Hannah

Hannah


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Mayo de 2019

Madrid

Últimos días de aquel mes de mayo.

Aterricé en la capital pronto. Había sido una noche horrenda, pero me las había apañado para coger el primer vuelo que salía de Florencia en dirección a Madrid. Durante aquellas horas repasé todo lo que mi abuela había hecho por mí. Aquella eterna luchadora se había vuelto frágil y la situación, por el tono de mi tía, tenía pinta de no acabar muy bien.

Maldita neumonía.

Mi abuela…

Mi abuela nació en 1939 en Italia, bajo el seno de una familia judía. Aunque nunca recordaba demasiado de aquella época (disparos, obras de arte y poco más), sus seres queridos le contaron cómo los aliados entraron en Florencia y rescataron a miles de personas del yugo fascista. Mi abuela hablaba de su adolescencia con felicidad. Acogida por una familia en Arezzo que se dedicaba al negocio del oro, creció, estudió y cultivó su pasión por el arte. Allí conoció a mi abuelo durante un viaje. Él, un adolescente que ejercía como fotógrafo de un periódico de La Línea de la Concepción durante la Guerra Civil española, sobrevivió al conflicto bélico y decidió recorrer el mundo con su cámara. Visitó la Toscana realizando un reportaje sobre el oro y la orfebrería y se quedó prendado de mi abuela, a quien nunca dejó de fotografiar. Ella era su Simonetta y él su Botticelli. Sustituyeron los lienzos por carretes y recorrieron el mundo con humildad, lejos de la barbarie europea, para olvidar. El destino no quiso privarles de amor, complicidad y descendencia y, tras pasar unos años de nuevo en Arezzo, terminaron por establecer su residencia en España, solo después de caer la Dictadura. Mi abuela perdió a sus padres bajo el régimen fascista de alemanes e italianos y mi abuelo fue testigo de la muerte de los intelectuales por la represión franquista, y bajo ningún concepto quisieron repetir una vida bajo la opresión de la ultraderecha.

Tras muchos años de felicidad, mi abuelo la esperaba en el Cielo. Eso, al menos, pensaba mi abuela.

Tras desembarcar en la Terminal 4 del Aeropuerto Adolfo Suárez, no escatimé y cogí un taxi en dirección al hospital. La necesidad de ver a la abuela se impuso a mi monedero.

Al llegar, saludé a mi tía con un abrazo enorme y me abalancé sobre mi abuela. El beso fue épico, a pesar de los tubos que se introducían en su nariz. No pude soltarla durante un buen rato. Estaba tumbada, como si fuera la viva imagen de la fragilidad. Ella no paraba de besarme en la frente, como siempre le había gustado hacer.

Mi tía, tratando de aparentar cualquier otra cosa, no pudo ocultar el sentimiento que la embargaba. Pobrecilla. No sabía que cuando existe la emoción de la tristeza verdadera, se produce en el interior de la cavidad ocular y pegado al tabique nasal un hueco en forma de triángulo. Ese triángulo solo aparece si la emoción es real. Allí estaba.

Tristeza.

Algo de miedo también. Y todo era veraz.

Me centré en mi abuela.

—¿Cómo te encuentras?

—Bastante jodida. —Tosió.

No mentía, pero tampoco se privaba de su sentido del humor y de su lenguaje, en ocasiones demasiado vulgar. Si la palabra que definía su estado de ánimo o salud era «jodida», nada ni nadie evitarían que la pronunciara. En cualquier lugar, en cualquier momento.

«Jodida».

Mi abuela no era del tipo de personas que les gustaba dar lástima. Si decía que no estaba bien, era para echarse a temblar.

—Ya verás como mejoras.

Alcancé a decir tontamente eso que todo el mundo dice en un hospital, aunque tengamos la certeza de que, en ocasiones, es una mentira piadosa.

Mientras las enfermeras la lavaban, dejamos a mi abuela tranquila unos minutos e invité a mi tía a un café en la sala de espera, ya que estaba convencida de que la mujer necesitaba desahogarse. Era su madre la que estaba postrada en aquella cama.

—Y tú ¿cómo estás?

—Mal, Hannah, muy mal. —Empezó a llorar—. No va a salir de esta.

—¿Cómo puedes estar tan segura? —pregunté mientras la acunaba en mis brazos.

—Me lo han dicho los médicos. Hablan de un fallo multiorgánico por las defensas bajas…

—Algo podrán hacer…

—Se apaga, Hannah, la yaya se apaga. Es muy mayor…

Mi tía apuró el café y quiso volver a la habitación. Su cara era el fiel reflejo de una persona que llevaba demasiado tiempo sin dormir. Me confesó que, tras recibir aquella noticia, no había vuelto a pegar ojo. Y ya habían pasado más de veinticuatro horas. La invité a que se marchara a casa y descansara.

—Pero… —dudó.

—Estoy yo, tía. He vivido con ella casi veinte años, ¿recuerdas?

—Sí, bonita. Casi la conoces mejor que yo…

Llegamos a la habitación y mi tía besó a su madre. Noté que aquel gesto tenía algo de despedida, como si la hija pensara que probablemente no la volvería a besar con vida. Igual se equivocaba, quizá tendría muchas más oportunidades de despedirse de su madre, pero no era una mala actitud. Si tenía que suceder, era la mejor manera de enfrentarse a una pérdida. Despedirse de la persona que amas.

—¿De verdad que no necesitas nada? —preguntó mi tía.

—Nada de nada, de verdad. Ve a descansar.

Ambas nos besamos y, tras recoger sus pertenencias, se marchó a casa. Merecía unas horas de descanso.

Me quedé sola con mi abuela. Allí estaba ella, tan bonita, mirándome fijamente. Sonreía. Tosía. Volvía a sonreír. Observé su cara durante un rato.

—¿Ya me estás haciendo eso que tanto te gusta hacer? —preguntó jocosa.

—¡No! —Me sonrojé un poco porque, en el fondo, sí lo hacía: trataba de adivinar sus emociones.

—A tu propia abuela…

—¡Abuela!, no te estoy analizando.

Frunció el ceño, uno de los síntomas de la emoción de la ira. Me acerqué a ella para comprobar que me estaba tomando el pelo. Soltó una carcajada que acabó en una estrepitosa tos.

—A mí no me engañas, abuela.

—Sabe más el diablo por viejo que por diablo. —Guiñó un ojo.

En ese momento fui yo quien se rio. ¿Cómo podía explicarle a mi abuela la ausencia de voluntariedad de las microexpresiones y de las emociones en el rostro? Ya lo había intentado alguna vez, pero mi abuela era toda una negacionista.

Me encantaba enfrentarme a ella.

—Te vas a poner bien, abuela.

—Esta vez no, hija mía, esta vez no. —Tosió de nuevo—. Pronto veré al abuelo y a tus papás…

Ella no mentía, o al menos estaba convencida de que esa realidad era su verdad. Me preocupé. Me entristecí. A los pocos minutos entró el doctor y me saludó por primera vez.

—Buenas tardes. Soy el doctor José Enrique Cabrero.

—Hannah, encantada. —Ambos estrechamos nuestras manos—. Soy su nieta.

—Bueno, bueno, Hannah abuela y Hannah nieta. —Se dirigió a mi abuela—: ¿Cómo está usted hoy, «Hannah abuela»? —preguntó con humor.

—Podría estar mejor, doctor —contestó mi yaya con algo de solera.

—Bueno, aquí le dejo la medicina. No se olvide —recordó con cariño el doctor mientras depositaba un bote con medicamentos en su mesita.

—A mi edad todavía puedo…

—Lo sé, lo sé —respondió comprensivo.

El doctor comprobó el gotero. El antibiótico caía con fluidez. Le tomó el pulso y la temperatura a mi abuela. Todo estaba en orden. Después se dirigió a mí.

—Volveré en un rato para ver cómo está. Cuídemela. Hasta ahora.

Aproveché el momento y, realizando una suave caricia en el brazo de mi abuela, me dirigí al doctor.

—Le acompaño fuera.

Ambos salimos de la habitación.

—Disculpe el atrevimiento. Quizá no sea de mi incumbencia, pero quería agradecerle el trato que tiene usted con mi abuela.

—No hay nada que agradecer. Trato a todos los pacientes por igual. Pero gracias por el cumplido.

—Puede que usted —hice hincapié— trate a todos los pacientes con el mismo cariño, doctor. Pero aun así yo le agradezco que mi abuela no sea la paciente número treinta y siete, como aparece en el botecito de las pastillas que acaba de dejar. Para usted ella es Hannah —rectifiqué sonriendo tímidamente—. Bueno, ahora «Hannah abuela».

—Hay que estar con el enfermo sin que sea continuamente el enfermo, sino también la persona. Haya ciencia o no detrás de ello, pienso seguir llamando a los pacientes por su nombre, siempre y cuando me den permiso y les haga bien. La empatía es esencial en determinados trabajos.

—Y el sentido común —añadí—, y veo que usted tiene ambas capacidades. Gracias, doctor Cabrero.

—Un placer.

Se dirigió al pasillo y yo iba a regresar a la habitación, pero no pude evitar llamar la atención de aquel profesional de nuevo.

—¡Doctor Cabrero!

Se giró. Me acerqué para no tener que alzar demasiado la voz. Poco a poco se apoderaban de mi cuerpo el miedo y la vergüenza.

—¿Cómo lo ve? —pregunté muy preocupada.

El doctor respiró con pausa, como si debatiera pronunciar aquellas palabras en aquel instante, en aquel lugar.

—Lamento ser tan sincero con usted, joven. No va a mejorar. En cualquier momento…

Un rayo atravesó mi cuerpo. No me esperaba esa respuesta. No tan pronto. No tan directa. Intenté articular una frase coherente, pero aquella información tan directa me había desarmado por completo.

—Pero… —balbuceé.

—El sentido común me dice —continuó el doctor con aflicción— que lo mejor es que aprovechen para despedirse de ella.

—Las pocas personas cercanas que le quedan ya han estado aquí… Y me consta que mi abuela se ha ido despidiendo de todos.

Colocó su mano derecha en mi hombro, como si se tratara de una relación paterno-filial. Aquel gesto estaba cargado de cariño y de intención. Estoy segura.

—Entonces ahora aproveche usted.

El doctor, a pesar del titánico esfuerzo que realizó para acompañar aquel gesto con una cálida sonrisa, no pudo ocultar su verdadero sentimiento. Al menos no ante mí, que había dedicado tanto tiempo a estudiar las emociones. En su rostro, a pesar de la leve sonrisa, solo había sitio para un sentimiento.

Tristeza.

Lo entendí enseguida.

Con una palabra de agradecimiento le dejé marchar. Tardé unos segundos en dar la vuelta y caminar hacia la habitación.

Miles de recuerdos atormentaban mi cabeza.

No estaba preparada para vivir sin mi abuela.

Logré cruzar el umbral de la puerta donde residía la paciente número treinta y siete, mi yaya Hannah.

Ella trataba de alcanzar el bote de las pastillas, situado en una mesita cercana a su cama. Aceleré el paso tratando de ayudarla.

—Espera, abuela, no seas cabezota. ¿Qué quieres?

—Mi bote…

—Abuela, ahora no tocan las pastillas.

—No quiero pastillas, Hannah. —Volvió a toser.

No entendí nada. Tomé el pequeño bote y se lo entregué. «Caprichos de anciana», pensé, sin tener en cuenta que podrían ser mis últimos momentos con ella. A la hora de escribir estas líneas aún me arrepiento de haber pensado eso siquiera, pero me he prometido ser transparente, sincera.

Allí, tumbada en la cama, mi abuela agarró aquel bote como si fuera la última pertenencia de su vida. Miró detenidamente la pegatina. Solo aparecía un número: el treinta y siete. Nada más. Ella jugueteó con el bote, mirándolo desde todos los puntos de vista posibles. De repente, algo llamó su atención. Atisbé una breve emoción en su rostro. Su mandíbula se abrió ligeramente y las cejas y los ojos se alzaron un poco.

Sorpresa.

Acto seguido, el rostro de mi yaya se transformó. Las comisuras de sus labios se elevaron sutilmente y los músculos externos que rodeaban sus ojos se tensaron un poco. Igual es demasiado prepotente justificar que soy experta descifrando emociones. Pero aquello era felicidad. Algo, en lo más profundo de su mente, había provocado cierta sorpresa y felicidad.

—¿Qué sucede, abuela? —pregunté con dulzura.

—Nada, bonita, nada. —No podía borrar la sonrisa de su rostro. Ni siquiera por la tos.

—Abuela… —El tono portaba benevolencia, con una pizca de reclamación.

—A mi edad, el júbilo de aprender, de llegar a comprender, todavía está vivo.

Me contó que Michelangelo, ese que tanto le gustaba a mi abuelo, escribió a sus ochenta y ocho años que todavía seguía aprendiendo. Le respondí que era un acto de humildad, aunque siempre le había considerado un capullo.

A mi abuelo no, a Michelangelo.

Ambas reímos al unísono. Sabía que Buonarroti, o al menos eso había leído, había sido un genio, sí, pero también un tipo difícil de llevar. Mi abuela necesitaba sonrisas.

—No sé, bonita mía, si soy un poco capulla, pero desde luego sigo aprendiendo. No dejes de hacerlo nunca, cariño. ¿Vale? —insistió, como si en aquel momento quisiera darme una última lección de vida—. Con el paso del tiempo he aprendido que una de las grandes lacras de la humanidad siempre ha sido y será presuponer. Prejuzgar. No ir más allá de lo que nos han contado, porque así está bien. «¿Qué más da?», dicen los necios.

Mi abuela intentó buscar una posición más cómoda en la cama. No lo logró. Yo le pregunté directamente si tenía ganas de darme un sermón, por el rumbo que estaba tomando la conversación.

—Solo tengo ganas de que no dejes nunca de ser mejor persona.

—Tú me hiciste una gran persona.

Sonrió. Aquellas palabras la hicieron muy feliz.

—Sigo aprendiendo… —añadió, señalando el botecito de pastillas y respirando con dificultad.

—¿Qué quieres decir?

Mi abuela intentó respirar profundamente, aunque cada vez lo hacía con más dificultad. Creo que se pensó durante unos segundos las palabras que pronunció a continuación.

—Siempre me preguntabas sobre la guerra, y yo nunca te conté nada de lo que viví en mi niñez porque la guerra es algo horrible que no debería ni siquiera permanecer en el recuerdo de las personas. Y a mí me tocó vivir la peor de todas, aunque te confieso que a veces hay una luz al final del camino. Hay que intentar tener fe. Yo encontré aquella luz y tuve fe. Siempre me preguntabas y yo, tonta de mí, lo traté como un tema tabú. Pero ahora te digo que mires siempre más allá, como cuando analizas las caras de las personas. Que, por cierto, jodía, eso da mucho miedo. —El tono de su voz iba disminuyendo progresivamente por la falta de energía—. Hagas lo que hagas, nunca juzgues sin conocer.

Recogí el consejo de mi abuela sin darle mayor importancia en aquel momento y bordeé la cama hasta aproximarme al otro flanco. Trataba de decirme algo, pero no atiné con la pregunta. Sin saber por qué, me centré en su obsesión. Puse el foco en la Uffizi.

—No hay un gran porqué. Solo sé que tengo grabada a fuego en mi mente esa bella galería desde muy pequeñita. Es uno de los pocos recuerdos positivos de la guerra junto con un bello cuadro con flores. ¡Cómo me gustaba ese cuadro! La galería y el cuadro siempre me dieron esperanza. Como el número de ese botecito. Me gusta ese número…

—Vale… Y no eres una capulla. Te quiero, abuela. —Le besé la frente, como si aquel tímido gesto la protegiera.

—Y yo a ti, bonita mía. —Ella sonrió sinceramente con la boca, los ojos y el alma—. Te quiero. Te queda muy bien ese pelito.

Era increíble la obsesión de mi abuela por un cuadro que nunca más volvió a ver. Tuvo que observarlo en unas condiciones muy especiales para que se le quedara grabado a fuego en la memoria, porque, una vez mayor, volvió a los Uffizi y nunca lo encontró.

Acerqué el incómodo sillón que había en la habitación. Me senté como pude y cogí con delicadeza su mano. La miré durante un rato. Cada línea de su cara, cada arruga de la piel. Su respiración era débil. Se le escapaba la vida. Y yo sabía que me ocultaba algo. También sentía que le debía tanto…

—Que empieza… —dijo con algo de ilusión mientras volvía la dichosa tos.

—¿Que empieza qué, abuela? —pregunté sin entender.

—Empieza…

Hizo ademán de coger el mando, pero le faltó fuerza. Lo agarré por ella y encendí el televisor. Ahí estaba.

—El concurso que veíamos todas las tardes, ¿te acuerdas? —me dijo.

Casi me puse a llorar. Aquella mujer no habló más. Allí estaba su programa, el de cada día. Al parecer, durante varias emisiones estaban teniendo un duelo muy interesante un concursante de Salamanca, cordial y pausado, y otro de Burgos, joven y desinhibido. Mi abuela se quedó absorta disfrutando del programa sin soltarme la mano.

También me entregué a la causa y me dejé llevar por la emoción. Durante unos minutos, ambas mirábamos el televisor sin soltarnos.

Ante el fallo de un concursante, me puse las manos en la cabeza y de un brinco me levanté del sillón.

—¡No! Pero ¿cómo puedes fallar eso? —le grité al televisor.

Me tiré de nuevo en el asiento y busqué la complicidad de mi abuela. Traté de agarrar su mano, como símbolo del vínculo imperecedero que habíamos forjado durante tanto tiempo.

No hallé tensión.

La mano, inerte, no respondía a mis caricias.

Salté del sillón y me lancé sobre ella.

—¡Yaya!

Pero Hannah, mi abuela, mi «yaya», ya no estaba allí. Y un pedazo de mi ser, de mi vida, se había ido con ella, para siempre.

Y lloré como nunca había llorado antes. Y miles de recuerdos me asaltaron de pronto.

Ya no pasearíamos más por el Rastro agarradas de la mano los domingos por la mañana.

Ya no iríamos juntas al teatro a ver a aquel actor que tanto admiraba.

Ya no comeríamos juntas más magdalenas, esas que tanto le gustaban.

Ya no veríamos juntas aquel concurso, nunca más.

Ya no me abrazaría con paciencia infinita cada vez que llorara por un chico.

Ya no me contaría más cuentos sobre Botticelli.

Ya no volveríamos a estar juntas.

Ya no.

Y, por unos instantes, me sentí la mujer más sola del planeta.

Pasaron minutos interminables hasta que el doctor Cabrero entró de nuevo en la habitación de Hannah, mi abuela, la paciente número treinta y siete. Al abrir la puerta, se dio cuenta de que se había consumado la despedida. No dijo nada, aguardó el tiempo suficiente. Hasta ese momento estaba apoyada en el cuerpo inmóvil de mi abuela, pero terminé alzando la cabeza. Allí estaba el doctor.

Hice un titánico esfuerzo para recuperar la compostura y me sequé rápidamente las lágrimas. Me puse en pie, con el ánimo de poder hablar con aquel profesional que me había brindado minutos atrás algo de complicidad.

—Doctor…

—Tranquila. Tómese su tiempo… —respondió con un tono suave.

—Ya sé que ahora viene el protocolo y todo eso.

—Esté usted tranquila, Hannah. El equipo del hospital se encargará del certificado de defunción y todo el papeleo.

—Es judía…

—Hannah, tranquila. Lo sé, su abuela pidió colocar una estrella de David en lugar del Cristo. No se preocupe. Tramitaremos todo para que sea conducida al cementerio hebreo de Madrid, si es eso lo que desean.

Intenté agradecer el detalle. El doctor se acercó y, pasando su brazo por encima de mi hombro, me invitó a salir de la habitación. Observé de nuevo a mi abuela. Ya descansaba para siempre. Todavía agarraba en su mano derecha el bote con aquel número treinta y siete. Me deshice del brazo del doctor con suavidad y cogí aquel bote como si fuera mi último tótem. Mi abuela convirtió aquel bote y aquel número en algo extraordinario, y no me dijo por qué.

El doctor Cabrero me dejó hacer.

Al salir de la habitación, no pude evitar de nuevo las lágrimas. Ya no volvería a ver a mi abuela nunca más. Aquello era el adiós definitivo. Ella descansaba con el «yayo» y con mis padres.

—¿Sabe, doctor? —balbucí—. Murió sujetando mi mano con cariño, viendo su concurso favorito.

—Al final somos esas cosas, las pequeñas, las de todos los días —dijo el médico—. Y ver el concurso de la tele era para ella una pizca de normalidad en el día que se iba a morir.

—¿Tanta importancia tiene un programa de televisión? —pregunté desorientada.

—Claro que no tiene importancia —hizo una breve pausa—, o la tiene toda.

—¿Qué quiere decir?

—Quizá, a partir de ahora, le guste pensar que lo que estaba haciendo su abuela en sus últimos momentos era regresar al sillón de su casa, una tarde de invierno, con su nieta jugando en el salón. Y la tele de fondo.

Viajé en el tiempo durante unos segundos. El sofá, la alfombra, la tele puesta, el árbol de Navidad, los regalos, el roscón de Reyes, la sonrisa de mi abuela.

Amor.

Volví para limpiarme con tristeza y coquetería una lágrima que descendía por la mejilla.

Aquellas palabras eran un gran homenaje a mi abuela.

—Así me gusta recordar también a mi madre, Marga. —Aquel hombre me guiñó un ojo con ternura y complicidad.

Se despidió y volvió a sus quehaceres y yo, sin moverme del sitio, me giré hacia la habitación. Una parte de mi ser se acababa de quedar en aquella estancia para siempre. Un pedacito de mi alma voló junto a mi abuela.

Lloré de nuevo, con una mezcla de tristeza y egoísmo. Con la mirada perdida y el rímel ensuciándome la cara, volví a pasear brevemente por un invierno cualquiera, jugando en el salón con mi abuela.

Miré aquel extraño bote.

Número treinta y siete.

Y sin saber qué provocó aquella cifra a mi abuela, sonreí, con una mezcla de tristeza y eterna gratitud.

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