Hades

Hades


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—Mira que eres rara —dije yo. Ella se encogió de hombros y agitó una mano despectivamente hacia la puerta. Supuse que no se había puesto el calzado más apropiado.

Eden sacó un par de guantes de goma de un bolsillo mientras yo me abría paso dando una patada a la puerta. Cuando la vaharada de olor nos envolvió, ella arrugó levísimamente la nariz. Encendió las luces y cruzó directamente el vestíbulo, el salón y la cocina como si conociese la casa. Yo entré, estupefacto y perplejo, y me detuve detrás de ella. Eden se había parado para levantar la vista y contemplar el cuerpo sin vida de Ronnie Sampson, colgando del techo con la cara de un color azul verdoso y el rostro hinchado. Desde donde me encontraba pude ver las piernas inertes de una niña y salpicaduras de sangre en la pared de la habitación de al lado. El olor no había podido escapar de las habitaciones, cerradas a cal y canto. Predominaba el olor animal de la orina. En la mesa había un arma de fuego. Y un cuenco de cereales medio vacío, con la leche cortada y llena de grumos.

Eden rodeó el cadáver del hombre y le levantó la sucia camisa de algodón por la espalda. El cuerpo se meció suavemente, colgado de una correa de nailon enganchada a un ventilador de techo. Eden recorrió con los dedos la cicatriz curva que señalaba el lugar por el que al señor Sampson le habían extraído el riñón enfermo y se lo habían cambiado por uno nuevo, un tajo burdamente cosido a lo largo de la curva carnosa de la cadera derecha.

—¿Ves alguna nota? —me preguntó ella. Yo miré a mi alrededor. En la puerta de la nevera había unas facturas sujetas con imanes que ya nunca se pagarían. Encima de la mesa, al lado del cuenco de cereales, había una cartulina de color naranja con las palabras «Alumno de la semana» impresas y unas estrellas doradas.

No había ninguna nota. Entré en el dormitorio y miré los cadáveres de la madre y de la hija. La señora Sampson había abrazado a la niña como si supiera lo que iba a pasar.

—¿No hay ninguna nota?

—No.

Eden se acercó a las ventanas, una larga franja de lamas detrás de la cual estaba el jardín, poblado de malas hierbas. Se quedó casi totalmente inmóvil, respirando nada más. Abrió las manos y se miró las palmas como si fuese la primera vez que las veía.

Yo la observé. Traté de olvidarme de todo lo demás y pestañeé queriendo borrar de mi retina los cuerpos sin vida de la madre y la hija para centrarme únicamente en la imagen de mi compañera. Hay cosas que sabemos que nunca podremos obviar, negar. En este trabajo no se habla de ellas ni se piensa en ellas. Las vas guardando con cuidado, deliberadamente, hasta que te jubilas del Cuerpo, momento en el cual tienes todo el derecho a (no, se espera de ti) que se te vaya la olla por completo y te conviertas en uno de esos viejos espantosos e implacables a los que no soporta nadie. Me pregunté sin mucho afán si esas eran las cosas que alimentaban mi extraña renuencia a llenar mi vida de personas. Que explicaban mi manera de apartar a las mujeres y sus sueños de tener bebés. No deseaba ver sus rostros allí. En mis sueños. Era más fácil si solamente estábamos los desconocidos y yo.

Se oyeron unas sirenas en lo alto de la cuesta. Por las ventanas de la fachada principal vi que llegaban camionetas de la prensa, que habían captado la llamada con sus escáneres.

Eden se reunió conmigo en la puerta de la habitación de la niña. Contempló los cuerpos, las manchas de sangre como chispas de fuegos artificiales, salpicadas por la colcha, las paredes, los juguetes. Me estremecí, temblando de la cabeza a los pies, y ella arrugó los labios y movió la cabeza afirmativamente como si estuviera conmigo.

—Bueno, lo de la fiesta esa… —dije, siguiéndola al exterior, al encuentro de las furgonetas—. ¿Tengo que llevar algo?

 

Acabé llevando dos bolsas de Doritos y una salsa, después de recorrerme el pasillo de los aperitivos durante un buen cuarto de hora analizando las implicaciones de las diferentes opciones. Evité todo lo que llevara la etiqueta de «light», «integral», «decadente» o «sensual». Habiendo acotado el espectro a «clásico», «crujiente» y «salado», agarré lo primero que cayó en mis manos.

Eden abrió la puerta de su apartamento y me dedicó una de esas sonrisas que hacían que pareciera que la estaban pellizcando en alguna parte que yo no podía ver. Sonaba música, y dos integrantes de la panda de búhos estaban apoyados en el respaldo del sofá, demasiado inhibidos para sentarse.

—Qué guapa —le dije a Eden. Ella frunció el ceño, incómoda. Pero era verdad. Se había dejado el pelo suelto y le caía totalmente liso sobre los hombros y la frente. Ojos enfadados, pero desamparados a la vez. La única concesión al tema de la velada era una insignia de los Bulldogs en el cuello de la camiseta negra y ajustada. Yo me sentí tonto al instante con mi camiseta de los Blues3. Ninguno de los búhos llevaba los colores de ningún equipo.

—¿Tienes una neverita preparada? —le pregunté, y levanté en vilo el pack  de seis latas. Ella me acompañó hasta el gigantesco frigorífico de acero inoxidable, al fondo de su cocina. No era precisamente una neverita, pero serviría igual.

—Los forenses han confirmado que el caso Sampson fue asesinato y suicidio —me dijo, cogiendo las latas de cerveza—. Aunque no dejó ninguna nota, en el teléfono móvil de Ronnie Sampson encontraron varias llamadas realizadas desde cabinas públicas, que terminaron el día que se borró de la lista de espera de trasplantes. Y un experto ha informado de que las cicatrices de su trasplante coinciden con el estilo de los cadáveres que encontramos en la bahía Watsons.

—¿El estilo?

—Sí, al parecer cada cirujano tiene su estilo propio. Unos sajan por aquí, otros sajan por allá. Unos son limpios, otros no. Ni idea. A mí no me preguntes, yo no soy curandera.

—Entonces, alguien contactó con Sampson y este accedió al trato, y luego las noticias de la tele le pusieron los pelos de punta. Y optó por largarse y llevarse a la familia con él antes de que apareciésemos en su puerta.

—Es lo que parece.

—Menudo imbécil.

—Mañana por la mañana daremos una rueda de prensa, así que no te cojas una curda.

—¿Y cómo te vas a aprovechar de mí en el sofá cuando se hayan ido todos si no estoy borracho? —pregunté yo.

—Nadie se va a aprovechar de ti —suspiró—. ¿Quieres ayudarme con esto, por favor?

Estaba rellenando unos cuencos de gruesa porcelana negra con cosas para picar, en la encimera de la cocina, cuando Eric entró desde el balcón con una copa de vino tinto en la mano. Llevaba una camisa de cuadritos de color negro y azul oscuro, con efecto relieve. Me sonrió y cogió una patata de uno de mis cuencos.

—Me gusta la camiseta —dijo, y mordió la patata—. Parece que estás a punto de coger un botellín y zurrarle a tu mujer.

—Me gusta la camisa. —Señalé su pecho con un movimiento de la cabeza—. Parece que estás a punto de que te hagan la pedicura y te depilen las cejas.

—Basta —nos espetó Eden—. Uno de los dos, que vaya a abrir la puerta. Tengo las manos ocupadas.

Eric me miró de soslayo y se fue a la entrada. Me fijé en que Eden había quitado algunos cuadros. En los que había dejado no aparecía ninguna figura, solo paisajes tenebrosos y casas a oscuras en lo profundo de alguna selva. Había sustituido la violenta escultura de los guerreros por un jarrón con motivos florales. Me di cuenta de que había retirado otros objetos, cosas pequeñas como libretas, montones de papeles, baratijas y fotos.

Más allá de la barandilla del balcón caía la noche. Una tonalidad morada oscura se había apoderado del horizonte. Me bebí rápidamente las dos primeras cervezas. Eden evitó participar en las conversaciones de los que estaban cerca del televisor, haciendo el papel de anfitriona superocupada, aunque a mí me pareció que simplemente estaba buscando cosas que hacer. Algunas de las investigadoras policiales se reunieron en la cocina y se pusieron a cuchichear. Ella no se unió al grupito.

Había algo que me resultaba falso en los gestos y en las voces de los invitados. Miradas nerviosas, risas estridentes. La gente miraba discretamente la hora en sus relojes de pulsera. Eric se paseaba por el piso como un vigilante penitenciario, disfrutando con aire de suficiencia de la compañía de sus presos.

—Déjame que haga algo —le dije a Eden, que sudaba la gota gorda con una bandeja de pastelitos—. No te estás divirtiendo nada.

—Es que no quiero divertirme.

—Ya hay suficiente comida. —Le aparté las manos de otra bolsa de patatas—. Se van a echar a perder.

Ella liberó sus manos de las mías y se sujetó detrás de la oreja un mechón de su sedoso pelo negro. En la otra punta del salón, Eric tiraba cacahuetes al aire y los cogía con la boca.

—No me… gusta esto.

Esperé a que continuara hablando. Ella se frotó una por una las uñas de una mano, como si estuviera sacándoles brillo. Entonces dijo:

—Cuando dispararon a Doyle, se pasaban por aquí. No faltó ninguno. Hablaban, me preguntaban, echaban una mano y me daban apoyo. Me traían platos precocinados y pelis cómicas, por el amor de Dios. Yo no quería verlos aquí. No quiero que nadie venga aquí. Es mi casa.

—Todo el mundo tiene secretos —intervine.

Ella me miró con cautela. Yo esperé. No picó.

—Yo no soy tan sociable como Eric. No es por ofenderte, pero después del funeral de Doyle me lo pasaba bien trabajando sola. Sabía que tarde o temprano vendría alguien a sustituirle, pero me sentí aliviada durante un tiempo. Por no tener que participar en el juego.

—¿Y a qué juego estás jugando conmigo, Eden? —le pregunté, y la observé mientras daba un sorbo a mi cerveza.

Ella no contestó. Estaba a punto de acercarme para soltárselo, para decirle que sabía que había algo raro en ella y en Eric y para preguntarle por los nombres que llevaba en la cartera y por la fotografía que estaba seguro de haber visto en algún periódico o en algún póster de «Se busca». Pero Eric derribó un vaso alto de cerveza que se estampó ruidosamente en el cristal de la mesa baja. Cuando Eden lo recogió todo y regresó a la cocina, de nuevo se obsesionó con sacar más comida.

—¿Tú has comido algo? —pregunté.

—Comí antes de que llegarais.

Me apoyé en la encimera y levanté la cobertura de uno de los pastelitos rellenos. Ella dejó de trajinar, y, mirando nerviosa a los invitados, dio un sorbito a su vino.

—Mira —le dije—, te voy a preparar un plato especial al estilo Frank Bennett.

Quité la cobertura de otro pastelito humeante y le metí dentro una loncha de queso. Mientras me observaba, eché delicadamente encima del queso un chorro de salsa de tomate y volví a taparlo.

—Así no se comen estos pastelitos rellenos —dijo ella, y me lo quitó de las manos.

—Ah, ¿conque resulta que hay reglas? —pregunté, y me hice uno para mí.

—Para ya. Estás poniendo en peligro la integridad del pastelito al abrirlo. —Sonrió un poco—. La salsa se vierte por encima. Y meter queso en un pastelito relleno es antiaustraliano.

—¿Quién es el que lleva la camiseta de los Blues? A mí tú no me dices lo que es antiaustraliano y lo que no.

Eric apareció detrás de Eden y rozó con la mano su cadera como quien no quiere la cosa. Se miraron un instante. Eden cogió el móvil de la encimera y salió al balcón. Yo fingí que escuchaba a hurtadillas la conversación de las chicas, en el rincón. Eric probó los aperitivos que tenía delante, metiendo un mismo nacho en varias salsas, llenándolo todo de migas, mientras canturreaba en voz baja la melodía que se oía de fondo. Pensé en salir de la cocina, pero entonces se produjo una situación absurda de empate técnico: Eric dio un sorbito a su vino y se quedó mirándome, y yo abrí otra lata de cerveza y la levanté a modo de saludo. Permanecimos en tensión. Ninguno de los dos quería ser el que se alejase primero.

Dio comienzo el preámbulo informativo del partido. Uno de los búhos subió el volumen. Todo el mundo ocupó su sitio en el largo sofá de Eden. Empezaban a acumularse botellas vacías en las encimeras de la cocina y en los rincones, y las voces de los invitados se alzaron.

Eden apareció entre las puertas del balcón. Estaba hablando por teléfono, con la mirada en el horizonte. La observé mientras se deslizaba discretamente entre los invitados y rodeaba el sofá para dirigirse a la puerta de la casa. Se perdió de vista. Sin ella, el salón pareció tornarse más frío, como si se hubiesen dejado abierta una ventana.

Rompí el empate y salí al balcón. Eden seguía hablando por teléfono, en la esquina de la calle justo debajo de la luz anaranjada de una farola.

La voz de Eric a mis espaldas me sobresaltó.

—A lo mejor me equivoqué al pensar que eras un misógino, Frank —dijo—. Se te ve bastante encariñado con Eden.

No dije nada. Eden se paseaba junto a un saliente de piedra. Parecía frágil a la luz de la farola, fina y delgada como una araña.

—Solo que no te olvides de que al último que intentó tenerla de mascota le volaron la tapa de los sesos.

—¿Es que Doyle era sobreprotector con ella? —pregunté—. Me resulta chocante. Tú ya eres sobreprotector de sobra con todos los presentes en este piso.

—Doyle era un entrometido. Y posesivo. Ella es tu compañera de trabajo. Fuera del horario laboral, deja de ser tu compañera.

—Yo esperaba que fuese mi amiga. —Intenté disimular el odio que rezumaba mi voz, pero era como si lo llevase tatuado en la frente—. Pero tú de eso no debes de saber mucho, ¿no, Eric? Estás rodeado de personas que te tienen miedo.

—Si haces amistad con ella, provocarás un conflicto de intereses. Este trabajo consiste en ser imparcial. Si alguien la amenazase, tú tendrías que ser capaz de verla sufrir por la protección de otras personas.

—A lo mejor nosotros deberíamos ser compañeros. —Sonreí alegremente—. Me encantaría verte sufrir.

Él puso cara de despreciarme. Respiré hondo. Me había dejado llevar otra vez y había caído en las mezquindades de una rivalidad sin sentido.

Eric dirigió la vista hacia Eden.

—Vamos, idiota. —Indicó con la cabeza el interior del piso—. Te estás perdiendo el partido.

Le ignoré. Me acodé en la barandilla del balcón. Eden se había parado y tapaba con la mano el micrófono del teléfono como si ni siquiera la distancia entre la fiesta y la calle, entre el punto en el que se encontraba ella y el piso, fuese suficiente para estar segura de que nadie la estuviera oyendo. Terminó la llamada y se quedó mirando el teléfono en su mano unos segundos, con un gesto neutro de desapego, como cuando habíamos estado en el domicilio de los Sampson. Entonces levantó la vista y me vio, sorprendida, y, si no me equivocaba, un tanto enfadada. Incluso desde donde estaba, pude ver que los hombros se le tensaban en un acto reflejo. Me di la vuelta y atravesé las puertas del balcón para entrar en el salón. Por poco no me choqué con Eric. Él tenía el mismo gesto en la cara.

 

3 El equipo masculino de rugby de Nueva Gales del Sur, también conocido como «los Blues» debido a su equipación de color azul celeste. Compite anualmente contra el equipo vecino, Queensland, en el State of Origin,  consistente en tres partidos. Este campeonato se celebra desde 1982. (N. de la t.)

12

 

Jason llegó quince minutos antes. Siempre intentaba llegar con tiempo. Si se llega pronto a los sitios, se puede pillar desprevenida a la gente, se les puede esperar en el salón de su casa mientras ellos se arreglan, se puede echar un vistazo a las cosas que se han olvidado de guardar, leer sus cartas, hablar con sus hijos, jugar con su perro. Se llevó una decepción al ver que Sandra Turbot le estaba esperando detrás del vidrio esmerilado de la puerta principal de la vivienda. Había oído llegar su coche. Era una mujer menuda, de unos cuarenta y cinco años, encorvada como si hubiese pasado muchos años corriendo de un lado para otro como una hormiga, cargando con un peso enorme. Escudriñaba alrededor a través de unas gafas negras de montura gruesa que, probablemente, pensara que estaban de moda, pero que a él le recordaron a los políticos de los años 80 con sus trajes de chaqueta de color marrón. Mientras él subía los escalones del porche, la mujer le miraba muy seria. La gente nunca sonreía cuando llegaba él.

Apareció un señor. Jason sintió que le recorría por dentro una descarga de terror eléctrico, impulso acompañado inmediatamente por una ira que a punto estuvo de cegarle.

—¿Quién coño es este? —preguntó cuando Sandra abrió la puerta.

—Mi marido, Reg. Está al tanto. Ha estado enterado desde el primer momento. —Se encogió levemente de hombros, asustada—. El dinero es de él.

Jason suspiró y, apartándola al pasar, entró en la casa. El marido era otro ser encorvado y con los ojos como platos, con la coronilla calva, un afeitado apurado y un cuello correoso lleno de arrugas. Jason sabía de la existencia del marido, pero de alguna manera esperaba pillar a solas a la esposa. Disfrutaba viendo la tensión callada de las mujeres cuando están a solas, le encantaba sentir esa chispa de amenaza en el aire, percibir que los dos sabían muy bien qué podría hacer, de qué era capaz. Si hubiese querido infligirle algún daño a la Turbot, habría podido hacerlo con toda facilidad, pero el marido lo complicaba todo. En lugar de recurrir a la violencia, Jason se contentó con manifestar su decepción a base de suspiros y de poner cara de severidad.

Se acercó a la mesa del comedor y soltó sus pertenencias. Sandra y Reg le observaban. Empezó a sacar las cosas, organizándolas en montoncitos.

—Queremos saber más sobre el donante —dijo Reg.

Jason soltó otro suspiro, un suspiro largo y audible como un silbido, cerró los ojos y descolgó la cabeza. Cuando miró a Reg, este se estremeció ligeramente.

—Que te jodan —dijo Jason—. Que. Te. Jodan. Reg. No sé quién te dijo que tenías vela en este entierro, pero de lo que estoy seguro es de que no fui yo. Tu mujer y yo hemos hecho un trato. Ahora no hay vuelta atrás. Cierra tu puta boca y dile a tu zorra que venga a sentarse aquí.

Sandra pareció titubear entre su lealtad a uno y a otro. Finalmente, se acercó sin hacer ruido a la silla que Reg le indicó con la cabeza y tomó asiento.

—El donante —dijo Jason en tono despectivo—. Jesucristo, nuestro Señor. ¿A ti qué coño te importa quién es el donante? ¿Y si el donante era vecino tuyo, Reg? ¿O el cura de la parroquia? ¿O la mujer del alcalde? ¿Qué coño vas a hacer? Necesitáis este corazón, o Sandra morirá.

—Teníamos la impresión de que el donante sería alguien de… de una valía vital… de una valía apropiadamente inferior.

Jason meneó la cabeza y cogió un estetoscopio de la mesa. Se lo colocó en las orejas.

—Quítese la camiseta.

Sandra levantó la vista hacia él.

—Quítesela.

Lanzó una mirada a su marido, se estremeció y lentamente fue quitándose la prenda, moviéndose como si le doliera. Jason se puso delante de ella y se rio para sí al ver sus pechos marrones, regordetes, que acababan en las axilas formando rodetes de grasa.

—Tú querías un drogata. —Movió la cabeza afirmativamente y miró por encima del hombro a Reg—. Una prostituta o un violador. Por supuesto, tal vez habría podido optar por algo así, y de esa manera habrías podido pensar que eras cómplice de la muerte de un ser que se lo merecía o que probablemente iba a acabar matándose por puro egoísmo o por estupidez o por codicia. Lo que tú no entiendes, Reg, amigo mío, es que eso da igual.

Jason escribió algo en una carpeta de clip que tenía en la mesa. Auscultó la espalda de Sandra, cronometró con su reloj de pulsera los latidos irregulares, no del todo firmes, de su corazón.

—Pues claro que no da igual —repuso Reg, irritado—. No somos… nosotros no somos… animales.

—Eso es justamente lo que sois —dijo Jason, y suspiró. Sacó una jeringuilla de un estuche y le quitó el capuchón de plástico—. Sois animales. ¿O crees que por ponerte corbata, enfundarte unos zapatos italianos de piel y andar con tu culo gordo hasta tu coche de gama alta cada mañana ya no eres un animal? ¿Crees que como escuchas al puto Chopin ya no eres un animal? —Se echó a reír. Los Turbot escuchaban rígidos como si fuesen dos piedras, con la mirada clavada en el rostro del doctor. Un perro ladraba en el patio y arañaba la puerta mosquitera. Nadie movió un dedo para mandarle callar.

—Te lo voy a explicar con un ejemplo —dijo Jason, blandiendo la jeringuilla como para acentuar sus palabras—. Hará un par de años, iba camino del curro cuando el tren en el que iba atropelló a un hombre. Fue horroroso, imagínate. O sea, ahí estábamos, unas cincuenta personas o más en el vagón, todos apretujados, pecho contra pecho, ingle contra ingle, haciendo lo posible por ignorarnos y va alguien, seguramente un yonqui, alguien con una valía inferior, y decide tirarse delante del tren. Todos nos enteramos de lo que había pasado, aun estando en el vagón ocho. Porque un suceso semejante simplemente se sabe, ¿entiendes? Por la manera concreta en que se bloquean los frenos, seguido de una pausa y a continuación un «¡ponk!» poéticamente húmedo.

Sandra y Reg arrugaron la cara los dos a la vez. Jason asintió, mientras se disponía a extraerle sangre a Sandra.

—Así que cuando lo dijeron por la megafonía, como no podía ser de otro modo, todo el mundo se queda impactado. El sufrimiento del vagón es tan tangible que se podría haber embotellado y vendido en Hollywood. La gente se tapa la boca y dice cosas como «Dios mío» y echa la lagrimita. Hasta una mujer se puso a rezar. ¡Ja! El convoy está parado y avisan a Urgencias. Por supuesto, que nadie baje, porque hay cachitos del tío esparcidos por todas partes y tienen que hacer fotos y tienen que elaborar los informes. Pasa una hora. La gente empieza a conversar, ya sabes, como hablan las personas que no se conocen de nada. Todos empiezan a mirar la hora, suspiran, se mueven. No hay aire acondicionado. Pasa otra hora y la gente empieza a inquietarse. Aporrean las ventanillas para intentar hablar con los polis, para preguntarles para cuánto tienen. Sueltan tacos, hacen llamadas. Empiezan a discutir unos con otros, se ensimisman mientras se comen sus almuerzos empaquetados, sudan, se quitan algo de entre los dientes, charlan sobre lo que le pasa a esta sociedad. Estalla una bronca. Las mujeres lloran y los bebés berrean.

Jason puso sendos tapones en los viales de sangre y de plasma y los etiquetó, tras lo cual los introdujo en los orificios de unos soportes de cartón pluma. Anotó para Sandra una serie de recomendaciones relativas a la alimentación en un papel que dejó debajo del frutero del centro de la mesa.

—La gente se interesa el tiempo que sea socialmente adecuado —dijo por último—. Aman, odian, comparten, se sienten culpables el tiempo que les haga falta y ni un segundo más. Se puede desconectar cuando se quiera. Y se puede hacer de tal modo que no se sienta nada de nada. Eres un animal. Un Homo sapiens,  eso eres. El primate más evolucionado de la familia de los homínidos. El sentimiento de culpa no está en tu naturaleza, Reg. No está en tu ADN. Nunca lo estuvo y nunca lo estará.

El doctor volvió a guardar todo su instrumental y se colgó la bolsa del hombro. Miró la hora en su reloj de pulsera y anotó la fecha.

—La veo dentro de dos días —dijo, mirando a Sandra a los ojos, ignorando al marido—. Y espero que esté sola.

 

 

Estaba demasiado viejo para ellos. Ese fue el argumento para mandarlos al colegio cuando el niño tenía trece años y la niña once. Estaba demasiado viejo para equiparlos para un mundo de amigos que él no podía escoger y de empleos que él no entendía, para un mundo del que no podía protegerlos. Eso se dijo a sí mismo, pero aun así sufrió cuando Eden le imploró que cambiase de idea y Eric reaccionó con un ataque de ira. No podían vivir y aprender eternamente con él en el vertedero. Necesitarían vivir en el mundo real, aunque eso significase hacerse pasar por algo que no eran.

Les explicó que los niños normales tenían que escolarizarse. Sin embargo, una voz acallada desde hacía mucho tiempo en algún rincón de su mente le susurraba que les podría venir bien para corregir ciertas conductas extrañas. Relacionarse con otros niños de su edad podría influirles para que dejasen de escabullirse por las noches y de pasearse por el campo de madrugada. Podría servir para que dejasen de hablar de justicia. Podría ayudar a que dejasen de hacer daño y odiar y tramar cosas.

El viejo se pasó semanas esperando ansioso cada tarde sentado a la mesa de la cocina a que los niños volviesen del colegio, para a continuación sufrir en silencio viendo que Eden le ignoraba al entrar en la casa y que Eric entraba hecho una furia y estampaba la mochila contra la pared de la cocina.

Los profesores le dijeron que eran dos niños brillantes, reflexivos y en ocasiones casi beligerantes con sus tareas. Sus libros estaban inmaculados. Los trabajos que tenían que hacer superaban con creces cualquier expectativa. Eden batía todos los récords en la pista de atletismo. A Eric le invitaron a representar al colegio en los campeonatos de boxeo a escala nacional, pero declinó la invitación.

Hades estaba encantado.

Sin embargo, a pesar de estos triunfos, también eran irascibles e introvertidos y tenían envidia de los otros niños. Eden pasaba los ratos del almuerzo en la biblioteca. Eric los pasaba buscando pelea. Hades conservaba la esperanza de que algún día las cosas cambiasen.

Transcurrió un año, y luego dos. Aunque continuó recibiendo informes sobre la escasa implicación emocional de los niños, el estado de ánimo de los dos mejoró. Eden le daba un beso en la cabeza cuando entraba en casa. Eric se sentaba y le quitaba el periódico de las manos. Y aunque Eric por su parte seguía sin mezclarse con los demás, un día Hades oyó hablar a Eden de una tal Rachel o Rebecca o algo parecido, una amiga que le había enseñado a hacer pulseritas con gomas de colores. Eric odiaba a esa niña, decía que era una foca y una fracasada, que ni siquiera tenía huevos para levantar la mano en clase. Hades dio por hecho que no serían más que celos. Eden tenía una amiga, aunque fuese una chica tímida y con sobrepeso que se pasaba la vida en la biblioteca con ella, y si conservaba las esperanzas el tiempo suficiente, Hades supuso que Eric también podría tener un amigo, algún otro carnero superseguro de sí mismo y con temperamento irascible con el que entrechocar la cornamenta.

Al viejo le parecía que las cosas no iban tan mal.

No lo vio venir.

Hades creyó que quien estaba en su puerta sería un cliente. La forma en que las pisadas se acercaron, con esa urgencia apenas contenida de los asesinos necesitados de ayuda, le recordó la gran cantidad de clientes desesperados que se habían presentado ante su puerta. Un asalto sale mal y un empleado resulta abatido. O se desata una rencilla entre bandas de traficantes y un cabecilla acaba ejecutado. Aparecían allí unas veces hombres, otras adolescentes, salpicados de sangre y con los ojos abiertos como platos. «Hades, ayúdame. He cometido un error. He cometido un error terrible».

Cuando el viejo levantó la vista del periódico y vio a Eden de pie delante de él en ese estado, se le atragantó el whisky. La chica cruzó el umbral con paso vacilante, y con las manos manchadas de sangre se apartó de las sienes los cabellos empapados de sudor. Tenía la mirada desencajada. Hades se levantó de la silla como alelado.

—Hades —dijo ella, en voz baja—. Hemos cometido un error.

Todavía llevaba puesto el uniforme del colegio. No era habitual que los chicos volviesen a casa tarde del cole sin darle una explicación. Hades supuso que habrían decidido volver andando bajo la lluvia. Que llegarían calados, muertos de risa, peleándose y dándose empujones contra las paredes. La lluvia despertaba el animal que llevaban dentro.

Pero en ese momento quien le miraba era un animal totalmente diferente.

—¿Qué ha pasado?

—Hemos…

Se quedó sin palabras. Eden nunca se quedaba sin palabras.

—¿De quién es esa sangre?

Ella retrocedió hacia la puerta con semblante de súplica. Hades cogió su chaqueta de la silla y salió corriendo detrás de ella.

Su cuerpo, delgado como el alambre, desapareció en la oscuridad, escurridiza como una gata. Pero no importaba. Hades sabía adónde se dirigía. Corrió bajo la lluvia sin ver nada. Las luces del taller brillaban en medio de la penumbra. Al correr, sus viejos huesos hacían que todo a su alrededor diera botes. El rectángulo de luz dorada se le aproximaba demasiado deprisa.

La escena habría podido parecer un montaje a ojos de un novato en el arte de matar. Eric estaba de pie junto a la mesa de trabajo con uno de los mandiles de hule de Hades y una larga sierra de arco en la mano. Encima de la mesa había un hombre tumbado al que le faltaban las piernas desde la altura de las rodillas. Unos finos regueros de sangre, que parecían tinta roja, goteaban desde el borde de la mesa y dibujaban vetas de mármol en el suelo de cemento.

Había un montón de cosas mal en la escena. El asesino era un menor. A su lado, una niña empapada de sangre se acercaba al centro de la escena con sentimiento de culpa.

—Te dije que no fueses a buscarle —gruñó Eric.

—¿Qué habéis hecho? —Hades se pasó una mano por el pelo. Miró fijamente al chico—. ¿Qué habéis hecho?

Los niños no decían nada. Hades, absurdamente, se acercó para palparle el cuello al cadáver en busca de pulso.

—Hades —dijo Eric con un suspiro, como preparando el tono de voz que usaba para argumentar algo—. Mira…

—No —lo interrumpió Hades bruscamente—. Tú. Quiero que me lo cuentes tú—. dijo, señalando a Eden con su dedo ancho y grueso.

La niña se revolvió inquieta, como incapaz de decidir dónde detener la mirada. Esa mañana se había recogido la larga melena negra en una trenza. Ahora la cogió con las dos manos y se puso a meter los dedos entre la trenza medio deshecha.

—Este es mi profesor —dijo en voz baja—. Mi profesor de Ciencias. Fue idea mía cogerle, no de Eric. Esperé al lado de la parada del autobús, bajo la lluvia. Sabía que pasaría con el coche. Se ofreció a acercarme. Le fui indicando para que me trajese aquí. No tendrías que haberte enterado, salvo porque… porque no podíamos moverle entero y la sierra no iba y…

—Fabuloso —dijo Hades entre dientes—. Esta sí que es buena. No habría tenido que enterarme. No habría tenido que enterarme de que habéis asesinado a alguien en mi taller.

La cólera que sentía le hacía temblar. Se dio cuenta de que se le había cerrado la garganta. Eric pasó un dedo por la hoja de la sierra, sin decir nada, con una expresión vacía en la mirada mientras sus uñas acariciaban los dientes ensangrentados de la herramienta. Entonces miró a Eden y ella suspiró y bajó los hombros.

—Me lo encontré con Renee —dijo, sacudiendo levemente la cabeza para señalar el cadáver.

Hades intentó respirar lentamente.

—¿Quién?

—Renee. Mi amiga. Renee.

—No es tu amiga —dijo Eric.

—¡Chitón! —le espetó Hades—. ¿Qué es eso de que te lo encontraste con ella? ¿Qué estaban haciendo?

Se hizo un silencio. Eden se humedeció los labios.

—No estarían… —empezó a decir Hades.

—Ella me lo contó todo —murmuró Eden—. Me dijo que lo hacían todo el rato dentro del armario de la sala de Plástica cuando todo el mundo estaba con el almuerzo. Está al fondo del pasillo y se puede cerrar con pestillo por dentro. A ella no le gustaba. Me contó que no sabía cómo había empezado todo, pero que quería parar.

Las palabras le salieron sin que pudiera contenerlas. Sus manos levantaron la tela de su falda y la retorcieron.

—Me explicó que si yo decía que también me estaba ocurriendo a mí, entonces igual podíamos hacer algo entre las dos para terminar con ello. Le daba miedo ir sola.

Hades esperó a que remitieran los temblores que tenía, pero no hubo forma. Se preguntó a sí mismo si se había esperado esto. Se dio cuenta de que sí, de que el temor que estaba experimentando era un sentimiento que llevaba mucho tiempo desoyendo y a la vez anticipando. Había sabido que pasaría esto. Lo había visto en la mirada de los chicos, lo había percibido en sus cuchicheos.

—Este hombre era un monstruo, Hades —dijo Eric—. Merecía morir. Es lo que había que hacer. Justicia.

El viejo se secó los ojos con un pañuelo y contempló el cadáver tendido encima de la mesa. Habían cometido un error de aficionados. Los chicos no habían pensado en el problema de la sangre que lo mancharía todo ni en la dureza de los huesos, en que la sierra resbalaría y no habría manera de que cortase. El cadáver de un adulto requería una sierra de dientes largos. Los cortes en sección deberían incluir parte de cartílago, no tratar de seccionar por la mitad del muslo.

—Fuera. Los dos. Fuera de aquí —dijo el viejo.

—Era una mala bestia. —Eric arrugó la frente. La confusión y la ira se mezclaban en su semblante—. Era un bicho, Hades. Tú no lo compren…

—No sabéis lo que hacéis —replicó Hades jadeando con la mandíbula apretada—. Sois unos críos. No es asunto vuestro decidir quién debe vivir y quién no.

Eric soltó la sierra. Esta cayó estrepitosamente al suelo de cemento. Eden se había abrazado a sí misma y volvió la cara para mirarlos a los dos por encima del hombro como si no pudiese soportar hacerlo de frente. El chico rodeó la mesa y se detuvo un instante en la puerta, delante de la cortina de lluvia de la noche.

—Nosotros nunca fuimos críos —dijo, y se marchó.

 

13

 

No le daba nada de comer. Mientras caía la noche, Martina, tumbada en su jaula, pensaba en secuestros, esclavas sexuales y torturas, y concluyó que si el hombre tenía pensado retenerla durante un período largo de tiempo, tendría que darle de comer. Desde la última vez que le había visto, calculaba que había transcurrido un día entero. Se sentó de espaldas a la puerta abierta, pues no quería ver la mesa de acero ni dejar que su mente se poblara de imágenes de hojas de cuchillos, órganos palpitantes, charcos de sangre y sus propios alaridos.

Fuera lo que fuera lo que planeaba hacer con ella, ocurriría en breve. Antes de que diera tiempo a que muriera de inanición. Sería cuestión de horas, no de días. Si quería vivir, iba a tener que salir de allí antes de que el hombre regresara. Quería vivir. Quería vivir como nunca lo había deseado.

Durante las largas horas transcurridas en la gélida oscuridad, Martina tuvo tiempo de reflexionar sobre cómo se tomarían su muerte las personas que dejaría atrás. Pensó que era una suerte que fuese huérfana. Había un puñado de exnovios que sentirían una punzada de remordimientos y un puñado de amigos que llorarían desconsolados, pero, sentada allí, totalmente a oscuras, sin nada en su vida a lo que aferrarse, Martina Ducote comprendió que su desaparición de este mundo sería como una insignificante arruga en la superficie de un vasto océano. Se le dedicaría algún homenaje en Facebook y pondrían flores delante de la cancela de su bloque de pisos, habría discursos y lágrimas y abrazos en alguna iglesia, en alguna parte. Pero luego esas cosas pasan. Esas cosas se diluyen. Si alguna vez alguien averiguaba quién le hizo esto, pasaría a la posteridad únicamente como un nombre más dentro de una lista, dentro de un libro de historias reales de crímenes, si tenía esa suerte. Y si no, a la hemeroteca.

Insignificante. Allí no aparecía nadie.

Envuelta en la tenue luz azulada del amanecer, Martina se dio cuenta de que no podía confiar en que alguien fuese a buscarla, a encontrarla, a salvarla. Si quería vivir, iba a tener que ser gracias a su esfuerzo y nada más.

Tenía tanta hambre que no era capaz de dormir ni de tumbarse sin moverse, de modo que se puso a recorrer a gatas toda la jaula en busca de algún punto flaco. La plataforma era de hierro y estaba soldada a los barrotes, y el candado que había en la puerta pesaba como un kilo. Sacó las piernas por los barrotes y trató de desplazar la jaula, pero tenía que hacerlo en una postura tan extraña que todos sus esfuerzos resultaban inútiles.

Lloró y después se reprendió a sí misma, gruñendo, furiosa de ver lo fácil que se daba por vencida. Se secó las lágrimas y el sudor malgastados en vano que le empapaban las mejillas.

—Vale, vale —murmuró, y respiró hondo varias veces—. Hay solución. Siempre hay solución.

La pared más próxima a la jaula parecía de fibrocemento. Se preguntó si sería capaz de agujerearla golpeándola con los talones, de manera que abriese un boquete hacia el exterior de la casa por el cual podría gritar o hacer alguna señal. Martina se lanzó hacia el extremo de la jaula, de culo, y sacó las piernas por los barrotes para asestarle un fuerte golpe a la pared. Los tacones de sus zapatos no solo perforaron la uralita, sino que además la jaula misma se zarandeó ligeramente. Martina miró a su alrededor. ¿Cuánto pesaba la jaula?

Plantó con fuerza los pies en la pared, más lentamente esta vez, para comprobar cuánto impulso tendría que hacer para levantar la jaula sobre un lado. Asió los barrotes de encima de su cabeza y tiró con fuerza, y notó que la base de la jaula se levantaba levemente aun estando ella sentada encima.

—Venga —dijo, apretando tanto los dientes que le rechinaron—. Venga. Por favor. Por favor.

La jaula se ladeó. Martina se lanzó de espaldas con todas sus fuerzas contra la puerta de la jaula, y aplastó con la cadera el cuenco del agua, con gran dolor. Tosiendo y boqueando, rodó de lado para incorporarse hasta quedar a cuatro patas. Le temblaban los brazos y las piernas.

—Sí —dijo. Se estremeció—. Sí, sí, sí.

Se levantó con la espalda encorvada, los pies firmemente apoyados en el suelo entre los barrotes. Parecía que la jaula pesara una tonelada. Tiró de su propio cuerpo, en dirección opuesta a la pared, y consiguió desplazar la jaula apenas la longitud de un paso. Entonces aflojó, privada de aire y de fuerzas.

Al ir avanzando torpemente hacia la puerta con todo el peso de la jaula en el espinazo, empezó a divisar la primera mesa de operaciones. Vio el instrumental y los frascos de fármacos alineados en una vitrina y se detuvo, tras lo cual vomitó directamente en las manos.

 

Me sentí fatal por estar disfrutando de un cruasán relleno de crema de almendras habiendo tanto pirado y tanta muerte a mi alrededor. Eden se empeñó en que me terminase mi delicia de desayuno en el pasillo del hospital en el que estaba la habitación de Cameron Miller. Me miró con el ceño fruncido mientras yo, gimiendo de deleite, masticaba el bollo. El relleno de crema de almendras se deslizaba suavemente por mi boca. Le había ofrecido, pero no había querido. Ella se lo perdía.

Había estado rara, más de lo habitual, desde que la noche anterior había subido a su apartamento para regresar a la fiesta. Yo me había sentado a ver el resto del partido, mientras sopesaba los motivos por los que se habría puesto tan paranoica para atender una simple llamada telefónica. Las únicas personas que había conocido en mi vida que se alejaban para hablar por teléfono habían sido tíos que ponían los cuernos a sus parejas de manera compulsiva. Pero, por lo que pude ver, Eden estaba soltera y se negaba vehementemente a mirar o a buscar pareja.

Durante la rueda de prensa habíamos hecho público que nos enfrentábamos a una serie de callejones sin salida. Habíamos rastreado todas las llamadas hechas desde cabinas públicas al teléfono de Ronnie Sampson los días previos a su operación, pero no habíamos conseguido ninguna grabación de cámaras de seguridad en las que saliesen esas cabinas telefónicas, y había centenares de ellas por toda la ciudad. Las cajas de herramientas encontradas en la bahía no nos habían facilitado ningún dato concluyente sobre la identidad del asesino; habían sido adquiridas sin seguir ningún patrón evidente, en diferentes comercios y sin que hubiese quedado registrada la compra en ninguna cámara de seguridad ni en el recuerdo de ningún dependiente especialmente observador.

Habíamos identificado a Courtney Turner y a cuatro víctimas más, pero seguía habiendo dieciséis cadáveres sin nombre, de modo que teníamos las líneas colapsadas de llamadas realizadas desde Sídney hasta Madrid de personas que tenían algún hijo o hija desaparecido y que eran capaces de ubicar de cualquier manera imaginable a su ser querido en el lugar y el rango de horas indicado, deseosos de hacer cola para venir a verlos.

Habíamos intentado averiguar si había podido haber alguna filtración de la base de datos nacional de información sobre pacientes, lo que nos habría dado pistas sobre cómo el asesino había conseguido acceder a expedientes del sistema de salud pública, direcciones, fechas de nacimiento e historiales de tratamiento de las víctimas y de los receptores. Pero cualquier médico de atención primaria del país tenía o podía tener acceso a esa misma información desde el ordenador de su consulta. Además, no era posible hacer búsquedas de expedientes por nombre y apellido como cuando se buscaban los de presos. Estábamos trabajando con la hipótesis de que se hubiesen producido robos de fármacos en hospitales de Sídney, pero tanto los celadores como los enfermeros y los propios médicos podían ser propensos a afanar algún que otro medicamento, y algunos hospitales nos estaban poniendo trabas para facilitarnos sus números.

Eden y yo habíamos acudido al hospital Prince of Wales en coche, sin hablar, con el peso de nuestro cometido agobiándonos como un calor insoportable.

La cama de Cameron Miller era la que estaba más cerca de la ventana, y desde ella podía disfrutar de las vistas a la arquitectura sin alma del hospital, un patio formado por paredes tachonadas de ventanas todas iguales, en las que se veía, asomados, a enfermos o a pacientes aquejados de traumatismos. Los tetrapléjicos podían ver a los enfermos de cáncer, al otro lado del gran espacio vacío, y preguntarse cómo sería eso de tener dolores. Los pacientes a su vez podían mirarlos a ellos e imaginar lo que sería no sentir nada. Ocupé mi posición, junto al alféizar, y el recuerdo de mi cruasán relleno de crema de almendras me hizo sentir aún más culpable.

El señor Miller estaba muriéndose de cáncer de páncreas. Llevaba así unos meses. Esa mañana habíamos recibido una llamada suya, para decirnos que quería hablar con nosotros. Él estaba todavía en la lista de espera de trasplantes. Eché una ojeada a su cuerpo anémico, desmadejado, medio hundido en la cama, y no hubiese apostado nada por sus probabilidades de éxito.

—Yo conocí a su asesino —anunció mientras Eden tomaba asiento. Se quedó petrificada, sentada ya en la silla roja de plástico, con las manos en los reposabrazos y la boca entreabierta, mientras trataba de poner las ideas en orden.

—¿Le conoció?

Yo sonreí, sorprendido, y me senté en la otra silla dejándome caer con todo el peso de mi cuerpo. Cameron tenía las mejillas tan chupadas que no hubiera sabido decir qué expresión lucía su cara. Con unos ojos en los que lo blanco estaba de color amarillento, miró un paquete de Pal Mal que había en la repisa de al lado de su cama. Lo cogí y saqué uno.

—Seguro que los enfermeros le echan la bronca por esto —murmuré mientras le encendía el cigarrillo.

—Que les den —gruñó Cameron.

Eden sacó su libreta y mandó un mensaje breve de texto a través de su teléfono móvil. Cameron Miller se tomó su tiempo, fumando lentamente. Su barba de dos días parecía azul a la luz gélida de la mañana.

—Llevo dos meses en la sección de enfermos críticos —empezó a explicar—. Me subieron de enfermos generales cuando terminaron de hacerme operaciones quirúrgicas experimentales. En todo este tiempo no he ido a cagar ni una sola vez por propia voluntad. El cáncer se me ha extendido al estómago, ya ven, así que tienen que darme de comer a través de un tubo. Antes de eso, todo eran flores, música en vivo y visitas con el carrito de la biblioteca, toda esa memez que montan abajo en enfermos generales para que la gente no decaiga. Los Risitas. Los putos Risitas a diario, ni que vivieran aquí, menuda panda de maricones con jersey de cuello vuelto. Los que estamos en la séptima planta estamos esperando que nos llegue la hora. No hay comida. No hay música. Lo mejor que tienen es el carrito de la gelatina y yo no puedo probar nada de lo que llevan. No dejan entrar aquí a los voluntarios porque en esta planta la peña puede soltar borderías. Y eso no les hace gracia. Si ven un poquillo de miedo y muerte, los voluntarios dejan de venir.

Eden me miró a los ojos. El azúcar del cruasán con crema de almendras me estaba sentando como un tiro en el estómago, y de alguna manera percibí que ella lo notaba.

—Un mes antes de que me subieran, aproximadamente, recibí una llamada en mi habitación —siguió diciendo Cameron, y se pasó la lengua por los labios resecos—. Pensé que seguramente sería mi exmujer. Me llama de vez en cuando para contarme lo mal que se siente y en qué se está gastando mi dinero. La mitad de las veces estoy tan puesto de analgésicos que no sé ni cómo colgar, así que la escucho sin más, ya ven, hasta que vuelven los enfermeros. Esta vez no era mi exmujer. Era un hombre que no quería identificarse.

Eden escribió un par de anotaciones rápidas. Yo me quedé mirando las venas de la muñeca huesuda de Cameron e intenté calcular su edad, pero me resultó imposible. Habría podido tener treinta años, como habría podido tener setenta.

—¿Sabe la fecha aproximada de esa llamada?

—No sé ni en qué mes estamos en estos momentos.

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