Hades

Hades


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—Nunca le gusté a Courtney, ni de pequeña. Esa niña era como el imbécil de su padre. Era imposible meterla en vereda. Cuando Monica empezó a estar mal, a ella le dio por hablar mal a sus profesores, hacer novillos y cogerse rabietas en el colegio. El jefe de estudios nos pidió que la llevásemos a que la viese alguien. Ya me entienden, por problemas mentales y esas cosas. Yo sabía que no tenía ningún problema mental, que solo era una puta mocosa. Era… Pero no cuento con que ustedes vayan a entenderlo.

—Bien —dijo Eden. Siguió un silencio que duró un buen rato. Derek parecía estar en su mundo, con la mirada fija en los posos de café del fondo de su vaso.

—El tipo lo planeó todo —dijo Derek, temblando—. Nos dijo que sacásemos a las crías del colegio, que nos mudásemos de casa, que les cambiásemos el apellido pero que no se lo cambiásemos en el registro para que no pudiesen encontrarla en la lista. Que esperásemos un tiempo, para que la gente se olvidase de nosotros. De todos modos, teníamos poca vida social como familia. Aguardamos todo lo que pudimos. Monica estaba realmente mal. Un día el tipo llamó y yo le dije que ya no podíamos esperar más.

—Por tanto, dedicaron meses a planearlo —dijo Eden.

—Sí.

—Meses —insistí yo.

—Sí —murmuró, rascándose el cuello—. Miren, no matamos al hijo de nadie. No sé por qué no pueden verlo. Él nos dijo que podía encontrarnos a alguien y que nunca tendríamos que saber de quién se trataba. Pero no queríamos eso. No queríamos hacerle daño a nadie.

—Por-fa-vor. —Me reí con una risa de loco, tapándome la cara con las manos. Tenía la sensación de estar presenciando una broma patética. Como si el otro estuviese tratando de hacerse el supergracioso y estuviese fracasando estrepitosamente en el intento, delante de mis narices. Quizá era el cansancio. Unas carcajadas cortantes salieron de mi pecho. Me pasé los dedos por el pelo y me rasqué la cabeza.

Supongo que toda aquella situación tenía confundido a Derek. Probablemente habría visto interrogatorios en la tele en los que los polis hablan por los codos, sueltan insinuaciones y amenazas, se inclinan hacia el acusado y le señalan acercándole mucho un dedo a la cara. Eden y yo permanecíamos sentados, inmóviles, mirando el suelo. No sabía qué opinaba ella, pero yo casi no deseaba que Derek confesase. No quería oír lo que había hecho ni cómo se había sentido. Solo deseaba saltar sobre él y partirle los dientes de un puñetazo.

—Así que…, mmm —dijo, tratando de concitar alguna reacción en nosotros—. Así que ahora es cuando empezamos a hablar de llegar a un acuerdo, ¿no es eso?

Eden estiró el cuello hacia Derek como por un resorte.

—¿Un acuerdo?

—Sí, ya sabe, como un acuerdo a cambio de mi… esto…, de mi confesión y tal, ¿no?

—Ah, no, no, no. No, encanto, no. —Eden se rio—. No, señor Turner, usted se va a la cárcel a pasar una buena temporada, de eso no hay duda. Una larga temporada. En realidad, da igual cuál acabe siendo la sentencia. Porque, mire, dentro de un año, dos tal vez, alguien entrará en su celda en mitad de la noche y le clavará en el cuello un cepillo de dientes afilado a mano. Eso es lo que hacen con los asesinos de niños, señor Turner. No hay acuerdo que valga.

—Pero yo les puedo ayudar. —Derek se estremeció y le rodaron por las anchas mejillas unos lagrimones que no hizo nada por detener—. Puedo ayudarles a encontrarle. Sé cómo es.

—¿Sí? Pues nosotros también. Un cabrón guaperas.

—Me llamará por teléfono. Eso dijo, que me llamaría cada primero de mes desde la operación, durante seis meses, para, ya sabe, para ver cómo va Monica. Puedo hacer que venga a verme. Yo puedo ayudarles a atraparlo. Tienen que pactar conmigo. No les queda más remedio.

Eden se levantó tan rápido que su silla salió hacia atrás impulsada por sus piernas y chocó contra la pared. Yo permanecí sentado mientras ella cogía a Derek Turner por el cuello de su camisa sucia de sudor y tiraba de él hasta que su nariz quedó a escasos centímetros de la de ella.

—Lo que tiene que hacer, señor Turner, es ponerse a rezar. Más le vale rezarle a Dios para que tenga usted la suerte de ayudarnos y que yo le dé algo a cambio, lo que sea, porque de ahora en adelante, si quiere conseguir algo, tendrá que suplicarlo. Va a tener que suplicar para conseguir… Hasta. El. Último. Aliento.

 

16

 

Era el tercer café de la noche para Santi y sería el último de su vida. Estaba de pie frente a la máquina de cafés Bean-Man, en medio del 7-Eleven, mirando cómo se formaba la espuma marrón en su vaso de cartón, soñando con estar en casa, en su cama. Le pasaba siempre en ese instante, con el tercer café y a la octava hora de oscuridad; le daba por pensar en el hogar. En el limpio movimiento deslizante de sus piernas desnudas entre las sábanas heladas. El tictac de su reloj de pared. Le quedaban tres horas para irse. El turno de noche se hacía largo, pero había menos gente que vigilar, que atender, que temer. El hombre del puesto de revistas era la única persona que entraba en la tienda durante la última hora y parecía bastarle con un impersonal saludo con la cabeza cubierta con una gorra sencilla de béisbol. Santi volvió a su sitio, detrás del mostrador, se pasó una mano por los cabellos negros para devolverle la sensibilidad al cuero cabelludo y se acomodó en el taburete para iniciar otra hora más de lectura de Todo lo que muere,  de John Connolly.

La mujer entró en la tienda y se quedó en mitad de la entrada, entre el puesto de comestibles y el mostrador. Por un instante Santi, enfrascado en la lectura de la novela, no levantó la vista hacia ella. Cuando lo hizo, el libro se le escurrió de las manos y se cerró de golpe por sí solo. Contempló la película de sudor que cubría la piel de bronce de la mujer, y la mancha negra de las señales dejadas por las cuerdas en sus muñecas. Llevaba un vestido negro hecho jirones que apenas le cubría la curva del trasero y unos zapatos de tacón con los que habría tenido problemas para andar Naomi Campbell, con unos enormes pegotes de barro adheridos. Santi subió los ojos para cruzarse con su mirada, y en ella reconoció una expresión de pánico animal, el tipo de terror que había visto en los ojos de sus compañeros de trabajo cuando habían sufrido algún atraco.

—Ayúdeme —dijo en voz baja. A Santi se le descolgó la mandíbula.

—¿Qué…?

El último sonido que salió de los labios de Santi fue un «chug» amortiguado, el que produjo el impacto de la bala contra su cráneo. Martina se sobresaltó, se giró y miró a los ojos del hombre que la había metido en la jaula. Estaba delante del expositor de prensa, con una revista enrollada alrededor de un puño, mientras la otra mano iba poco a poco bajando de la altura desde la cual había descerrajado el tiro al dependiente. El hombre meneó la cabeza, mirándola, con la mandíbula apretada en un gesto de ira.

—¿Cómo demonios has salido?

En dos largas zancadas furibundas dio la impresión de recorrer media tienda. Su mano asió el bíceps de ella, rodeándolo por completo con holgura. Martina recordó esa forma suya de agarrarla. Y notó su propio labio al arrugarse para acompañar el movimiento de la mano hacia un lado, adoptando la forma del objeto más cercano a su alcance, asiéndolo con todas sus fuerzas.

Más tarde, cuando estudiaron las grabaciones de seguridad, doce agentes verían la imagen granulada de Martina Ducote cogiendo un tarro de pepinillos del puesto de comestibles, subir el brazo y bajarlo con todas sus fuerzas como un martillo contra la cabeza del asesino. El sonido del impacto se oyó desde fuera, donde una mujer llenaba el depósito de su Mitsubishi. Más tarde declararía que creyó que había sido un segundo disparo.

—¡Aléjese de mí!

En la grabación, la voz de Martina sonaba como un aullido de gato. El asesino recibió el impacto con toda su fuerza y, del golpe, la cabeza se le fue hacia atrás, laxo el cuerpo, mientras perdía momentáneamente la visión. Martina estaba petrificada en la entrada de la tienda, viendo cómo el hombre que la había secuestrado se reponía del golpe, se levantaba del suelo y salía dando tumbos por las puertas automáticas. La mujer que había estado llenando el depósito de su Mitsubishi observó con gesto confuso mientras el asesino se largaba de allí en un Ford azul sin placas. Bajo la luz artificial de la tienda, Martina Ducote se dejaba caer de rodillas al suelo de linóleo picado y rompía a llorar.

 

Vi mi reflejo un instante en el espejo retrovisor del coche al aparcar delante del hospital. Solo la pálida claridad azul de los momentos previos al amanecer iluminaba mi cara, y no reconocí al hombre ojeroso y con el pelo revuelto que me miraba desde el espejo. Por eso mismo me llevé una sorpresa al encontrarme a Eden en el vestíbulo impecablemente vestida, con el pelo recogido con una pinza de modo que le despejaba el cuello, y con un café en la mano. Verla así me hizo preguntarme si es que ya había estado en pie cuando recibimos la llamada en relación con una tal Martina Ducote. Miré la hora en mi reloj. Eran las cuatro de la mañana.

—Ya está. —Eden sonrió, cosa inusitada—. Esta es la Gorda.

Todos los casos tienen su Gorda. O, lo que es lo mismo, la gran cagada, ese error de cálculo que hace que el asesino peque de confiado o pase por alto algún detalle, un error que pone fin al caso. Prácticamente todos los de Homicidios cuentan con uno de estos. A Ted Bundy le dieron el alto por no detenerse en un control rutinario de tráfico y, al registrarle el maletero, encontraron un pasamontañas, una palanca, esposas, bolsas de basura, una cuerda y un punzón. Un descuido fundamental. La última víctima de Jeffery Dahmer le pegó en la cara, escapó y llevó a la policía a su apartamento, donde hallaron una cabeza humana en el congelador y fotos en las paredes de las víctimas mutiladas. Exceso de confianza demoledor. Por la conversación telefónica que había sostenido esa mañana, Martina Ducote había conseguido escapar de una jaula para perros, había recorrido a pie una distancia de seis kilómetros entre matorrales y había aparecido en un 7-Eleven de una vía de servicio de la Autopista del Pacífico. Pero ahí no acababa la cosa: se había topado con el asesino y le había zurrado en la cabeza con un tarro de pepinillos. Un error de bulto. En el coche, camino del hospital, estaba que no me lo creía. Probablemente teníamos la sangre del asesino en el tarro, su efigie en las cintas de seguridad del 7-Eleven y una descripción de su coche. También era posible que hubiese tocado algún artículo de la tienda, lo que significaba que podríamos obtener sus huellas. El dependiente, un desgraciado estudiante indio que había hecho un turno extra la noche que tenía libre, se había llevado una bala en la cabeza. Salvo que fuese de punta hueca, la bala de Santi Verma nos conduciría hasta el arma. Casi con toda certeza, aquella era la Gorda de nuestro caso. Estaba deseando ver a Martina Ducote para plantarle un beso y un abrazo por habernos ahorrado tantísimo trabajo.

Por alguna razón, no me había esperado que la mujer estuviese en un estado tan lamentable. Alguien capaz de escapar de una jaula por sus propios medios, atravesar una zona de monte bajo para ponerse a salvo y librarse de su secuestrador con nada más que un tarro de vidrio tenía que ser, en mi imaginación, una persona inmune a cualquier lesión. Sin embargo, Martina había quedado hecha polvo. Estaba sentada en el borde de una cama de hospital mientras un médico le curaba unas ampollas tan grandes y horrorosas en los pies que más bien parecían quemaduras producidas por ácido. Brazos, cara y cuello lucían las reveladoras marcas y arañazos de los arbustos. Tenía el pelo negro y corto y por detrás de las orejas le salían mechones disparados en ángulos extraños, y su minivestido negro se había desgarrado por el costado izquierdo y dejaba ver el filo de un pecho redondo. Y estaba profundamente entregada a una de las dos reacciones emocionales elementales que se dan en todo aquel que ha vivido la experiencia de ser víctima de un crimen: la ira.

Cuando entramos Eden y yo, levantó la vista hacia nosotros con una cólera muda que helaba la sangre y que habría podido hacer añicos las ventanas. Pero vi que no se trataba de nada personal. El médico también fue objeto de ella.

—Señorita Ducote —dijo Eden—. Soy Eden Archer. Este es mi compañero Frank Bennett.

Martina nos tendió la mano y estrechó la mía. Me fijé en las señales que le había dejado una cuerda en la muñeca.

Ella vio mi gesto de dolor.

—No son tan graves como parecen.

—Creo que no hace falta que le digamos que ha hecho usted un trabajo extraordinario. —Sonreí—. Por lo que tengo entendido, le sacudió pero bien.

Ella suspiró.

—Sí, bueno, pero a no ser que se haya desmayado por hemorragia cerebral retardada, en estos momentos estará a medio camino de Perth.

—No importa. Usted nos ha proporcionado unas pruebas fundamentales. No tendrá donde esconderse, ahora que sabemos quién es.

Martina asintió con la cabeza y se lamió el corte que tenía en el labio inferior. Los restos de maquillaje corrido que tenía debajo de los ojos le daban un aspecto más cansado de lo que estoy seguro que estaba. Reparé en los zapatos de tacón que había llevado puestos, encima de la mesilla de noche, metidos ya en una bolsa especial para pruebas. Las tiras de los cierres le habían dejado en los tobillos marcas rojas de carne despellejada.

—Dijo algo de mi grupo sanguíneo y de que mi corazón iba bien —comentó Martina, mientras veía cómo el médico le vendaba los pies—. Vi una noticia la noche antes de que me raptase sobre un… sobre un hombre que andaba robando órganos a la gente. En la sala en la que encontré las llaves de la jaula había dos mesas de operaciones.

Nos quedamos todos callados. El médico había dejado de hacer lo que estaba haciendo y miró, agachado, a la mujer que estaba sentada en la cama. Martina me miró fijamente y por un instante me sentí como si fuese la única persona que estaba en aquella habitación, aparte de ella.

—Quería mi corazón, ¿verdad?

Yo moví la cabeza en gesto afirmativo. Martina abrió las manos y contempló las heridas que le había dejado en las palmas la caída que había sufrido al tropezar y caer contra algo duro. Tres de sus uñas arregladas con manicura habían sobrevivido al suplicio.

—Creo que podré llevarles allí —dijo.

Eden se rebulló a mi lado y yo sentí que el corazón me daba un vuelco.

—¿Adónde?

—A ese sitio —respondió Martina, pasándose el pelo por detrás de la oreja—. Al sitio en el que me tuvo encerrada.

 

 

 

Eran dos estudiantes muy diferentes entre sí. En el caso de Eric, se encerraba en la casa del bosque, se sentaba con la espalda encorvada y la cabeza gacha, arrugaba el ceño bajo la luz y se pasaba horas y horas en la misma silla dura. Sentía la necesidad de memorizar, hacer resúmenes, elaborar listas, resaltar con colores siguiendo determinado código y organizarlo todo en calendarios. El cobertizo estaba siempre a oscuras, en silencio, inmaculado, con las ventanas cerradas mientras fuera soplaba un viento que se abría paso y se enroscaba entre los árboles.

Eden era todo lo contrario. Durante los meses de invierno le gustaba sentarse al sol que se colaba entre las ramas de un escobillón rojo, al pie del cerro, con el pelo recogido en un moño con una cinta, y la boca y la nariz tapadas por completo con una bufanda gris de lana, mientras pasaba las páginas del tomo tremendamente voluminoso que reposaba en su regazo. Hades la observaba desde detrás de la puerta mosquitera de la entrada; la veía levantar la cabeza y dejar la mirada perdida mientras relacionaba conceptos y extraía conclusiones, moviendo los labios al murmurar para sí misma.

Ninguno de los dos necesitaba que Hades les insistiese para estudiar. Desde las luces del alba hasta las sombras del atardecer, seguían una rutina consistente en estudiar, escribir, planificar tareas y leer. Cuando les examinaba, Eric se sentaba en una silla de la cocina, muy recto, sin pestañear, como un sabueso esperando su cena. A Eden le gustaba trajinar mientras recitaba las respuestas, como remover un puchero puesto en el fogón, o rellenar un crucigrama, o hacerse trenzas en su larga melena. Eric se equivocaba de tanto en tanto y eso le hacía estallar, furibundo. Eden jamás se equivocaba. Y cuando le entregaba sus calificaciones, Eden se encogía de hombros y volvía a sus quehaceres.

El segundo año Eden se presentó en la casita y le entregó a Hades un ejercicio escrito que él no le había pedido que escribiera. Lo dejó encima de la novela que Hades había estado leyendo. Él se ajustó las gafas para echarle un vistazo, subiéndoselas bien al puente de su desfigurada nariz, mientras ella se dirigía a la nevera.

—¿Y esto es…?

—Una corrección —respondió, sentándose al otro lado de la mesa con un vaso de leche—. Para el libro de texto. Está mal. He pensado que deberíamos comunicarlo.

Hades miró el trabajo, levantó la primera página y frunció el ceño.

—¿Protección de las células del epitelio intestinal frente a daños causados por toxinas de la bacteria Clostridium difficile  mediante indicadores de los receptores de ecto-5-nucleotidasa y adenodina? —preguntó, y levantó la vista.

—Eso mismo.

—¿Qué quieres que haga yo con esto? No puede llegar a ningún sitio con tu nombre. Supuestamente tienes diecisiete años.

—He pensado que a lo mejor podías enviarlo tú anónimamente. —Se relamió la leche de los labios—. Ya sabes, en plan «carta al editor».

El viejo asintió meditabundo y la siguió con la mirada mientras ella entraba en el saloncito y se dejaba caer en el sofá con su vaso medio vacío. Hades guardó el texto y no volvió a pensar en él en muchos días. Cuando lo envió al contacto que le había facilitado matricular a los chicos en el curso, el hombre ofreció a Hades veinte mil dólares para publicarlo bajo su nombre.

Tras meditarlo, decidió decirle a Eden lo de la oferta. Estaba seguro de que se tomaría la noticia con humildad, no como Eric. Siempre que la halagaba, ella se azoraba y a él le encantaba. Se fue hasta la puerta, la abrió y se detuvo en el primer escalón al ver a Eden sentada al pie del cerro, en su tocón predilecto, de espaldas a él.

Con ella había un chico sentado también en el tocón. Casi no había sitio para dos personas, ni para la prudente distancia que una quinceañera requería del sexo opuesto. Hades notó que apretaba la mandíbula. Mientras bajaba por la pendiente, reconoció esos cabellos largos y rizados que acababan en la nuca de un ancho cuello broncíneo y en la ancha espalda del chico de los Savage. Elijah Savage llevaba trece años trabajando para Hades como conductor de camión volquete. Su hijo tenía las mismas manos anchas y encallecidas que el padre, manos de peón de la construcción, y al parecer le gustaba fumar los mismos cigarrillos baratos. Hades sintió una mezcla de ira ciega y alegría paterna. El chaval era buen chico, íntegro y comprensivo como el padre, con el talante amable propio de los hombres bien educados. Hades se detuvo detrás de los jóvenes y escuchó. El humo del cigarrillo subía por encima del hombro del muchacho.

—¿Un catalizador bioquímico? —decía el chico—. ¿Como una especie de explosión, dices?

Eden se rio y a Hades le sorprendió su reacción.

—Tú sí que vas a ser el catalizador de una investigación por homicidio de aquí a nada, Savage, como sigas escaqueándote del curro —dijo Hades.

El chico se levantó del tocón dando un salto y se apartó un par de pasos de Hades. Una de sus sucias botas de punta reforzada pisó e hizo rodar una piedra del borde de la carretera.

—Ostras, sí. Entendido, señor Archer. —Y el chico se despidió.

—Mmm —respondió Hades, que se quedó mirándole mientras se alejaba, para ocupar a continuación el sitio en el que había estado sentado. Savage hijo desvió disimuladamente los ojos hacia Eden una fracción de segundo, dio media vuelta y se marchó a paso ligero en dirección al grupito de operarios que se encontraban en las inmediaciones de la nave de clasificación. Eden cerró el libro en su regazo y cruzó las piernas en la posición del loto, dejando una apoyada en las rodillas del viejo. Se miraron. Eden sonrió, cosa poco habitual en ella, y a Hades se le iluminó el corazón. Enseguida ella desvió la mirada.

—Ni te molestes en decirlo —suspiró Hades—. Soy un tonto de remate, ¿verdad que sí?

 

17

 

Reubicarse. Deambular. Jason se sentía como si de alguna manera el mundo se hubiese ladeado y no lo hubiesen enderezado correctamente, de modo que tenía que andar por una acera inclinada y tratar de mantener el equilibrio entre fachadas torcidas. No solo era a causa del golpe en la cabeza. No podía volver al apartamento. Solo planteárselo había supuesto un riesgo, viendo cómo empezaban a proliferar las noticias sobre el suceso y que su foto, borrosa y a medio hacer, aparecía una y otra vez a su alrededor, en todas las pantallas. Y la casa del pie de las montañas ya no era una opción. Su mundo entero se había quedado sin un centro, sin un eje sobre el que pivotar. ¿Y los ratones? ¿Qué sería de ellos? Se los imaginó con las patas en el vidrio, chocando con unas superficies que no podían ver.

La luz de los aseos públicos parpadeó como si para cobrar vida tuviera que toser, y su color morado eléctrico hacía que sus ojos en el espejo pareciesen negros. En el exterior un tren entró ruidosamente en la estación, no se detuvo, y se alejó de nuevo quejándose como un crío enrabietado. Le temblaba la mano con la que tenía cogidas las pinzas. Había cristales en el lavabo manchado de su propia sangre. Volvió la cabeza, palpó la herida y se estremeció de dolor al notar que el instrumento le tocaba el hueso. Todavía sentía dolor. Eso era bueno, una reacción natural, lo cual insufló calor a sus extremidades y tornó un poco menos torcido ese mundo morado e inclinado. Se lavó las manos y se pasó los dedos por la brecha para comprobar si palpaba alguna esquirla de vidrio que pudiese habérsele quedado incrustada. Ni siquiera había pensado aún en la mujer que se le había escapado. Le daba miedo la cólera, temía lo que se vería impulsado a hacer movido por ella.

Cuando Jason llevaba cosidos dos puntos de sutura en la brecha de la cabeza, entró un hombre en los aseos. En la postura en que se hallaba, con un extremo del hilo cogido con los dientes y la aguja por encima de la cabeza, hacia la izquierda, casi oculta a la vista, Jason no lo tenía fácil para mirar. Oyó los pasos, el arrastrar de pies, y notó que entraba aire del exterior. Junto a su propia imagen en el espejo apareció un personaje larguirucho, titubeante, con el pelo largo y chupa de cuero, y unos huecos enormes entre los dientuchos finos y grisáceos. Jason le había visto fuera, esperando sentado en un banco, incomodando a una joven a la que se dirigía hablándole muy cerca, demasiado alto. Un don nadie sin techo, con algún trastorno mental, arrastrándose por la Tierra y creando problemas a todo aquel con el que se cruzaba. Una sombra. Un hombre de humo.

—¿Qué haces? —preguntó el hombre. Tenía la voz aguda, como de vieja bruja, una voz de señora mayor—. ¿Te has hecho pupita?

Jason soltó el aire de los pulmones lentamente, suavemente, dejándolo escapar entre los dientes. La herida le estaba sangrando otra vez. Justo acababa de conseguir restañarla cuando entró el vagabundo. Al olor propio del lugar se añadió una vaharada a orina, más próxima e inmediata. Jason sacó la aguja de la herida y detuvo la operación de sutura; asió con fuerza el borde del lavabo para dejar de temblar.

Antes de que le diera tiempo a decir nada, el tipo volvió a hablar:

—No hay quien coja el autobús. Ná.  No hay ná  que hacer. —Meneó la cabeza—. Hay huelgas de autobuseros por todas partes. Me recuerda a los tiempos de Whitlam.4 A los malos tiempos. He llamado a mi madre. Igual ella podría llevarte al médico de camino a casa, si quieres. Se lo puedo preguntar. Es maja. Seguro que te acerca.

—Has llamado a tu madre, ¿eh? —La voz de Jason salió temblorosa de sus labios. La ira le presionaba por detrás de los ojos, tratando de abrirse paso al exterior por los conductos lagrimales. Miró al hombre. Debía de rondar los cuarenta años—. ¿Vives con tu madre?

—A ratos. No soporto la comida que hace. No tiene ni zorra de cocinar, mi madre. Je, je. En la calle se puede encontrar mejor comida, ya te digo. Y tampoco tengo que recoger mi cuarto. Porque no tengo cuarto, ¿verdad?

El tipo movió arriba y abajo la cabeza, ligeramente, con una mirada que suplicaba aprobación. Amistad. Jason agarró con fuerza el asa de su bolsa, oyó el chirriar del cuero, el chasquido del cierre al abrirse.

—Yo a ti te conozco —dijo Jason.

—¿En serio? ¿Nos hemos visto antes?

—Oh, sí. —Jason se lamió el labio inferior y notó que le tiraban los puntos de la cabeza—. Llevas desde que nací rondando por los confines de mi vida. Eres ese que no está bien, el que está algo tocado del ala, esa rareza que sale de vez en cuando. El enfermo. El dañado. El enclenque al que había que haber apartado de la camada y dejado morir de hambre, pero que se libró por las estúpidas normas que nos imponemos, por las leyes que redactamos, por la estulticia constante y carente de todo razonamiento de este montaje de vida en el que al final lo único que hacemos es deambular, presas de una inmensa alucinación que revuelve las tripas. Eres ese al que han abrazado más de la cuenta, al que han tranquilizado más de lo necesario, al que han dado más sostén del que merecía. Eres un coñazo con patas. Esto —se señaló el boquete de la cabeza— eres tú. Una herida que nadie ha cerrado por falta de tiempo.

—¡Oye! —El tipo, vacilante, frunció a medias el ceño—. Eso que dices es muy feo.

—Un lorito, eso es lo que eres. —Jason dio unos pasos hacia el hombre y entró así en su nube de olor a orina—. Repites como un loro lo que oyes decir a los demás. Los tiempos de Whitlam. Los malos tiempos. ¿Tienes puta idea de lo que estás diciendo? No vales ni para recorrer una recta entre dos puntos. No sirves ni para menearte la polla tú solito.

Jason temblaba de la cabeza a los pies. De sus labios inmóviles siguieron manando calificativos. Parásito. Sanguijuela. Carga. Mamón. Saco de huesos. Inútil, ser inútil. Otro ejemplo más de la falta de instinto del mundo, de la falta de voluntad para simplemente cerrarle la boca y la nariz y eliminarle tan metódica y eficazmente como si se tratase de amputar una extremidad podrida. El mundo estaba lleno de seres como él, seres contra natura que deambulaban y chocaban unos con otros, tanteando en la oscuridad. Dentro llevaban órganos, sangre, huesos, plasma para alimentar a los fuertes, nutrientes que habría que haber devuelto a la tierra de la que salieron un día, para alimentar los árboles, la hierba, las plantas. El círculo se había interrumpido, se había deformado. Chupóptero de oxígeno.

El hombre estaba en esos momentos luchando por obtenerlo bajo las manos de Jason, en el suelo del aseo.

Tratando de inhalarlo por la boca al tiempo que le entraba también por el enorme tajo abierto en su cuello.

Jason notó que le resbalaba un poco de sangre por la cara mientras maniobraba. Y no toda era suya.

—Tú —gruñó mientras iba cortando, sajando, tajando la carne húmeda—. No. Vales. Nada.

 

4 Edward Gough Whitlam (1916 – 2014), primer ministro australiano entre 1972 y 1975. (N. de la t.)

18

 

Martina Ducote había llegado al 7-Eleven que había a orillas de la carretera Bowen Mountain Road, al pie de las inmaculadas Blue Mountains, en Grose Vale5. El asesino la había trasladado en coche, inconsciente, hacia el oeste, hasta un lugar a dos horas de camino desde la gran ciudad. Eden nos condujo por la rampa de acceso de la gasolinera y aparcó junto a dos coches patrulla. Vi a cuatro agentes de la Policía de Grose Vale apoyados en los capós, fumando.

Martina había ido callada prácticamente todo el camino, frotándose las vendas de las muñecas mientras veía pasar por las ventanillas el paisaje de monte. Había ido a cortarse el pelo y se lo habían dejado en una media melena totalmente lisa que le enmarcaba la cara. A pesar de las magulladuras y de los rasguños que le decoraban la mandíbula, poseía una belleza exótica. Ojos grandes, labios carnosos, una pose como de asombro o perplejidad constantes, como si estuviese tratando de decidir si se ponía en pie y abandonaba toda su vida, daba portazo y desaparecía. Con un pie en esta vida y el otro fuera de ella. Ni siquiera había querido permanecer ingresada hasta la mañana siguiente, ni nos había permitido que le pusiésemos un agente en su domicilio. Daba la impresión de estar firmemente decidida a enfrentarse a la realidad. Todo eso podía obedecer a la rígida determinación de una mujer muy fuerte, o bien, sencillamente, a las consecuencias de un estado de conmoción: una negativa a admitir el horror y una inestabilidad que en breve afloraría a su consciente y la hundiría como arrastrada por una roca.

En cierto sentido, para nosotros era de más utilidad que abandonase el hospital, aunque en ningún momento se lo habíamos pedido. Si el asesino tenía pensado ir a por ella nuevamente, su apartamento estaría vigilado las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana.

Esa mañana se había puesto una camiseta blanca y unos vaqueros, y cuando fui a recogerla no había con ella ni un amigo ni un pariente para acompañarla. No le pregunté la razón.

Salimos del coche y nos dirigimos a los agentes de Grose Vale, con quienes nos dedicamos unos minutos al consabido hinchar de pectorales y recolocación de cinturones, acompañados de comentarios sobre el frío que hacía a la sombra en la sierra de Bowen Mountain por las mañanas. Martina aguardó al lado del grupito, incómoda, observando a los forenses que entraban y salían del lugar de los hechos, dentro de la tienda. Los policías parecieron reconocerla por las fotos publicadas en la prensa. Uno le dijo a otro, susurrando, que estaba mejor tal como iba vestida hoy que con el famoso vestido de fiesta con el que había aparecido en todas las noticias. Me pareció un comentario fuera de lugar que me revolvió las tripas, pero estaba de acuerdo.

—Vale. —El agente al mando dio una palmada fuerte con las manos—. Vamos allá, ¿no?

Martina encabezó la marcha con pasos tímidos, inseguros. Al llegar al seto que separaba la carretera, se detuvo unos instantes para ver por dónde pasar. Yo aparté unas ramas para facilitarle el paso. Fuimos avanzando en fila india, con los agentes de Grose Vale en la retaguardia, Eden en el centro y Martina y yo delante. En un momento dado, Eden se hartó del ritmo que llevábamos y nos adelantó, avanzando a paso ligero, bajando de lado por el terraplén como una experta montañera. Martina la siguió con la mirada hasta que se perdió de vista. Fue una de las escasas ocasiones en que levantó la cabeza para mirar más allá de sus propios pies. Mientras recorríamos aquellos angostos senderitos hechos por los animales del monte, debió de pasarse el pelo por detrás de la oreja como un centenar de veces. Todo estaba en sombra y la poca luz que había iluminaba aquí y allá el lecho del bosque formando manchitas doradas.

Martina rozó sin querer mi mano y los dos nos disculpamos a la vez.

—Es… —Tragó saliva—. Es totalmente diferente de día.

—Debió de ser espeluznante, ¿no?, cruzar todo esto a oscuras —dije yo.

—Me han preguntado si tenía miedo de que pudiera venir a por mí en pleno monte. Pero a mí ni se me ocurrió pensar que podría volver a verle, hasta que llegué a la gasolinera. Me daba más miedo perderme por aquí. No sabía…, no tenía modo de saber lo lejos que estaba.

De pronto me pareció que se quedaba ligeramente sin resuello, como si desease sentarse. Pero no había dónde.

Los agentes de Grose Vale pasaron por delante de nosotros sin interés. Al llegar al pie del terraplén, se dividieron en dos grupos y continuaron por sendos caminos que serpenteaban más o menos en la misma dirección.

Martina se agachó y se quedó uno o dos minutos en cuclillas, luego se levantó y se asió de mi brazo para sostenerse.

—Me duelen los pies.

—Seguramente te llevaría en brazos si estuviésemos solos —dije. Por un momento pareció no saber si tomarme en serio o no—. Pero con otros hombres cerca no puedo hacer algo así. Les haría quedar de pena. Y lo mismo me darían una buena tunda.

Me encogí de hombros, impotente. Ella esbozó media sonrisa.

—Con esos bracitos no podrías conmigo.

Continuamos un buen rato en silencio. Cuando este se hizo incómodo, hablamos unos instantes sobre cosas sin importancia. Como que hacía demasiado frío para que hubiese serpientes. O comentarios sobre el terreno. Sobre por qué a la gente le gusta tanto hacer caminatas por el monte. Ella parecía dispuesta a reírse en todo momento. En el fondo, nunca he sido el «tío con labia» de mi trabajo, pero hubiera puesto la mano en el fuego a que Eden no iba a serlo tampoco. En ocasiones, hablar de tonterías con la víctima de un crimen podía servir para suscitar recuerdos que la propia persona desconocía tener en su mente.

Los polis lugareños acabaron sin saber por dónde seguir y dejaron que nos pusiéramos de nuevo a la cabeza. Martina se detuvo y, cerrando los ojos con fuerza, respiró hondo durante un buen rato, ajena a los ruidos que hacía Eden al reaparecer por entre las matas, a nuestra derecha. Levantó la vista hacia la sierra que teníamos justo encima, dio media vuelta y, al parecer, sopesó la ubicación de aquella respecto de otro pico claramente visible, cuya cima rocosa sobresalía entre la tupida vegetación como un diente roto.

—Por allí. —Martina señaló hacia el norte.

—Correcto. —Eden movió la cabeza afirmativamente a su pesar—. Allí arriba hay una granja, a unos doscientos metros, más o menos. Estoy casi segura de que es esa.

—¿Cómo lo sabes? —pregunté yo, pero ella se dio la vuelta y se alejó a paso ligero. Todos los demás fueron con ella. Martina tropezó con algo y se agarró con fuerza a mí, y a través de la tela de mi camisa noté que le temblaba la mano. De nuevo estábamos solos.

—¿Estás bien?

—Sí.

—¿Seguro?

—Él no está aquí —respondió, como haciendo esfuerzos para creérselo ella misma—. No volvería aquí.

 

El olor a humo se hizo insoportable y me causó escozor en los ojos y la garganta. Mientras nos acercábamos a un claro, reparé en que las hojas estaban cubiertas de cenizas húmedas. Finalmente salimos a una larga extensión de hierba junto a una valla de alambre de espino.

Una finca rural apareció ante nosotros, yerma y abandonada. La mitad de la hierba estaba reseca, apretada contra la tierra, y la otra mitad nos llegaba por la cintura. En el centro de una parcela bastante grande había habido una casa pequeña. Ahora era una estructura renegrida, un costillar de vigas calcinadas apuntando hacia el cielo gris. Junto a los restos de la construcción había un coche de bomberos y un coche patrulla. En el capó de este estaban apoyadas dos policías, una redactando un informe y la otra haciendo fotos. Miré a mi alrededor en busca de Eden y los demás, pero iban ya por la mitad de la parcela.

—Te equivocabas —dije a Martina—. Sí que volvió.

Ella asintió. Las policías se sorprendieron al vernos.

—¿Así que no fuisteis capaces de atar cabos? —dije, señalando la casa con un ademán.

—Ya no estáis en Grose Vale —respondió el poli al mando—. Esto es jurisdicción de Kurrajong. No me cabe duda de que, si lo hubiesen sabido, nos lo habrían dicho, ¿verdad que sí, chicas?

—Usted es Martina Ducote. —Una de las agentes de Kurrajong señaló a Martina con el boli—. Bueno, y eso de ahí es…

Todos miramos hacia la casa. Unos bomberos caminaban por el interior negro y húmedo, tirando restos a puntapiés y pisoteando rescoldos.

—Sí —dijo Eden con un suspiro—. Eso era el taller clandestino.

 

El tipo lo había hecho bien para destruir la casa. El calor había alcanzado tal intensidad que la jaula de la que había escapado Martina se había fundido y, deformada, había quedado convertida en una versión surrealista de lo que había sido antes. La sala con las mesas de operaciones había sido pasto de la explosión de varios tanques de gas. Una mesa había salido disparada y sus fragmentos se habían empotrado en la tierra de la parcela a cincuenta metros de distancia, junto con los de escalpelos, cuchillos, sierras y jeringuillas. Lo que quedaba del desfibrilador era un charco de plástico beis derretido. Caminé entre las ruinas con Martina, cogiendo del suelo trozos de papel quemado y restos de garrafas de productos químicos partidas por la mitad, y metiéndolos en bolsas de elementos probatorios. Encontré un par de joyas que habían sobrevivido al incendio: un zarcillo de oro y un reloj de caballero.

Eden se acercó hasta nosotros y nos acompañó en el recorrido. Nos contó que, tras consultar la escritura de la finca, se había sabido que el terreno era propiedad del Gobierno y que la demolición de la vivienda se había previsto para unos años antes; pero no había corrido prisa. Seguí con la mirada a Martina, que se separó de nosotros y se agachó donde antes debía de estar el salón, estiró un brazo hacia el suelo y se impregnó de ceniza las yemas de los dedos.

Debería haber estado buscando pruebas. Debería haber estado experimentando algún sentimiento hacia Martina, hacia una mujer que había salido con vida de las garras de un monstruo y que había regresado al lugar en el que habían intentado extirparle el corazón. Pero mi cabeza estaba en otra parte. Me ceñí la chaqueta para protegerme del viento y contemplé la sierra de Blue Mountains.

Por la estrecha pista de acceso a la finca apareció dando tumbos la furgoneta de una agencia de noticias. Era imposible saber si simplemente venían a cubrir la información acerca del incendio o si de alguna manera les había llegado el dato de que aquel lugar era el taller clandestino del asesino. Dos de los agentes de policía hablaban por teléfono. Eché a andar con la esperanza de detener a los periodistas antes de que contaminasen el escenario.

—¡Eh! —exclamó una de las agentes de Kurrajong desde la otra punta de la finca—. ¡Eh! ¡Eh! ¡Venid, rápido!

Me detuve en seco. No solo daba unas voces tan fuertes que podíamos oírlas desde donde estábamos nosotros, sino que además su tono se había elevado varias octavas. Daba la impresión de estar asustada. Me volví y eché a correr con Eden por la maraña de hierbas de detrás de la casa. La agente se encontraba junto a una estructura de piedra, ancha y baja, levantada en la esquina más alejada de la parcela. Mis botas hicieron chascar vidrios y escombros, que llegaban incluso hasta la valla de alambre de espino.

Se trataba de un pozo. La oficial Sanders, del Cuerpo de Policía de Kurrajong, había ido directamente a esa punta y había descorrido a medias la tapa de cemento del pozo. Había dejado de vomitar el intervalo suficiente para poder llamarnos a gritos, y hasta ahí había llegado. Yo levanté el borde de mi camisa para taparme la boca y me puse la mano a modo de visera delante de los ojos para ver mejor en la oscuridad.

El pozo medía unos seis metros de hondo. Distinguí un ojo muerto, lechoso, mirando hacia mí en la media luna de luz grisácea. Por como olía, supe que allí dentro había muchos más.

 

5 Grose Vale y Bowen Mountain son dos pequeñas poblaciones situadas al noroeste de Sídney, ambas dependientes del municipio de Hawkesbury, en una zona eminentemente rural que linda con el Parque Natural Blue Mountains. La ciudad comercial más cercana, Kurrajong, se encuentra a unos cinco kilómetros hacia el noreste. (N. de la t.)

19

 

Los policías nos volvemos insensibles. Es algo tan viejo como el hombre. Las personas excesivamente habituadas a enfrentarse a la muerte o a la crueldad acaban por dejar de creer en la bondad general del corazón humano y en todas esas paparruchas de las felicitaciones navideñas, y por considerar la depravación y el asesinato como intrínsecos a la condición humana. Se quedan ahí sin más, fumando, bromeando sobre los muertos, y continúan hablando de otras cosas, especulando sobre los partidos de fútbol del fin de semana. Suspiran, pisan la hierba y despotrican contra su trabajo exactamente igual que millares de personas con otras profesiones.

Para los policías que llegaron para vaciar de cadáveres el pozo, tarea que se alargaría hasta bien entrada la noche, la saña del asesino representaba más un latazo que una aberración contra la humanidad.

Por eso, cuando Martina Ducote decidió quedarse a mirar, sentí una punzada de preocupación en la boca del estómago. No solamente estaba a punto de presenciar en qué habría podido quedar convertida ella misma, sino que además contemplaría, no me cabía duda, la falta de respeto hacia los muertos que surge de un modo tan natural entre los policías.

Estuve pendiente de ella en todo momento, mientras caía la noche y dos agentes de la científica bajaban al pozo, sujetos con arneses, para tomar fotos, huellas dactilares, muestras y demás. Estaban trayendo urgentemente en helicóptero a una antropóloga forense de la capital, a la que la llamada telefónica había pillado preparando la cena para sus hijos. Menudo empleo. Un puñado de agentes de patrulla estaba tratando de desplazar a los técnicos de audiovisuales y a las guapas reporteras, con los micrófonos en ristre y los rostros profusamente maquillados iluminados por los potentes focos, para que retrocediesen unos metros de la zona en la que se habían instalado.

Eden iba de un lado para otro, cavilando, cruzada de brazos. También yo me perdí en mis cavilaciones, y mis conclusiones serían probablemente las mismas que las de ella. ¿Qué sentido tenía que unos cuerpos estuviesen metidos en un pozo y otros en el fondo de la bahía? Por lo que se veía, el asesino realizaba las operaciones aquí, siendo este el método más cómodo para deshacerse de los cadáveres, mientras que los cuerpos arrojados al mar a orillas de la ciudad debían de proceder de otro taller clandestino próximo a la bahía. ¿Tendría un piso en la ciudad?

Dos horas más tarde sacaron el primero de los cuerpos, extrayéndolo cuidadosamente de la maraña de restos humanos como si se tratase de una pieza de un puzle escultórico. Lo sacaron de las tinieblas en una camilla de mano, subiéndola con ayuda de un cabrestante. Era un varón. Estaba tumbado de lado, en posición fetal, con los ojos cerrados. Martina observó sin ninguna expresión en la mirada cómo el cuerpo era izado por encima del brocal del pozo. Sus mejillas se iluminaron con los flashes de los reporteros, que la habían reconocido a mi lado. Alguien soltó la gracia de que el muerto se había quedado frito en el curro y la gente se rio por lo bajo. Apoyé mi mano en el hombro de Martina.

—¿No hay nadie que esté preocupado por ti?

—No —respondió ella sin levantar la vista.

—¿Quieres que llame a alguna persona?

—El que reciba la llamada se llevará una sorpresa. —En respuesta a mis intentos, esbozó una sonrisa—. En realidad no tengo a nadie que pueda considerar como la persona a la que llamaría en caso de necesidad.

Por un momento, me quedé callado, pensando en lo triste que era eso. Entonces, caí en la cuenta de que yo mismo me hallaba en esa situación. Al parecer, Martina y yo llevábamos vidas similares: sin vínculos con nadie especial, relacionándonos sin ningún afán con los integrantes de nuestros respectivos círculos de conocidos e intimando únicamente con desconocidos. Para mí esa manera de vivir era una especie de destructiva estrategia de conservación, a la que hacía mucho que me había habituado. Pero Martina Ducote me parecía demasiado joven. Me percaté de que me estaba mirando y sonreí torpemente.

—Esto va para largo —le dije—. Cuando veníamos vi un Hungry Jack’s al pie del monte.

—Me encanta el Hungry Jack’s —dijo ella. Alguien se puso a canturrear We’re Sendin’ Our Love Down the Well6,  lo que fue recibido con una carcajada general. Yo me ruboricé y me llevé a Martina al coche inmediatamente.

 

No sé cuánto tiempo hacía que Martina no comía nada, pero era como si estuviese aprovechando la oportunidad de hacerlo ahora que no corría ningún peligro. Se zampó su hamburguesa con aros de cebolla y su Coca-Cola, que bebía a sorbos, dirigiendo la vista hacia atrás, por la ventana del local, a los coches que abandonaban la autopista para iniciar la subida por las Blue Mountains o que regresaban de allí. Los empleados del restaurante, todos jovencitos, salían cada dos por tres de detrás del mostrador en cuanto tenían un hueco para limpiar las mesas como posesos con ayuda de una bayeta, con las mejillas sonrosadas y brillantes de sudor. Mi primer trabajo había sido de chico de las patatas fritas en un McDonald’s. Dediqué unos instantes a valorar lo horroroso que era ese curro y el hecho de que yo estaba sentado allí comiendo y no desempeñándolo.

—¿Quieres un sundae? —pregunté a Martina, un poco esperando que dijese que sí para tener una excusa para tomarme yo otro.

Ella reprimió una risa mientras doblaba la esquina del papel de su hamburguesa.

—Gracias, papi.

Volví con uno de fresa y uno de chocolate. Ella eligió el de fresa. «Muy femenino por su parte», pensé.

—¿Tienes que hacer mucho estas cosas?

—¿Qué cosas? —pregunté apoyando los brazos en la mesa.

—No sé. Ocuparte de las víctimas de secuestros. Gente a la que… a la que por poco…

—No. —Hendí mi sundae  con la cucharilla—. Generalmente procuro elaborar el informe y punto. Si te soy sincero, las víctimas no suelen venir con nosotros y estar como has estado tú.

—No me siento segura —admitió, con la mirada fija en la copa—. Por cualquier cosa me entran ganas de salir corriendo y esconderme. Unas luces. El tacto del metal frío. El sonido del viento.

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