Hannah

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Mayo de 1938

Florencia

Hitler y Mussolini.

Todo el mundo esperaba la aparición de los dos hombres más importantes del momento.

Las gradas se habían dispuesto convenientemente en la Piazza Vittorio Emanuele II para que las autoridades de la ciudad asistieran cómodamente al cortejo.

En la Piazza della Signoria corría el rumor de que ya habían visitado el Palazzo Pitti y que el Führer había sido embaucado por un espectáculo florentino, con tambores repicando y banderas ondeando. Al parecer, Hitler disfrutaba del arte. A Mussolini, un hombre con alergia a cualquier expresión artística, se le hizo larga la visita. Pasearon por los jardines Boboli y rindieron homenaje a los mártires fascistas toscanos caídos en combate en el panteón de las glorias italianas, la basílica de la Santa Croce. El descapotable, escoltado por una patrulla motorizada a ambos flancos y seguido por cámaras de cine, pasó a través de los arcos de banderas que se habían preparado para la ocasión, como si la primavera florentina diera la bienvenida a ambos monstruos de pie en el vehículo. El automóvil se detuvo frente a la multitud. Ambos dictadores saludaron a los militares y al vulgo. Ni el Calcio florentino congregaba tantos espectadores.

Sin embargo, nadie se movía de la Piazza della Signoria. Para muchos aquel era un lugar privilegiado, codiciado por cualquier espectador, para disfrutar de un momento histórico. Los dos líderes, que habían declarado una alianza entre Roma y Berlín dos años antes, mostraban su sólida relación ante el público toscano.

Tarde o temprano llegarían al Palazzo Vecchio.

Los militares aguardaban en línea: miembros del cuerpo de infantería del ejército italiano, los Bersaglieri, así como los del Cuerpo de Carabineros y los de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional, los temidos camisas negras. Tras ellos, los jóvenes ondeaban al viento banderas italianas y alemanas. Todos encuadrados según las directrices de la organización fascista.

La Via Vacchereccia, que desembocaba en la histórica plaza, hacía gala de un dantesco y medieval espectáculo. Algunos de los vecinos colgaban de sus balcones insignias del giglio, la flor de lis, símbolo de Florencia, junto con el fascio littorio romano, emblema del poder dictatorial del régimen de Mussolini. Sobria riqueza del gusto toscano. Otros fueron más allá. Se atrevieron a pender una bandera roja con una esvástica negra incorporada en un círculo blanco. La nationalflagge nazi.

Los líderes llegaron a la galería de los Uffizi por el corredor vasariano, donde Adolf Hitler pudo admirar las bellas obras de los maestros Botticelli o Buonarroti. El director del Kunsthistorisches Institut in Florenz, Friedrich Kriegbaum, ejercía de guía e intérprete. Al alcanzar la galería acristalada sobre el corredor de Vasari, Kriegbaum no dudó en ensalzar la grandeza arquitectónica sobre el Arno.

Mein Führer, observe la belleza del Ponte Santa Trìnita, uno de los grandes orgullos de nuestra ciudad.

—¿Qué tiene de importante ese puente? —contestó fríamente el Führer.

Mein Führer, la construcción de esa maravilla data de 1252. Una crecida del río lo destruyó y en 1567 fue recreado por el arquitecto Bartolomeo Ammannati, según un diseño del divino Michelangelo.

—Prefiero el Ponte Vecchio —replicó Hitler.

—Pero, Mein Führer, las partes más admirables del Ponte Vecchio datan de la década de 1860. —Kriegbaum intentaba llevarse al dictador alemán a su terreno.

—Mi favorito es el Ponte Vecchio.

Kriegbaum miró al Duce, a quien no le importaba lo más mínimo la conversación en alemán ni nada que tuviera que ver con el arte. El director del Kunsthistorisches Institut lo dejó por imposible. El pueblo florentino esperaba la hora. Ambos entraron en el Palazzo Vecchio. Mussolini aprovechó para registrar la histórica visita. Haciendo gala de su ego, y sintiéndose un peldaño moral por encima de su invitado, escribió en el libro de visitas: «Firenze fascistissima». Sonrió. El comune de Florencia anunció, mediante el sonido de trompetas, la aparición de los dos dictadores. Tras unos segundos de espera, sucedió. La Signoria estalló de júbilo, celebrando la acogida del Führer en la ciudad floreciente.

Salieron juntos al balcón.

El estruendo se oyó hasta Fiesole. La muchedumbre rugía ante semejante efigie del poder. Poco a poco, el balcón se llenó de lugartenientes.

Hitler, portando el brazalete nazi en su brazo izquierdo, saludaba con la diestra. Mussolini no escondía su felicidad. El secretario del Partido Nacional Fascista, Achille Starace, mandó callar a los asistentes con su mano derecha y ordenó al público el saludo al Führer y al Duce.

Heil Hitler!

El público obedeció al unísono.

Heil! —gritó Florencia.

El Führer mostró su felicidad, mientras el Duce no podía contener una carcajada. Ambos, satisfechos, saludaron de nuevo al público y tras unos minutos abandonaron el balcón.

Florencia vibraba.

Sin embargo, no todos los ciudadanos de la ciudad del Arno deseaban ser testigos de la entrada triunfante del Führer en Florencia. Ajenos a lo que estaba por llegar, los más osados colgaron como protesta reactiva banderas multicolor de seda, pintadas a mano y con vistosos flecos. Una pareja observaba desde una abarrotada Logia dei Lanzi el pintoresco recibimiento.

—A mí me parece poco impresionante —dijo él.

—Tiene una sonrisa nerviosa —apuntó ella.

—Sí, y el Duce lo trata con arrogancia —sentenció el hombre.

Ambos serían señalados en los meses venideros.

Sin embargo, en aquellos momentos la coreografía fascista caló hondo. Los italianos y los alemanes, en su mayoría, estuvieron entregados.

Cuando ambos líderes se retiraron, la Piazza de la Signoria volvió poco a poco a la normalidad. Cada ciudadano recuperó de nuevo sus quehaceres, pensando que habían sido partícipes de una jornada histórica.

La pareja abandonó la Logia y decidió volver a casa.

Ella tropezó, cayendo accidentalmente encima de Eugenio Montale, un intelectual antifascista que dirigía el Gabinetto Vieusseux y que acababa de observar el circo de los dictadores con plena incredulidad. La muchacha se recompuso como pudo y se excusó frente a aquel hombre. Montale no permitió que aquella humilde ragazza se humillara de esa manera.

—No ha sido nada, mujer, de verdad.

Reconoció enseguida a su pareja, que trataba de arroparla tras el susto con aquel escalón.

Che cavolo! ¡Usted es el barbero de Santa Maria Novella!

El gentío, que trataba de abandonar la plaza, no les permitía acercarse del todo.

—Sí, signore, disculpe usted el atropello.

—No se preocupen, de verdad. Pocas cosas pasan. Llévela a casa y vigile ese tobillo. Le visitaré la semana que viene. A presto.

La pareja saludó cortésmente e inició la marcha al otro lado del Arno. Al cabo de un rato, Eugenio Montale miró a su alrededor y, tras reposar lo que acababa de ver en el balcón del Palazzo Vecchio, un miedo contenido se apoderó de él. Sacó su pequeña libreta y escribió una línea.

Ya nadie estará libre de culpa nunca más.

A varios kilómetros de la plaza, el séquito italiano había escoltado a la comitiva alemana hasta la estación de ferrocarril. Se gestó el acuerdo que confirmaba la amistad entre los dos pueblos. Antes de subir al tren, Hitler recibió un último mensaje de su homólogo italiano.

—A partir de ahora, no habrá fuerza en la tierra que pueda separarnos.

Hitler, satisfecho, se dispuso a volver a Alemania. El tren partió y el dictador, desde la ventana, dedicó un último saludo fascista al pueblo italiano. Su país ya dominaba Austria y Checoslovaquia. En un año tendrían Polonia.

Era cuestión de tiempo que Mussolini se uniera bélicamente a su causa.

La Nazione, en su edición del 10 de mayo, rescató con excesiva zalamería el encuentro de los líderes.

Iniciativa triunfal en las jornadas italianas

del Führer en el año del imperio.

Florencia en un insuperable ardor

elogia al jefe de Alemania amiga y al Duce.

Florencia ya era psicológicamente nazi.

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