Hannah

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Octubre de 1943

Florencia

La comunidad de aquel convento recibió inesperadamente el Juicio Final. Un juicio no demasiado justo, pues el magistrado fue el mismísimo diablo.

La Oficina de Asuntos Judíos no dudó en señalar a los proscritos. Su líder, el fascista Giovanni Marterolli, tenía una gran amistad con el prefecto Manganiello, por lo que toda la información quedaba en un círculo demasiado privado. Demasiado hostil. Ellos señalaban y la banda de Mario Carità ejecutaba. Todos amparados por el paraguas del gobierno fascista, las persecuciones a los judíos se tornaron salvajes e indomables.

El líder de los ejecutores, Mario Carità, era un conocido criminal de guerra que se había unido a la nueva República de Saló. Tras una infancia rodeada de delincuencia, se había instalado en la ciudad como un vendedor de equipos de radio y más tarde como propietario de un negocio de reparación de radios. Tras cumplir servicio militar en Albania y Grecia, había instaurado en Florencia su propia banda de criminales adictos al alcohol, a la cocaína y a la violencia, ante el amparo de las autoridades alemanas, y se dedicaba a saquear las propiedades de los ciudadanos judíos.

Carità apretó el gatillo. La cabeza de un hombre voló por los aires. Sus secuaces reían mientras mujeres y niños, tras ver aquel asesinato, estallaron en gritos de terror. Una treintena de mercenarios italianos y alemanes disfrutaban de ese momento. Algunos terroristas asalariados decidieron extorsionar sexualmente a las mujeres. Aquellas que no se dejaron vejar por las bestias fueron mutiladas automáticamente. Los opresores les cortaron los pechos y las muchachas terminaron siendo empaladas a la vista de todos los presos. Con los hombres y los niños no fueron más benevolentes. No hubo piedad para los más jóvenes. Los verdugos asesinaron a todos y después les prendieron fuego.

El pecado del convento: amparar a la escoria judía. Su mayor infracción: la solidaridad.

La Banda Carità saldría impune de su primer genocidio. Tras celebrar su deshumanizada victoria con una ronda de alcohol sufragada por el expolio del convento, regresaron a la Villa Malatesta.

Gerhard Wolf salió corriendo y se montó en su 1100. Esta vez no esperó a nadie. No se detuvo ante nadie. Empezaba a caer la tarde en la ciudad. Recorrió las calles de Florencia a toda velocidad. El Palazzo Riccardi era el destino, una vez más. La puerta principal recibió una embestida. Wolf la empujó con fuerza. Habría estrellado su vehículo si hubiera sido necesario. No era momento de protocolos innecesarios. La diplomacia brilló por su ausencia.

—¿¡Dónde están!? —gritó fuera de sí el cónsul.

El prefecto estaba desconcertado. Sus perros de presa, los miembros de las camisas negras, se pusieron frente a él a modo de barrera humana. Uno de ellos posó con agresividad su mano sobre el hombro del cónsul. Craso error. En un rápido movimiento, Wolf agarró su brazo y, tras realizar una palanca con su cuerpo, flexionó exageradamente el codo de su agresor provocándole un gran dolor.

—¿¡Dónde están!? —volvió a gritar sin miedo y sin liberar a su oponente.

—Calma, calma, señor cónsul. ¿Dónde están quiénes? —replicó Manganiello.

—¡Mi mujer y mi hija!

Con un leve gesto de su mano, el prefecto ordenó a sus secuaces que se quitaran de en medio. Wolf soltó al provocador, que se retiró con evidentes muecas de dolor. Algunos intrépidos aprovecharon para empujar violentamente con sus hombros al cónsul.

—No me toquéis, escoria.

—Creo que se ha equivocado, señor cónsul. No sé quiénes son su mujer y su hija, pero le aseguro que no ha sido detenido nadie por debajo de los setenta años. —El prefecto soltó una carcajada—. Además, debo informar al coronel Von Kunowski de todos los arrestos. ¿Ha hablado usted con él?

Wolf no lo había tenido en cuenta. Presa de la ira, se había lanzado a la calle a por el único que podría ser responsable de esas atrocidades. No consideró que el gobierno alemán pudiera tener parte de responsabilidad en el asunto.

—Llámele por teléfono.

Manganiello no se inmutó. Miró fijamente a aquel hombre. El cónsul no tenía miedo. El prefecto tampoco. Sacó su cajetilla de cigarros y se encendió un pitillo. En esta ocasión, sí ofreció uno al cónsul.

—Hágalo o responderá ante el mismísimo Führer. —Wolf no estaba para juegos—. Hildegard y Veronika Wolf. Llame o se arrepentirá.

Manganiello decidió no tensar más la situación. Wolf no tenía tal poder, pero el prefecto lo ignoraba. Tras colgar el auricular, el prefecto le informó de que su mujer y su hija estaban retenidas en la Villa Malatesta, sede de la nonagésima segunda legión de la Milicia de Seguridad Voluntaria Nacional, ubicada en Via Ugo Foscolo, cerca de Porta Romana, la entrada más meridional de la ciudad.

—El comandante Mario Carità opera allí —dijo sin evitar una sonrisa—. Puede que sepa algo.

Sin despedirse, Wolf salió de allí y se introdujo en su coche. Revisó el mapa con ímpetu y localizó el lugar. Condujo, una vez más, saltándose cualquier señal de circulación. La duda le destruía por dentro. La policía alemana no podía haber detenido a la mujer y a la hija del cónsul. Aquello era una quimera.

Milicia de Seguridad Voluntaria Nacional.

«Voluntaria» fue una palabra cuyas connotaciones anárquicas Wolf temió.

El sol se despidió definitivamente de Florencia hasta la mañana siguiente. Wolf tuvo que rendirse ante la evidencia de que tenía que conducir con cautela. Los muros de piedra flanqueaban la calzada y los cipreses de las villas provocaban que la luz de la luna se volviera intermitente. En el primer recodo que encontró a la derecha, a un centenar de metros de la finca, estacionó el automóvil. Así sería complicado que advirtieran la presencia del coche.

A esas horas de la tarde, en las que la oscuridad ya se había apoderado de toda la ciudad y su periferia, no había transeúntes por la zona. Wolf caminó por la negrura mientras escudriñaba todo el terreno. Aquello no parecía ser un lugar de confinamiento regular. De estar en lo cierto, Wolf no tenía duda de que el prefecto Manganiello lo sabría. Había observado su sonrisa irónica. Debería haberle estampado su puño en la cara. Aquel lugar podría ser algo parecido a la boca del lobo. El cónsul no evitó la ironía. Echó un breve vistazo al emplazamiento. Una valla de simple torsión sobre un muro de piedra ejercía como parapeto de la finca. Nada que pudiera suponer un obstáculo entre él y su familia.

Solo pensaba en Hilde y en Veronika.

Hacía muchos años que había dejado de ser un hombre de acción. Tras un lustro de instrucción militar, finalmente se decidió por la Historia del Arte, Filosofía, Literatura, Ciencias Políticas y Economía nacional en Heidelberg, Múnich y Berlín. Estuvo a punto de ser llamado a filas para defender al Imperio Alemán en la Gran Guerra, pero sus dotes diplomáticas le convirtieron en un efectivo preciso en otro lugar, fuera de las líneas de fuego.

Tras decidir qué tramo de valla asaltaría lejos de la puerta principal, se quitó la americana y no dudó en colocarse de nuevo su brazalete en la manga de la camisa. Aquella noche era fresca, pero la chaqueta solo le entorpecería al tratar de sortear la valla. Le sirvió para colocarla encima de la alambrada y saltar con mayor facilidad. Tras burlar el muro de piedra y el cercado de metal, únicamente el chaleco sufrió un rasguño.

Se incorporó y echó un vistazo a la finca. Algunos faroles colocados estratégicamente emitían una luz demasiado débil para discernir con claridad el solar, pero Wolf sí dio cuenta de que había, como mínimo, un par de vigilantes armados. No llevaban uniforme, algo que no le gustó demasiado. Quizá el brazalete no le sirviera de mucho si se trataba de un grupo sin necesidad de rendir pleitesía a ninguna autoridad.

Necesitaba saber dos cosas: dónde estaba su familia y quién era ese tal Carità.

Carità.

«¿Qué relación guarda con Von Kunowski?», pensó Wolf. Fue el coronel el que avisó al prefecto de que su familia se encontraba en aquel lugar. «¿Acaso Carità trabaja para el ejército alemán?». Y la pregunta más importante para él: «¿Por qué me han facilitado la información sin más?».

Demasiadas incógnitas.

Escuchó unos pasos que avanzaban en su dirección. Buscó un lugar oscuro en el corredor que se presentaba ante él. Se camufló en la maleza y dejó que el guarda prosiguiera su camino. Habría sido fácil noquearle, pero no sabía cuál era la posición y el recorrido de los hombres que hacían guardia.

Esperó un tiempo prudencial y buscó un acceso a la residencia. La noche y la lejanía de la ciudad eran aliados más que suficientes para que no se anduvieran con medias tintas en aquel lugar.

Una puerta se abrió. Para sorpresa de Wolf, apareció un hombre ataviado con indumentaria religiosa. Quizá se trataba del encargado de atender las confesiones de los pecadores. Wolf no terminaba de encajar aquella pieza en su lóbrego puzle. Las prisiones de la ciudad no eran lugares disimulados o recónditos. Todo lo contrario. El miedo también era utilizado como arma propagandística.

Decidió esperar.

Las puertas que atravesó aquel hombre de Dios se cerraron. No esperaban visita. Y mucho menos la inspección del cónsul de Florencia.

Observó un detalle que le hizo decidir qué camino tomar. Aquel clérigo no necesitó una llave para abrir las puertas.

Wolf se deslizó por la oscuridad y, tras comprobar que no había nadie en aquella entrada, siguió los pasos del hombre. Una vez dentro del recinto, procuró andar despacio, a pesar de que su corazón latía con más fuerza que nunca. Sabía que era una locura, pero se trataba de su esposa y de su hija.

Mataría por ellas.

Moriría por ellas.

«Los lobos cuidan de su manada».

A lo lejos, unos gritos desgarradores fulminaron el silencio sepulcral que hasta ese momento había acompañado a Wolf. Eran gritos de dolor, de desesperación. Nunca antes en su vida había escuchado esos sonidos. Eran tiempos de guerra, pero aquellos alaridos habrían estremecido al mismísimo Hitler. El cónsul, angustiado, trató de ubicarse, pero resultaba bastante complicado. La finca era grande, tenía varias dependencias conectadas por galerías exteriores y varias escaleras invitaban a subir o bajar.

Se escuchó un disparo. Tras el estruendo, el alarido de una mujer. A Wolf se le heló la sangre. Parecía que el disparo y el chillido provenían de la parte inferior. Le costó unos segundos moverse. Sus piernas tardaron en responder. Pensó en su esposa.

Hecho un manojo de nervios, bajó atropelladamente por las escaleras interiores, tratando de encontrar la puerta que le proporcionara acceso a aquel recóndito lugar de donde procedían los disparos y los gritos. Probó un par de veces, pero no dio con ninguna que no estuviera cerrada por dentro.

Wolf empezó a enloquecer.

Tenía de nuevo compañía.

El hedor.

«Huele a muerte».

Miró de izquierda a derecha, tratando de adivinar de dónde venían los sonidos y los olores. Deambuló con cautela. También con pavor.

A lo lejos, el umbral de una puerta le invitaba tímidamente a pasar. Era la única que le ofrecía tal generosidad.

Wolf se acercó con astucia y prudencia. La pestilencia era cada vez mayor.

Se acababa de convencer de que el averno no podía oler peor.

Un reguero de sangre seca se esparcía por el travesaño inferior del portón.

Se detuvo un momento. Respiró profundamente para aliviar tensión. No lo consiguió.

Abrió la puerta.

No había demasiada iluminación, pero Wolf terminó por agradecer tal tenebrosidad. Aquel era el lugar de donde venía todo ese repugnante olor a descomposición. La oscuridad no le evitó que se le revolviera el estómago.

Vomitó allí mismo.

Para millones y millones de seres humanos el verdadero infierno es la tierra. «Schopenhauer tenía razón». Aquello era definitivamente el infierno.

El mismísimo infierno.

Aquel cuarto almacenaba cadáveres humanos. No alcanzó a ver demasiado, pero algún cuerpo se encontraba en un avanzado estado de descomposición. Cerró los ojos, como si tratara de convencerse de que esa terrorífica visión no fuera real. Aquel sótano era el infierno.

Wolf no pudo volver a cerrar la puerta. Tan solo quería salir de allí.

Al darse la vuelta, un subfusil Maschinenpistole 40 apuntaba directamente a su pecho a escasos metros de él. Un arma de asalto demasiado efectiva en distancias cortas. Ingeniería alemana. El portador no llevaba ningún tipo de identificación, y tampoco le amedrentó la esvástica que Wolf lucía en su brazo. El cónsul intentó no cometer ningún error y esperó con los brazos en alto.

Aquellos segundos en la oscuridad, abrazado por el hedor de los caídos tras él y con un arma apuntando a su corazón, parecieron una eternidad. Aun así, Wolf no dio el primer paso.

—¿Quién demonios eres?

Fue suficiente. Necesitaba saber la nacionalidad de aquel hombre. Sus palabras en italiano despejaron cualquier duda. Ahora tenía una carta en su poder, una oportunidad, y no podía desaprovecharla.

Solo una oportunidad.

El cónsul amagó la mirada a un lateral del soldado que empuñaba la MP40.

Salve, Carità —dijo Wolf en un perfecto italiano.

Aquellas palabras generaron una breve confusión en el mercenario y se giró para saludar a Carità, su líder. Antes de que se diera cuenta de que allí no había nadie, cayó inconsciente al suelo. Wolf le había dejado fuera de combate.

Sin saberlo, el prefecto Manganiello le había salvado la vida nombrando a Mario Carità. Era el único nombre italiano que no desentonaría en semejante lugar. El hombre yacía bajo sus pies con la MP40 en el suelo. Pensó arrebatarle el arma, pero de nada le serviría. No era ni había sido nunca un héroe de acción. Necesitaba encontrar alguna autoridad alemana en aquel lugar, o a alguien lo suficientemente imbécil, igual que el propio prefecto Manganiello, como para tragarse sus mentiras diplomáticas cada vez que mencionaba Berlín o al Führer.

Wolf arrastró al soldado dentro de la sala donde yacían los cadáveres. Estuvo a punto de vomitar de nuevo. En algún otro momento, si llegara a salvar a su familia, intentaría tomar cartas en el asunto y desmantelar todo ese infierno.

Pensaba en su mujer y su hija. Estaban allí, en algún sitio. Al menos, eso le habían comunicado. Empezó a temer lo peor. Anduvo a través de otro pasillo estrecho, tratando de encontrar una salida. Unos nuevos gritos le guiaron. Un nuevo disparo le indicó la puerta. Wolf echó a correr. Pensó en Veronika y en Hilde.

Disparos.

Gritos.

«Mi familia».

Con un tropezón, abrió una puerta. Aquel salón le habría servido de inspiración a Dante.

Allí había hombres apaleados en el suelo, torturadores arrancando uñas y mujeres atadas por las muñecas desnudas en sus celdas. Arrodillado y en paños menores, un anciano suplicaba tenazmente por su vida. Se acababa de orinar encima. Un hombre grueso se acercó y apretó el gatillo de su Walther P38 a escasos centímetros de la cara del anciano. Sus sesos bañaron parte del lugar.

Wolf se quedó inmóvil, presa del pánico. Su cuerpo no quería responder.

—¡No! ¡En mi presencia no! —gritó un alemán al tipo grueso.

Cuando el alemán se giró, Wolf lo vio perfectamente. Se trataba de Herr Rettig, el oficial de bienvenida del Partido Nazi, el hombre que conoció en el comité de bienvenida en 1940.

Ató cabos. Von Kunowski y Rettig. No era cuestión solo de Carità.

No le dio tiempo a ver más. Aquellos mercenarios le apuntaron con sus P38 y MP40, posiblemente donadas por el ejército alemán, y le gritaron en italiano. Levantó rápidamente las manos e intentó identificarse. Un puñetazo lo tumbó al suelo. Wolf escupió sangre.

—Soy el cónsul…

Una patada en el estómago no le permitió terminar su presentación. Cayó de espaldas contra el suelo. Con una intensa sensación de miedo e incertidumbre, Wolf miró a su alrededor. Aún le seguían apuntando. No conocía a nadie salvo a un hombre. Con el rostro serio y los brazos cruzados, aquel alemán lo observaba fijamente.

Herr Rettig…

Wolf y Rettig cruzaron sus miradas, pero un nuevo golpe desvió los ojos del cónsul. Carità se arrodilló sobre él. Era el hombre grueso que asesinó al anciano y al que Herr Rettig llamó la atención. Carità le dio un nuevo golpe en el mentón. Wolf trató de protegerse, pero dos mercenarios le impedían mover los brazos. Estaba a merced de aquel lunático, y el oficial nazi hizo caso omiso de la petición de socorro del cónsul. Este no tenía demasiado tiempo. Solo pudo utilizar lo único que haría que Rettig cambiara de opinión: la diplomacia.

Herr Rettig, me esperan en el consulado alemán. El cuerpo diplomático sabe que me encuentro en este lugar.

El aludido se detuvo y volvió a posar sus ojos sobre el cónsul. La ira se apoderó de él.

Carità todavía tenía sed de sangre y golpeó de nuevo el maltrecho rostro de Wolf.

Rettig, con su marcado acento alemán, exigió que pararan. Se acercó a su posición y observó el brazalete con la esvástica. Sonrió con sarcasmo. Por unos instantes, llegó a dudar. No podía saber si Wolf decía la verdad. Si había encontrado aquel sitio, solo significaba que una de las dos únicas personas que conocían la localización de ese sector de mortificación, el prefecto Manganiello o el coronel Von Kunowski, le habían indicado dónde se encontraba ese edificio. Al menos una persona sabía dónde estaba el cónsul de Florencia. Rettig no se arriesgó. Intentó jugar sus cartas con brillantez.

—¡Mario! Sois una panda de estúpidos. Es el cónsul alemán. Levántenle.

Algunos de aquellos hombres levantaron a duras penas a Wolf, que sufría un fuerte dolor en el estómago y sangraba por la boca. Intentó recuperar la claridad, mientras Rettig conseguía interpretar el papel de su vida.

—Dígame, ¿qué demonios hace usted aquí? —le preguntó Rettig con su habitual rostro hierático.

—Estoy… —Wolf trató de expresarse lo mejor que pudo mientras la sangre no paraba de manar de su boca—. Estoy buscando a mi mujer y a mi hija. Han desaparecido.

Rettig escrutó disimuladamente a aquellos hombres, como si los interrogara con la mirada. Los mercenarios se encogieron de hombros. Mario Carità sonreía. Habría disfrutado mucho si le hubiesen permitido apalear a ese hombre. Por otro lado, Rettig sabía que no era demasiado cómodo que el cónsul alemán estuviera al tanto de sus actos en aquella villa, pero tampoco podrían hacer desaparecer una figura diplomática tan importante como él. Fuera o no de farol, no se arriesgaría a provocar una guerra diplomática contra su propio país.

—Bajen las armas —ordenó a los mercenarios; a continuación se dirigió a Wolf a escasos centímetros de su cara—: ¿Qué le hace pensar que están aquí?

—Me mandan desde la oficina del prefecto Raffaelle Manganiello, en Palazzo Riccardi.

Rettig, maldiciendo a Manganiello en silencio, hizo que buscaran a Hilde y Veronika Wolf. El cónsul agradeció a Dios el hecho de que no se encontraran en aquella sala de tortura. Lo llevaron a duras penas a una estancia contigua para que no fuera testigo de las tropelías que se estaban cometiendo en aquel lugar. Un religioso se cruzó con el cónsul. A pesar de estar completamente desorientado, le llamó la atención, de nuevo, la presencia de aquel hombre de la curia en un espacio tan ausente de fe. Su rostro no reflejaba sufrimiento alguno. Mostraba una total indiferencia. Escuchó a lo lejos cómo le llamaban «padre Ildefonso». Era la segunda vez que lo veía. Si su dedo era un instrumento de acusación, a Wolf le habría encantado arrancárselo.

—Su mujer y su hija están aquí —dijo Rettig—. No se preocupe, se encuentran bien. Una planta más arriba.

—Pero… ¿por qué fueron hechas prisioneras?

—Al parecer se negaron a acatar las órdenes de uno de los grupos de Carità. Las consideraron automáticamente enemigas de Alemania.

—Por Dios, Rettig. Estamos hablando de la familia del cónsul. Estoy seguro de que Hilde comunicó su estatus diplomático. ¿Por qué hicieron caso omiso esos mercenarios?

—No lo sé, señor Wolf —respondió Rettig con indiferencia—. Ya se lo advertí hace años. Estaría usted mejor acompañado en el Palazzo Antinori.

—Lo único que tengo claro es que nadie debería estar en este lugar. ¿Saben en Berlín lo que está sucediendo aquí?

—¿Usted qué cree?

Wolf sintió que acababa de perder aquella batalla. Lo mejor que podía hacer en ese momento era retirarse para poder combatir otro día.

Rettig se disculpó fríamente por el malentendido y cerró de un portazo la cancela de la Villa Malatesta, permitiendo así que se marcharan. Se prometió a sí mismo que tarde o temprano Wolf pagaría su desfachatez. Aquel cónsul no era ni de lejos un amigo de Alemania. El delator había sido el prefecto. Debía avisar al coronel Von Kunowski de la imprudencia de Manganiello y de la insolencia de Wolf.

Pasaron varios minutos antes de que Veronika, Hilde y Wolf dejaran de abrazarse. Las lágrimas tardaron algo más en ausentarse. Wolf besó repetidamente a su pequeña. Su esposa, de una fortaleza similar a la de su marido, hacía lo posible por consolarlo.

El cónsul dedicó una última mirada a aquel lugar. No olvidaría nunca el horror tras esa puerta.

El silencio reinó en el Fiat 1100 de la familia Wolf. Hilde abrazaba a Veronika, aún presa del miedo, mientras el padre permitía que se enquistara un único pensamiento en su cabeza. Era demasiado fina la línea que separaba la vida de la muerte. El utilitario llegó a la villa Le Tre Pulzelle.

Sentado en su cama y con una seriedad fuera de lo común, Wolf trató de quitarse torpemente su camisa. Todavía sentía en el estómago la punzada que le provocó el puntapié. Su esposa le ayudó.

—Amor mío, recoge todo. Os vais a Suiza.

—¿A Suiza? —preguntó alarmada Hilde—. ¿Cuándo?

—Mañana mismo. Es un país neutral, al menos de momento. Rahn me ayudará con la urgencia de vuestro traslado.

—Pero…

—No hay peros, mi amor. Saldréis de aquí mañana. Florencia ya no es segura.

Hilde sabía que su marido no cambiaría de opinión. No era una orden, en realidad se trataba de un hombre que deseaba por encima de todas las cosas poner a su familia a salvo. Italia no era el mejor lugar donde conseguir la dichosa seguridad.

—¿Qué harás tú, Gerhard?

—Yo estoy atado. Berlín me vigila. De momento tengo que ocuparme de Florencia.

Hilde se acercó a él y con ambas manos le acarició la cara. Se aproximó lentamente y lo besó. Wolf se apartó unos centímetros. El gesto indicaba que aún le dolían los golpes, pero realizó un esfuerzo titánico por no desperdiciar ese contacto con sus labios.

—Prométemelo —le susurró Hilde.

—¿Que te prometa qué, cariño?

—Que no lo harás.

—¿No lo haré? —Wolf no sabía adónde quería llegar su esposa.

—No intentarás acabar con la banda de Carità. No podrás tú solo.

Él se quedó en silencio, mirando fijamente a la mujer de su vida.

En el fondo de su corazón, Hilde sabía que aquel silencio, el mutismo de su marido, solo podía significar una cosa.

Gerhard Wolf, el cónsul de Florencia, trataría de acabar con la banda de Carità para siempre.

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