Hades

Hades


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—No pasa nada. —Eden asintió—. Continúe.

—Total, que el tipo este se pone a contarme un rollo que hace que mi viejo corazón se ponga a latir de alegría. Me cuenta que él puede saltarse la lista de espera de órganos y hacerme él mismo el trasplante de páncreas. Yo me lo tomo como una broma y me río, cosa que no saben lo que duele… Él me dice que quiere conocerme y le digo que vale. Miren, yo no recibo visitas, pero quería oír el final del chiste. A la mañana siguiente se presenta aquí y se sienta al lado de mi cama, exactamente como está sentada usted en estos momentos, mirándome.

—Madre mía… —dije. Eden demostró con la mirada que coincidía conmigo.

—Me explicó el trato —dijo Cameron—. Me explicó lo que entrañaría. No se andaba con chiquitas el tipo aquel. Dijo que llevaba dos años haciéndolo con mucho éxito.

—Dos años —dije yo—. No hay quien se lo crea. Alguien habría dicho que no. Alguien le habría denunciado.

—Eso mismo dije yo. —Cameron sonrió un poco y asintió hacia mí—. Yo le contesté: «¿Y si rechazo su ofrecimiento? ¿Y si se lo cuento a la policía? ¿Entonces qué? Total, yo voy a morirme, ¿qué puedo perder?». Entonces me enseñó una foto de mi nieto pequeño, el niño de mi hijo, jugando en la arena de un parque, ni siquiera sé dónde. Era una foto hecha con un móvil. El hombre me dijo que no merecía la pena que me negara. Y me preguntó que qué les iba a decir, de todos modos. Que yo no sabía cómo se llamaba ni de dónde era ni cómo podría contactar con él. No hablamos mucho más sobre posibles hipótesis, pero comprendí que no recibía muchas negativas de la gente y que, si alguien le decía que no, la gente cerraba el pico. Tenía maña el tío para eludir los problemas. Lo tenía todo pensado. Con un gusto por las cosas asépticas, ¿sabe lo que quiero decir?

—Entonces, dígame si le he entendido bien —dijo Eden con tiento—: cuando le hizo el ofrecimiento, ¿le explicó que extraería los órganos de donantes forzosos?

—No lo expresó de un modo así de elegante —respondió Cameron—. Lo que me dijo fue que habría que cargarse a alguien. Así yo podría sobrevivir. Y que tendría que vivir con eso para siempre.

De pronto la habitación me pareció más pequeña. Llevaba ese rato escuchando a Cameron y me pareció que empezaba a conocerle. De repente todo eso se hizo añicos. Me di cuenta de que no conocía a este enfermo terminal que estaba en la cama delante de mí. Su manera de hablar sobre el asesinato de terceras personas, con su voz ralentizada por los fármacos, me dejó confuso. Me resultaba cruel.

Contuve la respiración. Cameron aplastó el cigarrillo en el dorso de una tarjeta rosa de Hallmark que había en la mesilla de noche.

—Entonces, ¿qué dijo usted? —preguntó Eden.

—Le dije: «¿Cuánto?».

Eden exhaló en silencio. Se quedó mirando sus notas un buen rato, tal vez esperando que yo interviniese. No dije nada. Me daba miedo abrir la boca y ponerme a vomitar.

—Sí, ya sé. Imagino lo que estarán pensando en este momento los dos —dijo Cameron con un suspiro—. Y les diré que no solamente las diferencias físicas entre nosotros les impiden comprender la situación. A mí la enfermedad me está comiendo las entrañas, ¿comprenden?, y ustedes parece que se han tirado la noche bebiendo, follando o dándole a la húmeda. En general, gozando de buena salud. Al salir de aquí podrían irse a la playa, tomar un rato el sol, aspirar el aire del mar. Podrían salir a cenar, comerse un filete, disfrutar de una buena copa de Merlot. Podrían dejar su trabajo, reunir hasta el último céntimo e irse a vivir a Roma. Yo nunca más volveré a salir de esta habitación. Se acabó. Me sacarán de aquí en camilla cuando todo acabe, me llevarán derecho del ascensor al depósito de cadáveres y de ahí al hoyo. A un agujero en la tierra fría y dura.

Eden y yo nos miramos.

—Pero eso no es todo —prosiguió—. Yo serví en el Golfo, dos veces. No me es ajeno eso de quitarle la vida a alguien para salvar el pellejo. Solo tenemos esta vida. Punto. Una vida. Ese tipo iba a alargarme la vida justo cuando parecía que llegaba al final. Yo no lo pedí. No hice nada para merecérmelo. Si tenía que morir un drogata o alguien de los bajos fondos para que yo pudiera vivir, joder, ¿qué voy a decir?

—El primer cadáver que recuperamos fue el de una niña de once años —dijo Eden sin levantar la vista de su regazo. Cameron no dijo nada. Estaba mirando fijamente por la ventana al edificio de enfrente como si no hubiese oído lo que había dicho.

—¿Por qué no aceptó la proposición? —pregunté, tras un silencio hondo. Cameron Miller desvió los ojos para mirarme. Sonrió. La piel flácida del contorno de su boca apenas respondió a la orden de su cerebro.

—No tenía la pasta —respondió.

 

Utilizamos el fax del despacho de administración del hospital para mandar una descripción del hombre a todas las principales cadenas de noticias del país y nos pasamos una hora en el departamento de seguridad repasando las grabaciones de las cámaras hasta dar con lo que necesitábamos. Solo conseguimos ver pequeños trocitos de su rostro: un pómulo por aquí, la punta de una sonrisa por allá… Pero llevaba gorra y daba la impresión de saber dónde estaban las cámaras.

Una vez fuera, Eden se quedó un buen rato en silencio, en la acera del acceso al centro. A la luz del sol, se le veía la piel blanca, inmaculada. A nuestro alrededor pasaba gente andando o a la carrera o cojeando o en silla de ruedas, unos entrando, otros saliendo del hospital. En un banco de jardín, delante de la fachada de piedra del centro médico, había una mujer de mediana edad con un niño pequeño. La mujer estaba llorando. El niño dibujaba figuras en la tierra con un palo.

—Ese tío se lo curra un montón para que su tinglado funcione —dije—. Un montón. Tiene que saber si su cliente potencial es del tipo de persona que está por la labor. Económica y emocionalmente. Y, si no lo está, entonces tiene que saber que puede engancharlo de algún modo para que no le delate. Hay mucho curro preliminar. Mucha preparación. O se lo pasa bomba con todo esto o no se tomaría tantas molestias.

—Yo no creo que sea cuestión de esfuerzo y compensación, Frank. Creo que es una cuestión de necesidad. Es un estilo de vida. Se dedica simplemente a ir alimentando el deseo de que dé comienzo el ritual.

—¿El ritual?

—Solo es una hipótesis. —Los ojos de Eden se desviaron hacia mí rápidamente y volvieron a mirar a otro lado—. Pero hace exactamente lo mismo una y otra vez. Es algo planeado, preparado, ordenado. Una experiencia que no sale de la intimidad entre él y su cliente, él y su víctima, en un quirófano improvisado. Imagínatelo entre esas dos personas con su escalpelo en una mano, extrayendo la vida de una de ellas, lentamente, con sumo cuidado, para dársela a la otra. Jugando a ser Dios. Me puedo imaginar que es una experiencia alucinante, por mucho que nos resulte abominable. Una experiencia por la que merece la pena esperar, que al final se convierte en algo sin lo cual ya no puede vivir. Cuando termina, comienza la cuenta atrás hasta la siguiente vez que siente la necesidad de hacerlo.

Una ambulancia emitió un sonido de aviso al incorporarse al tráfico que circulaba alrededor del centro comercial Royal Randwick.

—Solo una hipótesis, ¿eh? —Sonreí.

—Todos los médicos tienen una especie de complejo de dios. ¿Por qué, si no, querrías ser médico? Todas esas horas, el estrés, los años de estudios, la responsabilidad. Entonces te conviertes en un salvador de vidas. Un héroe. Un semidiós.

—Pero su deseo está ligado a segar vidas.

—Sí, qué deliciosa dualidad para una mente perturbada.

Entramos en el aparcamiento subterráneo y nos subimos en el Holden propiedad del parque móvil. Eden tenía las mejillas coloradas como si acabase de subir escaleras a todo correr. Mientras ponía en marcha el motor se hizo un silencio en el interior del coche, una quietud fría como la que se produce al cruzar una línea. Me sentí incómodo.

 

 

 

El viejo estuvo seis días desapareciendo. Había dicho a los niños que no le siguieran. Por supuesto, ellos sabían perfectamente adónde iba. Al amanecer Hades se escabullía por el tupido bosque que delimitaba el vertedero por el este, una espesura que formaba una suerte de patio de recreo con troncos enfermos y eucaliptos huecos de doscientos años de edad y tapizado de ortigas tan inclementes como el alambre de espino. Eden y Eric habían pasado gran parte de las noches de su infancia en aquel bosque, explorando furtivamente, imitando el ulular de las aves nocturnas, dando gritos, cazando, después de salir sigilosamente de la cama en el instante en que Hades se ponía a roncar. Cuando Eric trató de seguir a Hades hasta el bosque el segundo día, se lo impidieron los operarios del vertedero, quienes habían sido avisados de que si le dejaban salir, lo pagarían con el puesto de trabajo. Vio a otros hombres, unos desconocidos, recibiendo a Hades en la verja antes del alba. Cuando trató de ganarse a Eden para que le ayudase a salir a escondidas por las lindes de la granja vecina, con idea de encontrar a Hades en el bosque, ella rehusó. Eden se sentía demasiado dolida por el hermetismo de Hades. El viejo no había vuelto a dirigirle la palabra desde la noche en que habían matado al profesor. Ella le había implorado que la perdonase, pero Hades había salido de la casa y había estado deambulando por las callejas y por las avenidas que trazaban las armazones apiladas de vehículos, viejos electrodomésticos, librerías podridas y mesillas de noche.

La séptima noche, ciento sesenta y ocho horas después de haber perpetrado su primer asesinato de un ser humano, Hades miró a Eden a los ojos. Ella se detuvo nada más entrar, con la mochila al hombro, y le miró atentamente mientras él se levantaba de su silla. Eric se había dado varios trompazos por el camino, y tenía tantas ganas de volver a casa que tropezó con Eden al entrar.

—Dejad aquí vuestros bártulos —dijo el viejo, señalando el suelo. Dio unos pasos hacia ellos y los chicos se pegaron a la pared para dejarle pasar.

Cruzó la puerta sin pararse a esperarlos. Cuando Eric y Eden salieron de la vivienda, la silueta maciza de Hades era un punto lejano en el camino que cruzaba el vertedero en dirección al bosque.

Los chicos echaron a correr. A unos veinte metros del viejo aproximadamente, se detuvieron. Eden exhalaba el aire en forma de ráfagas calientes, entre gimoteos. Su hermano lucía un semblante adusto, con los ojos clavados en la nuca del hombre que tenía delante. Los arbustos se mecían agitados por un viento gélido que revolvió los cabellos de Eden, apartándoselos de la cara, y que le quemó los labios. Ella cruzó los brazos para protegerse del frío y dejó que su cuerpo rozase el de Eric al andar. Al final él le rodeó los hombros con un brazo y la estrechó contra sí.

—No podrá con los dos a la vez —dijo el chico—. Si vemos a otra persona más aquí, quiero que te vayas. ¿Entendido? Yo me ocuparé de todo.

—Yo no quiero irme —susurró Eden—. Eric, por favor, no estropees más las cosas, por favor.

—Deprisa —les espetó Hades volviendo la cabeza. Eden se quedó callada. Se adentraron en el bosque y siguieron a Hades por el caminillo irregular. Pasaron por delante de un gran montón de tierra removida, un vertido enorme de tierra que olía a lluvia y moho. Pasaron diez minutos en silencio. Por encima de sus cabezas, la negra cubierta vegetal se agitaba y se retorcía sobre el tenue fondo de un cielo iluminado de una tonalidad naranja por las farolas de vapor de sodio del vertedero.

Hades aguardó a los chicos al final del sendero. Se detuvieron a tres metros de distancia de él. A Hades le dio la impresión de que estaban asustados. Se alegraba. En algún lugar gimió un gato preparándose para una pelea y Eden, al oírlo, dio un respingo abrazada por su hermano. Hades les miró fijamente durante un minuto más o menos, mientras ellos sudaban. Eric le sostuvo la mirada y Eden movió unas piedras con la punta del zapato.

—Aquí es donde viviréis de ahora en adelante —dijo el viejo, señalando a su espalda. Los chicos aguzaron la vista, entornando los ojos para distinguir algo en medio de la oscuridad. Hades subió al porche de una casa; fue como si los escalones se materializasen bajo sus pies en mitad de la noche, como obedeciendo a sus designios. Eric soltó a Eden y se dirigió hacia allí al tiempo que observaba el tejado del diminuto bungalow,  las planchas de hierro corrugado y las columnas disparejas que sostenían el porche, una de roble, otra de madera de pino pintada, otra de hierro forjado y ornamentada. Hades abrió la cerradura de la puerta, una pesada puerta de caoba que llevaba tiempo guardando, con una vidriera engastada, como sacada de un confesionario. «Esto es lo que llevas haciendo toda tu vida —pensó al entrar—. Recogiendo lo que otros tiran. Reuniendo para ti lo que nadie quiere. Y construyendo tu vida a partir de eso».

Los objetos del interior de la casa contrastaban, por lo nuevos que estaban, con los elementos sueltos y dispares del exterior. En la primera habitación había dos grandes mesas de oficina con forma de L, todavía con las pegatinas del código de barras, las dos lacadas, de color negro y con parte del tablero de cristal. Dos hermosas librerías ocupaban toda la pared del fondo, repletas de libros. Eric se acercó al estante que tenía más cerca y pasó las yemas de los dedos por los lomos de los volúmenes. Unos estaban encuadernados en piel, con filetes dorados, y eran gruesos como ladrillos. Otros eran libros de texto en tapa blanda, forrados con aironfix  transparente. Estaban organizados por temas, fechas e importancia. En los estantes superiores se leían títulos como De humani corporis fabrica,  de Vesalio; Philosophiae naturalis principia mathematica,  de Isaac Newton. En las estanterías inferiores, se veían obras como Hematología en la era tecnológica, La ciencia de la balística  o Autopsia: justicia para los muertos.

Eden se había quedado en el centro de la habitación, jadeando, moviendo los hombros arriba y abajo. Su rostro denotaba una especie de alivio a la vez que una gran pena. Paseó la mirada por todos los objetos organizados encima de las mesas: dos ordenadores portátiles plateados de líneas elegantes y modernas, uno en cada mesa; blocs, folios, botes con bolígrafos… Junto a la ventana, había un rincón para leer con dos sofás, uno frente a otro, y una amplia mesa baja entre ambos.

—Os he inscrito a los en la universidad de Monash —dijo Hades en voz baja—. Educación a distancia. Tuve que mover algunos hilos, y no fue fácil. Eden, tú te vas a centrar en el aspecto fisiológico de las cosas: el cuerpo, su funcionamiento, los entresijos de cómo deshacerse de él, autopsias, ADN… Además, te licenciarás en Derecho Penal. Eric, tú en el aspecto práctico: balística, análisis de sangre, física… Harás sociología y psicología como optativas. Esto no va a ser como una universidad corriente. O sacáis sobresalientes o volvéis a empezar. No se trata de que obtengáis formación sin más, sino de que os pertrechéis para lo que vendrá después.

Los chicos estaban inmóviles como maniquíes, con los brazos flácidos, sus siluetas recortadas contra el mortecino fondo anaranjado de la luz de fuera, apenas más clara que la oscuridad.

—Os he sacado ya del instituto. Empezáis aquí mañana.

—No tenemos edad sufi…

—Ahora sí. —Hades cogió un montón de folios, no muy grueso, de uno de los estantes de al lado de una mesa y lo dejó caer con fuerza encima del cristal. La luz arrancó un destello al sello dorado del nuevo pasaporte de Eric, cuando Hades pasó por delante de él para dirigirse al pasillito. Una puerta comunicaba con una cocina minúscula y otra daba a un cuarto de baño. Eden notó el olor a pintura fresca de las paredes, al salir detrás de Hades. Vio que el viejo levantaba una trampilla oculta en el suelo del cuarto de baño, con el borde alineado con el pie de un viejo lavabo rosa que ella reconoció de la nave de clasificación. Hades se metió por el agujero. Detrás fue Eden, y Eric la agarró por el hombro de la camiseta mientras ella iba poniendo los pies en los barrotes para bajar.

Una sala de cemento. Frente al cuidado y la consideración que se habían aplicado en los espacios de arriba, aquel lugar estaba dolorosamente vacío. Había una mesa de acero anclada al suelo. Estanterías vacías. Hades miraba su propio reflejo borroso en la mesa mientras Eric aterrizaba en el suelo de un salto con un golpe sordo. Eden pensó en abalanzarse sobre el viejo. Ponerle la mano encima. No lo hizo. Los tres se quedaron inmóviles, en silencio.

—No os voy a dar las cosas que necesitáis para esta habitación —dijo Hades—. Cuando venga a daros clases, traeré mis propios utensilios. Os enseñaré los rudimentos, lo esencial del oficio, y nada más. Cuando estéis capacitados, dejaré de venir por aquí.

Los contempló y se dio cuenta, horrorizado, de lo jóvenes que parecían a la luz de la lámpara de techo. Piel perfecta. Ojos brillantes. Pensó que en esos momentos Eden tenía esa edad en la que su cuerpo debería estar transformándose en un cuerpo de mujer. Pero no era así. Tenía torneados los músculos de los brazos, tonificados, brazos de muchachito; tenía el pecho plano y los pies y las manos largos. Eran animales, tanto ella como él. Hechos para correr. Hechos para matar. Detenidos en el tiempo como dos arañas suspendidas en medio de un fuerte vendaval. Una punzada de dolor le recorrió por dentro el pecho, una vieja señal instintiva de aviso que al instante desapareció.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Eden.

—Porque os quiero —respondió el viejo. Era la primera vez que lo decía—. ¿Es que no lo entendéis? Os he querido desde el primer momento.

Y así era, a fin de cuentas, al margen de lo que viese cuando los miraba. Al margen de que Eden pudiera parecerle un ángel y que al tenerla en sus brazos pensase que era una niña pequeña, al margen de que Eric pudiese ser tan bobo y se pavonease sacando pecho, queriendo desesperadamente parecer un hombre, mientras le asediaban terrores y carencias ocultos. Por mucho que Hades fantasease con la idea de que eran unos chiquillos, moldeables, educables, sedientos de amor, habían dejado de ser niños la noche que llegaron a su vida, la noche en que mataron a sus padres. Hades se había enamorado de dos quimeras, dos monstruos disfrazados, incapaces de sentir como él sentía, de amar como él amaba. El horror que habían vivido había dejado un agujero en su interior, y sentirían en vano el resto de su vida el impulso de llenarlo. Perros con sed de sangre, esclavos de una necesidad.

Pero él los amaba de todos modos. Los amaba con un amor total e innegable, el amor de un padre. Lo mejor que podía hacer era tratar de dirigir sus instintos asesinos hacia esos otros monstruos de la noche que se lo merecían, y, de un modo enrevesado y nauseabundo, a lo mejor conseguían que el mundo estuviese más a salvo de la misma oscuridad que ellos portaban en su interior. Lo mejor que podía hacer Hades era tratar de ayudarlos a entender cómo podían hacerlo bien, de manera que satisficiesen sus necesidades sin causar un sufrimiento innecesario, cosa que él sabía que no haría sino generarles nuevas necesidades; y tratar de evitar que los pillasen, porque él mismo no sabía si podría soportarlo.

El viejo respiró hondo y soltó el aire con un suspiro, y finalmente dejó que sus ojos se apartasen de los de la niña.

—Solo porque os quiera no quiere decir que no esté dispuesto a mataros a los dos si la cagáis aquí —dijo—. Planeé enterraros aquella noche, la noche que os encontré. Había elegido ya el lugar. No es algo que no esté a mi alcance. No estoy seguro de que sepáis diferenciar ya el bien del mal, pero tengo la esperanza de que se trata de una diferencia que podéis aprender. Aquí solo habrá cabida para los malos, jamás para inocentes. Jamás para inocentes, ¿entendéis?

Clavó uno de sus dedos gruesos en el tablero de la mesa. El acero tembló y emitió un sonido de vibración. Los chicos asintieron sin despegar los labios. Movían la cabeza arriba y abajo con gesto confuso y los ojos como platos, como quienes no pueden evitar su propia perversidad.

El viejo regresó andando solo a la casita del cerro.

 

Martina ignoraba cuánto rato había tardado en llegar hasta la puerta. El tiempo transcurría al compás de los furiosos latidos de su corazón y de tanto en tanto se detenía completamente cuando tenía la certeza de oír unos neumáticos en la grava del exterior de la casa o el claxon de un coche en una autopista lejana. Ya venía. Ya venía. Martina se quedaba petrificada y a continuación enroscaba los brazos en los barrotes de la jaula y se aferraba a ellos con todas sus fuerzas, decidida a impedir que la sacaran de ahí. Le costaba respirar. En ocasiones el pánico era tan intenso que los sonidos se deformaban hasta parecer voces, y los crujidos y gemidos de la vieja casa se transformaban en risas burlonas o en el sonido de unas botas arrastrándose por el suelo.

«Vamos, nena. A jugar».

Martina llegó hasta la puerta, y centímetro a centímetro fue pasando a empujones la jaula, pero de pronto se le quedó encajada entre el marco y la pared del pasillo. Aulló de desesperación. Asió con las uñas el quicio y tiró de él, se retorció, se meció adelante y atrás, golpeándose los codos con la jaula. Nada.

Era el fin.

Martina se desmoronó en el suelo de la jaula y lloró durante mucho rato, jadeando, sorprendiéndose de los sonidos que salían de su cuerpo y de su incapacidad para detenerlos, los gemidos, aullidos, el castañeteo de sus dientes.

«Jódete. Jódete. Jódete».

—No, no, no, no, no —murmuró, tirando de sí misma para ponerse de rodillas—. No. Aún no. Aún no.

Miró el pasillo en torno suyo. No había nada, aparte del espacio vacío, una ventana cegada con tablones en un extremo, delante de una puerta que daba a otra habitación, y montones de polvo y pelos de animales acumulándose a lo largo de los rodapiés como olas de color gris. Cerca de la puerta de la habitación de la que había escapado había una escoba de madera apoyada contra la pared cubierta de telarañas. Martina se quedó mirándola. No podía desplazar más la jaula por el pasillo por culpa del marco de la puerta del dormitorio. Solo era un marco de madera. Un marco de madera que iba a impedirle escapar viva. Pegó el hombro a los barrotes de la jaula, estiró el brazo todo lo posible, derribó la escoba y la arrastró tirando de los filamentos. Temblando, haciendo chocar la escoba contra las paredes, contra los barrotes y contra sus propias piernas, fue metiéndola en la jaula para a continuación asir el palo de la escoba fuera de la jaula y tratar de doblarla con todas sus fuerzas. El palo empezó a quebrarse. Lentamente. Martina cerró los ojos, apretó los párpados y tiró del palo. La escoba se resquebrajó un poco más. Ella se meció a los lados, empujó, las manos sudorosas se le resbalaban por la madera pelada, de vez en cuando rompía a llorar.

La escoba se partió, y, justo cuando la madera chascaba, oyó cerrarse la puerta de un coche en algún lugar, fuera. Martina se aferró a los barrotes que la rodeaban y luchó contra el reflejo de vomitar una vez más. Respiró profundamente, lo que hizo que se estremeciera, y se sintió como si tuviese los pulmones agujereados: era la tensión de los doloridos músculos de su pecho, luchando contra las ganas de abandonarlo todo. No se oyeron pisadas a continuación. ¿Realmente había sido la puerta de un coche? Martina se abrazó a sí misma unos segundos, se cogió del pelo y pegó las rodillas al pecho. Ni un solo ruido. Tenía la cara húmeda, de lágrimas, sudor y mocos, caliente como si llevara puesta una careta. Se echó el pelo hacia atrás y deslizó dentro de la jaula el palo partido de la escoba. Entonces, retorciéndolo, separó las dos mitades.

«Sí, sí, sí».

Tal como había planeado. La sección más corta del palo, desde la parte rota hasta la punta redondeada, se había soltado de la base dejando un estupendo corte afilado. Martina se dio la vuelta y, sacando los brazos por el otro lado de la jaula, probó a meter el borde afilado en el diminuto hueco que había entre el quicio y la pared. Saltaron unos trocitos de pintura. Martina hizo palanca. El marco se movió. Ella encajó un poco más el palo en la rendija, martilleando con la palma de la mano hasta que le dolieron los huesos, y fue haciendo palanca hasta que la parte externa del marco quedó ligeramente torcida. Sacó el palo y volvió a encajarlo en la rendija, esta vez en un punto más alto del marco.

—Por favor —susurró—. Por favor, dios, por favor.

El listón del marco crujió y tembló sujeto aún por sus largos y finos clavos, mientras ella movía adelante y atrás el palo de la escoba. Asiéndolo con todas sus fuerzas, tiró de él hacia abajo para desencajar del todo el marco de madera, una vez que solo las puntas de los clavos lo fijaban débilmente a la pared. Martina chilló al tiempo que el listón de madera se desplomaba en el suelo. Empujó hacia delante la jaula y rio en voz baja, histérica.

Un listón más y podría hacer pasar la jaula para entrar en la habitación en la que estaban las mesas de tablero de acero. La llave de la jaula tenía que estar en alguna parte de esa habitación. De no ser así, no habría esperanza.

 

14

 

Estaba de un humor de perros la mañana después de nuestra visita a Cameron Miller, ese estado de ánimo en el cual solo tener que separar los labios para farfullar un hola es suficiente para sacarte de tus casillas. Plantado delante de la máquina del café, tratando de averiguar cómo funcionaba, me sentía como un guiñapo. La taza que había cogido tenía el fondo manchado y tenía la siguiente frasecita: «¡El único gay de la ofi!». Había salido de la comisaría a la una de la noche y me había ido a casa en mi coche, simplemente porque no podía soportar seguir viendo aquel lugar. Me había dado una ducha, había visto unos programas religiosos de la tele de madrugada que me habían dicho que mi alma iba a arder en los infiernos y, tras una cabezada febril sentado ante la mesa de la cocina, había regresado peor que como me había ido.

Eric, de Armani y con colonia de Boss, me soltó un manotazo en el hombro con tal fuerza y tan repentinamente que el azúcar salió despedido de mi cucharilla y se desparramó por toda la encimera como los añicos de un vidrio roto.

—«Good morning, Fran-kie» — cantó—. «The world says hell-o!».

—Hay armas de fuego aquí, por si no lo sabes —dije yo—. Están por todas partes.

—Bueno, si piensas salir de juerga a disparar a diestro y siniestro, amigo, avísame. Me encantará que me feliciten por haberte abatido.

Me dio otro manotazo y se largó silbando. Estaba a punto de decirle cuatro cosas por encima del hombro, cuando vi al capitán James de pie junto a la puerta del balcón de los fumadores admirando con una sonrisa bigotuda nuestra aparente camaradería. Las cosas parecieron ir viento en popa cuando me senté delante de la mesa de Doyle y cogí un folleto de un funeral impreso en papel brillante. Al parecer, Eden y yo habíamos sido invitados a celebrar la vida de Courtney Turner.

A decir verdad, el folleto me hizo sentir un poco mejor. Me recordó lo poco importante que era mi falta de sueño en el conjunto de la situación. Mientras lo hojeaba, Eden entró en la oficina. Llevaba unos vaqueros negros y unas botas de tacón alto con las que podría dejar lisiado a alguien, y una sudadera gris con capucha, con las mangas remangadas. También ella tenía cara de cansada. La trenza que le caía por la espalda estaba torcida.

—Un día más en el paraíso. —Bostezó al pasar a mi lado. Yo farfullé algo a modo de respuesta y me abrasé la lengua con el café.

El folleto estaba hecho con sentido de la estética. Habían puesto una foto de Courtney abriendo regalos de Navidad y otra de ella con cara de orgullo el primer día de colegio, con los brazos detrás de la espalda y las costillas hacia fuera. En la última página habían puesto la orla de su clase rodeada de mensajes escritos por sus compañeros : «Te queremos, Court». «Te vamos a echar de menos». «Sabemos que nos ves desde el cielo».

Suspiré y seguí hojeando el folleto. Había una foto de Courtney y Monica sentadas en una cama, abrazadas. Monica era un poco mayor que ella y tenía el pelo ligeramente más oscuro, pero por lo demás eran casi dos gotas de agua. La misma sonrisa ladeada y los mismos ojos grandes, brillantes y expresivos. Monica cogía con el brazo libre un oso de peluche de color caramelo. El oso llevaba ropita verde de médico, un gorrito abullonado y un estetoscopio. El doctor Oso.

Bajé la cabeza y sostuve el folleto cerca de mi nariz.

Monica estaba descalza y la cama estaba sin hacer, con las sábanas blancas retiradas, detrás de las niñas.

—Eden —dije. Ella se acercó con su folletito en una mano y una taza con el lema «El mejor papi del mundo» en la otra.

—¿Mmm?

—¿Dónde crees tú que se hizo esta foto? —Eden dio un sorbito a su café y buscó la página en su folleto. Tenía los ojos enrojecidos. Yo puse un dedo en la fotografía.

El corazón empezó a latirme a toda velocidad. Eric estaba recostado en el respaldo de su silla con las manos detrás de la cabeza, haciéndose el dormido. La taza de café de Eden quedó inmovilizada en el aire, a milímetros de sus labios.

Noté en mis entrañas la creciente sensación de que había algo que se nos había pasado por alto, un detalle importante que sabía que teníamos que ver de inmediato, antes de que el caos se adueñara de todo. Mi madre había denominado ese tipo de sensación «el revuelo», la inexplicable certeza de que algo no encajaba. En ese momento tuve esa sensación de revuelo interior que me decía que algo no estaba bien.

Me levanté y me dirigí a la mesa de Eric. Se permitió abrir un ojo apenas una rendija y me vio pasar por delante como si fuese una culebra vigilando a un ratón.

—¿Alguien ha visto a Monica desde que Courtney desapareció? —pregunté. Eric frunció el ceño. Me paseé por delante de su mesa, aguardando su respuesta. Bajó las manos de la nuca y cruzó las piernas sobre la mesa.

—Me estás hablando a mí, ¿no?

—Corta el rollo un momento, ¿vale? —repuse, mientras se me agolpaban varias ideas en la cabeza—. ¿Alguien de la policía la ha visto?

Eric dirigió su mirada fugazmente hacia mí, ceñudo.

—En realidad no ha sido necesario. Está en Richmond con su abuela. Me parece que alguien habló con ella por teléfono, pero no es más que una cría. No sabe nada.

—Pero verla, no la ha visto nadie.

—No.

—Esta foto no es tan antigua. No parece que sea de hace más de un año. —Di unos toquecitos en el librillo—. Mirad esta foto y decidme que estas dos niñas no están sentadas en una cama de hospital.

—Eso no significa nada necesariamente —comentó Eden—. Tal vez tuvo que ir al hospital para alguna cosa, hace poco.

Se sentó en el borde de mi mesa mientras yo cogía la lista de espera de trasplantes de órganos. Me temblaban las manos. Fui pasando las hojas para ver si estaba el nombre de Monica. Solo había una y se apellidaba Russell, no Turner. Noté que el aire me salía de golpe de los pulmones. Eden sonrió con sorna.

—Virgen santa —dijo—. Habrían rodado cabezas si se nos llega a escapar algo así.

—Pues sí —respondí, suspirando—. Ha sido una idea estúpida.

Me rasqué el pecho. De pronto la camisa me molestaba. Eric volvió a adoptar su pose de dormido y Eden se fue a su mesa. Yo intenté ponerme con las diferentes líneas de investigación: repasé mis correos y terminé de revisar los informes que había redactado. Pero no podía quedarme sentado tranquilamente. Levanté con sigilo el teléfono y conecté con la centralita de recepción para pedirles que telefoneasen al doctor Claude Rassi.

—Ah, qué bien, ya está usted de regreso —dije.

—Volví esta misma mañana. ¿En qué le puedo ayudar?

—Pues le va a sonar bastante estúpido —dije al médico—. Pero no conozco a ningún otro experto en trasplantes al que poder llamar. Es solo una curiosidad. Tengo una sensación extraña. Quisiera echar un vistazo al historial médico de una niña que se llama Monica Turner. ¿Usted tiene acceso al «chisme» de la base de datos nacional?

Oí los ruiditos que hizo el sillón de piel del doctor Rassi cuando este se rebulló en él. Su respiración crepitó en el receptor del teléfono.

—¿Tiene todos sus datos? —preguntó.

—En alguna parte. —Rebusqué entre mis papeles.

Le facilité los datos al médico. Él guardó silencio un buen rato.

—En mi «chisme» de la base de datos nacional no aparece ninguna Monica Turner con esa fecha de nacimiento. Lo cual quiere decir que o nunca ha estado enferma o ha cambiado de apellido y en nuestros registros no sale como Turner.

—Cambio de apellido —musité mientras me levantaba lentamente de mi silla—. O sea, ¿en el certificado de nacimiento puedes tener un apellido y otro diferente en la sanidad pública?

—No —dijo Rassi—. El apellido con que estamos registrados en el servicio nacional de atención sanitaria tiene que coincidir con el de nuestro certificado de nacimiento. Con nuestro nombre legal. Es lo que marca la ley. Pero se puede asumir un nombre, empezar a usarlo, firmar documentos, identificarse así mucho antes de que se haga el cambio en el registro, y no tiene nada de ilegal. Habría podido usar el apellido Turner durante un año entero sin que tuviésemos constancia, cuando su auténtico apellido es otro.

—¿Habría podido cambiárselo en el colegio, de manera no oficial?

—Siempre y cuando tuviese permiso de los padres, sí.

—Acaba de empezar en un colegio nuevo… —balbucí—. Todos sus nuevos amigos la conocerán como Turner…

—¿Disculpe?

—Entonces, si su madre no modificó su nombre en Sanidad, si en su historial médico nunca ha sido Turner, en todos esos papeles figurará aún con su apellido de antes.

—Eso es absur…

Dejé el auricular del teléfono encima de la mesa y corrí a la cocina. Eric me siguió con la mirada. Paré en seco detrás de Eden, que estaba buscando algo dentro del frigorífico. Se llevó un susto cuando la agarré del brazo.

—¿Cuál era el apellido de soltera de Eliza Turner? —le pregunté. Ella se me quedó mirando—. Di.

 

En el coche durante ese segundo trayecto al domicilio de los Turner se mascaba una tensión gélida, eléctrica. Aunque íbamos en un vehículo sin distintivos policiales, de alguna manera parecía que los transeúntes percibían cuál era nuestro oscuro propósito. Daba la sensación de que nos miraban.

Habíamos salido disparados de la oficina, dejando en manos de Eric la obtención de la orden de registro para cuando llegásemos a casa de los Turner. Eden iba rígida. A la luz de las farolas a esa hora tan temprana del día, sus manos, asidas al volante, tenían los nudillos blancos y transmitían dureza. Apenas había apagado el motor cuando salió y se dirigió a grandes pasos en dirección al porche por el acceso de cemento. Yo la adelanté apretando el paso, dejando que toda la fuerza de mi ira me recorriese la pierna hasta el pie y siguiese hasta mi bota, que se estampó contra la puerta de la casa.

La puerta se abrió de golpe justo cuando llegaban nuestros refuerzos por el acceso. Desde el porche vi que Derek Turner, sentado en una de las sillas de la cocina, daba un bote tremendo y que Eliza se levantaba de un brinco, dando un grito.

—¡Policía! —bramó Eden, que se abrió paso por delante de mí y se dirigió adonde estaba Eliza—. ¡Túmbese en el puto suelo!

—¡Santo Dios! —aulló Derek, agachándose patosamente desde la silla para ponerse en cuclillas—. ¡Santo Dios!

Sobre la mesa había dos platos con huevos revueltos y tostadas. El aroma a café torrefacto llenaba la cocina.

—Señor Turner —dije—. Voy a preguntarle una sola vez dónde está Monica Russell. No me lo diga y le meteré una bala por la nuca.

Ya entonces noté que estaba ardiendo, que todo mi cuerpo vibraba por la emoción. El dorso de mis manos estaba cubierto de una película de sudor. Eliza Turner se había puesto a dar gritos. Los gritos cesaron de repente cuando Eden le plantó una bota en el cuello.

—Por favor. Por favor. No sé de qué está hablando.

Eden le arrojó la hoja impresa que había llevado enrollada en el bolsillo trasero de los pantalones desde que salimos de la comisaría. Era una copia de la lista de espera. En la página 4, la tercera empezando por abajo, aparecía Monica Russell.

Mujer. Trece años. Glomeruloesclerosis crónica. Necesita dos riñones.

Monica había empeorado mucho. Su familia recibió la visita de un hombre alto y apuesto, con una gran bolsa de piel, una noche oscura mientras se suponía que las dos niñas dormían. No hacía mucho tiempo que la familia se había mudado de casa. Con el paso de los meses Monica había ido empeorando, pero seguía asistiendo a su nuevo colegio con otro apellido. Siempre siguiendo el plan trazado, habían actuado como si todo estuviera bien. Una noche, el hombre de la bolsa se llevó a Monica a una casa en algún lugar y le puso una inyección para dormirla. Monica estaba tendida en una mesa de acero, cerca de su hermana, Courtney, que le había sonreído con gesto cansado y la había cogido de la mano mientras también ella recibía su inyección para dormirse.

La ira que sentía dentro de mí era tan intensa y tan abrasadora que noté que perdía el control y me asustó lo que pudiera llegar a hacer. Al cerrar los ojos veía a Courtney. Me agaché junto a Derek, y, metiendo los dedos entre sus cabellos, tiré de su cabeza hacia arriba mientras clavaba una rodilla en su columna vertebral.

—Usted organizó el asesinato de una cría, cabrón.

—Derek —sollozó Eliza—. No digas nada.

—No teníamos opción. Monica iba a pasarse mil años en la lista. No había tiempo.

—Dejaron que matara a Courtney para salvar a Monica. —Eden sacudía la cabeza—. ¿Por qué? ¿Por qué? Las dos eran sus hijas.

Derek se puso a llorar. Le empujé la cabeza hacia el suelo.

—¿Por qué?

—Derek, calla.

—Porque no iba a permitir que esa perra viviese más que Monica —replicó Derek, y las lágrimas le gotearon por el filo del mentón—. Courtney era una maldita niña mimada. Monica no se merecía su suerte. De todos modos, una de las dos iba a morir. Una de las dos iba a morir. No hicimos nada malo. No matamos a la hija de otras personas. Solo cambiamos una por otra, nada más. Solo las cambiamos. Son nuestras y podemos hacer con ellas lo que nos salga de los cojones.

Los agentes de refuerzo llenaron la cocina. Entregué a Derek a uno de ellos. Eliza, apresada en los brazos de Eden, trataba de zafarse mientras le ponían las esposas. Eden se levantó y se tapó la boca mientras el agente de patrulla pasaba a encargarse de la detenida; Eden miró a Eliza de arriba abajo como si no supiese qué era esa mujer.

—Investigador Bennett —dijo uno de los agentes, poniéndome una mano en el hombro—. Hemos encontrado a la niña.

Eden y yo salimos de la vivienda y nos detuvimos ante la puerta trasera de la casa. Junto a la valla había un viejo columpio verde y amarillo, con las patas hundidas en la hierba crecida. Los dos resoplamos inquietos, andando de un lado a otro, y nos secamos el sudor de la cara. El aire de la mañana era frío. Yo no era capaz de serenar mi corazón, que estaba a mil por hora.

En el coche, cuando habíamos ido hacia la casa, había tenido la esperanza de estar equivocado, de que, no sé cómo, hubiese otra Monica Russell, sufriendo en algún lugar, muriéndose, y que de verdad la hija de los Turner se encontrase en casa de la madre de Derek. Pero la manera en que los ojos de Derek se levantaron y miraron los míos en el momento mismo en que había abierto la puerta de una patada me confirmó que estaba en lo cierto. Seguí a Eden hasta la caseta de aluminio del fondo del jardín y abrí la puerta corredera de vidrio.

El sol iluminaba débilmente las pesadas cortinas. Había una agente de patrulla sentada junto a la cama de Monica, cogiéndole las manos a la niña. Recorrí con la vista los artilugios que la rodeaban: una máquina para la monitorización cardíaca, un respirador y el soporte para la vía intravenosa. Monica tenía aspecto menudo y frágil. Había perdido tanto pelo que solo le quedaba una especie de fino velo lacio de color castaño que le caía sobre los hombros huesudos. Debajo de la nariz tenía un tubo de oxígeno fijado con cinta adhesiva.

—¿Qué ha pasado? —me preguntó con unos ojos desencajados, negros—. ¿Qué está pasando?

—No pasa nada, bonita —contesté. Notaba en la lengua un sabor agrio—. Te van… Esto… Te van a sacar de aquí en un minuto.

—¿Y Courtney? —preguntó la niña, mirando a Eden y a la mujer que estaba a su lado en busca de orientación—. ¿Me van a llevar con Courtney?

 

15

 

Eché una cabezadita en mi mesa mientras empapelaban a Derek y Eliza Turner. En el domicilio de los Turner habíamos tenido que darnos mucha prisa, primero para meter a los padres en el furgón policial y luego para poner a buen recaudo cualquier prueba física que pudiésemos encontrar en el lugar de los hechos, y, finalmente, para llevarnos de allí a Monica. Lo peor que hubiera podido suceder habría sido que hubiesen aparecido periodistas mientras estábamos en la casa, que descubriesen lo que habían hecho Derek y Eliza y que hubiesen lanzado la noticia a los cuatro vientos antes de que nosotros hubiésemos podido utilizarla en nuestro provecho.

En una hora, la casa de los Turner quedó cerrada a cal y canto, el teléfono cortado y las cortinas echadas. Los vecinos, que habían fisgado desde las ventanas, rápidamente dejaron de interesarse. Cuando me desperté, hacia las doce del mediodía, no había reporteros en la escalera de la entrada a comisaría. Si habíamos tenido suerte, era posible que hubiésemos logrado nuestro objetivo sin que el país se enterase de lo sucedido.

Mientras yo dormía, Eden descargó su ira en la cinta de correr del gimnasio de la comisaría. Me la encontré en el pasillo, al lado de las puertas de vidrio de la sección de cardio, secándose el cuello con una toalla y respirando por la boca.

—¿Estás mejor? —pregunté.

—No —respondió ella.

Yo tampoco. Los dos estábamos hambrientos. Yo me había pasado un montón de horas intranquilas pensando en Courtney, en sus padres, en lo que debía de ser que te arrebatasen a un hijo. Y ahora sentía náuseas al pensar en cómo habían podido organizar la muerte de Courtney a cambio de Monica. ¿Habían dado permiso al asesino para que la raptase en plena calle, cosa que parecía hacer con gran habilidad, o bien la habían llevado junto con Monica hasta la puerta de su taller de carnicero? «Vamos, chicas, nos vamos de paseo». ¿La habría llevado él a alguna parte? ¿Había realizado la operación allí mismo, en la caseta del jardín? Me entraban ganas de darle una paliza a Derek Turner. Me daban ganas de retorcerle los huesos. Todas esas lágrimas, todo ese rompecabezas me parecían ahora una ofensa personal hacia Eden y hacia mí. Puede que a los Turner les hubiese dolido de verdad. Puede que hubiesen tenido sentimientos auténticos por aquella situación. Yo entendía que en las familias se diesen favoritismos, sobre todo si había un padrastro o una madrastra. Joder, no era tan ingenuo. ¿Pero de ahí a cargarse a un hijo por el otro? ¿Hasta qué punto Courtney les había dado problemas?

Fui con Eden al vestuario de mujeres y me quedé fuera mientras ella se daba una ducha y volvía a vestirse. Cuando salió, cruzó por delante de mí sin detenerse, recogiéndose la larga melena negra en una coleta. Callados los dos, entramos en la salita de observación de interrogatorios. Derek Turner estaba sentado delante de la mesa con las muñecas esposadas, cogiendo con sus manazas un vaso de cartón medio vacío.

—¿Le han puesto un café? —preguntó Eden.

Los presentes en la salita de observación guardaron silencio, mientras miraban al hombre desde detrás del espejo. Ninguno de ellos admitió haberle dado un café a Derek Turner. Tal vez a otras personas les hubiese parecido que no era nada del otro mundo, pero para mí, y estaba seguro de que para Eden también, ese café habrían tenido que metérselo a la fuerza por el gaznate.

Entré detrás de Eden en la sala de interrogatorios por una puerta lateral. Nos sentamos. Derek nos miró, esperando algo, pero ni yo ni Eden dijimos nada. No resultaba fácil saber qué decir. Eden se miró las manos, estirando los dedos para examinarse las uñas.

—No he pedido un abogado —dijo Derek a modo de tanteo.

—¿Usted estuvo presente? —preguntó Eden sin levantar la vista. Pareció que Derek temblaba. Apuró el resto del café y dio un suspiro largo y hondo.

—¿Estuvo presente cuando la durmió?

—No —dijo Derek haciendo ya esfuerzos para que no se le quebrase la voz—. No, no estuve presente.

—No tiene estómago, ¿eh?

Derek se estremeció y se frotó la nariz. Respiraba cada vez con más intensidad, como si se le atascase el aire en la garganta al hablar.

—Una de nuestras hijas iba a morir, ¿vale? ¿Entiende eso? Habíamos asumido ya el hecho de que iba a morir. Tenía un tipo sanguíneo poco frecuente y, además, estaba muy abajo en la lista de espera de donaciones. Un hombre contactó con nosotros y nos explicó que la cosa podía solucionarse. Dijo que, aunque le llevaría algún tiempo, podría encontrar a otra niña para ponerla en el lugar de ella. A nosotros no… no nos gustó la idea de matar al hijo de otras personas. Por aquel entonces Courtney nos daba muchos problemas. Era un mal bicho. Era… A veces podía ser insufrible.

A nuestro lado de la mesa, silencio. Derek se secó una lágrima y volvió a suspirar.

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