Hannah

Hannah


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Febrero de 1944

Florencia

Oficialmente, se abrió la veda dos meses atrás.

Florencia se convirtió en un coto de caza.

El gobierno fascista de la República de Saló proclamó una nueva ley el primer día del último diciembre. Todos los judíos de Italia debían ser encarcelados, deportados y encerrados en campos de concentración. Sus bienes serían automáticamente confiscados.

La Banda Carità no solo gozaba de libertad e impunidad. Desde diciembre estaba respaldada por el estado títere de la Alemania nazi. El embajador Rahn no pudo hacer nada para evitarlo.

Mario Carità no tenía por qué esconderse más fuera de la ciudad. Había expropiado una residencia a un rico florentino judío y se instaló en Via Giuseppe Giusti, a escasos metros del Kunsthistorisches Institut, la entidad que, tiempo atrás, dirigió Friedich Kriegbaum.

El resto de la banda se mudó al edificio donde estaba establecida la sede de la Sicherheitsdienst, la policía alemana, en Via Bolognese número 67, al norte de la ciudad. Sin mucho papeleo de por medio, cedieron a la cuadrilla, ahora convertida en un departamento de la milicia republicana conocida como la nonagésimo segunda legión de la Milicia de Seguridad Voluntaria Nacional, el uso de los sótanos. Desde allí el comandante Carità, apoyado por su séquito de criminales, ejecutaría a sus anchas. Su departamento de servicios especiales, como le gustaba llamarlo al mismísimo Carità, se dividió en tres facciones para poder peinar la ciudad con mayor efectividad. El «Equipo de asesinos de Erno Manente», el «Equipo del laberinto de Perotto» y «Los cuatro santos» se turnaban los barrios en busca de presas a las que confiscar y torturar. Utilizaban como bases secundarias de operaciones el Parterre en Porta San Gallo, al norte, el Hotel Excelsior en Piazza Ognissanti, a orillas del Arno, y el Hotel Savoia en la Piazza Vittorio Emanuele, en pleno centro de Florencia. Uno de los grandes éxitos de la banda llegó cuando desmantelaron la sede partisana de Via Guicciardini, de donde extrajeron todo un arsenal que sin duda reutilizarían contra el pueblo judío florentino. En el núcleo de la ciudad su mera presencia provocaba terror. Cuando los florentinos veían el automóvil de Carità parar frente a un negocio, toda la vecindad abandonaba el lugar con presteza.

Sin embargo, y a pesar de que la banda de Carità había ejecutado al comandante partisano Sinigaglia, los revolucionarios se habían reforzado de nuevo en Monte Morello y las incursiones de los mercenarios de Carità cada vez eran menos efectivas en la periferia de la capital toscana. Comisión Radio, una radiodifusión clandestina que proporcionaba información a los ciudadanos florentinos sobre las actividades de los alemanes en la ciudad y que solicitaba ayuda para los partisanos, acababa de comenzar sus retransmisiones.

Más allá de Florencia, en el norte del país se había celebrado el Proceso de Verona, un juicio político de carácter meramente vengativo contra todos los miembros del partido fascista que habían propiciado la caída del Duce. Los acusados fueron fusilados. Ni siquiera el yerno de Mussolini, Galezzo Ciano, obtuvo el perdón.

En el sur, el curso de la guerra viraba milagrosamente en favor de los aliados. El desembarco sin oposición de cuarenta mil soldados el día 22 de enero en el puerto de Anzio, cincuenta kilómetros al sur de Roma, terminó siendo un éxito a pesar de la falta de suministros. El plan de Normandía como objetivo principal consumía demasiados recursos.

La cuarta división de paracaidistas, la división Herman Guerin, los Panzergranadier y la Luftwaffe provocaron grandes pérdidas aliadas, pero no evitaron que la Operación Single obtuviera la victoria.

Mientras el general Kesselring rearmaba Roma, Hitler ordenaba desplazar tropas desde Alemania, Yugoslavia y Francia a territorio italiano. A principios de febrero, por orden del mismísimo Führer, los alemanes cortarían el acceso sur de la Ciudad Eterna. Ya habían proclamado lealtad absoluta a principios de enero.

8 de enero, 1944

Todo alemán debe saber que:

1. esta guerra es un conflicto ideológico;

2. esta guerra no se resolverá solamente con las armas, sino también con una sólida y nítida ideología difundida por agentes conscientes de su fe;

3. todo el pueblo alemán, inspirado por su fidelidad a nuestra sagrada causa, a nuestro Führer y a la ideología nacionalsocialista, debe formar un frente común.

Nuestra fe y nuestra voluntad nos hacen invencibles.

¡Afrontemos, pues, el espíritu destructivo del adversario con una ratificación todavía más fanática de nuestra inquebrantable fe en la victoria!

Creemos en esa victoria, creemos en la grandeza, legitimidad y santidad de nuestra causa.

Creemos en la inmensa fuerza de nuestro pueblo, unido por el nacionalsocialismo, y en la del Führer.

Creemos que el nacionalsocialismo nos conducirá a una forma de existencia elevada y fecunda, como corresponde a nuestra sangre germánica.

Creemos en la llegada de la gran era germanoalemana, la era de las más bellas creaciones culturales y la máxima eficiencia bajo el signo del socialismo alemán. Creemos en Dios y en un orden universal y excelso que hará triunfar definitivamente a la pureza, la fuerza y la nobleza.

Creemos en el apostolado de nuestro pueblo, inspirado por Dios, como venero de la genuina vida germánica en Europa, y creemos en el apostolado del Reich como poder conservador y ordenador.

¡Esa es nuestra fe!

Vivir con pureza, nobleza y gallardía, darlo todo desinteresadamente por la comunidad nacional:

¡Esa es nuestra honra!

Seguir al Führer hasta el fin, con obediencia y sentido del deber, en la lid de nuestra comunidad nacional: ¡Esa es nuestra lealtad!

¡Hoy todo es lealtad!

Lealtad a nuestro Führer, lealtad a nuestro pueblo. Sabemos que el más fanático de nuestros enemigos puede sucumbir ante una resistencia aún más fanática. La fuerza moral del adversario no es inagotable, como tampoco su material humano. Sabemos que si damos pruebas de perseverancia, podremos responder favorablemente a la gran pregunta que formula el destino sobre la victoria.

Fe, lealtad y voluntad férrea, tanto en el frente como en el suelo patrio: ¡ellas darán la victoria a nuestras armas!

¡Un pueblo, un Imperio, un Führer, una fe y una voluntad…; con eso nadie puede arrebatarnos la victoria!

Jefatura de Personal del Ejército Alemán.

La guerra avanzaba, pero se había perdido el foco principal por culpa de los intentos infructuosos de neutralizar las injustas y despiadadas detenciones que se llevaban a cabo en el núcleo urbano. De vez en cuando, las sirenas de la ciudad y el sonido de las explosiones volvían a reubicar a todos los florentinos en el aún más cruel contexto bélico.

Un mes atrás, una nueva descarga por parte de los aliados había hecho saltar por los aires residencias en Poggio Imperiale, al sur de Florencia, causando diez víctimas mortales tras la escaramuza aérea.

En ese mes de febrero, al sur de Monte Morello, el municipio de Sesto Fiorentino recibía un azote mortal. El sonido de las sirenas no fue suficiente. Nadie tuvo tiempo para nada. A mediodía, un escuadrón aliado surcó el aire y descargó su fatídico lastre. El clérigo Teofilo Tezze intentó salvar a toda costa a los muchachos del collegino, pero el área quedó devastada.

Mientras los bomberos trataban de recuperar restos de cuerpos destrozados, Wolf se mantuvo erguido frente a la zona donde se había producido la masacre. A su lado, el embajador Rahn y el cardenal Elia Dalla Costa contemplaban todo atormentados. Aquello no era una zona dominada por las SS. No era un punto estratégico donde convergieran infraestructuras militares. Aquel sitio era un albergue, un lugar de acogida para los más desfavorecidos, los niños.

Nadie entendió nada.

Todo había volado por los aires.

El cónsul observaba a los bomberos, que sin éxito trataban de encontrar a alguien con vida. Pero incluso en tiempos oscuros la esperanza era lo último que se perdía.

—¡Aquí hay un niño! —exclamó uno de ellos.

El optimismo retornó brevemente. Wolf no pudo evitar acordarse de su amigo Kriegbaum, lo que provocó que ese momento fuera bastante más complicado de sobrellevar de lo que ya era.

Al levantar unos trozos de madera, hallaron a un pequeño semiinconsciente. Cuando lo sacaron, observaron que poco podrían hacer por él. Una viga de metal le había perforado el intestino. Trataron de realizar el rescate de la manera más cuidadosa posible, pero la parca ya había entregado su carta de presentación. Era cuestión de tiempo que la peritonitis acabara con la vida de aquel pobre crío. Se encontraba completamente ensartado.

Otro hombre gritó poseído. Habían localizado a otro superviviente.

Mientras levantaban los escombros que le presionaban el pecho, el muchacho solo alcanzó a pronunciar dos palabras.

—Tengo… sed…

El crío murió en el acto y el hombre que le había encontrado se desplomó entre los escombros, quebrantado por la voz de aquel joven inocente que acababa de expirar.

Tras retirar varios cascotes, el panorama fue todavía más desolador. Aquel niño había sufrido múltiples contusiones y le faltaba una pierna. Sobrevivió a un bombardeo y murió minutos después desangrado.

—¡Otro niño!

Wolf maldijo aquella mañana. «¿Cuántos más?», pensó. Algunos bomberos se acercaron al lugar.

—¡Está vivo!

Wolf abrió los ojos como platos y, agarrando a su amigo Rahn del brazo, echaron a correr. El cardenal se tomó algo más de tiempo. Tras un vehículo que había servido de empalizada improvisada, un crío se mantenía en pie. En estado de shock, la criatura no podía pronunciar palabra. Se trataba del pequeño Banchelli, el niño al que el cónsul le había regalado un caramelo el día de la inauguración. Wolf se acercó y se arrodilló ante él. Le cogió la cara con las manos y le habló con dulzura.

—Dino…

Rahn hizo valer su autoridad como embajador ante los que allí se encontraban y le ofrecieron espacio para gestionar emocionalmente aquella situación. Dino Banchelli tenía la mirada perdida, la cara llena de polvo y la mucosidad bajo la nariz completamente reseca. Sus ropas se encontraban completamente desgastadas y portaba un pequeño zapato en la mano.

—Dino…, ¿me recuerdas?

El pequeño miró a Wolf, pero no reconoció su rostro. Volvió a mirar en dirección a la catástrofe.

—Dino… —insistió el cónsul obligándole a que dejara de escrutar el lugar donde sus amigos habían perdido la vida—. Mira.

Entonces sacó un caramelo del bolsillo de su chaqueta, lo depositó en su mano y cerró el puño. Al tratar de jugar con él, el crío recordó. Lejos de querer volver a entretenerse, sus ojos se encontraron con los de aquel hombre. Dino respondió con enorme tristeza y, tras echarse a llorar, buscó el consuelo en los brazos de Wolf.

El embajador Rahn, otro diplomático que, al igual que Wolf, andaba constantemente en la cuerda floja, no pudo contener las lágrimas. Dalla Costa agradeció a Dios el milagro y rezó por el alma del chaval, que ahora estaba totalmente perdida. Wolf se habría quedado abrazando al pequeño hasta el fin de la guerra. Hasta el fin de los días.

—Quiero el caramelo.

Aquella voz inocente le partió el corazón. Entre sus brazos, Dino continuaba con sus pucheros, pero con aquella petición infantil el cónsul se dio cuenta de que gozaba de la confianza del pequeño. Lo depositó en el suelo y le mostró ambos puños cerrados. Dino lo miró de nuevo, haciéndole entender que no quería jugar. Solo quería el caramelo. El crío sentía que lo merecía.

—¿Sabes cuál es el secreto? —le preguntó el cónsul.

El niño negó con la cabeza sin mirarlo directamente. Wolf abrió los dos puños. El chiquillo recuperó brevemente la sonrisa.

El pequeño no se paró a pensar que aquella primera vez, cuando jugó con Wolf, había ganado porque el cónsul así lo había dispuesto. Dino se alegró porque ahora su tesoro se había multiplicado por dos. Rápidamente, cogió los caramelos. De repente, comenzó a llorar de nuevo.

Wolf lo acurrucó.

—Tranquilo, pequeño, tranquilo.

Dino necesitaba sacar lo que le consumía por dentro. Al parecer, el muchacho estaba junto con sus amigos. En un momento determinado, se le salió un zapato y se detuvo un rato a colocárselo. Dino trató de explicar que él no sabía cómo atarse el cordón, pero como no deseaba ser castigado, se lo puso en su sitio tan rápido como pudo y echó a correr de nuevo tras sus compañeros. Cuando se dio cuenta, sus amigos ya no estaban.

—¿Fue aquel hombre malo? —preguntó Dino muy afectado.

Wolf respiró hondo. Aquello era difícil, muy difícil. El pequeño se refería a Carità. Pensó en Hilde. Demasiado tiempo sin verla, demasiado tiempo sin abrazarla. Las horas pasaban lentamente y el fin de la guerra aún parecía distante. Pensó en Veronika. Demasiado tiempo sin besarla, demasiado tiempo sin enseñarle lo dura que era la vida, siempre con una sonrisa. Pensó en Kriegbaum. Él sí habría salido airoso de aquella dramática situación. Habría provocado una carcajada a ese crío en mitad de la catástrofe. Así era Friedrich.

—Hay muchos hombres malos, Dino, pero no es momento de pensar en eso. Tú eres ya mayor y ahora tienes una misión.

El crío levantó la mirada y el tiempo se detuvo entre los dos. Wolf lo contempló. En verdad, en cuestión de minutos, un bombardeo aliado había acabado con la infancia de aquel niño. De repente, sin quererlo, Dino Banchelli se había hecho mayor, aunque el pequeño aún no lo sabía. Observó a aquel hombre; se sentía seguro junto a él.

—¿Cuál, señor?

—Serás un héroe, y tendrás que hacer felices a los demás niños.

—Pero ya no hay niños…

Wolf tragó saliva. Aquel pequeño no era tonto y el cónsul le estaba tratando como tal. Decidió respetarle como un adulto.

—No, Dino. Aquí ya no hay niños. Pero tenemos que hacer todo lo posible por los que hay en otros lugares, para que nunca dejen de sonreír. ¿Quieres ser ese héroe por mí?

—¡Sí! —contestó el muchacho con algo más de alegría.

Wolf lo cogió por la cintura y lo lanzó al aire. Ambos celebraban una pequeña victoria tratando de olvidar la tragedia.

—¡Señor, es usted tan fuerte como Dick Fulmine! —exclamó el pequeño adulando a su protector.

Wolf miró a sus compañeros. No entendió aquella fantasía del crío. Confuso, buscó la mirada de Rahn para que le explicara qué significaba esa analogía.

—Es un musculoso héroe de acción, protagonista de varias historietas. Les encanta a los críos.

Wolf siguió sin entenderlo, pero respondió a Dino con una sonrisa de oreja a oreja y con su mano removió con cariño el cabello del chaval.

—Tenemos un hombre de confianza —susurró Dalla Costa al cónsul—. Está sacando a la gente de la ciudad. Solo necesitamos la documentación pertinente. Esperamos una nueva remesa de falsificaciones de Bartali y los sellos oficiales.

—Los visados son cosa mía. Esperemos que no le falle la bicicleta —dijo con preocupación Wolf—. ¿Quién es el otro hombre de confianza?

—Burgassi, un hombre afectado por la polio. Trabaja en los puentes.

—¿El guardián del Ponte Vecchio? —Wolf celebró la extraña coincidencia.

—¿Le conoce? —preguntó el cardenal.

—El primero que me lo mencionó fue Kriegbaum. Hace poco estuvo en el consulado denunciando la expoliación de las orfebrerías del puente.

—Es nuestro hombre —reiteró Dalla Costa.

—Lo tendré en cuenta.

Wolf dirigió la vista al embajador. Rahn le devolvió la mirada cómplice y observó al cardenal de Florencia. Terminó depositando sus ojos en aquel pequeño superviviente, ensimismado en el intento de abrir el caramelo. No existía ningún otro plan alternativo.

—Gerhard, cardenal, veo que ustedes llevan tiempo tramando algo. ¿Necesitan algo de mí?

El cardenal se hizo cargo de Dino Banchelli hasta que el consulado le facilitara su pasaporte.

Wolf condujo de nuevo su Fiat en dirección al consulado.

—No te hagas ilusiones, Gerhard. No eres Dick Fulmine —le avisó Rahn desde el asiento de copiloto.

—Me lo imagino, Rudolf. No soy un hombre de acción.

—No me refería a eso, querido amigo. Fulmine combate a los criminales, pero en sus historietas los delincuentes siempre son judíos, negros o sudamericanos. Aunque eso, a priori, no lo saben los críos. Usted es mejor que Fulmine.

Ante la mirada amarga del embajador, Wolf no pudo reprimir las lágrimas.

Teofilo Tezze, Giacomo, Gaetano, Littorio, Romano, Valdemaro, Oscar, Brunellesco, Fabio, Marcello, Aldo, Romano, Piero, Silvano, Piero, Raffaello, Gino, Giuseppe, Marcello, Remo, Romano, Athos, Luciano, Simone, dos niños llamados Piero y otros dos de nombre Romano serían los nombres que pasarían a la historia como las víctimas de la masacre del internado de Sesto Fiorentino.

Otro automóvil atravesó la ciudad. El chófer, Antonio Corradeschi, seguía órdenes estrictas. Su labor no solo se fundamentaba en la conducción, también en la defensa personal. A su lado, un miliciano armado. Tras él, otro escolta protegiendo al paladín de la purga, Mario Carità. A su lado, el difamador: Epaminonda Troya, el padre Ildefonso.

El vehículo solo se detuvo cuando encontró el lugar señalado.

Via Faenza. Una barbería judía.

El líder de la banda, vestido como un burgués, se apeó del coche. Los sicarios protegieron sus espaldas. Corradeschi cerró la puerta y se dirigió al local. De una violenta patada, derribó la débil puerta de la barbería. Alessandro, el barbero, se esmeraba en su trabajo cuando de repente la puerta se vino abajo. La cuchilla cayó al suelo del sobresalto. Los milicianos armados obligaron al cliente a retirarse del asiento y arrodillarse ante ellos. Apuntaron a Alessandro, que imitó al otro rehén. Se arrodilló y puso las manos en alto.

El teniente jefe de Carità, el temido torturador de Roma Pietro Koch, impecablemente peinado con raya a un lado y bigote abundante, se acercó a Alessandro y presionó su arma contra el pecho del barbero.

—¡Quiero saberlo todo!

Alessandro no sabía a qué se refería.

—¡Habla, traidor, o lo pagarás caro!

Koch sacudió violentamente la cara de Alessandro, que se precipitó al suelo. El golpe provocó que perdiera un diente. El matón volvió a aupar a Alessandro, que sangraba por la boca. El barbero estaba desencajado. Su cuerpo no reaccionaba, su mente tampoco.

—Este va a ser como ese otro peluquero de la Resistencia, Pretini —advirtió Koch a Carità.

—¡No, por Dios! ¡Yo no sé nada! —clamó con desesperación Alessandro.

Recibió otro golpe en la cara y, una vez más, se estampó contra el suelo. Miró a los secuestradores.

—¿Por qué me golpean? ¡Yo no he hecho nada! —suplicó entre lágrimas.

Carità escupió al suelo. El mero hecho de estar allí, en aquel local, hacía del barbero alguien culpable. El motivo simplemente daba igual.

El cliente, aún con la espuma en el rostro, rompió a llorar. Koch miró a Carità. Este, en un acto de rechazo, sacó su revólver y le voló la cabeza allí mismo. Su cuerpo cayó desplomado al suelo. La sangre y parte de su sesera se mezclaron con la espuma. Los ojos de Alessandro casi se salieron de sus órbitas.

—Marica de mierda —dijo Carità escupiendo al cadáver.

La cara de Alessandro se inundó de terror. Había un muerto en su barbería. Un hombre inocente cuyo único pecado había sido acicalarse en su negocio. Pero aquel era un establecimiento judío. Y aquello estaba prohibido. Ya no le quedaban lágrimas suficientes para poder seguir llorando. Se había quedado sin voz. Su mente solo tenía un recóndito lugar para pensar en Daniella y Hannah.

Koch le agarró del pelo y le puso en pie.

—Al coche —ordenó Carità.

Koch le sacó a trompicones y le introdujo a la fuerza en el automóvil. Corradeschi se sentó al volante y el padre Ildefonso también se ubicó en su interior. Ante la evidente falta de espacio, Mario Carità miró a sus soldados.

—Vuelvan a pie. Y calcinen este puto negocio judío.

Mientras el coche de Carità se alejaba por Via Faenza, la barbería empezaba a ser reducida a cenizas. Un establecimiento judío menos. Alessandro no se fijó en la destrucción de su local. Solo lamentaba una y otra vez una cosa: aquella mañana besó a su mujer y a su hija antes de ir a trabajar, esperando volver a verlas al finalizar la jornada. En aquel momento sintió que no las volvería a ver jamás.

En el consulado se vivían momentos de tensión. El embajador alemán Rudolf Rahn acompañaba a Wolf para servirle de apoyo. Los vicecónsules Hans Wildt y Erich Poppe asistían también a su jefe ante la visita programada del capitán Alberti de las SS.

—Estamos cortos de personal, por eso necesitamos a la milicia italiana. La Gestapo nos informa de que las actividades de los bandidos se están incrementando en los alrededores de la ciudad —se excusó Alberti.

El cónsul defendió su posición. Explicó cómo Wildt y Poppe habían recibido notificaciones para abandonar el consulado y, sin embargo, no tenían desde esa institución la necesidad de generar maltrato y brutalidad contra el pueblo florentino.

—Una cosa es mitigar a los rebeldes y otra muy distinta aplacar a los civiles —increpó Wolf—. Parece que están dando la guerra por perdida. ¿Qué sucederá si ganamos a los aliados?

No creía en aquellas palabras, pero se presentó como un patriota frente al capitán de las SS. Este aprobó la actitud optimista del cónsul.

—Es cierto, señor Wolf, pero necesitamos voluntarios italianos.

—Necesitamos voluntarios italianos, no castigadores, verdugos y justicieros que se apoderan de la autoridad para sembrar el caos a sus anchas y por sus propios intereses. —Wolf se levantó de su silla inquieto—. Si los aliados no conquistan esta ciudad, no tendremos una Florencia que pueda disfrutar el pueblo alemán. ¿Ha visto lo que ha sucedido en Sesto Fiorentino? ¡Los aliados han bombardeado un colegio repleto de niños! ¿No tenemos suficiente?

—Lamento oír eso, señor cónsul, pero nuestros esfuerzos están enfocados en repeler el avance de los aliados.

Wolf no admitió la excusa, puesto que en su territorio, Florencia, los novatos sanguinarios de la Banda Carità que los alemanes albergaban en los sótanos de sus oficinas de la Sicherheitsdienst estaban oprimiendo al pueblo. Le recordó al capitán cómo hacía tres meses ejecutaron a cinco hombres frente a él sin un juicio justo, sin pruebas. También puso sobre la mesa el nombre del profesor Dalla Volta: un anciano de ochenta y dos años medio ciego que había sido detenido porque las habladurías le señalaban como judío. Wolf se dispuso a mentir una vez más.

—Es uno de los economistas más importantes del país y uno de los grandes pioneros en el campo de la ideología fascista. ¿No lo ve? Creo que sería bastante útil un poco de presión desde los mandos superiores.

—Créame, cónsul, no tengo absolutamente nada que ver con el incontrolable de Carità.

—Ahora mismo, capitán, entre las divisiones de la Banda Carità y las oficinas locales de las SS hay al menos once autoridades diferentes arrestando civiles sin un fundamento mínimo. En breve no tendremos a quien arrestar. Desde el cuerpo diplomático estamos intentando conseguir que Florencia sea una ciudad abierta. Necesitamos más poder.

Wolf jugaba con fuego. El capitán de las SS se extrañó y le preguntó directamente si el propio cónsul era el que no tenía fe en que el ejército alemán detuviera el avance de los aliados.

—No es eso, señor. Lo que yo quiero es el bienestar de los ciudadanos alemanes en esta ciudad.

Tanto el embajador como los vicecónsules sabían que Wolf no decía la verdad. Al menos, no en su totalidad, pero parecía creíble. El cónsul luchaba por el bienestar de todos los ciudadanos florentinos, independientemente de su credo y nacionalidad, pero aquella era una información que el capitán no necesitaba saber.

—El Führer está al tanto de nuestra petición —intervino el embajador—. De momento, sus órdenes son salvaguardar Florencia.

—No podemos detener la deportación de los judíos —recalcó el capitán Alberti.

—No pido eso, señor. —Wolf continuaba jugando su partida—. Solo propongo que las investigaciones y las intervenciones se hagan con mayor profundidad y con menor ferocidad. Como nación alemana tenemos una misión, por supuesto. Sabemos soportar el odio de nuestros enemigos, pero será complicado establecer una nación alemana e italiana de carácter ario si nos aborrecen aquí.

Aquellas palabras calaron hondo en el capitán: nación aria. Todos querían disfrutar de un nuevo orden mundial. También en el territorio italiano. Quizá el cónsul tenía razón.

El militar se despidió cortésmente tras garantizar que dedicaría parte de su tiempo a solventar aquellas dudas.

Durante unos minutos, los inquilinos de la oficina del cónsul trataron de reposar la conversación, conjeturando sobre lo que podría ocurrir en los días venideros.

Un sonido provocó que todos miraran a la puerta del despacho.

Daniella entró con Hannah de la mano. Maria Faltien intentó detenerla, pero era demasiado tarde. Wolf se levantó vertiginosamente y se apresuró hacia ellas.

—¡Daniella! ¿Qué sucede, mujer?

—Es Alessandro —dijo entre sollozos.

Wolf sabía lo que venía a continuación. Daniella no podía parar de llorar. Todo el consulado esperaba la fatídica noticia.

—Han quemado la barbería. —Cogió aire, como si no tuviera valor para pronunciar las siguientes palabras—. Mi marido ha desaparecido.

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