Hannah

Hannah


31

Página 33 de 42

31

Julio de 1944

Florencia

El mes de julio fue demencial.

Llegaron noticias sobre un atentado fallido contra Hitler. Al parecer, se trató de un complot dirigido por oficiales de la Wehrmacht cuyo objetivo era asesinar al Führer y provocar así un golpe de Estado que no había tenido éxito. Hitler sobrevivió a la explosión en su cuartel general y las consecuencias resultaron aterradoras. Alrededor de doscientas personas fueron ejecutadas. Goebbels, que trató de convencer a la población alegando que se trataba de un grupo reducido, no pudo evitar que el rumor circulara y se expandiera. La Gestapo sacó partido de la incontrolable situación y utilizó el atentado como excusa fundamental para continuar con sus redadas y encarcelamientos.

Los consecuentes arrestos en territorio italiano por la muerte de Gentile seguían mermando la población. No contentos con las reclusiones sin escrúpulos, las bandas fascistas locales se aprovechaban de la incertidumbre del pueblo para hacer correr ríos de sangre.

La Piazza Torquato Tasso, frente a los jardines Torrigiani en el barrio de San Frediano, fue testigo reservada de la matanza que llevaron a cabo los simpatizantes del nazismo y de República Social Italiana. Liderados por el sucesor de Carità, Giuseppe Bernasconi, se presentaron en la plaza en un camión y, sin previo aviso, abrieron fuego contra los residentes de un barrio considerado enemigo de la República e inclinado a la Resistencia.

Un niño y cuatro adultos perdieron la vida por una sospecha.

Wolf apuró los últimos días en la capital toscana.

El consulado recibió la noticia de que la partida de Carità de la ciudad se debía al consejo del coronel del grupo armado «C» de las SS, Dollmann. Wolf había compartido algo de tiempo con él cuando encontró a Daniella en el prostíbulo nazi. Definitivamente, Carità se había salido con la suya y los superiores del cónsul le protegían.

Ante la inminente llegada de los aliados, ya nadie dudaba de que se harían con Florencia fácilmente y, tras utilizar dicha información como débil justificación, el expolio artístico de la ciudad se convirtió en el pasatiempo favorito de los soldados alemanes. Miembros del kommandantur habían expoliado el museo del convento de la Piazza San Marco, cuyo claustro había servido en otros tiempos de residencia del dominico Savonarola y de Fra Angelico.

Tanto el profesor Poggi, superintendente de Arte, como Gerhard Wolf trataron de evitar desfalcos en los traslados por precaución, tal y como lo llamaban los coroneles alemanes. A pesar de los esfuerzos de supervisión y del traslado de numerosas obras de arte al castillo de Montegufoni, no pudieron impedir que desaparecieran grandes obras maestras de Cranach, que tarde o temprano terminarían colgando de las paredes del Führermuseum en Linz.

A nadie más le importaba el arte de la ciudad.

Las centralitas de teléfono estaban siendo saboteadas, los depósitos de agua potable habían sido destruidos y los molinos de grano habían saltado por los aires. La gente estaba incomunicada y moría de hambre. A nadie le importaba Botticelli.

Sin embargo, a Wolf le importaba una niña. Tras los atentados de la Piazza Torquato Tasso, a tan solo trescientos metros del convento de la Piazza del Carmine, donde las hermanas franciscanas misioneras de María cuidaban de los desamparados, el cónsul no dudó en visitar una vez más a la pequeña Hannah. Si realmente el barrio de San Frediano se hallaba en el punto de mira de la Gestapo y de las milicias italianas por las supuestas afiliaciones antifascistas, la niña corría un grave peligro en aquel lugar.

Sin dudarlo, y con la ayuda del cardenal Dalla Costa y de Jehoshua Ugo Massiach, el hombre que estaba llamado a ser el próximo rabino de Florencia en sustitución del deportado Nathan Cassuto, trasladaron a la pequeña muchacha a la sinagoga de la ciudad.

Si bien en un primer momento no parecía el lugar más adecuado para ocultar a la niña, tras un primer atentado fallido en julio de 1943 que solo afectó a los cimientos que sustentaban la galería de las mujeres, no volvieron a producirse actos vandálicos más allá del latrocinio de los tesoros hebreos que albergaba el templo. Massiach supo esconderse demasiado bien.

Este prometió que cuidaría de la pequeña como si fuera su propia hija.

Pero aquella jornada, la del viernes 29 de julio, mientras los soldados americanos recibían correspondencia en Normandía, los ingenieros anglosajones utilizaban puentes metálicos para salvar los destrozos de los alemanes y los miembros del nuevo gabinete italiano habían formalizado su primera reunión, Gerhard Wolf debía cumplir las órdenes desde Berlín, una disposición que se presentaba tan clara como tajante: «Abandonar Florencia».

Wolf observó los pasaportes.

Alessandro. Su pasaporte no serviría de nada. Lamentó no haber podido hacer nada más por aquel hombre.

Daniella. Su pasaporte reposaba en el consulado, esperando ser entregado a su propietaria. Sin embargo, aquella mujer estaba confinada en un prostíbulo alemán. Era demasiado peligroso intentar acceder a ella y hacérselo llegar. Aunque pudiera estar frente a ella y dárselo, Daniella tendría que escapar de aquel lugar con vida. Toda una quimera.

Hannah. Aquella niña descansaba en algún escondrijo de la sinagoga. Disponía de su pasaporte y nunca tuvo claro qué hacer con ella. Solo había un kilómetro y medio de distancia entre la madre y la niña y él no podía hacer absolutamente nada por reunirlas.

Wolf cerró su cajón.

Ya no depositaría sus Toscanos allí. Miró por la ventana y la pena se apoderó de él. Fue un suspiro largo, pesado. Un gesto de derrota. Florencia moriría desangrada. Era una cruel realidad. Echó un último vistazo a su oficina. El papeleo no serviría de mucho. Lo más importante estaba en manos de su fiel secretaria. Él solo se encargaría de llevar consigo la documentación necesaria para poder conducir hasta el norte de Italia. Sin ninguna duda, echaría de menos a aquella mujer. Maria Faltien. Sus cuidados, sus consejos, sus chismorreos con la señorita Kiel. Cogió su sombrero, su brazalete y se dirigió a la puerta.

Allí descansaba, desde el primer día que ocupó el despacho, la litografía de Goethe.

«La magia es creer en ti mismo: si puedes hacer eso puedes hacer cualquier cosa». Pero Wolf había dejado de creer en el filósofo alemán, en los alemanes, en los aliados y en él mismo. Solo tenía la fe suficiente para conducir su vehículo al norte de Italia. Únicamente tenía la necesidad de ver a los suyos.

Tomó aquella litografía y fue a cerrar la puerta, pero antes detuvo su mirada al fondo. Allí, a lo lejos, tras el escritorio, continuaba como testigo la imagen del Führer, aquella estampa que decidió ningunear a pesar de la insistencia de los miembros de su equipo. En ese momento, Wildt y Poppe le esperaban en la calle frente al automóvil. Hitler le clavó la mirada en esos últimos instantes. Frente al cartel, Wolf escupió y cerró la puerta del consulado alemán en Florencia para siempre.

Necesitaba despedirse de determinadas personas.

Condujeron a través de Florencia, salvando los escombros de algunos edificios dañados mientras observaban cómo los ciudadanos florentinos abandonaban sus hogares con las pocas pertenencias con las que podían cargar, hasta llegar a la catedral, el impresionante centro neurálgico del cristianismo en la ciudad.

Santa Maria del Fiore.

El cónsul se apeó y sus compañeros esperaron en el automóvil. Una madre se acercó al vehículo con su criatura en brazos pidiendo algo de hospitalidad.

Nada más verlo en el interior del templo, el cardenal adivinó las intenciones de Wolf. Estaba convencido de que se trataba de una despedida y, aunque le habría gustado recibirle con buenas noticias, Dalla Costa fue tan sincero como siempre.

—A pesar de que Kesselring se mostraba totalmente opuesto tras el atentado contra Hitler, contactamos con el mariscal de campo, Alexander. No ha respondido a ninguna petición de hacer de Florencia una ciudad abierta.

Ni el general mariscal de campo, Albert Kesselring, ni el comandante británico de los aliados en Italia, Harold Alexander, dieron el paso necesario para salvar la ciudad de Florencia.

Acto seguido, el cardenal le puso al corriente de un par de temas que requerían de su conocimiento. Por un lado, se había erigido al parecer un nuevo paladín de la ciudad. El cónsul suizo en Florencia, conocedor del valor histórico de los ornamentos de la urbe, estaba tratando de exigir el perdón por parte de las autoridades alemanas para, como mínimo, las estatuas situadas en el Ponte Santa Trìnita. Wolf celebró el arrojo de su homónimo suizo. Por otro, Dalla Costa se hallaba a punto de pasar a la acción.

Se había convocado una reunión urgente en el arzobispado para debatir el futuro de Florencia. Habían confirmado su asistencia un par de diputados, la superintendente de Bellas Artes y el nuevo defensor de la ciudad, el cónsul suizo, Steinhäuslin. Su objetivo era redactar un memorándum para garantizar la protección de la ciudad y entregárselo al comandante Fuchs, tras la publicación de la notificación en La Nazione que transmitieron las autoridades nazis para tranquilizar a los ciudadanos. En dicho comunicado el ejército alemán se comprometía a salvar la ciudad de las consecuencias de un posible conflicto bélico librado en el núcleo urbano. En la inminente reunión, inevitablemente y por razones obvias, se hablaría sobre cómo presionar a los partisanos para que no realizaran actos vandálicos contra las tropas germanas, con el fin de garantizar el armisticio para la ciudadanía, ya que el Comité Toscano de Liberación Nacional no dejaba de exhortar a los florentinos a recelar de las intenciones alemanas.

El cónsul atendió con esmero los planteamientos del cardenal cuando de repente, como una visión celestial, una mujer entró en Santa Maria del Fiore. Avanzó lentamente por la nave central hasta detenerse en uno de los bancos. Una vez allí, se santiguó y se arrodilló frente al altar.

Wolf se quedó atónito. Como si hubiera visto un fantasma.

Notó una leve presión sobre su espalda.

Al girarse, observó cómo la mano del cardenal Dalla Costa le invitaba a caminar.

El silencio de Wolf también transmitía información y sus ojos reclamaban un porqué.

—El Señor todo lo sabe. Recuerde que se halla en la casa del perdón.

El cónsul aplaudió aquella parábola. Sin duda, Dalla Costa estaba al tanto de uno de sus pocos pecados.

Dejándose llevar por el impulso de su amigo, se acercó prudente. Cuando alcanzó a la mujer, depositó suavemente su mano sobre su hombro. Ella alzó la cabeza. No esperó encontrarse a aquel hombre allí. No en aquel momento.

—Es usted… —balbuceó.

—Soy yo, señora Comberti. Yo… —Wolf trató de localizar las palabras correctas.

Aquella mujer advirtió el dolor, la vergüenza y el arrepentimiento en los ojos de Wolf. Ese hombre estaba profundamente derrotado frente a ella y, sin embargo, había tenido el valor de acercarse, depositar su mano sobre ella y desnudar su alma, aunque las palabras no le acompañaran. Una lágrima recorrió la mejilla del cónsul.

—Señora Comberti…

La dama se alzó y se situó delante de él. En sus ojos no se reflejaba el odio. Por extraño que pudiera parecer, su rostro permanecía sereno, amable. Su mirada cálida abrumó a Wolf.

—No debería haber dudado…

Comberti no le dejó terminar.

—Usted no tiene que explicarme nada. Está perdonado desde el momento en el que depositó su mano sobre mi hombro.

Aquellas palabras intensificaron sus lágrimas. A escasos metros, Dalla Costa era testigo del pequeño milagro, como lo habría descrito en sus círculos de confianza. Esa mujer, a pesar del rechazo de aquel alemán nada más llegar al consulado de la ciudad, se erigió como otra de las defensoras del sentido común en la etapa más oscura de Florencia. Como él, se había encargado de procurar albergue y manutención a los necesitados. Wolf se había equivocado con ella, pero la dama no le reprochó absolutamente nada.

Maria Comberti lo abrazó.

Wolf sintió que estaba en la casa del perdón.

Tras despedirse de la mujer, se dirigió una última vez al cardenal.

—Definitivamente, los ángeles existen, señor Dalla Costa. Usted es en verdad un emisario de Dios. Por favor, despídase del director del Kunsthistorisches Institut de mi parte.

Con aquellas palabras, el cónsul abrazó al cardenal y, antes de marchar, le entregó un sobre. Dalla Costa, con delicadeza y sigilo, observó su contenido. Dos pasaportes. Acto seguido miró a Wolf. El cónsul asintió. No hizo falta más. El cardenal comprendió que las destinatarias de aquella documentación eran madre e hija. No preguntó más.

—Cuiden a la pequeña por mí.

Profundamente afectado por la obligación de tener que pasar el testigo a su compañero, Gerhard Wolf abandonó la formidable catedral florentina rumbo a la despedida más complicada.

La señorita Kiel.

Esa vez, Poppe y Wildt acompañaron al cónsul. Habían granjeado una sincera amistad con la charlatana e imprudente señorita Kiel.

—Así que nos abandonas —protestó.

—Sí, con la vergüenza de tener la misma nacionalidad que aquellos que planean destruir nuestra ciudad.

La mujer se acercó y le abrazó. Era un abrazo cargado de afecto. Una muestra de su sincera admiración. Se aproximó al oído y, ante un controlado nerviosismo de Wolf, le susurró unas palabras:

—Las personas que tienen la osadía de creer que pueden cambiar el mundo son las que terminan cambiándolo.

Cuando Kiel se apartó, él le agradeció profundamente aquellas palabras con la mirada, aunque considerara que estaba equivocada. El cónsul tuvo la osadía de querer cambiar una pequeña parte del mundo, pero no terminó renovando absolutamente nada. Extrajo un cuadernito de su pequeño portaequipajes, lo miró detenidamente y, tras unos segundos de titubeo, se lo dio.

Ella le sondeó con la mirada.

—Si no vuelves a saber de mí, me gustaría que se lo entregaras a mi hija.

—¿Yo? —preguntó totalmente perpleja Kiel—. ¿Por qué crees que soy la persona indicada?

—Amo a mi hija, señorita Kiel. Y sé que usted sabe amar. —Ella entendió la alegoría al instante—. No conozco a muchas personas que comprendan el concepto veraz del amor.

Kiel agarró el diario con todas sus fuerzas. Una vez más, Wolf se acercó a ella y la besó en la mejilla.

—Gracias, señorita Kiel. Despídase del señor Berenson de mi parte.

—Así lo haré, Gerhard. Lleva muy mal no poder salir de su villa.

—Que siga como está, sin dejarse ver demasiado. Y usted, por favor, no cometa ninguna insensatez.

La señorita Kiel miró a aquel hombre. Sabía que era la última vez que lo vería. Suspiró levemente y las lágrimas empezaron a brotar. Wolf no quiso alargar el padecimiento. No la amaba, pues su corazón estaba a miles de kilómetros de allí, pero la admiraba desde lo más profundo de su alma. El trabajo que realizaba desde el Santuario de Fontelucente, cerca de Fiesole, con la ayuda del joven prior Formelli para ayudar a los más necesitados era encomiable. Con un gesto cortés y rostro afligido, se dirigió a su automóvil. Wildt y Poppe también se despidieron de aquella formidable mujer.

Durante la tarde del 29 de julio, mientras el humo de la metralla azotaba las colinas, Wildt, Poppe y Wolf abandonaron Florencia rumbo al norte.

Aquellos hombres llegaron a su destino tras veinticinco horas al volante, gracias a la conducción por turnos y a los pequeños bidones de gasolina que guardaban en el maletero.

Durante las primeras horas de la mañana siguiente, en la Villa Bassetti, a orillas del Lago di Garda, se produjo un encuentro fraternal. El embajador alemán recibía a su amigo de la infancia, el cónsul de Florencia, en momentos complicados para el Reich.

Wolf, tras efusivos abrazos y las pertinentes preguntas de cortesía, demandó noticias sobre Kesselring. Necesitaba saber si había ordenado definitivamente que no volaran los puentes. Rahn negó con la cabeza en silencio. Wolf lo interpretó de dos maneras diferentes. O bien no había noticias del mariscal o bien habían hecho oídos sordos ante la petición de clemencia para con los puentes y su amigo no quería enojarle demasiado. El cónsul, al no ver ningún tipo de esperanza en ambas hipótesis, se marchó a su improvisado aposento consumido por la tristeza.

Tras una refrescante ducha matinal, volvió a tumbarse en la cama nervioso. «No debería haberme movido de allí», murmuró.

Los ejércitos aliados avanzaban hacia el norte de Italia a una velocidad portentosa. Las defensas alemanas caían como moscas. La campaña italiana estaba siendo demasiado fácil. Wolf celebraría la presteza de los aliados si las víctimas no fueran sus hermanos alemanes.

Un sentimiento agridulce que nunca le había abandonado.

Pensó en su familia.

Desde que dejaron Florencia, nunca había estado tan cerca de ellas. Solo Brescia, Bergamo y Lugano los separaba de las dos mujeres que más quería en la vida.

Era cuestión de tiempo.

Un sonido interrumpió aquel placentero propósito.

Se levantó de la cama y abrió la puerta.

Frente a él, sus dos hombres de confianza. Ambos en un evidente estado de nerviosismo.

—Señor, tenemos noticias para usted.

El diplomático invitó a sus compañeros a ingresar en la estancia. Ambos cruzaron el umbral y Wolf cerró la puerta discretamente.

—¿De qué se trata? —preguntó de nuevo el cónsul alarmado.

—De Florencia —contestó Wildt.

—¿Qué pasa con Florencia?

Poppe le reveló lo que acababan de escuchar en la comandancia. Los soldados en la ciudad habían recibido la orden final por parte del coronel Fuchs. Wolf se estremeció. Sabía muy bien a qué se refería con la orden final.

Operación Feuerzauber.

Fuego mágico sobre Florencia.

Todo saltaría por los aires.

El cónsul, descorazonado, imploró que le dejaran a solas.

Pasaron las horas.

Nadie supo nada de él durante toda la jornada.

Cuando el sol ya se había despedido del Lago di Garda, Wolf salió de su alojamiento y se dirigió firme hacia su vehículo, ataviado con su traje y cargando el portaequipajes en soledad. Había recorrido tranquilamente unos metros cuando una mano le agarró el brazo desde atrás.

—¿Dónde te crees que vas? —preguntó Rahn.

—Rudolf, van a partir Florencia por la mitad. Lo han dicho en la comandancia.

—Te prometo que me acabo de enterar. Gerhard, por el amor de Dios, dime que no vas a volver solo para salvar un puente.

—Siempre te has mantenido al margen, amigo mío, lo entiendo, pero tú no has terminado de comprenderlo. No se trata del puente. Se trata del trayecto que marca la diferencia entre la vida y la muerte. Allí se quedaron Dalla Costa, Bartali y Burgassi. Sin mí, la cadena se romperá. Si no hay cadena, madres y niñas no podrán escapar de la masacre. Lo sabes de sobra.

—¡Harás que te maten! —clamó el embajador—. Y si no te matan, ¿qué dirás a tus superiores?

—No diré nada, amigo mío. Lo harás tú. —Wolf miró fijamente a su aliado.

—¿Yo?

—He recibido órdenes de Berlín. El Führer quiere que recupere unas obras de arte de la Uffizi. Una apresurada operación secreta. Eso es lo que comunicarás.

—Gerhard —replicó Rahn negando con la cabeza—, eso es una locura.

—Precisamente por eso. Si Hitler no estuviera loco, estaría bebiendo cerveza y comiendo salchichas, como todos los alemanes.

Wolf extrajo de su americana un folio doblado y se lo entregó a su amigo. Se trataba de un documento redactado a máquina por el mismo cónsul en el que el embajador le instaba a ejecutar dichas órdenes con el fin de contentar al Führer.

—¿Cómo diablos…?

—Tenías una Silenta maravillosa en el despacho.

El embajador rio. Nadie había visto salir al cónsul de su habitación. Wolf recordó cómo Dalla Costa había actuado ante la detención de Bartali.

—Continental Silenta de la Wanderer-Werke. Alemana. 1940 —explicó Rahn de manera jocosa, con el fin de que aquel orgullo de máquina destensara la situación—. Entiendo que ahora está en tu habitación.

Rahn volvió a mirar el documento.

—No te preocupes, ya he firmado por ti.

El embajador entendió aquel movimiento. Siempre podría acusar a Wolf de haber falsificado la firma para exonerarle de cualquier acusación.

—Aquí hay más nombres, Gerhard. Fasola, Dalla Costa, Heydenreich…

—Querido amigo, no voy a recoger ningún cuadro. Y si tú crees que pretendo salvar Florencia por mí mismo, estás tan loco como Hitler.

Rahn, consciente de que la voluntad férrea de Wolf nunca se doblegaría, le abrazó.

—Si no vuelvo, diles a mi mujer y a mi hija que Hanna Kiel, en Florencia, tiene algo para ellas. Diles que siempre las he llevado en mi pensamiento.

—Espero que lo hagas tú, querido amigo.

Wolf se dirigió a su Fiat 1100, cerró la puerta, arrancó el motor y puso rumbo a Florencia. Recordó las palabras de la señorita Kiel: «Las personas que tienen la osadía de creer que pueden cambiar el mundo son las que terminan cambiándolo». Sonrió amargamente. Su amiga acababa de destronar a Goethe.

Wildt y Poppe trataron de alcanzar el automóvil, pero el embajador Rahn se interpuso en su camino. Su mirada lo manifestaba todo. El cónsul deseaba estar solo.

Wolf volvía a Florencia.

Los tres hombres observaron cómo su amigo se perdía en el horizonte, frente a la oscuridad de la noche, en una misión suicida. Rudolf no tuvo ninguna duda. Si alguien era capaz de lograr su cometido, ese era Gerhard Wolf.

Rahn no pudo evitar exteriorizar su íntimo deseo.

—A por ellos, lobo.

Ir a la siguiente página

Report Page