Hades

Hades


Portada

Página 11 de 12

Señaló hacia el hoyo, delante de mí. Me acerqué y contemplé el cadáver que estaba tendido dentro. El yonqui yacía tumbado bocarriba sobre un bidón, con la espalda arqueada hacia atrás en una postura difícil. Le habían despojado totalmente de su ropa. Le habían hecho un boquete enorme a lo largo del pecho, y, aunque mis conocimientos de anatomía eran limitados, habría apostado a que le habían extirpado unos cuantos órganos. Pero aquello no había sido una operación quirúrgica. Aquello había sido producto de la cólera. De una ira ciega y violenta. Jason empezaba a derrumbarse. El ritual estaba cambiando. Estaba perdiendo el control. El drogadicto tenía aún la escayola en el pie que se había fracturado en la bahía Watsons. Me di la vuelta y, conteniendo la respiración, me abrí paso entre los operarios del vertedero que se habían apiñado alrededor, impactados y anonadados. Hades aguardó detrás de ellos con las manos en los bolsillos, apoyando un codo en el bastón. Vi que los búhos estaban acordonando la zona alrededor del hoyo.

—Tengo a un par de mis encargados tratando de averiguar exactamente en qué zona de la ciudad tiraron el cadáver al contenedor de basura me informó Hades—. Por experiencia, tiene pinta de que fue en el centro. Había muchos envases de comida rápida en el mismo montón. En los contenedores de los barrios de vecinos no hay tanta cantidad.

—Darlinghurst —dije, estremecido—. Estaba viviendo en Darlinghurst mientras se sometía a un programa de Drogadictos Anónimos. Tengo que avisar a Martina…

Dejé la frase sin terminar y me alejé del grupo a paso ligero. Martina respondió con voz adormilada. Me dolía tener que desdecirme de todas las garantías que le había dado de que el asesino no volvería, de que si el yonqui estaba con vida era porque no tenía interés en cerrar asuntos pendientes.

—Frank, ¿crees que corro peligro? —me preguntó en voz baja, seria.

—No lo sé.

—¿Qué debería hacer?

—Aún hay un coche patrulla vigilando tu bloque de pisos. Quédate ahí —le dije—. Pasaré por tu casa esta noche.

Mis propias palabras me resonaron dentro de la cabeza. «Pasaré por tu casa esta noche». ¿Tenía la intención de dedicar el resto de mis noches a protegerla, a preocuparme por ella, a sostenerla? Unos días antes había estado solo, como me gustaba que fuese mi vida, con el dominio absoluto de todas las facetas que me importaban: mi cuerpo, mi profesión, mis estúpidas posesiones. De pronto, mis preocupaciones se habían multiplicado por dos. Ahora tenía a todo un nuevo ser humano al que tomar en consideración. Temblé de ira solo de pensar que pudiera pasarle algo. Cuando me guardé el móvil en un bolsillo, las manos me temblaban. «Así se siente un marido —pensé—. Así tendría que haberme sentido cuando Louise me telefoneó desde la clínica, hace todos estos años, para preguntarme dónde coño estaba».

—Debería usted cerrar las instalaciones —le dije a Hades—. De lo contrario, la prensa se las va a invadir.

Me miró en silencio, sopesándome, y al entornar los ojos por el sol se le formaron pliegues en la piel correosa de las sienes. En aquel momento me resultó absurdo tener que mantener una fachada de ignorancia, fingir que desconocía que aquel hombre era el padre de mi compañera, tener que seguir actuando como si el lugar que se hallaba en los orígenes de la actitud amenazante de Eden y Eric no fuese lo que tenía a mi alrededor, no fuese el suelo mismo que pisaba en esos instantes, el aire que respiraba. Podía notar la mirada de ambos clavada en mí, aun dándoles la espalda. Este era el juego en el que habían entrenado a jugar a todo el mundo: al capitán, a los búhos, a todo el personal de la comisaría. Era el juego al que ellos mismos tenían que jugar. Inocentes mientras no se demuestre lo contrario. ¿De qué servía que yo supiera de su infancia tutelada por uno de los personajes más siniestros de nuestra ciudad, si no se podía señalar ningún efecto relevante? ¿De qué servía que yo supiera que un hombre y una mujer habían estado dentro de un coche con las luces apagadas, delante de la casa de un desconocido, si no se había perpetrado ningún delito? ¿De qué servía una lista de nombres escritos a mano en un papelito, metido en una cartera que no debería haber estado fisgando? Cerré los ojos y me concentré en Martina. «Tú sabes distinguir lo que es importante, ¿verdad, Frank?». Lo que importaba era encontrar al individuo que había matado salvajemente al drogadicto de aquel agujero, al responsable de un acto tan depravado y carente de sentido.

Eric se rio por algún motivo, lo cual me hizo volver a dedicar mi atención al lugar en el que se encontraba, de pie en el borde del hoyo, mirando desde arriba el cuerpo contorsionado del yonqui. Sin darse cuenta, se le cayó algo de ceniza del cigarrillo que tenía en la mano derecha, que fue a posarse entre la basura, a sus pies.

Al final no pude contenerme. Subí por la pendiente del cerro hasta mitad de camino y allí, a la sombra de una pantera gigante hecha con miles de iPhones negros inservibles, telefoneé a mi antigua comisaría. Anthony Charters respondió la llamada. Era mi antiguo vecino de mesa en la sala común.

—Necesito que vayas a echar un vistazo por mí a una dirección —le pedí después de la inevitable charleta—. Un domicilio en Mortdale.

 

 

 

De pie bajo el chorro de agua caliente, contempló las gotas correr entre sus dedos, finas y brillantes como rayos de tormenta, cayendo al suelo de baldosas. El agua caliente, tanto que casi le dolía, calmaba su piel erizada. Siempre le pasaba justo antes de cada uno de los asesinatos que cometían, antes de matar a un hombre cuya injusticia era la suya propia. No comía. No dormía. Como quien espera un terror desconocido. Como un soldado en el amanecer del día de una batalla. Mientras se secaba con la toalla, Eden notó el transcurso de los segundos, como si resbalasen por su cuerpo, y el aleteo interior de esa sensación de poder insaciable, de saberse capaz de detener el tiempo. Levantó los brazos y se recogió la larga melena negra en un moño, apretando bien los cabellos con la goma elástica. Una sonrisa, poco frecuente, dolorosa, curvó las comisuras de sus labios. Dentro de poco todo habría terminado. Dentro de poco esa muerte que formaba parte de su vida quedaría felizmente atrás y dejaría de ser algo que jugaba con los resortes, con las ruedecillas y con los cables de su cerebro.

El último hombre de la lista. La última vez que sería por motivos personales.

Eden nunca había disfrutado matando. Lo que le gustaba eran los instantes siguientes a que la matanza hubiese finalizado, el cadáver inmóvil y en paz encima de la mesa, los pies desnudos, señalando hacia el techo, dedos que podían tocarse y extremidades que podían estrujarse. Le gustaba la sensación de vacío de un ser inanimado. Le gustaba contemplarlo mientras Eric iba recogiendo los utensilios. Le parecía limpio. Pulcro. Un cuerpo exorcizado. Un monstruo menos en el planeta. Eso le procuraba cierta satisfacción. Habían sido muchas ya las veces que se había encontrado en compañía de un cadáver y que sentía esa satisfacción recorriéndole todo el cuerpo, distendiéndole los músculos de las articulaciones, dando paso al cansancio. El mundo era un lugar un poquito más seguro para hijos e hijas, para madres y padres, que en esos momentos estaban durmiendo o riéndose o abrazándose, en millones de casas de millones de calles del mundo entero. Uno por uno, una y otra vez, Eden y su hermano iban librando al planeta de enemigos y haciéndolo un poco más seguro. Trabajar en la Policía les facilitaba mucho dar con ellos, seleccionarlos y examinarlos como las sabandijas que eran, elegirlos y aplastarlos antes de meterlos en el frasco, donde ya no harían daño a nadie. Pederastas, maltratadores, proxenetas, psicópatas y pirados que matan por mero disfrute. Plas, plas, plas. Lo que hacía era recortar a tijeretazos los bordes irregulares para dejar el mundo bonito y perfecto. No lo pasaba bien, pero era pan comido. Esa noche sería la última en que su hora del recreo, y la de Eric, tendrían alguna implicación emocional para ella. Eden cogió aire, nerviosa. Ah, cómo anhelaba que todo terminase. Ah, cómo anhelaba sentir aquella satisfacción final. El punto final de una historia sobrescrita hacía mucho tiempo, el cierre de unos siniestros capítulos que parecían no terminar nunca. Cómo anhelaba matar para hacer justicia y no por venganza. Hacía mucho que lo había deseado y por fin se acercaba el final.

Eden cerró los ojos y dejó que la invadiera el recuerdo. Dejaría que aquel apremiante recuerdo la envolviese una última vez .

 

El chasquido del cierre del maletero, que se oyó por encima de sus cabezas; la bocanada repentina de aire dándoles en la cara. El sudor en su rostro había hecho que se despegara el lado derecho de la cinta adhesiva que le habían puesto encima de los ojos. La Eden niña levantó la mirada e, iluminada por la luz roja, vio la faz de los hombres que se la habían llevado; entre jadeos y sollozos la sacaron del coche y la tiraron al suelo.

—Por todos los santos, Benny —balbució uno—. Madre de mi vida. ¿Pero qué habéis hecho?

—Vete a la mierda, colega, tú también estabas disparando. Ese tío iba a venir a por mí y lo sabes tan bien como yo.

—Cerrad el pico los dos. Tenemos que hablar de qué narices vamos a hacer ahora.

La obligaron a ponerse de rodillas. Eric estaba arrodillado a su lado. Eden no podía verlo, pero sí notaba el calor que desprendía su cuerpo y oía los gemidos que emitía su garganta. Las piedras del suelo se le clavaban en las rodillas. Notaba que se le incrustaban en la planta de los pies. Por la garganta le subieron gritos que chocaron contra sus labios sellados y se transformaron en gruñidos. Era incapaz de detener esos sonidos. Era como si le saliesen con cada respiración.

—Cállate, canija de mierda.

Uno la empujó y cayó de bruces en la grava. La boca se le llenó de sangre.

—No está todo perdido —dijo uno de los hombres. Eden le observaba mientras iba de un lado para otro como una silueta sin rostro en la oscuridad, a orillas de la carretera—. Todavía podemos pedir un rescate por ellos. Tienen que tener tías, tíos…

—Ya hemos tratado ese tema. Puto imbécil, acabas de cargarte a los únicos familiares que tenían.

—Pues los venderemos —dijo una voz fría, serena, perteneciente a uno que estaba cerca de la parte trasera de la camioneta fumándose un cigarrillo—. En la ciudad puedes sacar diez de los grandes por un crío. La niña es guapa. Tiene una melena preciosa. Cualquier pedófilo desesperado podría pagar quince o más.

—Ningún guarro va a comprar dos críos de un millonario muerto. Nadie en el mundo es así de gilipollas.

Se hizo un silencio. Eden trató de arrebujarse contra el cuerpo de Eric con intención de sentirse más a salvo, pero tener atadas las muñecas y los tobillos le impidió el movimiento. Tenía el vestido empapado, no sabía de qué. El silencio fue prolongándose cada vez más, mientras los dos niños seguían arrodillados en medio de la oscuridad.

—¿Quién se va a encargar?

—¡Venga ya, tío!

—Mira, si intentamos dejar tirados a estos mocosos en una esquina cualquiera, nos van a ver. Seguramente alguien nos habrá visto ya. Toda esta movida es una puta cagada y es preciso que arreglemos el desastre inmediatamente, tío. Todos los días mueren niños. No seas tan cagueta, joder.

—Yo no quiero tener nada que ver con esto.

—Conozco un sitio en el que podemos deshacernos de ellos.

Un silencio. Respiraciones jadeantes, remolinos de neblina en la oscuridad.

—Mi colega me habló de un tipo que lleva un vertedero en Utulla. Por veinte de los grandes, se los quedará y nosotros podremos olvidarnos de que esto ha pasado. Tenemos que actuar con rapidez, borrar nuestras huellas. Nos enfrentamos a una perpetua, amigos, y, no sé vosotros, pero yo no pienso volver a la puta Bay9.

Más silencio. Eric estaba llorando. El sonido de su llanto desató en la Eden niña los sollozos en forma de convulsiones que a duras penas había conseguido mantener a raya.

—¿Y ese tipo… se encargará de todo?

—No, olvídate: ese solo acepta fiambres. Lo tenemos que hacer nosotros.

—Pues yo no pienso hacerlo.

—Yo lo haré —dijo uno.

—No les puedes pegar un tiro.

—¿Y por qué coño no?

—No les dispares. No tardarán mucho. Son pequeños. Si les pegas un tiro te lo ponen todo perdido, y yo no quiero ni rastro de ellos en el coche.

Con el ojo destapado Eden vio que uno de los hombres se metía entre los árboles y asía una rama gruesa que había muy cerca del suelo. Entonces, de la nada, una mano arrojó al suelo de grava, delante de ella, dos sábanas azules dobladas y un rollo de cinta adhesiva.

 

Ahora, en el cuarto de baño de su apartamento, Eden miraba fijamente el espejo, con la mirada clavada en el reflejo de sus ojos, cuando de pronto el telefonillo del salón anunció la presencia de su hermano en la calle.

El último hombre. Y por fin quedaría libre.

 

9 Se refiere al centro penitenciario Long Bay, en Malabar, en Sídney Sur. (N. de la t.)

27

 

Una de mis exmujeres, no recuerdo cuál de las dos, solía decirme que si se me ocurría llevarle algo, que fuese algo que se pudiera comer o que pudiera ponerse, que si no no lo querría. Así pues, cuando esa noche llegué a casa de Martina, llevaba dos recipientes de la mejor comida india del Harthi’s y un par de panes naan bien grandes, todo metido en una bolsa de plástico. A las mujeres les chifla la comida. Acierto seguro. Al comprarles una sortija puede que no sea la acertada, o si te decantas por un collar resulta que es hortera, o bien al decidirte por un bolso puede pasar que sea de la temporada anterior. Pero si te presentas en su puerta con comida y encima ella tiene hambre, vaya, tienes todas las de convertirte en su Príncipe Azul.

Martina descorrió el cerrojo y abrió. Me miró y a continuación bajó la vista a la bolsa que me había puesto en el dedo índice.

—Pero, bueno, ¿qué te pasa a ti? ¿Es que te gustan las mujeres rellenitas o qué?

—No —respondí—. Pero hasta los quinientos kilos tienes vía libre; luego a lo mejor empiezo a replantearme las cosas.

Cogió la bolsa y me dio un beso en los labios. Llevaba unos pendientes con la forma de dos mariquitas rojas perfectas desde el punto de vista anatómico, de manera que daba la impresión de que los dos bichitos hubiesen decidido hacerse un ovillo en sus lóbulos a pasar la noche. Sonreí y toqué uno de los pendientes con los dedos. Ella me cogió de la mano y fuimos hacia la mesa. Hacía años que una mujer no me daba la mano.

Todos sus cubiertos, vajilla y copas estaban desparejados, como si los hubiese ido escogiendo en algún bazar de segunda mano, eligiéndolos por separado porque cada uno tuviese algo que le gustara especialmente. Cada pieza era bella a su manera. Fui sacándolas de los armaritos hasta tener todo lo que necesitábamos. Ella estaba de pie junto a las puertas de la terraza, lejos de mí, acariciando la cortina de encaje que tenía al lado. Me detuve y la observé; sabía que estaba mirando a los dos agentes de patrulla, sentados en el interior de un coche policial que había en la calle. Me acordé de cuando mi segunda mujer me decía que a veces yo volvía a casa pero al mismo tiempo era como si no estuviera, como si me hubiese metido en mi concha y fuese inaccesible para ella. No había derecho —me decía—, qué rabia tenerme físicamente pero no mentalmente. En este momento comprendí lo que era esa sensación de soledad. Martina estaba como un fantasma. Y perderla me dolía.

Me acerqué a la ventana y apoyé mi mano en su brazo, y un sutil aleteo brilló cálido en su interior y le devolvió algo de su ser. No íbamos a cenar nada. Guardamos la comida en la nevera, nos desnudamos, nos metimos en su cama y ella acopló las curvas de su cuerpo con el mío, entrelazando las manos debajo de mi barbilla. Éramos aún dos desconocidos y yo me alegré. Había tanto por descubrir… El aroma de sus cabellos debajo de mi nariz era una novedad que acogí maravillado.

—De pequeña me peleaba con mis hermanos —dijo susurrando—. Peleas de mentira. Nunca con afán competitivo. Pero les hacía gracia ver cuánto me sulfuraba. A mí me divertía, hasta que llegaba ese momento en que me inmovilizaban y entonces yo iba probando cada brazo y cada pierna y cada músculo para tratar de escapar. Y al ver que me era imposible, me entraba miedo, siempre. Sabía que solo era un juego. Sabía que me querían, a su manera. Pero en aquella época comprendí que mi fuerza no significaba nada. Que toda mi fuerza no significaba nada. Era un juego y… no lo era. Pues eso mismo fue lo que pasó durante aquellos días en la jaula. Y esto es lo que está pasando ahora. Que estoy inmovilizada, Frank. Solo de saber que sigue vivo, yo estoy inmovilizada.

Estábamos totalmente a oscuras y su voz sonaba casi inaudible, como si no importase que yo oyera lo que estaba diciendo. Se quedó dormida casi al instante, como si llevase años esperando a que fuese seguro.

 

 

La noche tiene muchas tonalidades. Para Eden, iban surgiendo como surge un calor superagradable: un suave calor acompañaba el inicio de un trabajo, y a medida que iban pasando los minutos se transformaba en una hoguera. Y estaba sudando ya, mientras cubría la gran mesa de madera con el plástico negro y lo fijaba bien, doblando las esquinas en ángulos perfectos de cuarenta y cinco grados, como en las camas de los hoteles, para sujetarlos a continuación con cinta adhesiva. Eric estaba de pie, junto a la puerta de la sala de destripado de los peces, contemplando la quietud del puerto deportivo.

El fuerte olor a pescado los envolvía a los dos. Era un olor denso, un olor agrio y salado. Y los únicos sonidos que se oían eran el chirrido conocido de la cinta adhesiva y el chapoteo del agua contra las pilastras de la caseta donde se guardaban las barcas. Este último le sonaba a Eden como el sonido de unas botas que estuviesen acercándose. Se estremeció. Le dio la impresión de que al tener tan aguzados los sentidos podía oír el succionar y boquear de las lapas y de otras criaturas marinas cada vez que bajaba el agua. Colocó los cables para atar, uno en cada esquina, con los que sujetarían a Benjamin Annous por las muñecas y los tobillos. De una bolsa negra de cuero Eden extrajo tres cuchillos, largos e inmaculados: uno de caza, con filo de sierra; otro fino, de los de cortar filetes, y el último, de cocinero, con punta.

Al oír el silbido de las hojas de acero saliendo de sus respectivas fundas, Eric retrocedió y cerró la puerta sin hacer ruido. Por la pared había puestas herramientas menos precisas, los utensilios de los pescadores: anzuelos, punzones, cuchillos de carnicero y raspadores. En un rincón había un artefacto de grandes dimensiones y aspecto terrorífico, una trituradora con las fauces entreabiertas, insinuantes. También había varias hileras de latas sin etiquetar, colocadas en sus anaqueles. Allí trabajaba Benjamin. Allí pasaba los días y las noches, acabando con la vida de pequeñas criaturas estúpidas, hora tras hora, sacándoles las tripas de sus panzas aún palpitantes, despojando de vitalidad la carne fresca.

Benjamin Annous. El sujeto que había iniciado el tiroteo.

Eden se detuvo mirando la mesa, con las manos enguantadas apoyadas hacia delante encima del tablero, descansando con todo su peso. Eric se le acercó por un lado y cogió el cuchillo que tenía más a mano. Sonrió. En esos momentos le venían recuerdos, lo cual formaba parte de su ritual particular. Eden estiró un brazo para bajarle la mano hacia la mesa, forzándole a depositar el cuchillo de nuevo en ella.

—No —dijo Eden—. Esta vez me toca a mí.

 

28

 

La noche tiene muchos matices. Con Martina tumbada a mi lado, agitándose inquieta entre las capas del sueño, sentía cómo iban cambiando las tonalidades, como las distintas escenas de una obra de teatro. Las horas que más les gustan a los policías son esas horas primeras, en las que aún no hay nadie borracho, en que los padres que han llegado tarde a casa de trabajar se quedan dormidos delante del televisor y los niños susurran y se ríen bajito en la oscuridad. A medianoche los bares están llenos de bullicio y los camareros miran la hora en sus relojes con un suspiro, los servicios de limpieza nocturnos recorren con sus aspiradores inmensas praderas de moqueta desierta y los viejos, desvelados, leen la prensa a la luz de las lámparas. Llega la hora de las brujas, fría y serena. Los borrachos se meten con los taxistas. En la calle se rompe una botella y se vuelca una papelera. Adolescentes renegados apagan la fogata en la playa a oscuras y se vuelven andando a casa, mudos. Mi teléfono iluminó el techo con su resplandor azulado. En un primer momento creí que se trataba de un relámpago. Saqué el brazo de debajo de Martina y respondí la llamada delante de las puertas de la terraza. Miré afuera y me fijé en que el coche patrulla seguía allí.

—Dijiste que era urgente —dijo Anthony.

—Y lo es.

—Vale, pues ya tengo todo lo que me pediste. La casa de Mortdale es propiedad de un tal B. T. Annous. Este mismo Annous compartió celda con un tal Stanley J. Harwick y un tal Michael A. Nattier en Silverwater allá por 1991. Harwick y Nattier están desaparecidos.

Solté aire con fuerza y miré a mi alrededor, donde todo estaba a oscuras. El gato de Martina se me acercó y frotó su cuerpo delgado contra mi pierna. Le di un empujoncito suave para apartarlo.

—Para aclarar el misterio un montón de gente ha recibido llamadas a horas intempestivas. Igual uno de estos días convendría que te pasaras por la comisaría y me trajeras una lápida.

—Gracias —dije yo—. Descuida.

Corté. El teléfono se me resbaló de los dedos y fue a parar en el suelo con un sonido sordo. Seis nombres. Cinco de ellos, desaparecidos, eliminados del mundo de los vivos limpiamente como tumores cancerosos extirpados de la carne. ¿Por qué estaban haciendo esto? ¿Qué les estaban haciendo a esos hombres? Inmediatamente, una avalancha de ideas envenenadas entró en tropel por mi mente, en represalia por el pánico que infectaba mi cuerpo. «No puedes demostrar nada. Sin cadáveres, no hay crimen. Son polis, Frank. Todo puede explicarse. Detrás de todo esto hay una historia inocente».

Aparté la cortina de fino encaje que cubría las ventanas y vi a los agentes de paisano sentados en un coche al otro lado de la calle, uno escribiendo algo en su móvil y el otro mirando ocioso por el parabrisas. Me dirigí a la puerta del dormitorio y contemplé a Martina. El pelo, en la parte de atrás de la cabeza, se le había extendido sobre la almohada formando un abanico corto semejante a la cresta de un lorito, revuelto, como hecho de plumas. Tenía la mano cerrada en el sitio donde yo había estado tumbado. El gato entró en la habitación saltando por encima de mi pie y, acurrucándose en el ángulo de su rodilla izquierda, apoyó en su muslo la parte superior de su cuerpo.

Me marché.

 

La vivienda de Annous estaba a oscuras. Me acerqué a pie desde la calle de al lado, andando de puntillas a paso ligero por un camino de cemento en curva y agazapándome debajo los frangipanis, los arbustos de gran tamaño que, mojados, colgaban desde detrás de las vallas posteriores de las casas. El perfume de sus flores me acompañó hasta la calle, donde me puse en cuclillas para buscar algún coche que me sonara. No había ninguno. La camioneta propiedad de Annous seguía estacionada en el camino de acceso a su vivienda, con el cierre trasero cerrado a cal y canto, en el que había pintado un dibujo de un gran pez de color azul zafiro. Aguardé diez minutos y salí disparado en dirección al otro lado de la calle, lo que provocó que un perrillo que andaba por uno de los jardines se pusiese a ladrar con su voz aguda y chillona.

No recordaba que las noches hubiesen sido tan gélidas en mis rondas de agente de calle. Caía llovizna. Me picaban los ojos por la lluvia, que además perló de gotitas el vello de mis antebrazos. Era como si la noche estuviese embrujada, sumida en una quietud de tal naturaleza que me pregunté si sería la única persona sobre la faz de la tierra, el único ser que quedaba con vida, al que hubiesen dejado solo, vagando, reptando, deambulando. El fin del mundo. Entre la hierba no se oía ningún grillo. No pasaba revoloteando ni un solo murciélago. No había luna. Me acerqué agachado al costado de la casa de Annous y traté de conjurar un miedo que iba intensificándose poco a poco, un miedo como no había vuelto a sentir desde niño, esa clase de miedo que hace que veas figuras en unas sombras retorcidas y que el aire te parezca dotado de peso. Me detuve en la esquina de la casa, de pie, y agucé el oído. Nada. La puerta trasera de la vivienda de Benjamin Annous no estaba cerrada con llave y la habían dejado ligeramente entornada. Empujé para abrirla y me colé dentro.

Cuando tenía unos cinco o seis años, mi abuela solía venir con cierta regularidad a nuestra casa y se quedaba a dormir en el garaje reconvertido en habitación, en la parte de atrás de nuestra vivienda, un espacio que por lo general utilizábamos como cuarto de juegos. Mi padre, un hombre adicto al trabajo y que perdía los nervios con facilidad, me había prohibido dormir en la cama de matrimonio, fuese cual fuese el terror que me asaltase por las noches. Por este motivo, las visitas de mi abuela representaban para mí una oportunidad para buscar la protección de un adulto frente a mi miedo a la oscuridad. Aun así, atravesar la casa, cruzar el jardín y llegar hasta el garaje me ponía los pelos de punta, pues debía recorrer largos tramos de una oscuridad impenetrable. Una noche, temblando y llorando, realicé todo el itinerario: crucé la casa, salí por la puerta de atrás, atravesé el jardín y me adentré en las profundidades del alargado garaje abarrotado de cachivaches, llamando a mi abuela en susurros, con una sensación de alivio cuando finalmente me hallé a salvo. Pero al palpar, me encontré con que la cama estaba vacía, pulcramente hecha. Se había marchado hacía unas horas, en un autobús nocturno, mucho rato después de que me hubiesen mandado a la cama. Así pues, allí estaba, en plena oscuridad, a kilómetros de distancia de mi cama, o eso me parecía a mí, esperando encontrar la compañía y la seguridad de otra persona, y acaba de descubrir que estaba solo.

Me acordé de aquella noche al ver que la casa de Annous estaba desierta. Curiosamente, había esperado encontrarme a alguien, aunque hubiesen sido Eden y Eric, aunque eso hubiese querido decir que durante todo ese tiempo había estado en lo cierto respecto a ellos y que corría peligro. No encontrar a nadie allí me resultó aún más escalofriante. Me detuve en la cocina, haciendo esfuerzos por respirar, paralizado por el vacío que me rodeaba. Bajé la mirada y vi en las baldosas de color dorado y naranja una gota de sangre del tamaño de una moneda, una mancha perfectamente redonda, negrísima bajo la luz casi inexistente.

 

La recién estrenada mañana resplandecía. Jason estaba en el jardín, de pie. Miraba hacia arriba, con la cabeza echada hacia atrás, observando el vaho de su aliento ascender en dirección a un cielo imposible de alcanzar. Aunque su piel tiritaba de frío, por dentro sentía una hoguera rugiente que empujaba contra las curvas y pliegues de la cara interna de su carne, con una fuerza que desafiaba sus músculos, sus huesos, sus venas. Notaba su fulgor por detrás de los ojos y sus chispas en las yemas de los dedos. El jardín mojado era su único refugio, con sus lianas de flores colgantes y su maraña de hojas, como una jaula aromática en la que podría instalarse y serenarse antes de continuar.

Dejó la bolsa en el suelo y abrió el grifo de hierro oxidado que había en un lateral del edificio para lavarse los brazos y las manos. Cuando estaba limpiándose la puntera de los zapatos bajo el chorro de agua, reparó en la luz anaranjada que parpadeaba al reflejarse en los ladrillos, donde estaba apoyado. Se volvió. Quien estaba allí era un hombre vestido con un chaleco reflectante, con una mano encima del primero de los cubos de basura alineados en el borde de la calle. El joven miró las manos de Jason, miró la película de color rosa que creaba la sangre al ser enjuagada y chorrear desde sus dedos. Jason se llevó la mano hacia la cabeza y se estiró los cabellos.

—Buenos días —dijo, más como una afirmación de un hecho objetivo. El empleado de las basuras retrocedió hacia su camión.

 

No pude controlarme. Cuando Eden y Eric llegaron al bloque de apartamentos de ella, a las cuatro y media, sentí el latigazo de la ira, que me contrajo y me hizo temblar. Estaba cubierto de sudor. Una vez fuera del coche, ninguno de los dos dijo nada. Aquel silencio suyo me pareció extraño. Mientras yo me acercaba, los ojos de Eric se movieron hacia mí como con cierta pereza, como si siempre hubiese contado con encontrarme allí, y cuando le agarré de la chaqueta para estamparle contra el coche, no separó las manos de los costados.

—¿Qué habéis hecho? —le espeté entre dientes, y noté que se me quebraban los nudillos de lo fuerte que le tenía sujeto—. ¿Qué coño habéis hecho?

—Frank… —Eden me agarró de un hombro. Yo la aparté bruscamente.

—Pero, bueno, Frank. No son horas de estar levantado, ¿eh? —Eric sonrió—. Vente con nosotros arriba, podrás dormir toda la mañana en el cuarto de invitados. Te prepararé un rico sándwich de atún.

Eden se tapó la boca con la mano.

—Sé lo de Annous —dije jadeando—. Sé lo de todos esos tipos. Vi la lista en la cartera de Eden. Sé que todos están desaparecidos.

Eden exhaló como si sus pulmones hubiesen expulsado todo el aire de golpe. Y se dobló por la cintura como si fuese una bolsa de papel. Eric, por el contrario, permaneció impertérrito. Me miraba desde arriba con una especie de lástima en la mirada, como si yo estuviese majara. Era la mirada que había imaginado que me dedicaría.

—Sea lo que sea que crees que sabes, Frank, estás equivocado —murmuró Eden—. Es preciso que te apartes de esto, ahora mismo.

—Como Doyle, ¿no? —le preguntó Eric, sin dejar de mirarme a mí fijamente—. Ya te dije desde el instante en que te puso los ojos encima que iba a darnos problemas. Pero eres tú, Eden. Tú eres el problema. Lo que les pasa es que siempre quieren más.

De repente fue como si su mano entera asiese toda la pechera de mi camisa a la vez. Y, empleando la tela a modo de asa, me levantó del suelo unos centímetros, como un hombre cogiendo una muñeca con una mano. Su fortaleza física era algo sobrenatural, imposible para su tamaño. Pero mi peso, la envergadura de mi espalda y de mi torso no significaban nada. Me hizo girar y me empujó contra el coche.

—¿No te lo dije yo, Eden? Siempre acierto, ¿eh?

—Suéltale.

—¿Qué os hicieron? —pregunté yo—. ¿Qué fue lo que os hicieron?

A Eric empezó a sonarle el móvil. Aproveché la distracción para rasparle toda la espinilla con un zapato. Aflojó las manos. Le di un puñetazo en el estómago y le aparté a un lado empleando todas mis fuerzas, todo lo que tenía. Él apenas se movió. Con una mano, me asió por la mandíbula y tiró hacia arriba. El cielo de la noche se concentró en mi vista cuando él me soltó un puñetazo en el esternón, un golpe que doblaba a cualquiera.

Caí hecho un ovillo en el suelo, sin aire y con los pulmones imposibilitados para tomar más. Su bota se estampó contra mi estómago, haciendo chascar algunas costillas. Me resultaba imposible emitir sonido alguno. El dolor era una sensación que impregnaba el aire mismo. Y yo me ahogaba en él. Me ahogaba en un mar ardiente, rojo.

Empezó a sonar mi móvil. Seguido del de Eden. Llamada a todos los agentes. Fue lo único capaz de detener a Eric, que me agarró por los brazos y me arrojó a la carretera.

—Jason Beck, avistado en Randwick. Eric, tenemos que irnos. ¡Tenemos que irnos!

Eden casi lo había dicho a gritos. Yo me ayudé con el capó de mi coche para tirar de mí y ponerme en pie. Aunque notaba náuseas y mareo, me resistí a sucumbir. Alcancé la puerta dando tumbos y me dejé caer dentro del coche, mientras Eden y Eric salían zumbando con el suyo, haciendo chirriar los neumáticos al apartarse del bordillo.

Randwick. Martina vivía en Randwick.

 

En cuanto me puse a conducir, todo lo que sabía de Eden y de Eric, todo lo que sospechaba que habían hecho, quedó relegado por mi deseo de llegar a Randwick como fuera. Me lancé como una bala por delante de señales de stop e intersecciones, pasé por encima de rotondas y me metí por calles de sentido contrario. El firme estaba mojado y la lluvia, azotada por un viento cada vez más fuerte que la dirigía de soslayo contra el coche, iba ganando en intensidad. Por toda la ciudad sus gentes despertaban a un día como de mal agüero, con una tormenta preñada de inquietante tensión en unos nubarrones bajos de color morado. No había sol. Yo iba tragando saliva cada dos por tres, notando en las manos agarradas al volante la potencia del vehículo. Empezaron a dolerme los hombros. Ante mi mirada iban apareciendo y desapareciendo colinas pobladas de bloques de pisos, todos iguales y renegridos.

«La dejé sola. La dejé sola. Le he puesto en bandeja lo que él quería. Estaba esperando a que me marchase».

Eden y Eric salieron a toda pastilla por una calle lateral y se incorporaron a la misma calzada por la que circulaba yo. Iban sentados muy rectos en sus asientos, como si fuesen una pareja de señores mayores dándose una vuelta en coche por la mañana. Les seguí. Al llegar a la calle Avoca, empecé a ver gente corriendo, pero no por la lluvia; en sus zancadas se percibía cierto sentimiento de urgencia. Paraguas tirados, niños que los adultos llevaban cogidos de las muñecas, adolescentes luchando por salir corriendo en la dirección opuesta, topándose con las manos levantadas de agentes de Policía nerviosos. Bajo la lluvia destellaban y parpadeaban luces azules y rojas. Dejé el coche estacionado de cualquier manera en la acera de una tienda de fotografías de bodas, y por poco no me llevé por delante el vidrio decorado del escaparate.

Había polis por doquier. La gente con la que me cruzaba pasaba chocando contra mis hombros y me miraba anonadada a los ojos. Miré a mi alrededor, entre las cortinas de lluvia que caían a chorro en los parabrisas de docenas de coches patrulla, interpuestos en pleno cruce como si fuesen juguetes dejados al buen tuntún. Las nubes de encima de la iglesia del Sagrado Corazón estaban negras, como si las hubiesen quemado.

Cogí un chaleco que me tendió el agente más cercano. Al parecer, me reconoció y me tendió la prenda al ver que me dirigía hacia él a paso ligero. Eden y Eric estaban procediendo a cargar sus respectivas armas cerca de un coche situado en la zona delantera del grupo.

—¿Qué pasa?

—Un empleado de las basuras llamó diciendo que había visto a Beck hace una hora aproximadamente al otro lado de la zona comercial. Según dijo, el tipo se estaba lavando las manos ensangrentadas con el agua del grifo de un jardín, ¿te lo puedes creer?

 

Fuimos para allá a echar un vistazo, pero no nos lo tomamos muy en serio hasta que recibimos otra llamada diciendo que le habían visto cerca del parque, intentando jugar con un gato callejero. Le seguimos hasta aquí. Acaba de meterse ahí dentro y ha disparado un par de tiros para ahuyentar a los fieles de la misa de la mañana. Nuestro jefe nos ha ordenado retirarnos y bloquear la calle.

—¿Hay algún herido? —pregunté.

—No podemos saberlo.

Todavía había gente abandonando el templo por las puertas laterales y principales, personas que en la huida habían tropezado y caído. La vigilia de las cinco de la mañana en el Sagrado Corazón era una de las más concurridas de los barrios del Este. Yo conocía bien ese oficio religioso. Mi abuela me obligaba a asistir todos los sábados por la mañana de mi infancia, y si me portaba mal, volvíamos el domingo también. Un trueno traspasó el aire, un sonido estremecedor como de papel rasgándose. Nos quedamos quietos, observando la torre de la iglesia, que daba la impresión de inclinarse hacia atrás sobre el fondo del cielo en movimiento. Una Virgen de mármol blanco presidía la entrada de doble puerta, encima de los arcos apuntados que enmarcaban sendas vidrieras. Santos que aullaban. Un Cristo ensangrentado. Yo me abroché el chaleco y eché a correr hacia la iglesia, chapoteando de tal modo que la lluvia se me coló en las botas por encima de los tobillos.

Llegué corriendo a la portada del templo y alcancé a ver a Eden y Eric, que con las armas apuntando hacia abajo avanzaban sigilosamente por un lateral del edificio. Las ventanas del vestíbulo estaban hechas añicos y los cristales habían caído encima de unas mesas polvorientas repletas de figuritas religiosas, estampas, folletos. Me agaché a los pies de un pilar de piedra caliza y agucé el oído. El viento ululaba al colarse por las ventanas rotas, tiraba papeles al suelo y barría los estantes de la tiendecita. Un número del Catholic News  se arrugó debajo de mi bota.

Aunque mi formación como policía me decía que era el momento de hablar con Beck, de abrir una línea de comunicación con la idea de intentar transformarla en una vía para razonar, no sentía la menor gana de hablar con él. No tenía nada que decirle. Y no quería razonar con él. No me apetecía lo más mínimo soltarle milongas o perogrulladas para engatusarle y que saliera de la iglesia. Lo que quería era agarrarle y reducirle. Deseaba clavarle las uñas. Me dolían las mandíbulas. La ira y el mal cuerpo que sentía eran algo animal. Tenía hambre de él.

Lo primero que atrajo mi atención fueron los techos, inmensos, abovedados, apoyados en sus arbotantes de madera de caoba pulida, como si fuesen sus costillas. A cada lado del techo había sendas hileras de arcos apuntados por los que se colaba la escasa luz que permitía la tormenta, luz que trazaba rayas de claridad sobre las filas de bancos. Traía los vaqueros chorreando, y estaba mojando la moqueta de colores azul real y oro que cubría el suelo a lo largo de cientos de metros hasta el altar. En los asientos de los bancos había bolsas, abrigos, paraguas y, esparcidas por el suelo de madera, estampas de santos con plegarias. Predominaban el rosa, el aguamarina, el dorado. En los nichos había profusión de rostros: estatuas, tallas, querubines, una Virgen María con gesto sonriente, un Jesucristo sufriente.

—¿Beck?

Mi voz ascendió y se expandió, lo que provocó cierto revuelo de palomas en la cubierta, cerca del crucero. La respuesta me llegó en forma de otro trueno. Agachado, me fui hacia la nave derecha y, acurrucándome, pegué todo mi cuerpo contra el pedestal de una reproducción a tamaño natural de la Piedad  de Miguel Ángel hecha de fibra de vidrio. Las rodillas del Señor y las palmas de las manos de María se habían ido quedando sin su pintura debido al roce de centenares de dedos. El semblante de Cristo: sereno, inexpresivo. Me acordé de Martina con los ojos cerrados, dormida.

Una silueta cruzó a toda velocidad la parte anterior del altar. Oí disparos y vi un resplandor proveniente de las filas de bancos. La cazadora de Beck se enganchó en un soporte lleno de velitas encendidas que cayó aparatosamente en la moqueta, produciendo un sonido que reverberó a su vez.

—¡Eden! —exclamé. Más disparos. Avancé hacia delante, con la mirada puesta en el sitio en el que había visto a Beck por última vez. A unos metros de mí se veían volutas de humo entre los bancos. Agachado aún, corrí hacia delante.

Fue poco más que un pellizco intenso. La bala me alcanzó el brazo y el impacto me hizo dar vueltas sobre mí mismo hacia atrás, hacia el espacio que había entre la puerta y los confesionarios. La pistola se me escapó de la mano y fue a parar al suelo de mármol cubierto de polvo. El sonido me llegó después de la sensación de dolor: una palmada que resonó por los altos muros como un repiqueteo. Una silueta que había estado agazapada se levantó. La figura estaba rodeada de una luz verde. Me arrastré de espaldas para apoyarme en la puerta que tenía al lado y me di cuenta de que estaba salpicada de mi propia sangre.

Eric me había disparado justo al lado del chaleco, en la parte carnosa entre el hombro y el brazo. Venía hacia mí andando entre los bancos, sonriendo, olvidándose de esconderse.

Suspirando, sacudió la cabeza.

—¿Sabes?, en realidad estábamos dispuestos a perdonarle a Doyle sus peculiares gustos porque estaba demasiado cerca de nosotros, porque podría atraer hacia nosotros una atención indeseada. Le dejamos que siguiese siendo un pervertido. Pero era un perro curioso y quería escarbar, igualito que tú. Escarbó y escarbó hasta que descubrió algo que hubiese deseado no haber encontrado. No podrás decir que no estabas avisado, Frank.

Su arma se levantó y apuntó a mi cara. Yo me di la vuelta y noté en las mejillas y en la frente el calor del fuego que se había desatado delante del altar. Lo único en lo que podía pensar era en los ojos de Martina. Con la pistola de Eric apuntándome a la cara, vi a Martina, y fue como si su recuerdo hubiese estado aguardando a que yo le prestase atención.

No sé qué esperaba del disparo. El miedo creció dentro de mí como hinchándose hasta atenazarme y dejarme paralizado, incapaz de sentir nada en absoluto ni de respirar. A continuación, el sonido. Mi cuerpo dio una sacudida, rígido como si fuese de madera. Abrí los ojos y expulsé el aire de golpe, aterrado por el dolor.

Eric se desplomó hacia delante y cayó contra mis piernas. Su sangre me cubría las palmas de las manos, que yo había levantado en señal de rendición. También la tenía por toda la cara. Eden se encontraba delante del fuego, vuelta hacia él. Su silueta se recortaba contra el fondo de una ventana rota, como una gata con la luna de fondo. Temblaba. Todo su cuerpo se contrajo hacia dentro como si estuviese a punto de vomitar. Lo que estaba sucediendo ante mis ojos era el instante en que ella tomaba conciencia de lo que acababa de hacer, esos segundos de silencio entre el fogonazo y la caída de su hermano, cuando su dedo se apartó del gatillo. Hecho, finiquitado, decisión tomada. Se le crispó el rostro, apretó los labios y de sus entrañas salió un leve gemido de dolor. No solo era el sonido del sufrimiento. Era el sonido de un sufrimiento que trataba de ser oído, que trataba de salir, mientras ella se empeñaba ferozmente en impedírselo. Se estiró y se enjugó el sudor de la frente con el dorso de la mano que sostenía el arma.

Cuando levantó la mirada desde el cuerpo de Eric hasta el mío, sus ojos eran dos pozos negros que no reflejaron ni una pizca de la luz roja y verde que provocó un relámpago al iluminar las vidrieras. Era como si engullesen la luz.

—Él también estaba advertido —dijo.

Me quité a Eric de encima echándolo hacia un lado. Pero cuando logré ponerme de rodillas, ella ya se había ido. Yo estaba como entumecido. Recogí mi arma y me fui a gatas hacia el crucero. Una imagen de la Virgen María se erigía sobre una esfera gigante, con una culebra retorciéndose debajo de sus dedos descalzos. Contuve la respiración. Me deslumbraba el fuego, que había comenzado a trepar por los cortinajes de terciopelo de los lados del altar como una fiera de lomo amarillo.

—¡Eden!

Se oyó un portazo. Eché a correr. Había unas escaleras de madera, alabeadas, sin pulir. Unos disparos restallaron en medio del aire cargado. Subí corriendo los peldaños. Mientras, notaba el calor procedente del suelo, debajo de mí, que parecía vibrar y palpitar en las paredes que me rodeaban.

En mi subida, rebotaba con todo el cuerpo contra los rincones de la alta y ancha torre, dejando las paredes marcadas con mis huellas. Unas rosas de plástico en macetas de terracota adornaban el rellano, debajo de una ventana con una vidriera en la que se veía a un ceñudo san Antonio.

«Eric. Ha disparado a Eric».

Tenía el pecho empapado de sudor. Y sangre de Eric por todas partes. Me vinieron a la mente las fotos de Eden cubierta de sangre de Doyle.

Abrí de una patada la puerta de lo alto de la torre. Rápidamente apunté hacia la única persona que estaba de pie: Eden. Beck estaba tumbado en el suelo de madera pulida con los brazos extendidos y las palmas de las manos abiertas. En la planta de abajo unas ventanas saltaron por los aires. Oí un tintineo de cristales contra las piedras del altar y unas voces cuyo eco se apagó al entrechocar contra los muros. Eden me miró. Tenía una bota plantada en la nuca del asesino. Su dedo pulgar quitó, raudo, el seguro del arma. Parecía una niña pillada in fraganti.

—Baja el arma —dije suavemente— y espósale.

Tenía el pelo recogido, muy estirado hacia atrás, alrededor de la cabeza. Vi entonces a su hermano en ella: el perfil afilado de su rostro, de su mandíbula, y la misma maldad. Estaba como ida. Noté que me bajaba un reguero de sangre por el vientre. También yo quité el seguro de mi arma.

—De esposarle nada —dijo ella.

Yo negué con la cabeza. Y me eché a reír.

—No tienes ningún derecho.

El calor que subía del suelo me estaba abrasando los pies. Eden sonrió como si mis palabras fuesen los desvaríos de un loco.

—No tienes ningún derecho —le espeté entre dientes—. Estás impidiendo que cientos de personas puedan cerrar su herida. Toda esa gente querrá ver que su pesadilla termina del todo. No es de tu propiedad.

—Si supieran lo que le aguarda, me otorgarían este derecho. —De pronto pareció que iba a echarse a llorar. Temblaba de rabia—. Por el amor de Dios, Frank, ¿es que no lo entiendes? Sabes perfectamente cómo es el régimen de Máxima Seguridad. Las comodidades. La seguridad. Los psicólogos. Los putos cursos de formación para adultos, las clases de guitarra, las cartas de los admiradores, las entrevistas para publicaciones. Nadie se enterará de que fui yo. Nadie sabe nada de lo que he hecho hasta ahora. En ocasiones, Frank, hay que cruzar la línea. A este no se le puede dejar vivir. Él mismo perdió ese derecho.

—Eden, baja el arma.

—No.

—¡Suelta el arma!

Me encontraba a la distancia suficiente para ver que Beck se movía. Pero Eden no lo vio. El tipo echó hacia atrás un brazo y, agarrándola por el tobillo, tiró de su pierna para derribarla. Me abalancé sobre Beck justo cuando él levantaba el cuerpo y se quedaba hecho un ovillo. Lo único que tenía para luchar contra él era mi peso. Tenía un brazo inutilizado y la cabeza abotargada. Me empujó para zafarse de mí y logró arrodillarse. A continuación, con sus dientes húmedos me arañó la mejilla.

—No hay gratitud. No hay lealtad.

Eden lanzó un alarido y, de un golpe, le obligó a tumbarse de nuevo bocabajo. La culata del arma chocó con fuerza contra su sien.

Ir a la siguiente página

Report Page