenciario del Reich en Italia, señores. Mi tarea principal es asistir a las fuerzas germanas de cualquier modo, así como actuar de intermediario entre ellos y las autoridades italianas, pero al mismo tiempo estoy aquí para garantizar que se eviten todos los disturbios públicos innecesarios por actos privados y arbitrarios.

El segundo soldado se levantó con el fin de impedir una refriega.

—Me ha informado el joyero alemán local Fritz Cheurle que ustedes han abusado de él —mintió Wolf—. Como ciudadano alemán en Florencia, tengo órdenes desde Berlín de proteger sus intereses.

Una vez más, ambos soldados se miraron.

—Ese hijo de puta… —maldijo el tipo que debería estar sangrando por la nariz—. ¡Solo le cobramos un interés!

—Al parecer son ustedes los que no parecen alemanes. Solo son mercenarios usureros —les acusó el cónsul—. Devuelvan el oro a sus propietarios o tráiganme una orden firmada desde Berlín. Si no, no seré yo el que os despoje de vuestras posesiones. Las órdenes vendrán de arriba.

Wolf se giró con el ánimo de cruzar la puerta y se dio de bruces con un hombre que aparentaba llevar más tiempo en aquel lugar del que él pudiera imaginar.

Herr Rettig.

El cónsul dio un paso atrás. Al ver a aquel hombre, recordó al pobre anciano cuya cabeza explotó frente a él. Se puso a la defensiva. Cualquier paso en falso podría costarle una deportación. Rettig observó la escena. Miró a los soldados, comprobó la humillación verbal de aquellos alemanes y posó su mirada de nuevo en Wolf.

—¿Todo en orden, señor Wolf?

—Todo en orden, Herr Rettig.

Rettig observó de nuevo a los soldados, consumidos por la vergüenza. La clientela no hizo ningún aspaviento. Volvió a desafiar con la mirada a Wolf, que seguía frente a él como una estatua, sin amedrentarse.

—Presente mis respetos a su familia, dondequiera que estén. —El sempiterno rostro hierático de Rettig mutó hacia una sonrisa ficticia.

Heil Hitler! —dijo Wolf con mofa.

El cónsul rodeó a su adversario y se aproximó a la puerta. Antes de alcanzarla, se abrió de par en par. Un hombre exhausto apoyó las manos en las rodillas. Jadeó y, tras reponerse, alzó la voz.

—¡Han detenido al rabino en la Piazza del Duomo!

La taberna continuó en silencio. El hombre, aún resollando, miró a su alrededor. Allí se encontraban, casi por accidente, cuatro oficiales nazis. Tres militares y el cónsul. No lo había advertido. Con aquella revelación, acababa de señalar a aquella tasca como un negocio hebreo. Presa del pánico, giró sobre sus pasos y abandonó el lugar maldiciendo a los alemanes. Wolf pensó durante un par de segundos y se volvió.

Rettig no dejaba de mirarlo. Aunque Wolf sabía que era fruto de su imaginación —últimamente su inconsciente estaba trabajando mucho—, le pareció ver llamas alrededor de los ojos de aquel nazi.

El cónsul abandonó apresuradamente la taberna y se dirigió a la Piazza del Duomo. Intentó avanzar con la mayor celeridad posible, pero el traje, sus zapatos y el suelo de la ciudad no propiciaron la velocidad deseada a través de la Via Calzaiuoli.

En la Piazza del Duomo, frente a la Puerta del Paraíso del baptisterio de San Giovanni, se congregaban varios vecinos que, intentando sortear las obras del tranvía y formando un correveidile, iban expandiendo la noticia como la pólvora. Wolf se encontró perdido. La gente hablaba, reinventaba la escena, pero todos los finales llevaban al mismo lugar. El rabino y su círculo de confianza habían sido detenidos. Una redada antisemita.

Una mano amiga le sujetó por detrás. Alessandro, el barbero, estaba descompuesto.

—¿Qué ha pasado? —apremió Wolf.

Alessandro habló atropelladamente.

—Han sido arrestados, ¡todos!

—¿Dónde, Alessandro? ¿Dónde?

—En la sede de Via Pucci. Han sido los secuaces de Carità. El rabino Cassuto, Leto Cassini, ¡todos! ¿Por qué, señor Wolf? —Alessandro no pudo evitar llorar—. ¿Por qué?

Era difícil explicar el motivo del secuestro. La Delegación para la Asistencia de Emigrantes Judíos tenía un propósito específico, aunque trabajara como un comité desde la clandestinidad. Su finalidad era ofrecer asistencia sanitaria, educativa y lúdica a los niños. Esa era la razón por la cual Wolf conoció al rabino Cassuto en la inauguración del collegino esa misma mañana. De repente, sin esperarlo, en aquella Florencia ocupada la vida daba un giro de ciento ochenta grados por un único motivo.

Una única razón.

Ser judío.

Wolf arrastró a Alessandro a la fachada principal de Santa Maria del Fiore.

—Son judíos, Alessandro. Ese es el motivo.

—Pero… ¡ayudaban a los niños!

Wolf depositó sus brazos sobre los hombros del barbero.

—Alessandro, en esa sede se buscaban viviendas, adquirían alimentos y proporcionaban tarjetas de identidad falsificadas.

El barbero se quedó estupefacto.

—Usted lo sabía…

Alessandro no pudo continuar. Estaba demasiado conmocionado.

—Sí.

—Y no hizo nada para delatarlos.

—No. Del mismo modo que nunca lo delaté a usted ni a su barbería. Pero alguien sí lo ha hecho, y ya no podemos hacer nada para evitarlo.

Aquellas palabras provocaron que el barbero se desplomara. Wolf abrazó a aquel hombre, que terminó por derrumbarse entre sus brazos.

Elia Dalla Costa se aproximó a ellos. Con un gesto breve, el cardenal les emplazó a ingresar en el duomo de Florencia. En el interior de aquella majestuosa catedral, siglos atrás, los Pazzi fueron derrotados por el pueblo florentino, simpatizante de los Médici. Fuera de sus muros, en esta ocasión era el pueblo florentino el que estaba siendo derrotado por el peor enemigo que podía tener: sus propios vecinos delatores.

Kiel y Berenson también se encontraban entre el tumulto. Con un grito, provocaron que Wolf girara la cabeza. Al reconocer de dónde y de quién provenía aquella voz, suplicó a Dalla Costa que les permitieran acompañarle.

Caminaron por la nave central hasta llegar al altar. Los frescos de Vasari eran testigos. Dalla Costa les emplazó a un rincón más apartado. No quería que la acústica del lugar los delatara. Se encontraba inquieto.

—Cardenal, puede hablar en su presencia —dijo Wolf señalando a Kiel y Berenson—. Son de los nuestros.

—Gerhard, los llevan a Auschwitz. —El tono del cardenal era muy afligido.

—¿Qué harás? —exhortó el barbero al cónsul.

—¿Qué haré? —replicó Wolf torciendo el gesto—. ¿Cómo que qué haré?

—¡Solo tú puedes hacer algo!

—¡Mírame, Alessandro! ¡Usted también, cardenal! ¡Todos ustedes! ¿Qué es lo que ven? —preguntó desencajado Wolf señalándose a sí mismo.

Elia Dalla Costa guardó silencio.

—Esperanza —contesto retraído Alessandro.

—Por el amor de Dios, Alessandro. ¿No lo veis? He tenido que expulsar de este país a mi mujer y a mi hija. ¡Soy alemán! ¡Se supone que soy un maldito nazi! —Se arrancó el brazalete con la esvástica y lo arrojó al suelo—. Cada vez que desafío los ideales nazis no solo pongo en riesgo mi trabajo, ¡también mi vida!

A Dalla Costa no le molestó que Wolf tomara el nombre de Dios en vano en aquel lugar. No en aquel momento.

Aquella palabra, «nazi», fue suficiente para que todos ellos entendieran que enfrentarse a soldados ebrios, a prefectos italianos ansiosos de poder o a oficiales de bienvenida del Partido Nazi era una cosa, pero cuestionar órdenes directas del Führer era algo que nadie podía hacer.

Nadie.

Wolf no lo había compartido, pero el embajador Rahn había recomendado su ascenso, con el fin de sacarle de Florencia y evitar así lo que no tardaría mucho en suceder. La ciudad, a causa de un bando u otro, podía ser arrasada. Rudolf Rahn no quería que su amigo Gerhard pereciera defendiendo una causa posiblemente ya malograda tiempo atrás.

El cónsul agradeció la propuesta y la rechazó ante el estupor de su amigo Rahn.

Gerhard Wolf había decidido quedarse en Florencia.

Kiel admiraba profundamente a aquel hombre, se sentía levemente atraída por su coraje. Berenson le consideraba un intelectual, uno de los suyos. Alessandro lo veía como un salvador. Wolf se dejó caer abatido en uno de los bancos de la catedral de Santa Maria del Fiore. Todos esperaban demasiado de él. No era ningún Moisés.

Dalla Costa había observado la evolución de Wolf en una sola jornada. Ese mismo día, temprano, Wolf les había instado a elaborar un plan en favor de aquellos partisanos, prisioneros de la Banda Carità. Sin embargo, esa misma tarde, en la casa de Dios, aquel cónsul no era la misma persona que había conocido por la mañana. En cuestión de horas el pequeño universo del religioso había sido despedazado. De golpe, el cardenal había perdido a un amigo, un socio. El rabino sería deportado a uno de los peores campos de concentración. También estaba a punto de perder a otro hombre para la causa. El cónsul estaba siendo tentado por el sometimiento.

La redención.

Demasiada presión.

Demasiado peso sobre sus hombros.

A lo lejos, una visión angelical arrojó algo de luz sobre aquel grupo. Alessandro recuperó brevemente la vitalidad al ver que se acercaba Daniella, que llevaba en brazos a su pequeña de cuatro años, Hannah. Alessandro le puso al tanto en pocos minutos.

La mujer, ataviada con ropa humilde que no ensalzaba su figura, saludó a los allí presentes y observó al obispo, que daba pasos de un sitio a otro, sin aparente convicción, sumergido en sus pensamientos. En el banco más cercano a ellos, un hombre trajeado hundía su cabeza entre sus piernas completamente derrotado.

El rostro de Daniella, hermoso como pocos, no pudo esconder la tristeza. Se acercó al banco y posó a su pequeña en sus rodillas. Su mano derecha acarició la espalda de Wolf. El cónsul levantó la mirada y, como si se tratara de un milagro, creyó ver a Hilde y a su pequeña Veronika. Cayó en la cuenta: aquella niña era demasiado pequeña. A pesar de ello, fueron segundos de una felicidad ficticia pero reparadora.

La chiquilla miró con angustia al cónsul. Wolf, abatido, intentó hacer una mueca graciosa para no contagiar de pesimismo a la niña, que llevaba un vestido sencillo, con muchas costuras ya. La familia de Alessandro era de clase baja, obrera. Wolf infló sus carrillos como si fuera un globo, un juguete que aterrizó en el mercado hacía apenas un decenio. El rostro de Wolf se deformó y provocó a la pequeña Hannah una risotada. Los ojos del barbero y su esposa se iluminaron. Dalla Costa cesó su desdibujada travesía. Observó la escena con compasión. Wolf realizó otra mueca, igual que las que hacía a su propia hija tan solo unos meses atrás. La pequeña continuó con su festival de carcajadas. En aquel lugar, ajenas a la barbarie, varias personas se concentraron en entretener a una niña.

—Y tú, pequeña señorita, ¿cómo te llamas?

—Se llama Hannah —respondió Daniella con devoción.

—Es usted una Hannah muy hermosa. —Wolf repitió una mueca.

La niña se abalanzó hacia el cónsul, quien, no sin torpeza, cogió en brazos a la criatura. Hannah intentó llenar sus carrillos como Wolf, pero se le escapaba el aire. El cónsul recuperó la sonrisa junto a ella. Kiel lo observaba con fascinación.

—Así que, pequeña Hannah —le dijo Wolf, aunque el mensaje era para todos los allí presentes—, si miramos hacia delante, comprobaremos que existe una delgada línea que nos une con todo lo posterior. Con el último o la última de los nuestros. Algún día lo entenderás.

—Amén —fue la única intervención de Dalla Costa.

El cónsul entregó a la pequeña a su padre.

—Es lo único que tengo en esta vida, señor Wolf —le dijo su barbero—. Mataría por ellas. Moriría por ellas.

Daniella no quiso oír aquellas palabras. Sin embargo, el coraje de Alessandro recordó a Wolf su incidente en Villa Malatesta. Él también mataría por Hilde y Veronika. Moriría por ellas. Y, de repente, se vio reflejado en aquel pobre diablo. No era un militar. No era un cónsul del Reich. Tampoco era Moisés. Era un simple barbero judío en una ciudad que se caía a pedazos.

—No sé si podremos matar por ellas —contestó convencido—, pero sin duda, si hay que morir, moriremos por ellas.

El cónsul de Florencia se levantó con brío renovado y agarró el brazalete que yacía en el suelo. Daniella se asustó. No lo vio venir.

—Tranquila, mi amor —susurró Alessandro—, es solo un escudo.

A pocos metros del cónsul y su compañía, un hombre misterioso salió sigilosamente de Santa Maria del Fiore. Con paso acelerado, sorteó a la muchedumbre aglomerada en los alrededores del baptisterio de San Giovanni en dirección a la capilla de los Médici. Dejó a un lado el complejo monumental de la basílica de San Lorenzo y continuó por Via Faenza.

Al llegar a su objetivo, se detuvo. Apuntó todo lo que necesitaba. La dirección exacta. El propietario. Aquella barbería no era un negocio ario. Se trataba de un comercio judío. Carità sería informado de inmediato.

Con la convicción de haber realizado un gran trabajo, se santiguó y volvió a su casa parroquial.

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