Hades

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10. El banquete del Diablo

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El banquete del Diablo

Habíamos llegado casi a la puerta cuando, de repente, esta se abrió con un chasquido sordo y Jake apareció de forma inesperada en la habitación. Sobresaltados, Tuck y yo nos separamos, yendo cada uno hacia un lado, intentando disimular. Jake arqueó una ceja y me miró con gesto socarrón. Llevaba puesto un esmoquin negro y un pañuelo de seda al cuello.

—Me alegro de que todavía estés levantada, querida —me dijo con esa irritante formalidad tan suya, como si acabara de salir de una película de los años cincuenta—. Espero que tengas apetito. He venido a buscarte para ir a cenar. Es lo que hace falta para subir los ánimos por aquí.

—La verdad es que estoy muy cansada —contesté, intentando escabullirme—. Precisamente pensaba irme a la cama.

—¿De verdad? Porque pareces totalmente despierta —repuso escrutándome el rostro—. Más que despierta… diría que pareces emocionada por algo. Estás ruborizada.

—Eso es porque hace demasiado calor aquí —contesté—. En serio, Jake, pensaba irme a dormir pronto…

Me esforcé por mantener un tono de seguridad, pero Jake me cortó con un gesto de la mano.

—No hay excusa que valga. No pienso aceptar un no por respuesta, así que date prisa y vístete.

Me sorprendió que fuera capaz de esos cambios de humor tan imprevisibles. Podía mostrarse siniestro y amenazador y, sin previo aviso, emocionado como un niño pequeño. De repente su buen humor pareció incluso más intenso y sonrió:

—¡Además, quiero presumir de ti!

Miré a Tucker implorándole con los ojos, pero él volvió a mostrar su típica inexpresividad. Yo no podía hacer ni decir nada que no nos pusiera en terreno peligroso.

—Solo quiero estar sola —le dije a Jake.

—Bethany, debes comprender que tu nueva posición conlleva algunos deberes. Hay gente importante que desea conocerte. Así que… volveré dentro de veinte minutos y tú ya estarás lista.

No era una petición. Ya casi había llegado a la puerta cuando se detuvo, como si se le acabara de ocurrir otra idea:

—Por cierto —dijo, sin volverse—. Ponte algo rosa esta noche. Les encantará.

La cena tuvo lugar en un elegante comedor subterráneo iluminado por una pantalla de fuego que se encontraba en uno de los extremos. En lugar de tapices, las paredes desplegaban una colección de armas que incluía escudos romanos, mazos de púas y estacas largas y afiladas, como las que debió de tener Vlad el Empalador en su castillo rumano del siglo XIV.

Jake y yo fuimos los primeros en llegar, así que esperamos en el vestíbulo mientras los camareros servían un aperitivo en bandejas de plata y llenaban las altas copas con champán francés. El sonido de las risas anunció la llegada de los invitados. Al ver a la gente allí convocada supe que se trataba de la elite de la corte de Jake. Todos se acercaban a él para mostrarle sus respetos y me miraban con una fascinación no disimulada. La mayoría iban elegantemente vestidos con cuero y pieles. Yo, con mi vestido rosa de cuello festoneado y falda hasta las rodillas, me sentía marcadamente fuera de lugar. Pero me alivió no ver a Asia por ninguna parte. Me pregunté si su ausencia había sido impuesta. Estaba segura de que, si era así, eso solo conseguiría aumentar su resentimiento hacia mí.

Al poco tiempo, un gong marcó el momento de sentarse a la mesa y todos nos dirigimos a nuestras sillas, alrededor de la larga y veteada mesa de roble que se encontraba en el comedor. En su calidad de anfitrión, Jake se sentó en el centro. Yo, con actitud sombría, me hundí en la silla que me habían asignado a su lado. Justo enfrente de nosotros se encontraban Diego, Nash y Yates, a quienes había conocido en el foso, acompañados de tres mujeres muy bien vestidas. De hecho, todos los invitados eran guapos, tanto las mujeres como los hombres, pero de una forma que me resultaba extraña e inquietante. Sus rasgos estaban perfectamente dibujados, como tallados en cristal, y sin embargo eran muy distintos a los de Ivy y Gabriel. Pensar en mi hermano y mi hermana me provocó una punzada de dolor y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me mordí el labio inferior con fuerza para reprimirlas. Quizá fuera ingenua, pero sí sabía lo poco sensato que sería mostrar vulnerabilidad ante una compañía como esa.

Observé los rostros que me rodeaban. Eran como los de las aves rapaces: mostraban disimulo y miraban con agudeza. Sus sentidos parecían afinados, como si pudieran percibir olores y sonidos que solo los animales salvajes programados para cazar sienten. Sabía que se podían mostrar seductores y atrayentes cuando merodeaban una presa humana. Aunque su belleza impresionaba, a veces entreveía, breve y sutilmente, la sombra de las facciones reales que se ocultaban tras esas máscaras perfectas. Y lo que veía me acobardaba. Me costaba disimular la fuerte impresión que había recibido al ver que ese aspecto humano era simplemente un disfraz.

En su verdadera forma, los demonios eran cualquier cosa menos perfectos. Sus rostros auténticos estaban más allá de lo meramente horroroso. Observé a una mujer escultural que tenía unos rizos largos y de color chocolate. Su piel era blanca como la leche, y sus ojos almendrados de un color azul eléctrico. La delicada curva de la nariz y la redondez de los hombros la hacían parecer una diosa griega. Pero tras ese aspecto sofisticado, era la viva imagen de la putrefacción: tenía la cabeza deforme, la frente abultada y la barbilla puntiaguda como una daga; la piel se veía manchada y amoratada, como si hubiera recibido golpes, y tenía la cara irritada por el llanto y llena de ronchas; la nariz se le levantaba hacia la frente de tal manera que parecía un hocico; era completamente calva excepto por unos pocos pelos delgados y enmarañados que le caían sobre la cara; los ojos se le veían apagados e irritados y la boca no era más que una abertura por la cual se entreveían dientes malformados y encías podridas cada vez que echaba la cabeza hacia atrás y se reía. A mi alrededor solamente veía fogonazos de imágenes parecidas y empecé a sentir náuseas.

—Intenta no mirarlos fijamente —me advirtió Jake susurrándome al oído—. Simplemente relájate y no te obsesiones con eso.

Le hice caso y me di cuenta de que si seguía su consejo, esas imágenes desaparecían y los rostros de todo el mundo volvían a recuperar su belleza y crueldad. Pero mi falta de participación finalmente atrajo la atención de todos y se confundió con grosería.

—¿Qué sucede, princesa? —preguntó Diego, que se encontraba frente a mí—. ¿Nuestra hospitalidad no está a la altura de tus requisitos?

Pareció que todos se hubieran estado reprimiendo hasta ese momento, porque el comentario de Diego fue como un detonador y los demás se animaron a expresar sus pensamientos en voz alta.

—Vaya, vaya, un ángel en el infierno. —Rio una pelirroja a quien Jake llamaba Eloise—. Quién hubiera dicho que llegaría el día en que eso sucediera.

—¿Se va a quedar mucho tiempo? —se quejó un hombre que llevaba una barba exageradamente cuidada—. Apesta a virtud y ya me está dando dolor de cabeza.

—¿Y qué te crees, Randall? —replicó alguien—. Los virtuosos siempre resultan agotadores.

—¿Es virgen? —preguntó la pelirroja—. Hace mucho que no se ve a una virgen por aquí abajo. ¿Nos podremos divertir un poco con ella, Jake?

—¡Oh, sí, compartámosla!

—O sacrifiquémosla. He oído decir que la sangre de una virgen hace maravillas con el cutis.

—¿Todavía tiene las alas?

—Por supuesto que sí, tarado, no las va a perder todavía.

Me puse rígida, alarmada por la idea de que pudiera quedarme sin mis alas, pero Jake me tocó el hombro con gesto tranquilizador y me miró como diciendo que ya me lo explicaría todo después.

—Esta vez os habéis superado, Majestad —agasajó otro de los invitados.

Las voces se enredaban en un parloteo indistinguible. Eran como un montón de niños compitiendo para ver quién llamaba más la atención. Jake toleró su comportamiento un rato, pero al final dio un puñetazo sobre la mesa con tanta fuerza que hizo temblar toda la vajilla.

—¡Basta! —gritó con fuerza para hacerse oír por encima del barullo de voces—. Bethany no está disponible y yo no la he traído aquí para que se enfrente a un interrogatorio. Tened la amabilidad de recordar que es mi invitada.

Algunos de ellos parecieron avergonzados por haber contrariado involuntariamente a su anfitrión.

—Exacto —asintió Nash en tono adulador mientras levantaba la copa—. Permitidme ser el primero en proponer un brindis.

De repente, y por primera vez, mi atención se dirigió hacia la mesa, que estaba repleta de todo tipo de manjares. Todos los platos eran abundantes y extravagantes. Alguien había puesto gran atención en la disposición de la mesa, pues las servilletas de lino, la cubertería de plata y las copas de cristal habían sido colocadas siguiendo una meticulosa alineación. Había faisán asado, patés, tablas de quesos cremosos y bandejas de frutas exóticas. Las botellas de vino, que todavía estaban polvorientas, superaban en número a los comensales. Era evidente que los demonios no creían en la continencia; probablemente allí abajo el pecado mortal de la glotonería fuera un rasgo de carácter muy apreciado.

A pesar de que todo el mundo me miraba con expectación, no hice ningún esfuerzo por tocar la copa que me habían servido. Jake me dio un ligero puntapié por debajo de la mesa y me miró como diciendo: «No me avergüences ahora». Pero yo no tenía ningún interés en ayudarle a salvar la cara en esa compañía.

—Por Jake y su encantadora nueva adquisición —continuó Nash, que ya había renunciado a esperar mi participación.

—Y por nuestra eterna fuente de guía e inspiración —añadió Diego, dirigiéndome una mirada fulminante—. Lucifer, dios del Inframundo.

No sé por qué elegí ese momento para hablar. No me sentía especialmente osada, así que quizá fuera la indignación lo que me permitió recobrar el habla.

—Yo no diría que es exactamente un dios —intervine con un desdén despreocupado.

A mi alrededor se hizo un silencio consternado. Jake me miró, asombrado por mi estupidez. Quizá su capacidad de protegerme en el Hades tuviera algún límite y yo acababa de cruzarlo. Entonces Yeats diluyó la tensión: estalló en carcajadas y empezó a aplaudir. Los demás lo imitaron, igualmente ansiosos por pasar por alto mi falta de tacto y no arruinar la noche. Yeats me miró con expresión divertida, pero el tono con que me habló resultaba claramente amenazador:

—Espero que pronto conozcas a Gran Papi. Le vas a encantar.

—¿Gran Papi? —Recordé que Hanna había utilizado ese mismo apelativo absurdo. Parecía sacado de una película de la mafia—. No puede ser que hables en serio —dije—. ¿De verdad lo llamáis así?

—Te darás cuenta de que aquí no somos mucho de formalidades —continuó Yeats—. Solo somos una gran familia feliz.

—A veces lo llamamos Papa Luci —intervino Eloise, vaciando la copa de un solo trago—. Quizá también te deje llamarlo así cuando lo conozcas un poco más.

—No tengo intención de llamarlo de ninguna forma —declaré, tajante.

—Es una pena —repuso Yeats—, ya que estás aquí a instancias de él.

¿Qué quería decir con eso? Miré a Jake con enojo, exigiéndole en silencio una explicación. Él me sonrió con expresión lánguida y dio un trago de vino. Luego tomó mi copa y me la ofreció para que yo hiciera lo mismo.

—¿Por qué no hablamos de esto después, querida? —dijo al tiempo que soltaba un suspiro exagerado. Me pasó un brazo sobre los hombros con gesto posesivo y me colocó un mechón de pelo suelto tras la oreja—. Esta noche hay que divertirse. Los asuntos serios pueden esperar.

Al final, los demonios perdieron todo interés en mí y se concentraron en comer y beber hasta que el letargo los invadió. Para su esbeltez, mostraban un apetito voraz. Al cabo de unas cuantas horas, algunos de los invitados se excusaron de la mesa y se alejaron tambaleándose hacia una abertura en la piedra de la pared que conducía a una cámara interior. Se oyeron resoplidos y un desagradable sonido de arcadas acompañado del correr del agua, pero nadie prestó atención. Luego los invitados regresaron a la mesa, tomaron las servilletas para limpiarse las comisuras de los labios con gesto elegante y continuaron comiendo.

—¿Adónde han ido? —pregunté inclinándome un poco hacia Jake.

Diego me oyó y respondió en su lugar.

—Al vomitorio, por supuesto. Últimamente los mejores restaurantes lo tienen.

—Es asqueroso —dije, apartando la mirada.

Jake se encogió de hombros.

—Muchos hábitos culturales resultan desagradables a los foráneos. Beth, no has probado bocado. Espero que el vomitorio no te haya quitado el apetito.

—No tengo hambre.

Rechazar la comida era un gesto simbólico que, sabía, no podría mantener de forma indefinida. Empezaba a perder fuerzas y, tarde o temprano, necesitaría alimento si es que pensaba sobrevivir. Jake frunció el ceño y me miró con desagrado.

—De verdad, deberías tomar algo. ¿En serio que no puedo ofrecerte nada tentador? —Tomó una bandeja de fruta y la colocó delante de mí. La fruta se veía madura y tenía un aspecto delicioso. Parecía recién arrancada del árbol: la piel todavía estaba húmeda de rocío—. ¿Qué tal una cereza? —dijo, haciendo oscilar una ante mí. Mi estómago empezaba a hacer ruido—. O un caqui. ¿Los has probado alguna vez?

Cortó uno de ellos por la mitad, dejando al descubierto la jugosa carne. Cortó un trocito que pinchó con la punta del cuchillo y me lo ofreció.

Quise apartar la cara, pero el olor era embriagador. Estaba segura de que la comida normal no era tan incitante. Ese olor parecía penetrar todo mi cuerpo, como una provocación. Quizás un pequeño bocado de fruta no me haría ningún mal. Ese pensamiento me provocó un alivio vertiginoso. Pero eso no era normal. Se suponía que la comida era un sustento, el alimento para el cuerpo; así era como Gabriel la había descrito siempre. Yo había experimentado la sensación de hambre muchas veces en la Tierra, pero lo que sentía en ese momento era ansia. A pesar de todo, por muy hambrienta que me sintiera, no pensaba compartir la comida con Jake Thorn. Aparté la bandeja con un gesto brusco.

—Al tiempo —dijo Jake, casi como si se consolara a sí mismo—. Eres fuerte, Beth, pero no tanto como para impedir que te doblegue.

Cuando el banquete terminó, la reunión se trasladó a un espacio iluminado por velas y lleno de almohadas y alfombras esparcidas por el suelo. Los invitados parecieron haberse librado del sopor y empezaron a acariciarse y a tocarse los unos a los otros con una urgencia cada vez mayor. No hubo ningún acoplamiento, solamente se apretaban los unos contra los otros dándose placer. Uno de los hombres dirigió una mirada lasciva a Eloise y ella respondió arrancándole la camisa con los dientes. Me aparté con discreción al ver que ella empezaba a lamerle el pecho provocándole gemidos de satisfacción. Jake y yo éramos los únicos que continuábamos sentados.

—¿No te unes a ellos? —le pregunté en tono desafiante.

—El libertinaje resulta un poco anticuado después de dos mil años.

—¿Así que piensas probar el celibato para cambiar un poco? —Mi tono de voz no podía ser más mordaz.

—No, solo estoy buscando algo más. —Me miró de una forma que me desconcertó y me hizo sentir casi triste.

—Bueno, pues no lo vas a encontrar conmigo —repuse con severidad.

—Quizás esta noche no. Pero a lo mejor, un día, me ganaré tu confianza. Puedo permitirme ser paciente. Después de todo, dispongo de toda la eternidad para intentarlo.

Al final, mi actitud taciturna fue demasiado incluso para Jake, que permitió que me retirara temprano de la fiesta. Regresé a la relativa seguridad del hotel Ambrosía en una limusina. Tucker ya me estaba esperando en el vestíbulo, aparentemente para acompañarme a mi habitación.

—¿Cómo puedes soportarlo? —pregunté malhumorada mientras entrábamos en el ascensor—. ¿Cómo puede alguien soportar esto? Es todo horrible y vacío.

Tucker me miró con reproche y apretó el botón del ascensor que, creí, nos llevaría hasta el ático.

—Sígame —se limitó a decir.

Cuando salimos del ascensor caminamos en silencio por un pasillo vacío hasta que llegamos ante un suntuoso tapiz colgado de una de las paredes. Los coloridos hilos de seda habían sido tejidos con gran habilidad. La escena mostraba a un grupo de demonios, emplumados como aves de presa, que se lanzaban volando sobre un hombre encadenado a una roca. Algunos de ellos le arrancaban la carne, y otros lo destripaban. A pesar de que era un tapiz, la expresión de agonía del hombre estaba tan bien conseguida que me hizo estremecer.

Tucker apartó un extremo del tapiz y vi que, detrás, había unas escaleras talladas en la roca viva. Parecían descender mucho, como si penetraran en la misma raíz del hotel. Aquí el aire tenía un olor muy distinto al del perfumado vestíbulo: era un olor rancio, de humedad. No había ninguna luz, así que no veía a más de un palmo hacia delante.

—No se aleje de mí —dijo Tucker.

Bajé detrás de él, sujetándome a un extremo de su camisa para no perderlo de vista, y nos introdujimos en esa agobiante oscuridad. Las escaleras eran estrechas y bajaban en cerrados círculos, pero conseguimos llegar al final. Cuando Tucker se detuvo, una especie de brasero que se encontraba sujeto a uno de los muros se encendió. Parecía que nos encontrábamos en un canal subterráneo de aguas turbias y verdosas. Sentí una brisa a mis pies y, si escuchaba con atención, oía unas débiles voces que susurraban mi nombre. Las paredes de roca estaban cubiertas de musgo y del techo caían innumerables gotas de agua. Vi un bote de madera amarrado a una plataforma que estaba cerca de las escaleras. Tucker soltó las amarras y lanzó la cuerda al suelo de la embarcación.

—Suba —me dijo—. Y procure no hacer ningún ruido. Nada tiene que ser perturbado.

No me gustó que dijera «nada» en lugar de «nadie». Me sentía inquieta.

—¿Como qué? —pregunté, pero Tucker se había concentrado en conducir el bote y se negaba a explicar nada más.

Me senté, tensa, sujetándome con fuerza a los bordes del bote mientras los remos penetraban el agua fangosa del canal. Percibía algunos movimientos bajo la superficie del canal. De repente, el agua se rizó como si unas grandes rocas pasaran rozando la superficie por debajo.

—¿Qué es eso? —susurré, alarmada.

—Chist —hizo él—. No haga ningún ruido.

Obedecí, pero volví a mirar hacia el agua. De repente vi unas burbujas que se formaban por encima de algo pálido e hinchado que empezaba a emerger. Vi que estábamos rodeados de unas cosas redondas que flotaban como boyas sobre el río. Volqué ligeramente el cuerpo fuera del bote para acercarme y averiguar qué eran esas extrañas formas, pero cuando vi de qué se trataba tuve que taparme la boca para ahogar un grito. Eran cabezas humanas que flotaban, frías y muertas, alrededor de nosotros. Sus ojos vacíos nos miraban directamente en medio de una corona de pelo que se esparcía por el agua como matas de algas. La cabeza de una mujer se acercó a nosotros: vi que tenía la piel arrugada y agrisada, igual que les sucede a los seres humanos después de pasar demasiado tiempo en la bañera. Impactó contra el casco del bote. La mirada de aviso de Tucker me impidió hacer ninguna otra pregunta.

Finalmente, Tucker amarró el bote a un saliente y salté al suelo, aliviada. Habíamos llegado a un hueco en la roca que tenía el tamaño de una pequeña cala. En el centro del mismo había una charca de agua que emitía destellos diamantinos. De ella partían varias corrientes hacia un destino desconocido. El agua era tan transparente que se veía el fondo cubierto de guijarros. A nuestro alrededor, la roca de las paredes era tan fina al tacto como la seda. Interrogué a Tucker con la mirada, sin saber si ya podía hablar o no.

—Este es el sitio del que le hablé —dijo—. Este es el Lago de los Sueños.

—¿El que me va a llevar de regreso a casa? —pregunté, recordando nuestra última conversación que Jake interrumpió.

—Sí —respondió Tuck—. No físicamente, por supuesto. Pero podrá viajar allí con la mente.

—¿Y ahora qué?

—Si da un trago de este agua, podrá ver aquello que su corazón más desee. El agua actúa como una droga, pero se queda en su torrente sanguíneo de forma permanente. Podrá proyectarse a cualquier parte que desee, en cualquier momento.

No necesitaba que me incitara más. Me apresuré a arrodillarme a la orilla del lago y tomé un poco de agua con la palma de la mano. Sin dudar ni un momento, me acerqué la mano a los labios y bebí con ansia.

Se oía un murmullo parecido al zumbido de las cigarras que tenía un efecto hipnótico. Acerqué el rostro a la superficie del agua y observé con atención, esperando ver alguna señal. Al hacerlo, me sentí como desconectada de mi cuerpo, como si estuviera entrando en un estado de trance. De repente noté algo en el pecho, tal que si me acabaran de golpear con un pesado saco, que me hizo sacar todo el aire de los pulmones. Y todo ese aire que acababa de exhalar formó una esfera visible que flotaba delante de mí, a pocos centímetros del agua, repleta de miles de pequeñísimas esferas de luz blanca que se desplazaban furiosamente de un lado a otro. Me quedé observando cómo descendía y desaparecía.

—No se preocupe —susurró Tucker—. El lago está leyendo sus recuerdos para saber a dónde llevarla.

Durante unos instantes no sucedió nada, solo se oía la respiración de ambos. Tucker me decía algo, pero su voz me llegaba muy apagada. Luego dejé de oírlo y me di cuenta de que lo estaba viendo desde arriba. El lago y todo el entorno empezó a desaparecer de mi visión, aunque yo sabía que continuaba estando allí.

Sentí cierto pánico al notar que otra visión se formaba a mi alrededor. Al principio se veía pixelada, como en una imagen demasiado aumentada de tamaño. Pero poco a poco fue ganando nitidez y todo el miedo que sentía desapareció.

En su lugar, una oleada de emoción me invadió con tal fuerza que me sentí como precipitándome de cabeza dentro de un remolino. Estaba regresando a casa.

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