Hannah

Hannah


6

Página 8 de 42

6

Junio de 1940

Roma

La ciudad eterna se hallaba casi desierta.

Su gente se había congregado en un lugar específico. Los romanos estaban ansiosos. Aquel 10 de junio la Piazza Venezia estaba abarrotada. La gente voceaba, las banderas ondeaban. La multitud allí congregada estallaba en júbilo. En el balcón del Palazzo Venezia, sede del fascismo italiano desde 1929, se encontraba el que estaba a punto de convertirse en subsecretario del Partido Fascista Nacional, Pietro Capoferri. A su lado, vistiendo el uniforme de primer cabo de honor de la Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional, il Duce Benito Mussolini.

Hacía un año que Alemania e Italia, su país, habían firmado el Pacto de Acero, una alianza entre el régimen fascista italiano y el Reich alemán.

«Constantemente en contacto», firmaron.

No fue así. Hitler invadió Polonia sin consultar al Duce.

Desde 1939 Pío XII se sentaba en el trono de Pedro. El Papa de la Paz, le llamarían. Sin embargo, todos sus intentos por evitar la guerra y solventar las diferencias a través de la diplomacia y el diálogo no fructificarían. El Papa optaría por la neutralidad y sería criticado duramente por su comportamiento.

En mayo Mussolini había citado a los mariscales Balbo y Badoglio. Había tomado una decisión que no había comunicado al Gran Consejo de Ministros ni al Gran Consejo del Fascismo.

—Debo informarles a ustedes —dijo el Duce— de que ayer envié por correo una declaración mía a Hitler, para darle a entender que no me propongo permanecer inactivo y que, a partir del 5 de junio, estaré dispuesto para declarar la guerra a Gran Bretaña.

Ambos mariscales se quedaron mudos. La ira se apoderó del Duce.

—Vuecencia está al corriente de nuestra absoluta falta de preparación militar —acertó a decir Badoglio—. Todos los datos correspondientes le han sido entregados semanalmente. Tenemos una veintena de divisiones preparadas al setenta por ciento; otras veinte al cincuenta por ciento. No disponemos de ningún carro armado. La aviación, como sabe muy bien vuecencia, gracias a las declaraciones del general Pricolo, no está en disposición de actuar. Y no he hablado del equipo, porque ni siquiera tenemos el número suficiente de camisas para todos los soldados.

—¿Cómo es posible declarar la guerra en tales condiciones? —Balbo se sumó a los razonamientos de su compañero—. A las colonias les hace falta de todo. Tenemos una gran parte de la marina mercante navegando.

—Es un suicidio.

El silencio invadió aquel salón.

El Duce recuperó la palabra.

—Usted, señor mariscal —le dijo a Badoglio—, solo tiene la experiencia de Etiopía en 1935. Es, pues, evidente que le falta la tranquilidad necesaria para llevar a cabo una exacta valoración de nuestra situación actual. Le aseguro que en septiembre todo estará terminado y solo necesitaré algunos millares de muertos para sentarme a la mesa de la paz como beligerante.

Días después de aquella improvisada reunión, Capoferri levantó la mano, seña del saludo fascista, para vitorear al Duce. El populacho reverenció a su líder. Eran las seis de la tarde. Con un gesto fugaz de la mano, el Duce, que había obtenido el mando de las Fuerzas Armadas en operaciones por orden del Rey, dio la bienvenida y mandó callar. La gente poco a poco fue amortiguando el sonido. El Duce se agarró el cinturón con ambas manos y comenzó, con serio semblante, su arenga. Roma estaba en silencio. Toda Italia, mediante la radio, pendiente. Tenía que hacer olvidar los brillantes y recientes discursos de Churchill, donde se mencionaba sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor y se instaba a luchar incluso en las playas sin rendición. Il Duce levantó el mentón con aires de superioridad.

«Combatientes de tierra, del mar y del aire. Camisas Negras de la Revolución y de las Legiones, hombres y mujeres de Italia, del Imperio y del Reino de Albania. ¡Escuchen! Una hora marcada en el destino sacude el cielo de nuestra patria, una hora de las decisiones irrevocables. La declaración de guerra ya ha sido consignada…».

El pueblo italiano estalló en júbilo. Ante la sonora celebración, el Duce tuvo que esperar unos segundos, inmóvil. Solo sus ojos escudriñaban levemente de derecha a izquierda el panorama que tenía ante él.

«… a los embajadores de Gran Bretaña y de Francia».

En esta ocasión, los italianos dedicaron una sonora pitada a sus enemigos. El Duce mandó callar levantando el índice derecho.

«Salgamos al campo contra las democracias plutocráticas y reaccionarias de Occidente, que siempre han obstaculizado la marcha y a menudo han atentado contra la existencia misma del pueblo italiano. Algunos lustros de la historia más reciente se pueden resumir en estas palabras: frases, promesas, amenazas, chantaje y, al final, cual coronamiento del edificio, el infame asedio asociado de cincuenta y dos estados».

Los vítores y los silbidos se mezclaban por igual. Mussolini, que no estaba acostumbrado a las interrupciones en sus discursos, levantó de nuevo su mentón con satisfacción y continuó con solemnidad.

«Nuestra conciencia está absolutamente tranquila. Con ustedes el mundo entero es testigo de que la Italia del Littorio ha hecho cuanto era humanamente posible para evitar la tormenta que convulsiona Europa. Pero todo fue en vano. Bastaba con no rechazar la propuesta que el Führer hizo el 6 de octubre del año pasado, después de terminada la Campaña de Polonia. Ya todo eso pertenece al pasado. Si hoy nosotros estamos decididos a afrontar los riesgos y los sacrificios de una guerra es porque el honor, los intereses, el futuro férreamente lo imponen, ya que un gran pueblo es realmente tal si considera sagrados sus empeños y si no evade las pruebas supremas que ha dispuesto el curso de la Historia».

Una nueva riada de voces alentó al Duce. Nadie se movía de aquel lugar. Nadie podría, aunque quisiera.

«Nosotros queremos romper las cadenas del orden territorial y militar que sofocan nuestro mar, porque un pueblo de cuarenta y cinco millones de almas no es verdaderamente libre si no ha liberado el acceso a su océano. Esta gigantesca lucha es la lucha del pueblo pobre con brazos numerosos en contra de los hambrientos que retienen ferozmente el monopolio de todas las riquezas y todo el oro de la tierra. Es la lucha de los pueblos fecundos y jóvenes contra los pueblos estériles y que tienden al ocaso. ¡Italianos! En una memorable concentración, aquella de Berlín, yo dije que, según las leyes de la moral fascista, cuando se tiene a un amigo se marcha hasta el final con él. Esto hemos hecho y lo haremos con Alemania, con su pueblo, con sus victoriosas Fuerzas Armadas. La Italia proletaria y fascista está por tercera vez en pie, fuerte, orgullosa y compacta como no lo estuvo nunca. La palabra de orden es una sola, categórica y comprometida para todos. Ella ya sobrevuela y enciende los corazones desde los Alpes al océano Índico: ¡Vencer!».

La audiencia estalló en aplausos. Las banderas y las pancartas ondeaban. Aquella palabra, «vencer», corrió por las venas de los habitantes de la península itálica. Vencer.

«Y venceremos para por fin lograr un largo periodo de paz, con justicia para Italia, para Europa, para el mundo».

El rugido de las masas fue en aumento. El pueblo celebraba sin duda la decisión de su líder. Una gran jornada.

«¡Pueblo italiano, corre a las armas y demuestra tu tenacidad, tu ánimo, tu valor!».

Mussolini alzó la mano, saludó y en apenas unos segundos había abandonado el balcón, mientras doscientas cincuenta mil almas italianas festejaban la tenacidad, el ánimo y el valor.

Al día siguiente, el Corriere della Sera resaltaba aquella declaración en portada.

El deslumbrante anuncio del Duce.

La guerra contra Gran Bretaña y Francia.

En la ciudad de Florencia, la Piazza della Signoria se abarrotó de banderas de la Vecchia Guardia y estandartes de varios grupos fascistas. A pocos kilómetros, en un barrio humilde, un joven barbero y su mujer, padres primerizos, escuchaban la radio con temor, mientras cuidaban de su pequeña. Echaron la vista atrás, cuando fueron testigos de la visita del Führer en la Piazza della Signoria.

Solo habían hecho falta dos años para que Hitler obtuviera lo que vino a buscar en 1938.

Italia acababa de entrar en la Segunda Guerra Mundial.

Ir a la siguiente página

Report Page