Hades

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20. La novia del Hades

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La novia del Hades

Yo estaba esperando a hablar de todo lo que había pasado con Tuck, pero cuando llegamos a la habitación no parecía que tuviéramos gran cosa que decir. Estábamos los dos demasiado deprimidos para conversar. No solo era casi seguro que habíamos echado por tierra nuestra única posibilidad de escapar, sino que Taylah había tenido que pagar por ello.

Cuando Tucker hubo salido, yo no paré de dar vueltas en la cama. Pronto mi almohada quedó empapada por las lágrimas: no dejaba de recordar el sonido de los sabuesos del Infierno mientras acababan con mi amiga y se la llevaban al abismo. Y lo peor de todo era que habíamos estado muy cerca de regresar a casa. Gabriel se encontraba justo al otro lado del portal y yo todavía recordaba el tacto del esponjoso hocico de Phantom en la palma de mi mano. Quizás hubiera debido gritar: tal vez Gabe hubiera podido hacer algo. Pero ahora ya no tenía ningún sentido pensar en lo que hubiera podido ser. Las palabras que le había oído decir a ese carismático presentador en la sala de reuniones no me abandonaban tampoco: «Los humanos nunca han dudado tanto de su fe». Lloré con más fuerza al recordarlas. Ya no lloraba solamente por Taylah, sino porque sabía que esas palabras eran ciertas: la humanidad nunca había sido tan vulnerable y yo no podía hacer nada al respecto desde donde me encontraba. Finalmente, las lágrimas se me secaron y caí en un sueño profundo.

Me desperté al oír que alguien me susurraba algo en tono de urgencia. Parpadeé, todavía adormecida, sin poder creer que ya hubiera llegado la mañana: parecía que habían pasado tan solo unos minutos desde que me había metido en la cama. Los ojos grandes y marrones de Hanna se me hicieron visibles poco a poco. Me miraba con su habitual expresión preocupada y me sacudía por el hombro para despabilarme. Llevaba el cabello del color de la miel recogido en la nuca en un moño suelto, pero se le habían soltado unos cuantos mechones que le brillaban como hilos de oro bajo la luz de la lámpara. No se podía decir que Hanna fuera optimista, pero, por algún motivo, su presencia siempre ejercía un efecto positivo en mí. El afecto que me demostraba era sincero y, en la oscuridad que me rodeaba, yo sentía que podía confiar en su lealtad. Me senté en la cama y procuré mostrarme más despabilada de lo que estaba.

—¡Debe usted levantarse, señorita! —dijo Hanna mientras intentaba quitarme las sábanas de encima. Yo me resistí y volví a cubrirme hasta los hombros—. El señor Thorn la espera abajo. Quiere que se vista para asistir a un evento importante.

—No me interesan sus eventos —gruñí—. Le puedes decir que no pienso ir a ninguna parte. Dile que estoy enferma o algo.

Hanna negó vigorosamente con la cabeza.

—Sus instrucciones han sido muy explícitas, señorita. Incluso ha dicho lo que debe usted ponerse.

Hanna levantó una caja plana y blanca del suelo y me la puso encima del regazo. Deshice el lazo dorado y aparté las capas de papel de seda con gesto enojado. La prenda que contenía no se parecía a ninguna de las que había en mi guardarropa. Incluso Hanna ahogó una exclamación al verlo. Era un vestido de un vivo color rojo confeccionado con terciopelo arrugado y finísimo, de mangas acampanadas con brocados, como en el cuadro La dama de Shalott, de Waterhouse. Se completaba con un delicado cinturón hecho con anillos de cobre.

—Es precioso —exclamó Hanna, que olvidó por un momento de dónde procedía.

Yo no me dejé seducir tan fácilmente.

—¿Qué estará tramando Jake ahora?

—Es para el desfile —dijo Hanna, bajando los ojos.

Tuve la sensación de que me ocultaba algo. Crucé los brazos y la miré con expresión interrogadora.

—El príncipe desea presentarla hoy —explicó.

—¿A qué gente? —pregunté, poniendo los ojos en blanco—. No estamos en un reino medieval.

—A su gente —se apresuró a decir Hanna.

—¿Por qué no me lo has dicho antes?

—Porque sabía que se molestaría. Y es un evento importante, no puede negarse.

Me hundí bajo las sábanas, decidida a no salir.

—Eso ya lo veremos.

—No sea insensata, señorita. —Hanna se había inclinado hacia mí y me hablaba con mucha seriedad—. Si no va usted por voluntad propia, la obligará a ir. Hoy es un día muy importante para él.

La miré y me di cuenta del miedo que tenía a contrariar los deseos de Jake. Hanna se escandalizaría si se enterara de la excursión que Tucker y yo habíamos hecho al Yermo. Como siempre, tuve que preguntarme cuáles serían las consecuencias de negarme a colaborar. Sin duda, Jake responsabilizaría a Hanna. Mi resolución se debilitó, así que aparté las sábanas, salté fuera de la cama y me fui a la ducha. Al salir, Hanna ya había hecho la cama y, encima de ella, había colocado con cuidado el vestido con los zapatos de satén negro.

—Supongo que Jake no creerá de verdad que voy a ponerme esto —pregunté—. No vamos a una fiesta de disfraces, ¿no?

Hanna no me hizo caso. Sin dejar de mirar hacia la puerta con nerviosismo, me ayudó a ponerme el vestido y me abrochó los botones de la espalda. Aunque estaba hecho de terciopelo, era suave y ligero como una segunda piel. Hanna me hizo sentar y me desenredó el cabello para hacerme unas trenzas adornadas con tiras de satén. Luego me cubrió el rostro con polvos y me puso sombra azul en los párpados.

—Estoy ridícula —dije, irritada, mirándome en el espejo de pie.

—Qué tontería —replicó Hanna inmediatamente—. Parece usted una reina.

Yo no quería tener que salir de la suite de mi hotel para participar en otro de los estridentes eventos de Jake. Mi habitación era el único lugar en que me sentía un poco cómoda y segura. Pero Hanna, nerviosa, me tomó del brazo y me hizo salir por la puerta.

En el vestíbulo nos esperaba un pequeño grupo de gente, a algunos de los cuales ya había conocido la noche del banquete. En cuanto salí del ascensor, todo el mundo se quedó en silencio y me observó. Miré a mi alrededor buscando a Tucker, pero no lo vi. Jake, que me había estado esperando con impaciencia y caminando de un lado a otro del vestíbulo, se acercó a mí y me miró con alivio y aprobación. Luego dirigió una mirada de censura a Hanna, probablemente culpándola por nuestro retraso.

Jake me tomó ambas manos, me hizo levantar los brazos para examinarme con mayor detenimiento y sonrió con una expresión de aprobación que le iluminó el rostro, siempre tan hosco.

—Perfecto —murmuró.

Yo no respondí a su cumplido. Jake, con guantes y frac, iba vestido con tanta formalidad que parecía sacado de un retrato del siglo XVIII. Llevaba el cabello recogido hacia atrás de forma impecable. Sus ojos negros como el carbón estaban encendidos por la excitación.

—¿Hoy no te has puesto la chupa? —pregunté, cortante.

—Debemos elegir la ropa de acuerdo con la ocasión —repuso en tono amistoso. Se lo veía relajado ahora que yo ya había aparecido—. Olvidas que he visto mucho mundo. Podría elegir entre todo el vestuario de los últimos dos mil años, pero todo lo anterior al siglo pasado me parece anticuado.

Asia se encontraba en el otro extremo del vestíbulo y me miraba con ojos venenosos. Llevaba puesto un ajustado vestido de tono cobrizo con un escote muy marcado y unos cortes en la falda que le llegaban hasta la parte superior de sus bronceados muslos. Los labios le brillaban como perlas. Se acercó a Jake y, con un mohín malhumorado, dijo:

—Es hora de irnos. ¿Estás lista, princesa?

A pesar de que yo sabía que no nos delataría, pues tenía miedo de revelarse también a sí misma, no pude evitar un escalofrío al ver que se dirigía directamente a mí.

Fuera, nos esperaba una limusina descapotable de color rosa. El chofer salió y nos abrió la puerta con gesto mecánico; cuando nos hubimos sentado, Jake le dijo algo en un idioma que no comprendí. Avanzamos hasta llegar a una carretera que se alejaba a cielo abierto. Era la primera vez que Jake me permitía salir de los túneles subterráneos. Lo primero que vi fue un cielo escarlata encendido de feroces lenguas de fuego. Una nube bullente lo cruzaba, ocultando el horizonte: parecía estar viva, se retorcía y se estiraba. Entonces me di cuenta de que no era una nube sino un enjambre de langostas. Nunca había visto nada igual. El coche circulaba muy despacio por el pavimento, del que se levantaban columnas de vapor. Después de casi una eternidad, el coche tomó otra carretera que estaba flanqueada por multitud de carrozas de vehículos carbonizados. Era un paisaje desolador, parecido al de una película de ciencia ficción en la que el héroe intenta sobrevivir después de una catástrofe nuclear.

Yo no sabía dónde estábamos. Aparte de nuestra breve y fallida excursión al Yermo, no había salido de los túneles. Al cabo de poco, por entre la niebla aparecieron unas figuras desaliñadas de pie a ambos lados de la carretera. Entonces me di cuenta de que se trataba de una multitud: cientos, miles de personas que nos esperaban rodeadas de humo y cenizas. Un mar de rostros nos miraban, expectantes, como buscando algo. Nos observaban con los ojos vacíos y aguardaban. Me pregunté qué estaban esperando. Quizás esperaban algún tipo de señal, pero ¿de qué? Vi que llevaban las mismas ropas con que habían fallecido: algunos iban con batas de hospital, o con camisetas manchadas de sangre y tierra; otros iban bien vestidos, con trajes elegantes y vestidos de noche. Pero todos compartían la misma expresión vacía y cansada de los muertos vivientes. De repente, cobraron vida. Empezaron a empujarse los unos a los otros para poder ver mejor y sus ojos hundidos me observaron con una curiosidad avasalladora. Y, como si alguien les hubiera dado instrucciones, comenzaron a vitorear y a aplaudir alargando hacia nosotros unos brazos esqueléticos. Me hundí en el asiento, atemorizada y, por primera vez, agradecida de que Jake estuviera conmigo. Aunque estaba enojada con él y sabía que ese horrible desfile era cosa suya, me acerqué a él en busca de seguridad. Era irónico que fuera precisamente Jake lo que mayor seguridad me proporcionaba en ese lugar y lo único que me permitía mantener la cordura en esos momentos.

La limusina avanzó por la carretera y la muchedumbre nos envolvía. No tenía ni idea de adónde nos dirigíamos, pero sí sabía que Jake me estaba exhibiendo por las calles como si fuera un trofeo. Para las fuerzas del Infierno, yo representaba un trofeo y para Jake, mi captura había significado un golpe de éxito. Su rostro expresaba claramente que estaba disfrutando de cada segundo.

De repente, Jake se puso en pie en la limusina y me obligó a hacer lo mismo. Intenté liberarme, pero me sujetó con tal fuerza que cuando me soltó me quedaron dos marcas rojas en el brazo. La masa parecía haber enloquecido con nuestro gesto: se pisaban los unos a los otros para intentar subir a los estribos de los coches o a las ventanillas de los coches quemados.

—Deberías saludar —me dijo Jake—. Practicar un poco.

—Por lo menos dime a dónde me llevas.

Jake me miró con una de sus expresiones típicas, una media sonrisa de burla.

—¿Y arruinarte la sorpresa?

El chófer hizo salir el coche de la carretera y se detuvo delante de una especie de desguace lleno de pilas de metales retorcidos. En él habían despejado una zona donde habían montado un estrado con micrófonos y altavoces. Los guardaespaldas de Jake, que llevaban pequeños micrófonos y auriculares para comunicarse entre ellos, vigilaban el área. Jake me ofreció su brazo y yo lo acepté: estaba demasiado abrumada para negarme. Juntos subimos por unos escalones cubiertos por una alfombra roja, como dos estrellas de cine en una fiesta de Hollywood. Arriba, en el estrado, nos esperaban dos tronos plateados cubiertos con pieles de visón negras y protegidos bajo un dosel adornado con rosas negras entrelazadas. Quizás en otro entorno esos tronos me hubieran resultado impresionantes, pero en ese momento no eran más que dos pesos muertos, dos esposas que me ataban a ese mundo subterráneo. Sentía las piernas débiles, así que cuando Jake, en un ostentoso gesto de galantería, me acompañó hasta mi asiento, me dejé caer en él con gran alivio. La amorfa masa de gente había quedado en silencio y esperaba las palabras de Jake. Incluso los murciélagos que cruzaban el aire en silencio se detuvieron en seco.

—Bienvenidos a todos —empezó a decir Jake. No necesitaba micrófono: su poderosa voz llenaba todo el espacio—. Hoy es un día trascendental, no solo para mí sino para todo el reino del Hades.

La muchedumbre empezó a vitorear de nuevo y Jake levantó las manos para hacerlos callar. Vi que abajo, enfrente de nosotros, se encontraba la elite del Hades sentada siguiendo un estricto orden jerárquico. Todos ellos tenían la misma expresión condescendiente y un tanto sádica, pero al mismo tiempo resultaban fascinantes. Detrás de ellos, las almas nos observaban con temor, aunque incapaces de apartar los ojos de nosotros. Un aire caliente me encendió las mejillas y deseé estar en el ático del hotel, prisionera pero a salvo de los depredadores ojos de los condenados.

Jake, erguido sobre la tarima, levantó un brazo con gesto de triunfo y todos, uno a uno, fueron cayendo de rodillas al suelo. Intenté clavar la mirada en el cielo escarlata para no encontrarme con los ojos de nadie: tenía demasiado miedo de lo que podría ver en ellos. Sentía un nudo en el estómago, como si algo terrible estuviera a punto de suceder. Entonces un hombre con barba, encorvado y anciano, subió las escaleras del estrado acompañado por un ayudante y se acercó a uno de los micrófonos. Vestía el hábito cotidiano de un sacerdote: sotana negra y cuello blanco. Tenía el rostro muy marcado y ajado, y los ojos enrojecidos se veían inyectados en sangre. Debajo de ellos se le marcaban las ojeras oscuras e hinchadas como dos bolsitas de té usadas.

—Por favor, dad la bienvenida al padre Benedict —dijo Jake en un tono como de presentador de televisión—. Él va a dirigir la ceremonia de hoy.

Jake sonrió con expresión indulgente y el hombre le dirigió una reverencia. Yo estaba perpleja de ver una escena tan sacrílega: un hombre de Dios que se humillaba ante un demonio como Jake.

—No te escandalices tanto —me dijo Jake, despreocupado, sentándose de nuevo—. Incluso los más devotos pueden caer.

—Eres despreciable —me limité a contestar. Jake me miró con sorpresa:

—¿Por qué yo? —Señaló hacia el padre Benedict con un gesto de la cabeza—. Si quieres culpar a alguien, cúlpalo a él.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Digamos que no consiguió proteger a los inocentes. Ahora trabaja para nosotros. Estoy seguro de que eres capaz de captar la ironía. —Lo fulminé con la mirada—. O quizá no.

Se me ocurrió que Jake tal vez estuviera ocultando algo a propósito. Aunque hacía un calor terrible, sentía un frío tremendo en las venas, como si me hubieran inyectado hielo en el torrente sanguíneo. Sabía que yo era una conquista para Jake, un souvenir de su victoria sobre los agentes del Cielo. Pero ¿qué otra cosa se estaba llevando a cabo allí en esos momentos?

—Sea lo que sea lo que quieras que haga, no pienso hacerlo —le dije.

—Tranquilízate —contestó Jake—. Solo se requiere tu presencia.

De repente, las piezas empezaron a encajar. El vestido, el desfile y ahora, la ceremonia. Todo empezaba a tener sentido.

—No voy a casarme contigo —le dije, apretando los apoyabrazos del trono con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos—. Ni ahora ni dentro de un millón de años.

—Esto no es una boda, cariño —dijo Jake, riendo—. Eso vendrá después. Soy un caballero y nunca te forzaría a hacer algo para lo que no estás preparada.

—Ah, pero sí estoy preparada para que me secuestren, ¿no? —pregunté con sarcasmo.

—Necesitaba llamar tu atención —repuse Jake con voz aterciopelada.

—¿De verdad quieres estar con alguien que no soporta tu presencia? —pregunté—. ¿Es que no tienes respeto por ti mismo?

—¿Qué te parece si dejamos las discusiones domésticas para un momento más adecuado? Ahora eres la novia de todos ellos. Disfruta del momento.

Jake hizo un gesto hacia la muchedumbre. Todos esperaban con el aliento contenido a que sucediera algo.

—Han hecho un largo viaje para dar la bienvenida a su nueva princesa.

Entonces, con la rapidez del relámpago, apartó su trono hacia atrás y se colocó a mis espaldas para empujarme y colocarme en el centro del estrado. Esto provocó una oleada de murmullos excitados y miles de ojos se fijaron en mí con un entusiasmo fanático.

—Esto es una iniciación —susurró Jake en tono seductor—. Mira a tu alrededor, Bethany. Este es tu reino y esta es tu gente.

—No soy su princesa —estallé—. ¡Nunca lo seré!

—Pero ellos te quieren, Beth. Te necesitan. Han estado esperando mucho tiempo. Piensa en todo lo que podrías hacer aquí.

—No puedo ayudarlos. —¿No puedes o no quieres?

La conversación se vio interrumpida por un carraspeo. Se trataba de Eloise, la chica pelirroja que conocí en el banquete.

—Por favor, ¿podemos continuar? —dijo Jake dirigiéndose al padre Benedict.

—Empecemos.

Yo no tenía ni idea de qué implicaba una «iniciación», pero sabía que no sería capaz de soportarlo. Tenía que irme. Salí corriendo hacia los escalones e incluso conseguí bajar un par de ellos, pero la gente de Jake me detuvo. En un momento me tuvieron rodeada. Sus manos calientes me agarraron por todas partes; sus rostros se retorcieron de placer y de vez en cuando abandonaban su bella apariencia para mostrar su verdadera forma grotesca. Enseguida me obligaron a regresar a mi asiento. Jake se sentó a mi lado, sereno. El sacerdote le colocó en la cabeza una corona de hojas de parra entrelazadas que brillaron sobre su oscuro y suave pelo. Tomó otra corona igual entre sus retorcidas y huesudas manos y su voz ronca resonó en toda la explanada:

—Hoy nos encontramos aquí para dar la bienvenida a un nuevo miembro de la familia. El príncipe la ha estado buscando durante muchos siglos y todos compartimos su felicidad con él ahora que finalmente la ha encontrado. Ella no es una simple mortal, sino que viene de un lugar mucho más elevado: un lugar conocido como el Reino de los Cielos. —Los espectadores ahogaron una exclamación de asombro. Me pregunté si, a pesar de sus retorcidas mentes, todavía eran capaces de recordar un lugar como el Cielo. Pero lo dudaba—. Deberéis adorarla —añadió el padre Benedict elevando la voz con fervor—. La serviréis y os doblegaréis a su voluntad.

Quise levantarme y negar todo lo que estaba diciendo, pero sabía que me harían callar. El padre Benedict acabó:

—¡Os presento a la nueva princesa del Tercer Círculo, el ángel Bethany!

Entonces se dio la vuelta y me colocó la corona sobre la cabeza. En ese mismo instante un relámpago iluminó el cielo rojo y una tormenta de cenizas nos envolvió. La muchedumbre de almas se tiró al suelo cubriéndose el rostro. Los demonios parecieron disfrutar con esa reacción de la masa.

Así, con la misma rapidez con que había empezado, la ceremonia terminó. El sacerdote bajó del estrado y la muchedumbre empezó a dispersarse.

Mientras nos dirigíamos al coche, un niño desaliñado se separó de la multitud y se acercó a nosotros. Era muy pequeño y frágil, y tenía cara de pillo. Alargó los brazos hacia mí con gesto suplicante y Diego, que fue el primero en verlo, fue hasta él y lo agarró por la garganta con crueldad. Horrorizada, vi que el niño no podía respirar y que tenía los ojos desorbitados a causa del terror. Entonces Diego pareció aburrirse de repente y lo tiró al suelo, como si fuera un saco vacío, y el crío emitió un gemido gutural. Todos mis instintos me empujaban a ir a su lado para ayudarlo. Quise dar un paso, pero Jake me agarró del brazo con fuerza.

—¡Compórtate con dignidad! —gruñó.

Entonces, sin pensarlo dos veces, le di una patada en la espinilla. Eso lo distrajo un momento, que aproveché para correr hasta donde estaba el chico. Levanté del suelo el cuerpo inerte del niño sin importarme que la falda se arrastrara por el polvo. Tenía los ojos cerrados. Le limpié con suavidad la cara, le puse una mano en el pecho y concentré en él toda la energía sanadora que todavía pudiera quedarme en un desesperado intento de devolverle la vida que le acababan de quitar.

Al fin, el niño abrió los ojos y sus labios recuperaron su tono rojo y le sonreí para tranquilizarle. Entonces me di cuenta de que todo el mundo se había quedado en silencio y me miraba. Jake estaba tan solo a unos metros de mí, pero su expresión era de consternación. Antes de que tuviera tiempo de hacer nada, la gente de Jake me rodeó y me condujo hasta el coche. Cuando me hube sentado, Jake, a mi lado, me susurró al oído:

—No vuelvas a hacer algo así nunca más. ¿Qué te crees que es esto? Somos hijos de Lucifer. Nuestro objetivo es infligir sufrimiento, no aliviarlo.

—Habla por ti —le contesté con valentía.

—Escúchame —dijo Jake entre dientes y agarrándome el brazo—. Las Siete Virtudes del Cielo son los Siete Pecados del Infierno. Un acto de bondad es un pecado capital. Ni siquiera yo podré protegerte si cometes tales faltas.

Yo ya no lo escuchaba. De repente me sentí muy tranquila: ahora sabía que podía hacer algo bueno incluso en el Infierno. Me estremecí de pies a cabeza de la emoción. No había hecho nada más que ceder ante mi naturaleza: ofrecer consuelo allí donde encontraba dolor. Me concentré en mis poderes de sanación y los sentí crecer en mi cuerpo. Sentí un cosquilleo en las alas, pero reprimí el deseo de desplegarlas. Mi cuerpo empezó a emanar luz, una luz que se filtraba fuera del coche, llenaba la polvorienta explanada y cubría las cabezas gachas de la muchedumbre. Mi luz consiguió apagar el fuego del cielo, otorgándole una tonalidad blanquecina. Mientras tanto, oía la voz de Jake, lejana…

—¿Qué estás haciendo? ¡Para ahora mismo! ¡Te lo prohíbo!

No parecía enojado, solamente alarmado. Entonces mi luz se fue apagando hasta que desapareció por completo y, en su lugar, una mariposa blanca quedó aleteando en el aire. Voló por encima de la muchedumbre como un pequeño retazo de esperanza en un mar de desolación. Algunos intentaron agarrarla, pero todos los rostros miraban hacia arriba ahora, algunos con esperanza y otros con terror. Jake se había quedado paralizado, así que fue Asia quien decidió tomar el mando.

—Matad a ese bicho —gritó—. Y largaos de aquí.

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