Hades

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24. Blues de Tennessee

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Blues de Tennessee

Ahora que Jake se había ido solo me quedaba una manera de olvidarme de la incomodidad física: aparté todo pensamiento de mi mente y me concentré en proyectarme. Cerré los ojos y me esforcé por borrar ese lugar de pesadilla. La transición sucedió con fluidez, fue como conectar con un canal de mi cabeza. Sentí una ráfaga de aire y mi cuerpo se volvió pesado como una roca mientras yo me separaba de él en mi forma de espectro. Todavía sumida en la oscuridad, oí una voz que al principio era distante pero que se fue acercando progresivamente. Oí también el ruido de un motor que me resultaba familiar y percibí un olor a piel mezclado con sándalo. Hubiera reconocido ese olor en cualquier parte: era el de un Chevy Bel Air descapotable de 1956. Sentí que el nudo de tensión que tenía en el pecho se me aflojaba y suspiré profundamente: estaba en el coche de Xavier.

Todavía no había terminado de cobrar mi forma completa de espectro cuando me encontré sentada en el asiento trasero del Chevy, entre Xavier y Molly. Los dos se habían sentado lo más lejos posible el uno del otro y ambos miraban por la ventanilla con expresión ceñuda. Era evidente que la pequeña reconciliación que había tenido lugar unas horas antes había durado muy poco. Ivy y Gabriel iban sentados delante, con semblante tenso, y era obvio que no querían tener nada que ver con la discusión que se desarrollaba en el asiento de atrás. Observé el paisaje que el coche dejaba atrás y me di cuenta de que no me resultaba familiar. Mi familia debía de haber salido de Venus Cove hacía mucho rato: estaba claro que no perdían el tiempo.

—Ya falta poco —dijo Gabriel como un padre que intenta tranquilizar a sus inquietos hijos. Su voz, profunda y potente, me recordó un acorde grave de guitarra y me hizo sentir una punzada de nostalgia de cómo era la vida antes de que Jake apareciera y lo arruinara todo—. Estamos a punto de entrar en el estado de Tennessee.

—No entiendo por qué no hemos ido en avión, como la gente normal —gruñó Molly.

—No vale la pena volar para ir al estado vecino —contestó Ivy con calma, pero noté que la paciencia se le agotaba.

Molly cambió de postura en el asiento y me hundió un codo en las costillas. La sensación fue incómoda, como si me hubieran penetrado con una vara de acero caliente, y supuse que se debía a la fuerza vital de su cuerpo humano al entrar en contacto con mi forma fantasmal. Automáticamente me alejé de ella.

—Uf, ya sabía que no tenía que haberme comido todos esos caramelos durante el camino —se quejó Molly pasándose una mano sobre el estómago.

Vi que llevaba puestos un pantalón de chándal rosa y una sudadera con capucha del mismo color. Se había recogido los rizos caoba en una alta cola de caballo y tenía una bolsa de tela de un vivo color rojo a sus pies, debajo del asiento. No pude reprimir una sonrisa al pensar que Molly estaba segura de haberse vestido para la ocasión. Nadie respondió a su comentario acerca de los caramelos y supuse que uno no tiene gran cosa que decir sobre unas golosinas cuando tiene la cabeza ocupada en raptos infernales y signos apocalípticos. El Chevy continuaba avanzando por la autopista y Xavier apoyó la frente en la ventanilla. Parecía nervioso, como si necesitara estar haciendo cualquier otra cosa que no fuera permanecer sentado en el asiento trasero de un coche.

Miré por la ventanilla y vi el paisaje de Georgia que íbamos dejando atrás. Me impresionó darme cuenta de lo pintoresco que era. La tierra parecía tener vida propia y ante nosotros se desplegaba un bosque que cubría el suelo como un manto. Los arces, de un vivo color rojo, se apiñaban formando amplias zonas de sombra. Las asclepias y los tréboles punteaban la aterciopelada vegetación. A medida que avanzábamos, el paisaje empezó a poblarse de plátanos. Sobre nuestras cabezas, el cielo era amplio y despejado, y solamente unas nubes perezosas lo atravesaban, como lirios que flotasen sobre la superficie de un lago transparente y azul. Allí, a cielo abierto, las cosas parecían más sencillas y volví a sentirme cerca de la naturaleza. Me recordaba mi antigua casa en el Reino. Este lugar tenía algo que me hacía sentir una conexión que hacía mucho que no experimentaba. Solté un hondo suspiro y Xavier, que hasta el momento había estado apoyado en la ventanilla, se sobresaltó y miró a Molly.

—¿Qué? —preguntó ella al notar que la miraba.

—Por favor, no hagas eso —dijo Xavier.

—¿El qué?

—Respirar sobre mi oreja de esa manera.

Molly pareció ofenderse.

—¿Es que crees que soy una friki? ¿Por qué tendría que soplarte en la oreja?

—He dicho «respirar».

—Ah, vale, ¿así que ahora no puedo respirar?

—No quiero decir eso.

—Supongo que sabes que si no respiro, me asfixio.

Xavier se inclinó hacia delante.

—En serio, chicos, dejadme conducir —rogó—. Que se siente otro aquí detrás para sufrir esta tortura.

—¡Pero si no he dicho nada! —protestó Molly, enojada.

—Ahora lo estás haciendo —gruñó Xavier.

—Si hubiéramos ido en avión ya estaríamos allí.

—El piloto habría estrellado el avión después de cinco minutos de escuchar tu cháchara.

—Aun así sería mucho mejor que ir en este viejo cacharro.

—¡Eh! —Xavier no se habría sentido tan ofendido si le hubieran cuestionado su hombría. Siempre se enojaba cuando se metían con su coche—. Es antiguo.

—Es un montón de chatarra viejo. No sé por qué no hemos ido en el Jeep.

Yo también me había preguntado lo mismo, pero tenía la sensación de que viajar con el Chevy había sido idea de Xavier. Quizás eso le hacía sentir más conectado a mí. Los dos habíamos compartido muchas cosas en ese coche, y tal vez quería tener esos recuerdos cerca al salir de nuestra pequeña ciudad y dejar atrás nuestra antigua vida. Pero Xavier no iba a explicarle eso a Molly. Lo que respondió fue:

—Tú serías incapaz de reconocer un coche clásico ni aunque te atropellase.

—Imbécil —refunfuñó ella.

—Cabeza hueca.

Ivy se giró y los fulminó a los dos con la mirada.

—¿Es que os habéis criado en un gallinero? Basta ya.

Molly puso cara de culpa y Xavier soltó un suspiro y se volvió a hundir en el asiento. Se hizo un silencio maravilloso hasta que Gabriel detuvo el coche en una gasolinera. Xavier no pudo esperar a que mi hermano apagara el motor para saltar fuera y desaparecer dentro de la estación de servicio. Por un momento estuve a punto de seguirle, pero sabía que solo quería matar el tiempo mirando los paquetes de chicles y las portadas de las revistas hasta que llegara el momento de volverse a meter en el coche. Molly le dirigió una mirada asesina y se dirigió a los lavabos.

Seguí a mis hermanos, que se acercaron a un hombre vestido con un mono manchado de aceite que se encontraba sobre el capó de una oxidada camioneta de carga. Aunque también llevaba la cara manchada de grasa, los ojos le brillaban y tenía una expresión risueña. Trabajaba mientras mascaba tabaco, escuchando una vieja canción de Hank Williams que salía de un transistor que tenía al lado.

—Hola —saludó Ivy—. Hace buen tiempo por aquí.

—Hola —dijo el hombre mientras dejaba las herramientas y dirigía toda su atención a Ivy—. Desde luego que sí. —Fue a estrecharle la mano, pero se lo pensó mejor al recordar que llevaba las uñas llenas de grasa—. ¿Qué tal? —Hablaba con voz ronca y un melódico acento sureño que me resultó agradable y que, de todos los acentos del mundo, me pareció el más musical.

—¿Cómo se llama? —preguntó Gabriel.

Ivy lo reprendió con la mirada: la manera en que mi hermano acostumbraba a manejar las conversaciones parecía un puro interrogatorio.

—Earl —contestó el hombre, secándose la frente con el dorso de la mano—. ¿En qué puedo ayudarles?

—Estamos buscando la abadía María Inmaculada, del condado de Fairhope —le explicó Ivy—. ¿La conoce?

—Desde luego que sí, señora. Está a unos cien kilómetros de aquí.

Xavier, que acababa de salir de la tienda y se había aproximado a ellos, hizo un rápido cálculo mental y suspiró.

—Genial —rezongó—. Eso significa una hora más de carretera.

Ivy lo miró con desdén.

—¿Hay algún lugar donde quedarse cerca de la abadía?

—Hay un motel en la autopista —repuso Earl. Miró a Ivy de arriba abajo, con su gabardina beis, las botas de montar y el cabello rubio peinado con pulcritud, y añadió—: Pero no es nada del otro mundo.

—Eso no es problema —contestó mi hermana, modesta—. ¿Conoce usted la abadía?

Earl se aclaró la garganta y apartó la mirada, lo cual llamó la atención de Gabriel de inmediato.

—Le estaríamos muy agradecidos si nos contara algo de ella —insistió mi hermano en un tono repentinamente amable, que tuvo el efecto habitual.

—Sí, sé un par de cosas de ese lugar —empezó Earl, indeciso—. Pero no sé si les conviene saberlo.

Mis hermanos esperaron, más atentos que nunca.

—Confíe en nosotros —lo animó Ivy, dirigiéndole una sonrisa al hombre que lo hizo tambalear un poco—. Nos irá bien cualquier cosa que pueda decirnos. Por nuestra cuenta no hemos podido averiguar demasiado.

—Eso es porque todo se ha escondido a causa de un hechizo —dijo Earl, secándose la frente de nuevo.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Ivy con el ceño fruncido.

—Trabajar en una gasolinera hace que uno se entere de cosas —continuó Earl con tono de complicidad—. Aquí viene mucha gente y siempre hablan. No es que yo escuche a escondidas, pero a veces oigo cosas sin querer. La abadía esa… me da mala espina. Algo no acaba de ir bien allí.

—¿Por qué dice eso? —insistió Gabriel con voz grave.

—Antes era un lugar muy agradable —explicó Earl—. Siempre veíamos a las hermanas por la ciudad, yendo a ver a la gente y a dar clases en la escuela dominical. Pero hace dos meses tuvimos una terrible tormenta de relámpagos, la peor que ha habido nunca. Dijeron que una de ellas se había puesto enferma a causa de la tormenta y que no se la podía molestar, así que se encerraron en la abadía. Desde entonces no se ha visto entrar ni salir a nadie de allí.

—¿Cómo es posible que una tormenta eléctrica haga que alguien se ponga enfermo? —preguntó Xavier—. Eso no es posible, a no ser que un rayo cayera sobre esa mujer.

—Desde luego, no tiene ningún sentido —contestó Earl, meneando la cabeza con gesto triste—. Pero la otra noche pasé por delante de la abadía en coche porque me pillaba de camino de un encargo. Les aseguro que lo que vi no tiene nada de natural.

—¿Qué es lo que vio? —Gabriel se había puesto tenso y por su expresión supe que ya conocía la respuesta, y que no le gustaba.

—Bueno —Earl frunció el ceño y se mostró incómodo, como si estuviera a punto de poner en duda su cordura—, me dirigía a la ciudad cuando pasé por ese sitio y me pareció oír que alguien chillaba, pero no era ningún sonido humano. Bajé del coche, pensando que quizá debía llamar al sheriff, y vi que todas las ventanas de arriba habían sido tapiadas con tablones. Además oí un fuerte sonido, como si alguien rascara en el porche, como si intentara entrar… o salir.

Ivy miró a Gabriel.

—Nos debería haber avisado —dijo en voz baja, y supe que se refería a Miguel—. No estamos preparados para esto.

Enseguida miró a Molly, que se estaba poniendo brillo de labios ante el espejo de la ventanilla del coche.

—Lo siento, señora. No quería alarmarla —añadió Earl—. Solo soy un viejo que pierde la cabeza.

—No, me alegro de que nos lo haya contado —repuso Ivy—. Por lo menos sabemos a qué atenernos.

—Quizá nos pueda usted ayudar en otra cosa —añadió Gabriel con seriedad—. La hermana que se puso enferma durante la tormenta… ¿cómo se llama?

—Creo que es la hermana Mary Clare —repuso Earl en tono solemne—. Es una pena, porque era realmente amable.

El resto del viaje hasta el motel transcurrió con más tranquilidad. Incluso yo sabía que no podían entrar en la abadía por las bravas: tenían que pensar en una estrategia. Para Ivy y Gabriel el origen del trastorno que se había sufrido en la abadía era evidente, pero Molly y Xavier estaban confusos.

El motel se llamaba Easy Stay y se encontraba situado justo al salir de la autopista, demasiado lejos de la ciudad para atraer a los turistas. En consecuencia, era un edificio en mal estado que necesitaba una rehabilitación con urgencia. El aparcamiento estaba vacío y el cartel de neón solo se iluminaba cada tantos minutos, limitándose a emitir un incómodo zumbido en los intervalos. Los ladrillos de la fachada estaban pintados de blanco, pero el sol y la lluvia habían ido arrancando la pintura y malogrando los muros. Dentro, el motel no era mucho mejor: las paredes estaban cubiertas de chapa de madera y el suelo cubierto por una alfombra marrón. En una de las esquinas había un televisor encendido y tras el mostrador una mujer se pintaba las uñas mientras se reía ante una reposición de un programa de humor.

La mujer, al vernos llegar, se sobresaltó tanto que estuvo a punto de volcar el bote de laca de uñas, pero inmediatamente recuperó la compostura y se puso en pie para darnos la bienvenida. Llevaba unos ajustados tejanos lavados a la piedra, una camiseta de tirantes y el cabello, rizado, recogido con una banda elástica con un estampado floral. Cuando nos acercamos me di cuenta de que era mayor de lo que parecía. La etiqueta de identificación que llevaba colgada nos informó de que su nombre era Denise.

—¿Qué desean? —preguntó, insegura.

Estaba claro que debía de creer que nos habíamos perdido y queríamos pedirle alguna dirección. Mis hermanos se adelantaron hacia ella y me di cuenta de la imagen que daban cuando estaban juntos: parecían una pareja de ensueño, demasiado perfecta para ser real. Tuve que admitir que los cuatro se veían fuera de lugar en ese entorno. Se movían en una piña, como formando una apretada barricada contra el resto del mundo. Me sorprendió darme cuenta de que Xavier cada vez se comportaba más como nosotros. Antes se mostraba más relajado con la gente, se relacionaba con ellos con una facilidad y naturalidad que le eran características, pero ahora se le veía distante y reservado, e incluso a veces fruncía el ceño, como si algo invisible lo molestara. Mi familia se había esforzado por vestirse como viajeros normales: Gabriel y Xavier llevan tejanos oscuros y camisetas de manga corta negras, e Ivy lucía su gabardina beis. Además, se habían puesto las gafas de sol para no llamar la atención. Pero, por desgracia, solo conseguían el efecto contrario. La mujer los miró como si de repente se encontrara ante unas taciturnas estrellas de cine.

—Querríamos dos habitaciones dobles para esta noche —dijo Gabriel con formalidad mientras le ofrecía una tarjeta de crédito a la mujer.

—¿Aquí? —preguntó Denise, incrédula; pero inmediatamente se dio cuenta de que esa no era una buena actitud para su negocio y soltó una risita nerviosa—. Es que no viene mucha gente en esta época del año. ¿Viaje de negocios?

—No, solo estamos de paso —se apresuró a responder Gabriel.

—Querríamos ir a visitar la abadía de María Inmaculada —dijo Ivy—. ¿Está muy lejos para ir a pie?

Denise arrugó la nariz.

—¿Ese viejo lugar? —preguntó con desdén—. Me pone los pelos de punta: hace mucho tiempo que nadie va allí. Pero no está lejos. Queda al otro lado de la autopista, un poco más adelante, por un camino de tierra. Desde la carretera no se ve porque la ocultan los árboles.

Mientras hablaba, no dejaba de observar a Ivy con expresión de envidia. Intenté imaginar cómo debía de verse todo desde su punto de vista. La dorada melena de Ivy le llegaba a la mitad de la espalda, su rostro resplandecía a pesar de la seriedad de su expresión, su piel era inmaculada y sus facciones casi no se movían cuando hablaba: era como una asombrosa visión a punto de desvanecerse si uno se acercaba demasiado. Denise se giró hacia Gabriel y habló con cierta amargura en el tono:

—Bueno, ¿querrá una suite de luna de miel para usted y su esposa?

Oí que Molly, en el sofá, ahogaba una carcajada, y supe que se estaba preguntando qué era lo que en ese motel se consideraba una «suite de luna de miel», visto que el lugar no era mejor que un cobertizo para las herramientas.

—La verdad es que no estamos… —empezó a decir Gabriel, pero en cuanto vio el brillo de esperanza en los ojos de Denise se calló. Lo último que necesitaba era perder el tiempo manejando las torpes insinuaciones de una mujer caprichosa—. Una habitación normal será suficiente.

—¿Y para ustedes dos? —preguntó Denise, dirigiéndose a Xavier y a Molly.

—¡Eh! —exclamó Molly—. No pienso compartir habitación con él.

Denise dirigió a Xavier una mirada de comprensión.

—¿Una riña de enamorados? —preguntó—. No se preocupe, querido, son las hormonas. Ya pasará.

—Es él quien está atacado por las hormonas —replicó Molly—. Está de un humor de perros.

—¿Necesitan algún servicio extra? —inquirió Denise—. ¿Toallas, champú, conexión de Internet?

—¿Qué tal una mordaza? —farfulló Xavier, mirando mal a Molly.

—Ah, qué comentario tan adulto el tuyo —repuso ella con aspereza.

—No pienso discutir mi madurez con una niña que cree que África es un país —replicó Xavier.

—Lo es —insistió Molly—. Como Australia.

—La palabra que estás buscando es «continente».

—Si decís una palabra más… —advirtió Ivy.

Denise meneó la cabeza, divertida.

—No volvería a la adolescencia ni por todo el dinero del mundo.

Intentaba suavizar un poco los ánimos, pero recibió una mirada vacía por toda respuesta. En lugar de reducir la tensión o de que, por lo menos, alguien expresara un sentimiento normal de exasperación, cansancio o irritación, ese comentario no provocó más que la indiferencia de todos. Estaban demasiado ocupados con sus propios pensamientos para prestar mucha atención.

—Bueno, que disfruten de su estancia.

Gabriel fue a coger las llaves y la tarjeta de crédito que Denise le ofrecía y al hacerlo le rozó los dedos por casualidad. Vi que ella se estremecía con ese contacto y que, sin querer, se inclinaba un poco hacia él. La mujer se cubrió la boca con una mano y levantó la mirada hacia los plateados ojos de Gabriel. Él se apartó un mechón de pelo dorado que le había caído sobre los ojos y dio un paso atrás.

—Gracias —dijo con educación mientras se alejaba por el vestíbulo.

Ivy lo acompañó, deslizándose sobre el suelo como si fuera un hada, y Xavier y Molly los siguieron sin decir palabra.

Al lado del hotel había un restaurante. Puesto que ya era casi la hora de cenar, los cuatro se dirigieron allí. El comedor estaba prácticamente vacío: allí se encontraban un camionero solitario sentado en una esquina y una arisca camarera que masticaba chicle mientras limpiaba el mostrador. Los dos levantaron la cabeza, sorprendidos, al oír que la puerta se abría. Gabriel y los demás entraron. El camionero no pareció muy interesado en ellos, demasiado agotado para hacer el esfuerzo de observarlos, pero la camarera pasó de la sorpresa a la irritación por tener que atender a otros clientes. Estaba claro que, al igual que Denise, no estaba acostumbrada a tener que dedicar su tiempo a nadie.

Observé el local: era sencillo, pero estaba limpio y resultaba acogedor. Una barra ocupaba una de las paredes y delante de ella había varios taburetes redondos de asiento acolchado. El suelo era de linóleo blanco y negro y los asientos estaban tapizados de plástico color burdeos. En la pared posterior a la barra había una ampliación de Elvis Presley que lo mostraba con una expresión pícara en la mirada y el cuello de la camisa levantado. La pared de enfrente estaba cubierta de un collage de recortes de periódico relacionados con las noticias de Fairhope. Los cuatro se sentaron a la mesa que quedaba más alejada del camionero y de la barra, para que nadie pudiera oír su conversación.

—Bueno, ¿me vais a decir qué es lo que sucede? —preguntó Xavier de inmediato.

—Miguel no nos contó gran cosa —suspiró Ivy—. Vamos un poco a ciegas, así que ahora necesitamos pensar con calma.

—En ese convento hay algo —dijo Gabriel, casi para sí mismo—. Algo que está esperando que lo encontremos. Él no nos hubiera hecho venir hasta aquí si no fuera una pista segura.

—¿Estás diciendo que podría tratarse de… —Xavier dudó un momento y, bajando la voz, continuó—:… de un portal?

—Aunque lo fuera, no podríamos abrirlo sin un de… —Gabriel se interrumpió y miró furtivamente a su alrededor. Pero la camarera estaba hablando con un amigo por teléfono, así que continuó—… sin un demonio. Ellos son los únicos que saben cómo atravesarlo.

—Pero ¿vamos a ir a la abadía esta noche? —preguntó Molly, en un tono que parecía sacado de un diálogo de película de espías.

Estaba claro que se sentía un poco relegada, y que quería formar parte de la conversación de alguna forma, por absurda que esta fuera. Xavier puso los ojos en blanco al oírla, pero me di cuenta de que no quería entrar en combate otra vez.

—Iremos cuando haya anochecido —contestó Ivy—. No puede vernos nadie.

—¿No es un poco escalofriante ir de noche?

—Puedes quedarte en el motel —repuso mi hermana con tranquilidad—. Aunque probablemente el convento sea menos espeluznante.

—Por favor, ¿podemos no desviarnos del tema? —Xavier empezaba a exasperarse—. Todavía no me habéis contado qué ha dicho el tipo de la gasolinera. —Se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre la mesa—. ¿Qué quería decir con lo de la tormenta de relámpagos?

Ivy y Gabriel se miraron.

—Quizá no sea el mejor momento de hablar de eso —dijo Ivy, dirigiendo una significativa mirada hacia Molly—. De hecho, será mejor que los dos os quedéis en el motel esta noche. Dejad que Gabriel y yo nos encarguemos de este asunto.

—No pienso quedarme aquí —replicó Xavier—. ¿Qué esconden?

—Por mí no os preocupéis —dijo Molly. Nunca antes la había oído hablar con tanto sentido práctico—. Ya he tenido bastante rollo sobrenatural por ahora. Me las apañaré sola.

Gabriel puso ambas manos sobre la mesa y los miró a los dos con expresión precavida.

—Esto es algo con lo que ninguno de los dos os habéis encontrado nunca.

—Gabe… —empezó Xavier con seriedad—. Sé que estás preocupado, pero ahora estamos juntos en esto. Tienes que confiar en mí… —y, mirando de reojo a Molly, rectificó—: en nosotros.

—De acuerdo —aceptó Gabriel, en voz baja—. La tormenta eléctrica, los aullidos, los arañazos en el porche… todo apunta a una cosa.

—Ningún ser humano puede infligir ese tipo de daños —aclaró Ivy con gravedad—. Estamos hablando de unas monjas que han dedicado su vida a servir a Dios. Pensadlo, ¿qué es lo que podría empujar a esas mujeres a encerrarse y apartarse del mundo? ¿Qué sería, para ellas, lo peor que uno se podría imaginar?

Molly se quedó sin saber qué decir, pero Xavier no paraba de darle vueltas a la cabeza. Finalmente, cuando las piezas del rompecabezas encajaron, abrió con asombro sus ojos color turquesa y dijo:

—No. ¿De verdad?

—Eso parece —contestó Gabriel.

—Entonces sí nos hemos encontrado con eso antes —repuso Xavier—. ¿No es exactamente lo que hicimos el año pasado?

Gabriel negó con la cabeza.

—Aquello no fue nada comparado con esto. El año pasado se trataba solo de espíritus que tenían una capacidad temporal de hacer daño. Pero esto va en serio, y es cien veces más fuerte… y más maligno.

—¿Puede alguien, por favor, decirme de qué estáis hablando? —pidió Molly, que estaba harta de que la trataran como si fuera invisible.

Gabriel soltó un profundo suspiro.

—Nos enfrentamos a un caso de posesión demoníaca. Espero que estéis preparados.

Un denso silencio se hizo entre los cuatro. Solamente se oía el repiquetear del lápiz de la camarera contra el bloc: estaba esperando para tomarles nota.

—¿Qué les sirvo? —preguntó.

La camarera era guapa de una forma un poco sosa, con el cabello lacio y un trasero demasiado grande. Por la expresión de su cara estaba claro que soñaba con una vida más sofisticada que pasarse las horas en un restaurante de mala muerte sin otra cosa que hacer que observar el tráfico de la carretera.

El sombrío estado de ánimo de mi familia no mejoraba, y la camarera arqueó las cejas con impaciencia. Molly fue la primera en regresar a la realidad y esbozó una sonrisa forzada:

—Yo quiero pollo frito y una coca-cola light —dijo en tono meloso—. ¿Me puedes traer ketchup?

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