Hades

Hades


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Títulos publicados:

EL CHICO Steve Hamilton

EL PIRÓMANO Bruce DeSilva

13 DÍAS Valentina Giambanco

HASTA QUE MUERAS Julie Hastrup

CIUDAD DE FUEGO Robert Ellis

SOLA Lisa Gardner

NO HAY CUERVOS John Hart

LA VIEJA ESCUELA Pamela Newton

EN LO PROFUNDO DEL BOSQUE Valentina Giambanco HADES Candice Fox

 

Próximamente:

WYATT Garry Disher

 

Colección dirigida por Iñako Díaz-Guerra

 

 

 

  

 

Pàmies

 

 

 

 

 

Título original: Hades

 

Primera edición: diciembre de 2015

 

Copyright © 2014 by Candice Fox

 

© de la traducción: Inés Belaustegui Trías, 2015

 

© de esta edición: 2015, Ediciones Pàmies, S.L.

C/ Mesena,18

28033 Madrid

editor@edicionespamies.com

 

BIC: FF

ISBN: 978-84-16331-70-3

 

Ilustración de cubierta y rótulos: Calderón Studio

 

 

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

 

 

Para mis padres

 

 

 

En cuanto el desconocido dejó el fardo en el suelo, Hades supo que se trataba del cuerpo de un niño. Estaba de lado, acurrucado, envuelto en una raída sábana azul, sujeta para mayor seguridad con cinta adhesiva alrededor del cuello, la cintura y las rodillas. Un piececito blanco como una perla asomó por el borde y quedó sobre el linóleo pegajoso del suelo, inerte. Hades se apoyó en la encimera de su cocina, siempre abarrotada de cachivaches, y se quedó mirando el pequeño pie. El desconocido, en la puerta, cambió el peso de su cuerpo de una pierna a otra, sacó un cigarrillo de un paquete y se dispuso a prender varias cerillas. El hombre al que llamaban Hades levantó la vista para mirar brevemente el rostro anguloso y enjuto del desconocido.

—No fume en mi casa.

Al tipo le habían explicado cómo llegar adonde vivía Hades, pero no le habían contado que era un lugar desconcertante que ponía los pelos de punta. Pasadas las puertas de hierro del vertedero de Utulla, en los irregulares confines de los barrios del oeste, empezaba una pista de grava que discurría entre montañas de basura hasta un cerro negro e imponente que, rodeado de estrellas, tapaba el cielo. En lo alto del cerro un rodal de árboles y maleza ocultaba totalmente a la vista la casucha de madera. El desconocido había conducido su coche con sumo cuidado entre montones de basura altos como bloques de pisos y por los que se movía toda clase de bichos nocturnos: búhos, gatos, roedores, entretenidos en buscar alimento entre viejos cartones de leche y bolsas de carne en estado de putrefacción. Ojos luminiscentes le siguieron con atención desde el interior de carcasas calcinadas de coches o desde debajo de láminas dobladas de hierro corrugado.

Siguiendo por la pista de grava, el desconocido empezó a toparse con una especie nueva de bestia observadora. Criaturas hechas con retales de metal doblados y máquinas inservibles flanqueaban la carretera: una lavadora rota que, golpeada y retorcida, había quedado convertida en un león con las fauces abiertas, o unas bicicletas enganchadas entre sí, enroscadas y estiradas, formaban el cuerpo de un flamenco que parecía estar pastando entre los juncos. A la luz de la luna, aquellas figuras, con su plumaje hecho de utensilios de cocina y sus ojos de botellas de Coca-Cola, parecían animales tensos y alertas. Cuando el desconocido entró en la casa, sintió cierto alivio al hallarse a resguardo de ellos y de sus miradas. Pero la sensación de alivio desapareció en cuanto posó la mirada en el hombre al que llamaban «el Señor del Inframundo».

Cuando el desconocido entró, se había encontrado a Hades de pie en un rincón de la cocina como si hubiese estado esperándole. Y de allí no se había movido. Con los brazos velludos cruzados sobre el pecho anchísimo, clavó sus ojos de pesados párpados en el fardo que el desconocido traía en brazos. A su lado, en el banco lleno de cosas revueltas, había una Walther PP con silenciador junto a un vaso medio vacío de whisky escocés. Hades tenía el cráneo ancho, rematado con una pulcra mata de cabellos grises. Era un hombre no muy alto, fornido como un toro, con una fuerza y una ira que aquella cocina insoportablemente angosta apenas lograba contener.

Dentro de la casita daba la impresión de que faltaba el aire, como si los árboles que la rodeaban formasen una especie de negra cúpula que lamía y acariciaba el aire caliente a través de las ventanas. La cocina de Hades estaba adornada con trastos que había rescatado del vertedero. Botellas y frascos ornamentados, de todos los colores imaginables, pendían del techo agarrados con trozos de sedal, y en las paredes había extraños artilugios para cortar o para rebanar, sujetos con escarpias como si fuesen armas. Había peces de porcelana, frutas de plástico, un hurón amarillo disecado durmiendo hecho un ovillo en un cesto, junto a la puerta; tarros llenos de cosas que parecía no tener ningún sentido conservar: canicas de colores, gafas sin lentes, tapones de botellas por millares. En el alféizar de la ventana había hileras de cabezas de muñecas, unas con ojos, otras sin ellos, con las boquitas abiertas sonriendo, aullando, sollozando. Por la puerta que comunicaba con la minúscula sala de estar se veía una pared repleta a más no poder, desde el suelo de madera desgastada hasta el techo manchado de moho, de libros de bolsillo estropeados y colocados en todas las posiciones posibles, unos tumbados, otros de pie.

El desconocido se retorcía en aquel silencio. Se moría de ganas de mirarlo todo, pero temía lo que pudiera ver. Unos pájaros nocturnos emitieron sus graznidos en los árboles, al otro lado de las disparejas vidrieras de colores.

—¿Quiere que…? Mmm… —El desconocido se rascó la nuca—. ¿Quiere que vaya a por el otro?

Hades no dijo nada hasta pasado un buen rato. No le quitaba ojo al cuerpo de niño envuelto en la raída sábana azul.

—Cuéntame cómo se llegó a esto.

El desconocido notó en las sienes el picor de unas gotitas nuevas de sudor.

—Mire —suspiró—, me dijeron que no habría preguntas. Que podía venir a dejárselos aquí y…

—Pues te lo dijeron mal.

Uno de los dedos rollizos de Hades se puso a dar golpecitos lentamente en su bíceps izquierdo, como si estuviera contando los segundos. El desconocido cogió entre sus dedos el cigarrillo que antes no había encendido, se lo llevó a los labios y recordó la advertencia. Se lo guardó en el bolsillo y se quedó mirando el bulto tirado en el suelo, y la forma de la cabecita de la niña encorvada hacia el pecho.

—En teoría tenía que haber salido todo a pedir de boca —dijo el desconocido, meneando la cabeza sin dejar de mirar el cuerpo—. Fue todo idea de Benny. Él vio una noticia en un periódico sobre el tío ese, Tenor creo que se llamaba, un científico chiflado. Acababa de pillar un fajo bien gordo de pasta contante y sonante por un tema en el que estaba trabajando sobre cáncer de piel o quemaduras de sol o una mierda de esas. Benny se obsesionó con el tío y no paraba de traernos recortes de periódico. Nos enseñó una foto del tío con su mujercita y sus dos nenes y dijo que la familia estaba forrada ya de antes y que simplemente estaba añadiendo ese nuevo pastón a su pastizal apestoso.

El desconocido tomó aire, una inhalación profunda que le infló el estrecho pecho. Hades le observaba impasible.

—Nos enteramos de que la familia iba a estar a solas en su choza de vacaciones, en Long Jetty. Así que subimos todos para allá en coche, los seis, con idea de darles un meneo y llevarnos a los críos. Pero solo un tiempito, ya me entiende, no mucho. Se suponía que iba a ser pan comido, tío. Entrar, salir, quedarnos con ellos un par de días y organizar un trueque. No íbamos a hacer nada con ellos. Hasta me llevé unos juegos para que pudiesen jugar mientras estaban con nosotros.

Hades abrió uno de los cajones que tenía al lado y sacó un cuaderno y un lápiz. Desde donde estaba, los lanzó al tablero de la mesita que había junto a la pared lateral.

—Esos otros —dijo—, escribe ahí cómo se llaman. Y tu nombre también.

El desconocido fue a rechistar, pero Hades no dijo nada más. El desconocido se sentó en la silla de plástico delante de la mesa y, con dedos temblorosos, se puso a escribir nombres en el papel. Tenía una letra infantil, torcida, emborronada.

—La cosa empezó a torcerse a toda leche —murmuró mientras escribía; sujetaba el papel con los dedos, largos, blancos, para que no se le moviese—. A Benny le dio por decir que el tío le miraba como si estuviese pensando en hacer alguna estupidez. Yo no me fijé. La mujer chillaba y lloraba y no paraba y uno le largó un manotazo y los niños intentaron soltarse. Benny se cargó a los padres a balazos. Se… se puso a disparar, pum, pum, pum, sin parar hasta que se le vació la pistola. Siempre fue un gilipollas con el gatillo flojo. Siempre listo para la bronca.

Parecía que la emoción embargaba al desconocido, que se había puesto a respirar soltando lentamente el aire del pecho entre los dientes. Miraba fijamente los nombres que había escrito en el papel. Hades observaba.

—Todo estaba yendo bien y, de golpe, sin comerlo ni beberlo, estábamos en la carretera con los críos en el maletero y nadie a quien poder pedir un rescate. Empezamos a hablar de librarnos de ellos, entonces uno dijo que le conocía a usted y que… —El desconocido se encogió de hombros y se secó la nariz con la mano.

Por primera vez desde la aparición del desconocido, Hades abandonó su rincón de la cocina. Parecía más corpulento y de alguna manera más amenazador, con el diminuto cuaderno cogido en la palma de una de sus manos encallecidas de gigante. Arrancó la hojita con los nombres. El desconocido, derrotado, no se movió de la silla de plástico ni levantó la mirada cuando Hades dobló el cuadradito de papel y se lo metió en un bolsillo. Y no prestó atención tampoco cuando ese hombre mayor que él cogió el revólver, lo empuñó y le quitó el seguro.

—Fue un accidente —murmuró el desconocido. Miraba fijamente, con los labios separados y los ojos enrojecidos, llenos de lágrimas, el cuerpo envuelto en la sábana—. Todo iba sobre ruedas.

El hombre al que llamaban Hades le descerrajó dos tiros. Él, confundido, clavó la mirada en Hades mientras se llevaba las manos a los boquetes que se le habían abierto en el cuerpo. Hades dejó el arma en la encimera y levantó el vaso de whisky hasta los labios. Las aves de la noche habían dejado de graznar y solo el sonido de la muerte del desconocido llenó el aire.

Hades dejó el vaso soltando un suspiro y se puso a repasar mentalmente los metros cuadrados de desperdicios que rodeaban la colina en busca del mejor sitio para el cuerpo del desconocido y de otro, en algún rincón apartado y apropiado para enterrar los cuerpos de los pequeños. Había un lugar que él conocía, detrás de la nave de clasificación, en el que había crecido un árbol entre los montículos de basura; a veces a esa cosa retorcida y nudosa le salían unas florecillas de color rosa. Enterraría allí a los dos niños, juntos, y cavaría un hoyo en otra parte, en cualquier otro sitio, para enterrar al desconocido con todos los violadores, asesinos y ladrones que poblaban el subsuelo del vertedero. Hades cerró los ojos. Esas noches acudían a su vertedero demasiados desconocidos con sus fardos de vidas segadas. Tendría que empezar a correr la voz de que no se aceptaban más clientes. Los viejos conocidos, los clientes habituales, le llevaban cadáveres de malhechores. Pero esos desconocidos… Meneó la cabeza. Esos desconocidos no paraban de llevarle inocentes.

Hades dejó el vaso vacío en la encimera, al lado de su pistola. Sus ojos recorrieron el suelo agrietado hasta detenerse en el piececito blanco de la niña muerta.

Fue entonces cuando se fijó en que tenía los deditos agarrotados.

 

1

 

La primera vez que vi a Eden Archer pensé que había tenido un golpe de suerte. Estaba sentada junto a la ventana, de espaldas a mí. Al pasar la vista por el círculo de hombres que la rodeaba, pude verle apenas un poco del rostro anguloso. Parecía tratarse de una especie de sesión de orientación psicológica, seguramente acerca del hombre al que yo venía a sustituir, el compañero fallecido de Eden. Algunos de los hombres del círculo tenían la cara pálida y el semblante serio, triste, como si a duras penas pudiesen controlar las emociones. El propio psicólogo estaba como si acabaran de robarle hasta el último centavo.

Eden, por su parte, mantenía una actitud de serena contemplación. En la mano derecha tenía una navaja automática, visible solo para mí, y la abría y cerraba con el dedo pulgar. Miré de arriba abajo su larga trenza de pelo negro y me pasé la lengua por los dientes. Conocía a las de su clase, en la academia me había encontrado a muchas como ella. Chicas que no hacían amistades y que, los fines de semana tranquilos, cuando los oficiales estaban fuera, no tenían el menor interés en dejarse caer por los dormitorios de los chicos. Sabía correr con tacones, de eso no cabía duda. Y si se encontraba una rata en la despensa, no dudaría en partirle el pescuezo con sus propias manos, aunque la manicura de cuarenta dólares que lucía ese día fuese la tercera en lo que iba de mes. Me gustaba su imagen. Me gustaba su forma de respirar, lenta, sosegada, mientras los oficiales a su alrededor hacían esfuerzos para no desmoronarse.

Me quedé detrás del cristal de espejo, escuchando a medias la perorata del capitán James sobre la muerte de Doyle, una pérdida irreparable para la Brigada de Homicidios del Área Metropolitana de Sídney, y sobre sus estragos en la moral del equipo. La reunión tocó a su fin y Eden se metió la navaja por el cinturón. La blusa de algodón, blanca, ajustada, se ceñía a su silueta cuidadosamente esculpida. Tenía los ojos grandes, negros, y al salir por la puerta en dirección adonde me encontraba yo, iba con la mirada fija en la moqueta.

—Eden. —El capitán me hizo una seña para que me acercase—. Frank Bennett, tu nuevo compañero.

Sonreí y le estreché la mano. Su mano transmitía calor y dureza a la vez.

—Mi pésame —dije—. Me han dicho que Doyle era un gran tipo. —También me habían dicho que Eden había vuelto con la cara totalmente salpicada de gotitas de sangre de su compañero y pedacitos de sesos por la blusa.

—Te ha dejado el listón bien alto. —Hizo un gesto con la cabeza, bajando el mentón. Su tono de voz era plano como una tachuela.

Esbozó una media sonrisa cansina, como si mi aparición para convertirme en su compañero no fuese sino otro fastidio más dentro de lo que había sido una mañana espantosa interminable. Su mirada se cruzó con la mía una milésima de segundo y, sin más, se marchó.

 

El capitán James me llevó hasta mi cubículo en la oficina común. De la mesa de Doyle habían eliminado hasta el último rastro personal de su anterior ocupante. Desportillada y desnuda, estaba totalmente vacía salvo por un teléfono negro de plástico y el cable para la conexión del portátil. Cuando entré, varias personas levantaron la cabeza de sus respectivos escritorios. Supuse que irían presentándose a su debido tiempo. Un grupito de hombres y mujeres, en la máquina del café, me miraron de arriba abajo y se volvieron para poner en común su análisis visual. En las manos tenían tazas con eslóganes del tipo «Cuidado: Fan de Crepúsculo» o «El Mayor Gilipollas del Mundo».

Mi madre había sido una activa defensora de la fauna salvaje, una de esas personas que paran el coche al ver un canguro muerto y se acercan a meter la mano en la bolsa marsupial por si hubiese una cría, o de las que despegan del asfalto pájaros medio aplastados para ofrecerles una muerte digna o bien para curarlos. Una mañana me trajo en una caja unas crías de búho, tres en total, que habían sido abandonadas por su madre. Esos hombres y mujeres de la oficina me recordaron a aquellos buhítos que, al abrir la tapa de la caja de zapatos, me miraron apelotonados en un rincón con sus ojos redondos, negros e inexpresivos de puro espanto.

Estaba deseando entablar conversación con alguno de ellos. Se estaban investigando varios casos interesantes y este nuevo nombramiento representaba en gran medida un avance para mí. Mi último destino en Sídney Norte había consistido principalmente en casos relacionados con el crimen organizado asiático. Todo era muy directo y repetitivo: tiros desde vehículos en marcha, ejecuciones, atracos en restaurantes, padres molidos a palos y jovencitas aterrorizadas para que no se fuesen de la lengua, todo ello para defender el territorio de la banda de turno. Sabía, por el circo mediático y por lo que se comentaba en mi antigua oficina, que los de la Metropolitana de Sídney andaban buscando a una niña de once años a la que se había dado por desaparecida y que probablemente estaría muerta en alguna parte. Y también me había enterado de que uno de los investigadores de mi nuevo departamento había trabajado en el caso de los asesinatos de mochileros por Ivan Milat en los años 90. Estaba deseando desembalar mis cosas cuanto antes, para ver si alguien se animaba a contarme batallas.

Eden se sentó en el borde de mi mesa justo cuando abría mi caja de plástico y me ponía a organizar mis cosas en los cajones. Carraspeó una sola vez y miró a su alrededor, incómoda, rehuyendo mi mirada.

—¿Casado? —preguntó.

—Dos veces.

—¿Niños?

—¡Ja!

Me miró a la cara, dando vueltas sin parar a su reloj de pulsera alrededor de la muñeca. Me senté en la silla de Doyle. El sol de la mañana, que entraba a raudales por las ventanas, más altas que nosotros, había calentado el asiento. Aun sabiendo que esa era la explicación, sentí un escalofrío al imaginar que Doyle habría podido estar sentado en esa silla solo unos segundos antes, hablando por teléfono o mirando su correo electrónico.

—¿Por qué aceptaste el puesto?

Aproveché que me agachaba y volvía a levantarme al recoger mi mochila del suelo, para olerla. Olía a perfume caro. Impecables botas de piel ciñéndole los gemelos, perfume de marca en el cuello. Me dije que debía de tener algo menos de treinta años y que las mujeres de su edad preferían a tíos un poco mayores que ellas… De modo que los diez años que le sacaba, más o menos, no me convertían necesariamente en un ser repugnante. No repararía en las canas que empezaban a platearme las sienes, pensé.

—Yo también perdí a una compañera. Hace ya seis meses que estoy solo.

—Lo siento. —De nuevo, la misma voz átona—. ¿En acto de servicio?

—No. Se suicidó.

Se nos acercó un tipo, rodeó la mesa y a continuación se sentó al lado de Eden, apoyando una pierna en el tablero, y me miró. Una cicatriz fea le cruzaba en vertical toda la sien derecha hasta el nacimiento del pelo como un rayo blanco, tirándole hacia arriba del borde del ojo. Eden le miró con aquella media sonrisa azorada.

—¿Frankie, verdad? —sonrió, enseñándome unos colmillos blancos.

—Frank.

—Eric. —Me estrechó la mano con fuerza y la sacudió una sola vez de arriba abajo—. Si aquí mi amiga te lo pone muy difícil, ven a decírmelo, ¿eh? —Y le encajó el codo a Eden en las costillas. Detestable. Ella se sonrió con suficiencia.

—Seguro que sabré arreglármelas.

Me puse a colocar mis cosas más aprisa. Eric metió una mano en mi caja, que estaba a su lado, y extrajo una carpeta.

—¿Tu hoja de servicios?

Hice amago de quitarle la carpetilla marrón, pero él la apartó de mi alcance.

—Sí, gracias, dámela.

Noté que la lengua se me pegaba al paladar. Eden observaba sin levantarse. Eric se apartó hacia atrás y hojeó mis papeles.

—Eh, al loro: Homicidios Sídney Norte. Bandas asiáticas. ¿Hablas coreano? ¿Mandarín? Aquí dice, en el apartado del historial disciplinario, que te metieron un puro por conducir «perjudicado» de camino al curro. —Se rio—. De camino al curro, Frankie. ¿Es que tienes problemillas con eso? ¿Te gusta beber?

Le arrebaté la carpeta. Él me dio una sonora palmada en el hombro con su ancha manaza.

—Solo quería hacértelo pasar mal un rato, nada más.

Le ignoré y él se fue con los búhos, andando tranquilamente. Desde allí dijo algo sobre mí, señalándome de espaldas con un pulgar, y los búhos me miraron atentamente. Eden seguía observando mi cara. Me rasqué el cuello, mientras me bajaba por el pecho una sensación de calor.

—Gilipollas de mierda. —Meneé la cabeza.

—Pues sí. —Sonrió; una sonrisa deslumbrante, amplia, de dientes blancos—. Eso se le da de maravilla.

 

2

 

Me enteré de que Eric era el hermano de Eden unos minutos antes de que nos llamasen de comisaría para acudir a un lugar de los hechos. No sé por qué no me había dado cuenta antes de su parecido físico. Tenían la misma fisonomía: rasgos morenos, marcados, la misma fuerza contenida y la misma malicia. Aburridos y poderosos a la vez… Dos hermanos inadaptados. Eric tenía pinta de ser más bestia que Eden. En cuanto a cuál de los dos era el mayor, no sabía decir. Eden iba en el asiento del conductor, a mi lado, con las manos en el volante, y se mordía el labio inferior como si tuviese la cabeza cargada de graves pensamientos. Parecía una persona obsesionada con algún trauma terrible, algo que la persiguiese de día y la reconcomiese de noche. Secretos y mentiras. En cuanto a Eric, me pareció el típico tío que se hacía el alma de la fiesta, unas veces incontrolable y otras impredecible.

El tráfico en dirección entrada, el que discurría hacia el lejano perfil azul de la gran urbe, estaba detenido en Parramatta Road casi nada más salir del edificio de la Policía, en Little Street. Avanzamos muy lentamente por una intersección y volvimos a detenernos, frente a un restaurante griego en el que un joven se dedicaba a rascar de las ventanas los copos de nieve pintados con espray, con varios meses de retraso. Un gigantesco letrero rojo y amarillo puesto encima de un local de alquiler de DVD preguntaba si quería que mis sesiones de sexo durasen más, en letra negrita iluminada por un sol que brillaba ya en todo su esplendor. El padre del chico griego salió a meterle prisa, gesticulando para que viera los restaurantes de comida tailandesa que se apelotonaban a un lado y otro del suyo y que lucían unas ventanas inmaculadas.

—Así pues, bebedor y marido en serie. —Eden sonrió repentinamente, como si acabase de acordarse—. No me extraña que tu compañera se colgara.

—Olvídame un rato.

—Que no te altere Eric. Solo estaba chinchándote.

Hice esfuerzos para no ponerme irreverente. Sabía que molestarme por lo que había hecho solo empeoraría la situación. Me habían multado por ir bebido al volante, ¿y? ¿A quién no le había pasado? Y de camino a la oficina. Un año duro para mí.

—Trabajar con tu hermano… Un pelín incestuoso, ¿no?

Ella sonrió. Yo me esperaba una carcajada. Cambió de carril activando el intermitente con el meñique, como si fuese la dueña del coche desde hacía años.

—Nunca nos han puesto juntos —aclaró—. Conflicto de intereses, ya sabes.

 

Paramos en un pequeño puerto deportivo de Watsons Bay, al este del puerto de Sídney y entre la base naval y el parque nacional. A ambos lados de la calle había bloques de pisos con la fachada enlucida, pintada de tonos pastel, con las imprescindibles tumbonas en los balcones y toallas de playa, de rayas, tendidas estéticamente en tendederos cromados. En la pizarra de la carnicería del barrio se anunciaban salchichas con ajo y romero, a dieciocho pavos el kilo. Daba la impresión de que allí todo el mundo estaba al tanto del código de vestimenta: tanto para ellos como para ellas, zapatos náuticos y pantalones multibolsillos. El cambio de escena resultaba impactante. Solo unos minutos antes atravesábamos North Strathfield, con sus locales de servicios de masajes encima de las tiendas, y las arboladas calles comerciales de Edgecliff. Por alguna razón, ahora las salchichas eran diez dólares más caras. Unas plantas exóticas cubiertas de humedad rozaron las ventanillas del coche al estacionarlo. Suspiré y salí, con la sensación de que no éramos bienvenidos allí.

Eden se quedó junto al coche. Se limpió las Ray-Ban con la punta de la blusa y miró con actitud fría la enorme cantidad de apartamentos que flanqueaban la carretera. Los forofos de lo náutico que habían bajado a tierra de sus yates y los mirones llegados de las zonas verdes cercanas se habían subido a mirar desde el altozano, protegiéndose los ojos del resplandor blanco de la mañana con las manos e ignorando los tirones insistentes de toda una serie de perros pequeños atados con correa. De los llaveros colgaban bolsas para los excrementos de los canes. Divisaron a un par de agentes de Homicidios que se daban codazos y señalaban algo a lo lejos. «Sí, la cosa se pone interesante. Cógete un café con leche y ponte cómodo, que va para largo». Unos reporteros hicieron fotos a Eden mientras hablaba con un guardia de seguridad. Yo debía de ser invisible.

En el epicentro de los vehículos policiales y de las ambulancias se hallaba un joven, solo, envuelto en una manta gris, sentado en el filo de una ambulancia con el portón abierto. Todo aquel revuelo quería decir que el chico había sufrido algún percance terrible. Me quedé a un lado y observé con atención el semblante cabizbajo del joven, su mirada de desesperación, mientras Eden se metía entre la gente, que se apartó para dejarla pasar. Me sorprendió ver que nadie aprovechaba para rozarla accidentalmente, para tratar de absorber algo de su poderío y de su belleza. Daba la impresión de que la conocían ya, de que tenían alguna noción previa sobre su naturaleza peligrosa.

—Hable. —Hizo un leve movimiento con el mentón hacia el hombre envuelto en la manta.

—Ya le he dicho a ese poli de la gorra que no quería hacer una declaración —replicó el joven, tembloroso, y señaló con la cabeza a un tipo con grado de jefe que estaba fumando al lado de la cancela—.Ya tienen lo que necesitan. Ahora quiero irme. Quiero salir de aquí.

Empecé a distinguir en él algunas magulladuras y arañazos, y vi que tenía el pelo apelmazado de sangre, los tobillos en carne viva y el pie izquierdo entablillado. Movía arriba y abajo el pie derecho, respiraba sorbiendo por la nariz y miraba en derredor sin fijar la mirada en ningún punto fijo.

—Pues nos lo cuenta una vez más. —Eden sacó su libreta del bolsillo—. Y luego podemos plantearnos lo de que se marche.

Tenía los brazos llenos de marcas de pinchazos, unas marcas amoratadas, húmedas, que quedaron a la vista cuando levantó una mano para pasarse los dedos por el pelo mojado. Luego se tocó el pómulo izquierdo, como queriendo rascarse una vieja herida que no se curaba nunca. Me lanzó una mirada. Yo me apoyé en la ambulancia con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Pues estaba en la carretera. —El yonqui se estremeció, al tiempo que señalaba con la cabeza la grada del puerto deportivo—. Estaba viendo si pillaba a alguien para volverme a Bondi, donde estoy en casa de unos colegas. Pero ninguno de estos gilipollas pijos paraba. Puede que fueran las… tres de la madrugada. Vi a un tío metiendo una furgoneta de culo por la cancela y aparcando al lado de un barco. Como la verja estaba abierta, se me ocurrió, bueno, pues acercarme a ver si conseguía colarme sin que se diera cuenta, ¿entiende? Estaba a punto de tirar para el puerto deportivo, pero antes decidí quedarme a observar al tío.

—¿Pensaba desplumarle? —pregunté yo.

—Pues a lo mejor. Era una idea. Quería ver lo que llevaba. Pensé que lo que venía a repartir aquí podría venirme bien a mí. Lo que traía estaba guardado y bien guardado en uno de esos preciosos maletines relucientes de acero que llevan los hombres de negocios en el coche. Tenía como un metro de largo. El tío debía de estar como un toro, porque lo llevaba cogido a la altura del pecho, con una mano a cada lado. Lo dejó en el barco y luego rodeó la furgoneta. Esperé para verle aparecer por el otro lado, pero no salió. Esperé siglos y nada, no aparecía. Justo iba a meterme por detrás de los árboles para ver dónde estaba, cuando oí un «catacrac» tremendo y luego ya la nada más absoluta.

El yonqui se echó un brazo por detrás de la cabeza para tocarse la nuca y palparse los puntos. Eden había apoyado la bota en la rampa plegada de la trasera de la ambulancia y observaba los ojos del joven.

—Me desperté en la cubierta del barco con una cadena enorme alrededor de los tobillos. —El yonqui se estremeció con un espasmo y se rascó la barba de tres días—. No pensé que nos hubiésemos ido del puerto deportivo, porque el barco estaba superquieto. Empezaba a clarear, con lo que debía de llevar siglos inconsciente. Por todas partes había sangre. Rodé sobre mí mismo y le vi empujando la caja de herramientas hacia el borde de la cubierta. Seguí la cadena atada a mis tobillos y vi que estaba enganchada a la caja.

—Joder. —Uno de los agentes que tenía detrás de mí se rio. Le miré por encima del hombro. Me había olvidado de toda la gente que nos rodeaba, de todos los agentes de calle que nos observaban de brazos cruzados, con un cigarrillo entre los dientes. El agua, pasado el muelle, brillaba entre ellos. Entorné los ojos.

—Caí por la borda —el yonqui tembló. Su pierna derecha subía y bajaba más deprisa, como un pistón—, al agua.

El yonqui, envuelto en su manta, rompió a llorar. Los agentes que me rodeaban se rebulleron y se miraron, meneando la cabeza, mofándose y riéndose. Eden estaba impertérrita, su cara de rasgos angulosos apoyada en la palma de la mano, el codo en la rodilla de sus vaqueros. Hacía respiraciones lentas, largas. El yonqui se enjugó los ojos con una mano esquelética. Uñas largas. Cuando iba a reanudar el relato, uno de los agentes saltó con la preguntita:

—¿Entonces cómo coño es que estás aquí sentado, Houdini?

El yonqui lanzó una mirada asesina a la gente que tenía alrededor.

—Me rompí el pie cuando era un renacuajo —murmuró—. Limpiamente, justo por el centro. Bailando.

—¿Bailando?

—Sí, bailando —repitió el yonqui con sorna—. Estaba bailando en uno de esos putos espectáculos de talentos del cole. Salté desde el escenario y caí mal, y me lo partí en dos justo por debajo de los dedos. Desde entonces lo he tenido renqueante. Mientras me hundía, intenté soltarme de la cadena, tirando, estirando. Y en estas que choqué con el fondo y volví a partírmelo.

Todos miraron la tablilla que le habían puesto en un lado del tobillo. A mi alrededor los demás gimieron a una, en voz baja, en señal de valoración.

—Pues debes de ser el cabrón más escurridizo que está vivito y coleando.

—Aleluya, hijo. Caray, te ha tocado un ángel.

—Para pasarte el día chutándote sustancias mortíferas, tienes muchas ganas de vivir —apuntó otro de los polis.

El yonqui se limpió un rastro de sangre seca de la nariz con el dorso de la mano.

—Gracias, macho. —Le miró ceñudo—. Gracias por el comentario.

—No hay de qué.

—Vale, vale —intervine yo—. Vuelve al tema. ¿Te vio cuando saliste a flote?

El yonqui se irritó. Eden estaba mirándome con el semblante totalmente inexpresivo.

—Cuando salí, él hacía rato que se había largado —dijo él, clavando los ojos en el cemento, delante de sus narices—. Me rescataron un par de tíos en una barquita metálica, y una hora más tarde, más o menos, me devolvían aquí. Estaba demasiado lejos para volver nadando y no podía usar el pie. Pensé que algún bicho iba a morderme el trasero. Pensé que de verdad me había llegado la hora, ¿saben?

Sollozó y se tapó la cara con el puño. Alrededor de nosotros se había hecho el silencio.

—Bueno, entonces ¿qué buscamos? —pregunté con un suspiro, y saqué yo también mi libreta—. Un hombre, un barco, una caja plateada.

—Con las descripciones no le puedo ayudar —dijo el yonqui—. Ya lo intenté antes. Llevaba una chaqueta con la cremallera subida hasta la nariz y un puto gorro en el coco. El barco era blanco. Más no sé. Grande. Blanco. Con forma de barco. ¿Insisten en que les dé más detalles? Adelante. Ese poli de la gorra ya lo ha intentado.

—¿Y qué hay de la caja plateada? —pregunté, y subí el pie a la rampa para poder apoyar la libreta en la rodilla—. ¿Tenía algún nombre escrito? ¿Alguna palabra en el lateral?

—No —respondió el yonqui, meneando la cabeza—. No tenía nada. Como todas las demás.

—¿Todas las demás? —preguntó Eden. Su voz sonó mucho más fina y aterciopelada que la de quienes estaban a su alrededor, como un trino de pájaro—. ¿Qué quiere decir con «como todas las demás»?

El yonqui se abrazó a sí mismo y miró fijamente al suelo. El labio le temblaba como si quisiera echarse a llorar otra vez.

—Pues que cuando estaba yéndome para el fondo, me dio tiempo a echar un vistazo a mi alrededor. —Contuvo el aliento, a la vez que cerraba los ojos con fuerza—. La luz de la mañana traspasaba el agua. Allá abajo, en el fondo del océano, había más cajas. Montones de cajas.

 

 

 

Alrededor de la cabeza de la niña, la sangre había traspasado la sábana y además la tela de algodón se veía manchada de huellas dactilares ensangrentadas. Hades despegó la cinta de embalar que sellaba la sábana y tiró de la tela, de modo que la niña rodó y quedó tendida directamente en el suelo. Tenía cinta adhesiva en las muñecas y en la cara, y pegada en el pelo. Al arrancarle la tira que le tapaba la boca, la niña lanzó un aullido de dolor, un aullido largo, fuerte, cargado de miedo.

—Y hay otro —dijo él para sí, y se dio cuenta de que la voz le había temblado como nunca. Con gran esfuerzo, fue despegándole la cinta que le tapaba los ojos—. Dijo que había otro más.

Hades dejó a la cría en el suelo y salió corriendo de la casa. Llevaba los dedos pegajosos, manchados de la sangre que la niña tenía por toda la cara. Al sacar las llaves del contacto del maltrecho Ford rojo se le pringaron de aquella sangre, y cuando metió a toda prisa la llave en la cerradura de atrás manchó también el maletero. La pequeña salió a la puerta tambaleándose como beoda; su larga melena negra, iluminada por la luz de la cocina, parecía de oro. Se quedó mirándole sin hacer el más mínimo ruido, mientras él abría el maletero y sacaba de la oscuridad el otro fardo envuelto en sábanas. Los ojos, en la máscara roja que era La cara, eran dos bolitas sin vida.

—Por favor —se oyó murmurar Hades a sí mismo—. Vamos. Por favor.

La cabeza de ese segundo cuerpo estaba completamente empapada de una sustancia negra. Apartó las sábanas mojadas y sostuvo con los dedos el cráneo partido. Una carita tallada en ónice. La boca abierta, los ojos hundidos. El hombre presionó con los dedos el cuello pegajoso del crío. No había pulso. Solo calor tibio e inmovilidad.

—Vamos, niño. Vamos.

Hades no suplicaba jamás. O no suplicaba a los hombres, en todo caso. En sus tiempos había suplicado a infinidad de caballos de carreras. Había suplicado a galgos que cruzaban como flechas la pantalla llena de estática. Ahora le estaba suplicando a un niño. Le suplicaba para que viviera. Acercó la boca, con su barba de tres días, a los labios húmedos del niño. La niña observaba; con las manos se agarraba fuertemente la parte delantera del vestido. Hades cogió con sus dedos de gigante la naricilla del niño y su pequeño mentón, y miró el pechito que se inflaba y se desinflaba como un balón mojado. Luego, mientras bombeaba con las palmas de las manos la jaulita de pájaros que era la diminuta caja torácica, levantó la vista hacia la niña y, temblando a la luz de la cocina, la miró sin verla realmente. Pasaron unos segundos eternos. Unos pavos reales hechos con las piezas retorcidas de un coche viejo contemplaban erguidos la escena que tenía lugar delante de la casa. Un lobo de bronce aulló en silencio. En la cocina, la sangre del desconocido formaba un oscuro charco denso sobre el linóleo.

El cuerpo entre sus manos corcoveó y tosió. Hades zarandeó al niño con brusquedad y le dio unas fuertes palmadas en la espalda.

—Eso es —gruñó—. Vuelve ya. Vamos, vuelve.

El crío vomitó, dio arcadas y otra vez se quedó flácido. Hades se arrodilló en el suelo de grava y tierra, muy cerca de él. Hacía tiempo que el corazón no le latía a tanta velocidad. Estiró los brazos sobre el cuerpo del niño y fue limpiándole los mechones de pelo negro apelmazado, apartándoselos de la enorme brecha que tenía en un lado de la cabeza. La carne, abierta, estaba bordeada de coágulos, tenía la piel desgarrada y se le veía el hueso. Hades levantó la vista hacia el firmamento y odió a aquel desconocido. Con el niño dormido delante, odió a ese hombre desde lo más profundo de su ser.

Hades llevó al crío a la cocina seguido por la niña. Visto a la luz, era mucho más pequeño que ella. En su piel blanca se veían algunas zonas negrísimas y manchas y vetas de color rojo intenso. Hades tendió aquel muñeco roto encima la mesa. Le miró desde arriba, inspeccionándole como un carnicero con un tajo de carne, y se fijó en las articulaciones abultadas, cuyos cartílagos habían sufrido contracturas y torceduras, y en los pies flácidos y en las manos medio cerradas. Entonces se volvió para contemplar el cuerpo inerte del desconocido, arrugado en su silla, y a continuación su mirada se posó en la niña, que estaba de pie muy cerca de él con los brazos colgando a los costados, mirándole fijamente. Hades se limitó a respirar, a pensar, a tratar de abrirse paso entre el loco torbellino de voces que gritaban dentro de su cabeza. Por unos instantes, el hombre y la niña se miraron, simplemente, como preguntándose qué pasaría a continuación. Hades pareció decidirlo. Tendió la mano y rodeó el bracito de ella con sus dedos enormes.

—Ven conmigo —murmuró, y tiró de ella. La niña se dejó guiar. En el pasillo abarrotado de cosas, entre el dormitorio y el salón, Hades se puso de puntillas y, estirando mucho el brazo para llegar a la moldura de escayola que bordeaba la pared, apretó un botón oculto. La pared se desplazó un poco hacia abajo y, deslizándose, fue plegándose sobre sí sin que se viese ninguna juntura. Entonces, empujó a la niña para que entrase en la minúscula habitación. Ella fue mirando una por una las estanterías que tapaban las tres paredes, donde se almacenaban fajos de billetes, armas desmontadas, cajas con cerrojo, cajas de caudales y una gran cantidad de pasaportes y de partidas de nacimiento falsificadas, todo ordenado en montones perfectamente colocados.

Entonces, se volvió hacia él. Hades estiró el brazo y de nuevo pulsó el botón.

—¡No! —exclamó la niña con un hilo de voz, tendiendo al frente las manos mientras la puerta camuflada volvía a cerrarse—. ¡No! ¡No!

Chilló. Hades notó que le ardía la cara mientras la puerta se cerraba y que ella se ponía a golpear con los puños desde el otro lado.

—Solo será de momento —dijo, con una mueca—. Perdóname. Solo será de momento.

Se lo decía a sí mismo más que a la niña. Pero casi no podía oírse con los gritos de ella.

 

3

 

Eden coordinó todo el operativo a la sombra que proporcionaba una lona de plástico azul que habían colgado entre dos furgones policiales. Estaba apoyada en el borde de una mesa improvisada, con las largas piernas cruzadas, extendidas hacia delante, y un plano del puerto deportivo en la mano. Con una uña, trazó una línea alrededor del perímetro que quería que acordonaran. Miraba el plano con la cabeza gacha, con el mismo interés carente de emoción de quien lee una revista barata de cotilleos. Al yonqui le habían desnudado, limpiado y fotografiado, y la ambulancia en la que había estado sentado se la habían llevado al laboratorio. Había ordenado que se llevaran al drogata para someterle a un examen forense debidamente hecho. El tipo había montado un pollo, pero ella no le había hecho ni caso. Daba las órdenes de una manera tajante y tranquila a la vez, creando en todos la sensación de que contravenirlas sería una estupidez.

Una hora después, la barricada que levantaron en el acceso al puerto deportivo estaba a tope de curiosos. No hay nada que desate tantas conversaciones entre desconocidos como un buen escándalo. Aquello era un hervidero de gente. Los mirones se apoyaban en las vallas, murmuraban, señalaban, se cruzaban de brazos mientras comentaban sus predicciones. Se oía el retumbar sordo de los helicópteros que sobrevolaban el lugar, recorriendo la costa arriba y abajo. Y estaban preparando cuatro patrulleras con la idea de llevar buzos a diferentes puntos de la bahía.

Yo estaba junto a la mesa, tomándome un café que alguien había traído en una bandeja de cartón. Me daban ganas de comentarle a Eden que no había muchas probabilidades de que el drogadicto hubiese estado en sus cabales cuando vio las otras cajas, teniendo en cuenta que le habían encadenado a una caja de herramientas lastrada y que estaba yéndose al fondo del océano a la tenue luz del amanecer. Que lo que él había creído ver serían seguramente unas rocas, o unas cañerías submarinas, o nasas para cangrejos o algún vertido ilegal de basura. Pero no dije nada. Ya que Eden no había consultado conmigo ningún detalle relativo a la coordinación de las operaciones, me parecía estupendo dejar que ella sola hiciese el ridículo, si al final todo quedaba en nada. Cruzando los brazos sobre el pecho, contempló el ajetreo que nos rodeaba como si yo fuese invisible. Solté un par de comentarios jocosos y ella me ignoró. Detecté en ella la fría arrogancia de su hermano en ese momento.

Uno de los técnicos, un joven filipino con la cara picada de cicatrices de acné, apareció con un portátil y lo plantó al lado de Eden. Le reconocí, era uno de los búhos asustados que había visto en la sede policial. Él también me ignoró. Abrió el ordenador, tecleó un poco, instaló un módem inalámbrico y se conectó a un servicio de GPS.

—¿Qué tienes? —pregunté yo, y me coloqué detrás de él. Me dio la impresión de que encogía los hombros como esperándose una colleja. Eden se acercó todo lo posible, a mi lado, y el técnico se estremeció.

—Pues tengo un enlace a la patrullera principal —susurró el búho con inseguridad—. Van a ir mandándonos lo que ve el buzo. La guardia costera ha hablado con los dos hombres que recogieron al testigo y ha obtenido las coordenadas GPS de dónde se encontraban. Calculando la corriente, la marea y el tiempo estimado que permaneció en el agua, tenemos una idea aproximada de dónde le arrojaron al mar. Vamos a bajar a un equipo de buzos para ver si pueden localizar esas cajas. Hemos intentado encontrarlas con el sónar, pero a esas profundidades no es del todo preciso.

El búho abrió en la pantalla un mapa de GPS de toda la costa de alrededor de la bahía Watsons. El mar aparecía como un plano de color azul inmaculado, sin fondo. En la pantalla se veían flechas que se movían, marcadores y diez o doce embarcaciones representadas mediante equis y triángulos. Observé al técnico mientras escribía en el teclado negro del portátil. En pocos minutos, pudo mostrarnos las imágenes recibidas con considerable lentitud y sin sonido de una cámara sujeta, por lo que parecía, al casco de un buzo. Se veían, borrosos, la cubierta de la patrullera y al jefe del equipo dando una charla, mientras otros buzos, cerca del de la cámara, terminaban de prepararse.

Eden y yo permanecimos detrás del búho, viendo la escena de la charla. Los buzos se cerraron las cremalleras de los trajes y se colocaron en posición. Noté que el sol me daba en los hombros y me quité la chaqueta sin moverme apenas. Cuando me remangué la camisa, Eden lanzó una mirada a mis tatuajes. Crucé los brazos, cerré los ojos, sentí la borrachera que producía en mí el calor de la mañana. Era el típico día para almorzar en la terraza de un café del puerto, volver a casa dando un paseo y dormitar toda la tarde con Eden tendida a mi lado. Con sus largas piernas blancas cubiertas de una película de sudor, destacando contra el fondo de las sábanas. ¿Quién quería trabajar en una mañana así? Ya se acercaba el fin de semana. Y con un tiempo ideal para surfear.

Los hombres rana se sumergieron y las imágenes de la cámara se cortaron unos segundos por el impacto del agua en la cabeza del buzo. A nuestro alrededor se habían apiñado otras personas. Durante diez minutos no se vio en la pantalla más que manchas azules y negras, moviéndose por todas partes. El público murmuraba, expectante. Eché un vistazo a mi alrededor. Vi que Eden había tensado el cuerpo. El músculo nervudo de sus antebrazos se flexionó, en la sombra de la lona.

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