Hannah

Hannah


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Junio de 2019

Madrid

«Crecer es aprender a despedirse», dijo una vez un miembro del jurado de un programa de televisión.

Abrí la puerta del apartamento de mi abuela.

Abrí aquella maldita puerta y tardé algunos segundos en reaccionar. Mi abuela nunca había necesitado nada ni a nadie. Superviviente de una guerra que vivió siendo una niña, a sus ochenta años siguió siendo autosuficiente. Di un primer paso. Ya estaba dentro. Respiré profundamente y di otro más. Ya podía cerrar la puerta. La casa estaba destemplada. Encendí las luces. «¿Por dónde empiezo?», pensé. Dejé mi mochila encima de la mesa del comedor y abrí las persianas. La luz natural invadió la casa, que no estaba demasiado abandonada. La muerte de mi abuela llegó por sorpresa y fue fulminante.

Habían pasado unos cuantos días. Miré a mi alrededor y traté de ubicarme para decidirme por dónde comenzar la limpieza. No era el momento para pensar el futuro del inmueble. Este primer viaje solo serviría para recoger algunas pertenencias personales y recuerdos, sobre todo recuerdos.

Recuerdos.

Aquel apartamento formaba parte de una colección de fotografías. Navidades, veranos, cumpleaños. En aquel pequeño salón todavía aguantaba el paso del tiempo el sillón donde mi abuela se balanceaba tímidamente viendo la televisión. Me acordé del doctor. Tragué saliva. No quería llorar más. Sin embargo, ante aquel cúmulo de ráfagas que me venían a la mente, era imposible no dejarse llevar por las emociones. Sobre un vetusto mueble, una pequeña galería de recuerdos impresos en diez por dieciocho. Mate.

Una colección de fotos de mi familia. Me rompí por dentro un poco más. El sonido de mi móvil me hizo reaccionar.

Un whatsapp esperaba un double check. «¿Cuál es el piso?», decía el mensaje de texto. Telefoneé.

—¿Noa? —pregunté extrañada.

—Claro, tonta. ¿Cuál es el piso? —respondió mi inseparable amiga al otro lado de la línea.

—¿Qué piso?

—Mira por la ventana. —Oí por el altavoz.

Con el teléfono en la oreja, me asomé por la ventana del salón. Allí abajo estaba Noa, que terminaba de colgar la llamada. Sonreí de oreja a oreja.

—Pero ¡si estabas en Italia! ¡Te abro! —grité desde la ventana.

En un par de minutos Noa alcanzó el rellano. Yo estaba esperando con la puerta abierta.

—¿Qué haces aquí, tonta? —pregunté con ñoñez.

—¿Crees que iba a dejar a mi mejor amiga pasar por esto sola? Estás loca —replicó Noa.

—Gracias, tía.

Nos abrazamos. Por un momento nos quedamos en silencio. Noa aún esperaba en el descansillo.

—¿Qué? ¿Puedo pasar?

—¡Claro, joder!

Cerré la puerta. La presencia de Noa me ayudó mucho, pues con decisión y sin un componente sentimental tan arraigado como el mío, empezó a dar órdenes. Acordamos que yo me encargaría de las carpetas y los documentos mientras que Noa se ocuparía de colocar las fotos familiares en una caja con cuidado.

—Intenté llegar al funeral, pero no había vuelos. Lo siento.

—No importa, estás aquí. —Creo que mis ojos mostraron gratitud.

—Me encanta. —Noa señaló a la pared.

Repasó las fotos delicadamente. En algunas de ellas aparecíamos ambas, Hannah abuela y Hannah nieta. Aquellas eran estampas de felicidad. Noa se detuvo en una fotografía porque no reconoció a los que aparecían en ella.

—Hannah… ¿Son ellos? —preguntó con respeto.

—Sí. Tiene ya mucho tiempo esa foto.

La instantánea inmortalizó, años atrás, la efigie de mis padres. Ambos aparecían jugando conmigo.

—¿Los echas de menos?

—No mucho, la verdad. No es que no los quiera, claro. Es que pasé muy poco tiempo con ellos. A veces recupero algún recuerdo perdido, y los pocos que conservo son muy bonitos, pero quien cuidó de mí durante la mayor parte de mi vida fue mi abuela.

—Nunca me has contado qué pasó. —Noa se dio cuenta de que se estaba metiendo en un terreno que a lo mejor me molestaba—. Joder, Hannah, lo siento. No quería…

—No, tranquila. Quizá sea el momento.

Caminé hasta la cocina y busqué entre los utensilios que guardaba mi abuela. De repente, di con lo que estaba buscando.

—Fíjate, es de las antiguas. Como para meterle una cápsula…

Mostré a Noa una cafetera de metal. Ambas sonreímos y me dispuse a hacer un poco de café. Si íbamos a confesarnos, necesitábamos o un café o un helado, y mi pobre abuela no tenía helado. Le conté brevemente cómo el destino quiso que mi abuela sobreviviera a una guerra mundial y no que mis padres se salvaran de un maldito accidente de coche, provocado por un tipo ebrio que los sacó de la carretera.

—Qué hijo de perra —dijo Noa.

—Pues sí… Al final, bueno, el destino me quitó una vida y me dio otra con mi abuela.

—Y, gracias a tu abuela, una vida conmigo. —Noa sonrió de oreja a oreja.

—También es verdad, aunque habría preferido una vida con Pablo López y su piano…

—Puta…

No sé cómo lo hacía, pero Noa era capaz de sacarme una sonrisa en el peor momento de mi vida. Tras colar el café, serví dos tazas cargadas. Aquello tenía pinta de no tener fin.

—¿Café? —Tendí una taza bien caliente.

—Gracias. —Noa la tomó agradecida—. Por tu abuela. —Amagamos un brindis.

Ambas bebimos y continuamos con el trabajo. Encontré un papel desgastado. En él, una poesía, que leí atentamente. El poema, sin más, llevaba como nombre «Botticelli (arabesco)».

La Gracia que se vuela,

que se escapa en sonrisa,

pincelada a la vela,

brisa en curva deprisa…

Eran palabras de Rafael Alberti que, con cuidado, mi abuela apuntó con su puño y letra, por algún motivo, en algún momento.

Noa me miró con cariño. Sabía que aquello era importante para mi abuela y, por lo tanto, también para mí.

Pasaron las horas. Era increíble comprobar cómo mi abuela había ido amontonando recuerdos de su vida. Miles de kilómetros apilados en cajas, cajones y armarios. La ausencia de todo la marcó en la posguerra.

Por la tarde, y con ánimo de desentumecer el culo, Noa miró a un lado y a otro y no pudo evitar fijarse en un mueble cuya puerta, tímidamente semiabierta, invitaba a curiosear. Yo la dejé hacer sin prestarle demasiada atención. Tenía los ojos bastante cansados. Se dejó llevar y profundizó en su interior. Papeles, carpetas, algún que otro periódico antiguo con una capa de polvo. Su mano, guiada por la curiosidad, se deslizó entre papeles, viejas fotografías, recuerdos de viajes varios, hasta tropezar con una caja que descansaba al fondo de la repisa. La extrajo con cuidado y la abrió. Allí encontró una foto de la boda de mis padres, un sonajero y una especie de cuaderno pequeño. Lo agarró y lo sacó de la caja. En la parte posterior alcanzó a leer algunas palabras. «Nationalet», «Werbedruf», «Berlín». Al girarlo y observar la portada, sus pupilas se dilataron.

—Hannah… —me dijo con temblor.

—¿Qué pasa, Noa?

Observé el rostro de mi amiga. Analicé aquella emoción. Cejas alzadas, juntas, que generaban pequeñas arrugas horizontales en el centro de la frente. Párpados superiores elevados. Dilatación de las fosas nasales. Labios tensados horizontalmente. Mi amiga Noa tenía miedo.

—Noa, por Dios, ¿qué ocurre?

—Tu abuela…

Noa no pudo continuar. Elevó aquel cuadernillo algo arrugado, con aspecto anticuado, a la altura de mis ojos. La sorpresa me invadió. No sabía qué era aquello, pero solo podía distinguir dos cosas. Una palabra en alemán: wehrpass. Un símbolo: un águila sobre una esvástica nazi.

—Pero qué coño… —dije para mí—. ¿De dónde lo has sacado?

—Estaba en una caja en ese mueble. —Noa intentó no sentirse culpable.

—Joder con la criminóloga. No entiendo nada. ¿Qué hace eso ahí? Mi abuela era judía.

—Pues eso es nazi, Hannah. ¿Por qué crees que tendría esto guardado? —preguntó con disgusto.

—Ni idea. Dámelo.

Noa me entregó el cuaderno y me puse a hojear las páginas. Tras repasarlas un par de veces, me detuve en una de ellas. Se la mostré a mi amiga.

—Joder, hay una foto de un tipo aquí dentro… No entiendo nada. Será alemán.

—¿Qué hacemos? —ella seguía nerviosa.

—¿Cómo que qué hacemos, Noa? Es una libreta, no un cadáver. Ya miraremos con más calma.

Deposité el cuaderno sobre la mesa, tras comprobar otra vez el contenido de la caja. No di demasiada importancia en aquel momento a lo que había dentro, y no era demasiado romántica para pensar en mi primer sonajero. Continué revolviendo papeles en busca de algún que otro texto manuscrito por mi abuela. Para mí eso sí que tenía valor. Noa, tras reposar el disgusto, tomó con delicadeza aquel cuaderno una vez más y curioseó cada una de sus páginas. Me dijo que la letra era bastante ininteligible. El joven de la foto era bastante agraciado. «Prefiero al Tomás del Verrocchio, tonta», pensé. Observó un 1920 y Noa dedujo que se trataba de la fecha de nacimiento de aquel pobre diablo, como me hizo saber después. En otra línea, 1939. Año del comienzo de la guerra. Noa buscó en su teléfono la palabra wehrpass y empezó a atar cabos. Aquello era una cartilla de reclutamiento del ejército nazi. Y mi amiga supuso que 1939 también fue la fecha del enrolamiento del joven en el ejército.

Yo seguía a lo mío, ordenando los pequeños papeles que pertenecían a la administración de la casa.

Noa continuó echando un vistazo, pero el hecho de no saber traducir el alemán y de no entender las palabras escritas a mano en aquel cuaderno no ayudaron demasiado. Lo dejó por imposible, yo tampoco estaba por la labor de colaborar. Pasó las páginas rápidamente queriendo llegar al final y cerró la cartilla.

Algo llamó su atención. En el interior de aquel wehrpass, en la última página, le había parecido ver que había algo escrito en diagonal. Algo que atravesaba toda la página. Deslizó de nuevo la contracubierta y allí halló un texto breve. Aquellas palabras se podían leer a la perfección. Y el rostro de Noa se volvió pálido de repente.

—Hannah…

—¿Qué? —contesté alargando exageradamente aquella última vocal.

—Por favor, mira.

Alcé la vista. Noa, pálida, sostenía el wehrpass, abierto aún por aquella extraña página.

—¿Qué pone?

—Por…, por favor…, léelo tú… —Noa temblaba.

Deposité varios papeles a un lado para que no se mezclaran con los que ya había clasificado. Me levanté y me acerqué a mi compañera.

Creo que mi cara cambió de color.

Tomé el cuaderno en mis manos.

Aquel wehrpass tenía una anotación que cruzaba diagonalmente la ridícula página. El texto estaba en italiano, un idioma que nosotras dominábamos a la perfección. Mis ojos no paraban de recorrer aquellas palabras, aquellos nombres. «¿Qué es esto?», pensaba una y otra vez.

—No me jodas… —Fue lo único que acerté a pronunciar.

Aquel documento, perteneciente a un soldado nazi de la Segunda Guerra Mundial, contenía un mensaje en italiano, escrito a mano, tan escueto como contundente.

Hannah, niña número 37. G. Wolf.

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