Hades

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8. Sin salida

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Sin salida

—No voy a hablar de nada contigo hasta que me devuelvas mis recuerdos —dije, apretando los dientes—. No tenías derecho a quitármelos.

—Yo no te he quitado tus recuerdos, Beth —se mofó Jake—. Aunque resulta halagador que me creas con el poder suficiente para hacerlo. Quizá los he enterrado temporalmente, pero, si buscas bien, los encontrarás. Yo, en tu lugar, los abandonaría y empezaría de nuevo.

—¿Me enseñarás a hacerlo? Yo sola no sé cómo.

—Dame un buen motivo para que lo haga. —Jake se recostó en la silla e hizo un mohín—. Estoy segura de que los malinterpretarás para hacerme parecer el malo.

—¡Lo digo en serio: basta de jueguecitos!

—Bethany, ¿no se te ha ocurrido pensar que quizás hago todo esto por tu propio bien? Quizás esté mejor así.

—Jake, por favor —dije con tono amable—. No soy la misma persona sin ellos. No me reconozco. ¿Qué sentido tiene tenerme aquí si ni siquiera sé quién soy?

Jake soltó un suspiro exagerado, como si mi petición fuera una enorme imposición.

—Oh, de acuerdo. —Se levantó y atravesó la habitación hasta mí en un único y fluido movimiento—. Déjame pensar qué puedo hacer.

Colocó dos fríos dedos sobre mi sien derecha y presionó ligeramente. Eso fue todo. A partir de ese momento, los recuerdos inhibidos me inundaron en avalancha, hasta el punto de que tuve que apoyarme en la mesa para no perder el equilibrio. Si hasta ese momento había podido recordar solo la pacífica vida en Byron, ahora todas las piezas perdidas del rompecabezas se pusieron en su lugar. Supe cuál era el núcleo del que derivaba todo lo demás: vi la noche de la fiesta de Halloween, pero esta vez no estaba sola. Una persona de deslumbrantes ojos azules, cabello con destellos dorados y una sonrisa tan cautivadora que me hacía temblar las piernas se encontraba a mi lado. Recordar el rostro de Xavier me provocó una felicidad indescriptible.

Pero duró poco tiempo. Al cabo de unos segundos otro recuerdo borró despiadadamente el primero: el cuerpo de Xavier yacía inerte en la polvorienta carretera mientras una motocicleta se alejaba a toda velocidad en medio de la oscuridad. Esa imagen me abatió tanto que deseé poder borrármela de la memoria. Me dolía todo el cuerpo a causa del dolor de nuestra separación y de la visión de su cuerpo en el suelo. No podía vivir sabiendo que él se había ido. Solamente si supiera que Xavier estaba vivo y que se encontraba bien sería capaz de soportar mi exilio en ese páramo olvidado de Dios. Pero sin él no me sentía capaz de conservar ninguna voluntad de vivir. En ese momento me di cuenta de que, tanto si era insensatez o sabiduría, toda mi felicidad procedía de una única fuente. Si esta se cerraba, no sería capaz de seguir adelante. No querría hacerlo.

—Xavier —murmuré con un hilo de voz. Me sentía como si la habitación se hubiera quedado sin oxígeno. ¿Por qué era tan sofocante el ambiente allí dentro? No me podía sacar esa imagen de la cabeza—. Por favor, dime que se encuentra bien.

Jake puso los ojos en blanco.

—Es típico. Debería haber sabido que tus pensamientos serían para él.

Yo me esforzaba por reprimir las lágrimas.

—¿Es que no tenías suficiente con raptarme? ¿Cómo te has atrevido a hacerle daño? Eres un cobarde despiadado y sin corazón.

La rabia tomó el lugar de mi debilidad: apreté los puños y empecé a golpear a Jake en el pecho. Él no hizo nada para detenerme, simplemente esperó a que se me pasara.

—¿Te sientes mejor ahora? —preguntó. No me sentía mejor, pero sí experimenté un ligero alivio—. Prescindamos del melodrama. El chico guapo no está muerto, solo un poco maltrecho.

—¿Qué? —pregunté, levantando la cabeza.

—El golpe no lo mató —dijo Jake—. Solamente lo dejó inconsciente.

El alivio que sentí al oír esas palabras me hizo revivir. Elevé una plegaria de agradecimiento al poder superior, el que fuese, que lo había salvado. ¡Xavier estaba vivo! Respiraba y caminaba, aunque lo hiciera un poco más magullado que antes.

—Supongo que es mejor así —dijo Jake esbozando una seca sonrisa—. Su muerte hubiera hecho que empezáramos con mal pie.

—¿Prometes que nunca le harás daño? —le pregunté con irritación.

—«Nunca» es mucho tiempo. Digamos que de momento está a salvo.

No me gustaba lo que ese «de momento» implicaba, pero decidí no tentar a la suerte.

—¿Y Gabriel e Ivy no corren ningún peligro?

—Juntos tienen una fuerza formidable —dijo—. En cualquier caso, ellos nunca formaron parte del plan. Mi único interés consistía en traerte a ti aquí y eso ya está hecho, aunque durante un tiempo no estuve muy seguro de ser capaz de lograrlo. A un demonio no le resulta fácil arrastrar a un ángel hasta el Infierno, ¿sabes? Ni siquiera creo que haya ocurrido nunca. —Jake se mostraba satisfecho de ese logro.

—Pues a mí me parece que te ha sido fácil.

—Bueno —concedió con una sonrisa—. No creí que pudiera volver a emerger después de que el santurrón de tu hermano me mandara de regreso aquí. ¡Pero entonces esas tontas amiguitas tuyas empezaron a convocar a los espíritus en Venus Cove! No me creía tanta suerte. —Los ojos de Jake fulguraban como ascuas—. No es que la invocación fuera muy poderosa; solamente consiguieron despertar a algún espíritu intranquilo que estuvo más que dispuesto a ofrecerme su lugar.

—¡Pero ellas no intentaban invocar a ningún demonio! —exclamé en tono defensivo—. Se supone que en una sesión de espiritismo solo se llama a los espíritus.

No me podía quitar de encima la sensación de culpa. Había decidido hacer oídos sordos en lugar de esforzarme por impedirles que llevaran a cabo esa sesión; incluso hubiera podido romper en pedazos el tablero y lanzarlo por la ventana.

—La verdad es que fue más bien un golpe de suerte —dijo Jake—. En esas situaciones nunca se sabe qué se va a desenterrar.

Le dirigí una mirada malhumorada.

—No me mires así, no fue culpa mía del todo. No te hubiera podido traer aquí si tú no hubieras aceptado mi invitación.

—¿Qué invitación? —pregunté con sarcasmo—. No recuerdo que me preguntaras si quería hacer una parada en el Infierno.

—Te invité a que subieras a la moto y tú aceptaste —afirmó Jake en tono de suficiencia.

—Eso no cuenta, me engañaste. ¡Yo creía que eras otra persona!

—Mala suerte. Las reglas son las reglas. Además, ¿hasta qué punto eres tan ingenua? ¿No te pareció terriblemente extraño que el señor Responsable se tirara en picado al río desde lo alto de un árbol? Ni siquiera yo creí que te lo tragaras. Precisamente tú deberías haberlo sabido, pero, en cambio, solo tardaste un segundo en perder tu confianza en él. Tú misma sellaste tu destino al aceptar subir a la moto. No tuvo nada que ver conmigo.

Esas palabras me impactaron como puñetazos. Al ver que tomaba conciencia de mi propia estupidez, Jake empezó a reírse. Nunca había oído una risa tan vacía y hueca. Alargó los brazos y me tomó de las manos.

—No te preocupes, Beth. No voy a permitir que un pequeño error cambie la opinión que tengo de ti.

—Déjame ir a casa —supliqué.

Tenía cierta esperanza de que, oculto en lo más profundo de su mente, todavía existiera un resto de consideración y que pudiera sentir una pizca de remordimiento, una punzada de culpa, algo que me permitiera llegar a un trato con él. Pero no podía estar más equivocada.

—Ya estás en casa —declaró Jake en tono monótono mientras se llevaba mis manos hasta su pecho. Su cuerpo era blando como el barro, y por un momento creí que mis dedos se hundirían en el hueco donde su corazón debería haber estado—. Siento mucho no poder ser un ser humano —dijo, arrastrando las palabras—. Pero tú también tienes algunas anomalías, así que no creo que estés en disposición de juzgar.

Me soltó una mano y sus dedos aletearon sobre la zona de mi espalda en que se encontraban mis alas.

—Por lo menos yo tengo corazón, que es más de lo que tú puedes decir —repliqué—. No me extraña que no seas capaz de sentir nada.

—En eso te equivocas. Tú me haces sentir cosas, Beth. Por eso te tienes que quedar. El Infierno es mucho más brillante si estás en él.

Me solté de su mano.

—No tengo por qué hacer nada. Quizá sea tu prisionera, pero no tienes ningún poder sobre mi corazón. Tarde o temprano, Jake, tendrás que aceptarlo.

Di media vuelta con intención de marcharme.

—¿Adónde te crees que vas? —preguntó Jake—. No puedes ir por ahí sin compañía. No es un lugar seguro.

—Eso está por ver.

—Quiero que lo pienses bien.

Pero yo ya me alejaba con paso inseguro.

—¡Déjame en paz! —grité sin girarme—. No me importa lo que quieras.

—Luego no digas que no te avisé.

Al salir al vestíbulo encontré a Hanna, que me esperaba, diligente.

—Me largo de este infierno —anuncié mientras me dirigía hacia la puerta giratoria. No había nadie en el mostrador del vestíbulo, así que pensé que quizá podría salir sin que me detuvieran.

—¡Señorita, espere! —advirtió Hanna caminando a mi lado—. ¡El príncipe tiene razón, será mejor que no salga ahí fuera!

Sin hacerle caso, atravesé la puerta giratoria y salí en medio de la nada. Extrañamente, nadie intentó detenerme. Yo no tenía ningún plan, pero eso no me importaba: quería poner toda la distancia posible entre Jake y yo. Además, si ese lugar tenía una entrada, solo debía encontrarla. Pero mientras corría por los humeantes túneles, las palabras de Hanna no dejaban de resonarme en la cabeza: «No hay salida».

Detrás del hotel Ambrosía, los túneles eran largos y oscuros. Por todas partes se veían botellas de cerveza vacías y chasis de viejos coches completamente carbonizados y retorcidos. Las personas que deambulaban por allí parecían atrapadas en un extraño aturdimiento; nadie percibía mi presencia. Sus miradas, completamente vacías, indicaban claramente que eran ánimas condenadas. Pensé que si era capaz de encontrar la calle que habíamos seguido para llegar al hotel, quizá podría convencer a los perros de las puertas para que me dejaran salir.

A medida que me internaba en los túneles noté que una rara neblina invadía el ambiente y empecé a percibir un olor como a cabello chamuscado que, al final, se hizo tan fuerte que tuve que cubrirme la boca con la mano. La niebla se arremolinaba a mi alrededor y parecía conducirme hacia delante. Cuando desapareció, me di cuenta de que no me encontraba cerca del Orgullo, el club a través el cual había entrado. No tenía ni idea de dónde estaba, pero noté una fuerte presencia de algo maligno, un profundo helor en la sangre. Para empezar, me vi rodeada de desconocidos. No hubiera sabido cómo calificarlos, y aunque estaba segura de que una vez habían sido personas, ahora no se los podía llamar así. Más bien parecían espectros. Deambulaban sin propósito, apareciendo y desapareciendo por unas oscuras grietas. A pesar de sus miradas vacías y de sus manos que intentaban aferrarse al aire, su energía estaba muy presente. Me concentré en el que en ese momento estaba más cerca de mí, intentando comprender qué sucedía. Era un hombre y vestía un traje elegante, llevaba un pulcro corte de pelo y unas gafas de montura de metal. Al cabo de un momento, una mujer se materializó delante de él rodeada por el escenario de una cocina. La imagen temblaba, como si fuera un espejismo, pero tuve la sensación de que para ellos era más real. Los dos se enzarzaron en una acalorada discusión. Me sentía mal por estar viéndolos, como si estuviera entrometiéndome en una cuestión muy íntima.

—Ni una mentira más. Lo sé todo —dijo la mujer.

—No tienes ni idea de lo que dices —contestó el hombre con voz trémula.

—Lo que sí sé es que te dejo.

—No digas eso.

—Me voy con mi hermana un tiempo. Hasta que las cosas se resuelvan.

—¿Se resuelvan? —El hombre se mostraba cada vez más alterado.

—Quiero el divorcio.

La mujer habló en tono tan decidido que el hombre se hundió y emitió un gemido grave y largo.

—Cállate.

—No pienso seguir aguantando que me trates como una mierda. Me voy para ser feliz sin ti.

—Tú no vas a ninguna parte.

El hombre tenía una actitud corporal amenazadora, pero ella no se daba cuenta.

—Aparta de mi camino.

Ella intentó apartarlo de un empujón para pasar y él tomó un cuchillo de encima de la mesa. Aunque el cuchillo que yo veía no era real, la hoja brillaba y parecía sólida. Él se lanzó contra ella y la empujó, y la mujer cayó de espaldas sobre la mesa. No vi que levantara el cuchillo, pero al cabo de un instante lo vi clavado firmemente entre las costillas de ella. En lugar de sentir culpa, la visión de la sangre provocó en el hombre un frenesí febril. La apuñaló repetidamente en el mismo sitio sin hacer caso de sus gritos hasta que la herida era una masa de carne y sangre. Entonces lanzó el cuchillo al suelo y soltó el cuerpo de su mujer, que todavía tenía los ojos desorbitados y las mejillas manchadas de sangre. Cuando ella cayó al suelo, la imagen entera se desvaneció en el aire.

Me apreté contra un rincón de una pared. Sentía la garganta atenazada, no podía respirar, y no podía parar el temblor de mis manos. No iba a olvidar fácilmente esa escena. El hombre parecía aturdido, daba vueltas en círculo y, por un terrible momento, tuve miedo de que notara mi presencia. Pero entonces la mujer volvió a aparecer ante él, sin ninguna herida.

—Ni una mentira más. Lo sé todo —dijo.

Era como si alguien hubiera apretado el botón de replay de un DVD. Me di cuenta de que la espeluznante escena iba a repetirse delante de mis ojos. Las personas que la habían protagonizado estaban condenadas a revivirla eternamente. Las otras almas que vagaban a mi alrededor también revivían sus propios delitos del pasado: asesinatos, violaciones, agresiones, adulterios, robos, traiciones. La lista era interminable.

Siempre me había planteado el concepto del mal en términos filosóficos, pero ahora lo sentía alrededor de mí, palpable, real. Regresé corriendo por donde había venido y no paré. A veces percibía cosas que pasaban por mi lado y me rozaban o se agarraban al extremo de mi vestido, pero me soltaba y continuaba corriendo. No me detuve hasta que sentí que si daba otro paso, mis pulmones quedarían colapsados.

De repente me di cuenta de que en algún momento me había desviado, pues los túneles habían desaparecido. Me encontraba en un amplio espacio circular que tenía una abertura parecida a un cráter, a unos metros delante de mí, con los bordes encendidos en ascuas. No veía qué sucedía dentro, pero oía gritos y chillidos. Nunca había visto nada que se pareciera remotamente a aquello. Entonces ¿por qué me resultaba tan extrañamente familiar? «El Lago de Fuego aguarda a mi dama». ¿Era posible que la críptica nota que había encontrado en mi taquilla tantos meses atrás se refiriera a este lugar? Supe que no debía acercarme. Supe que lo correcto era dar media vuelta y encontrar el camino de regreso al hotel Ambrosía, aunque fuera mi prisión. Fuera lo que fuese lo que acechaba en este lugar, no estaba preparada para verlo. Hasta el momento, el Hades había sido un mundo surrealista compuesto de túneles subterráneos, oscuros clubes nocturnos y un hotel vacío. Mientras daba los primeros pasos hacia el foso supe que eso iba a ser muy diferente.

Los indescriptibles gemidos de los ocupantes del cráter llegaron hasta mí mucho antes de que llegara a él. Siempre había creído que las representaciones medievales del Infierno, con esos cuerpos retorcidos y esos instrumentos de tortura, no eran más que una manera de asustar y controlar al pueblo ignorante. Pero ahora sabía que esas historias eran ciertas.

No era fácil ver qué sucedía a través del resplandor carmesí que irradiaba el foso, pero sí estaba claro que había dos grupos: los torturadores y los torturados. Los primeros llevaban arneses de piel y botas; algunos también capuchas, como los verdugos. Los torturados iban desnudos o vestían con harapos. Desde las paredes de tierra colgaban todo tipo de instrumentos de hierro diseñados para infligir dolor. Vi sierras, hierros para marcar a fuego vivo y tenazas oxidadas. Arriba, en el suelo, había cubas llenas de aceite hirviendo, un aparato de tortura y carbones al rojo vivo. Había cuerpos encadenados a postes, colgados de vigas y sujetos a crueles máquinas. Las almas se retorcían y chillaban mientras los torturadores continuaban su maligno trabajo sin detenerse. Arrastraron a un hombre desnudo por el suelo y lo obligaron a meterse en un cajón metálico que cerraron e introdujeron en un horno. Vi cómo el cajón se encendía despacio hasta que empezó a resplandecer primero con un color naranja y luego rojo. Del interior salieron unos apagados gritos de agonía, y eso pareció divertir a los demonios. Otro hombre, que se encontraba atado a un poste con unas cuerdas, miraba hacia arriba con expresión suplicante. Al principio no me di cuenta de que el tejido amarillento que le colgaba de la pierna como una pieza de ropa tendida al sol era su propia piel. Lo estaban despellejando vivo.

Lo único que veía a mi alrededor era sangre, carne rasgada y heridas purulentas. No tardé más de unos segundos en sentir que la bilis me subía por la garganta. Me tiré sobre el suelo seco y agrietado y me tapé los oídos. El olor y el sonido eran insoportables. Empecé a alejarme a rastras, sobre rodillas y manos, pues no me creí capaz de ponerme en pie sin desmayarme.

Había avanzado solamente unos metros por el polvo cuando una bota me pisó la mano. Levanté la cabeza y me vi rodeada por tres torturadores con látigos que se habían dado cuenta de mi presencia. Sus rostros implacables no tenían nada de humano y todos sus movimientos iban acompañados por un ruido de cadenas. Al observarlos con mayor detenimiento vi que no eran más que chicos en edad escolar. Resultaba incongruente tanta crueldad en esas caras perfectas.

—Parece que tenemos una visita —dijo uno de ellos, dándome ligeros puntapiés con la bota. Hablaba con cierta cadencia y con un ligero acento español. Con la punta del pie levantó el extremo de mi vestido, descubriendo mis piernas, y sentí que la punta de la bota subía de forma incómoda por ellas.

—Está buena —gruñó uno de sus compañeros.

—Esté buena o no, no es de buena educación ir dando vueltas por zonas restringidas sin haber sido invitada —intervino el tercer demonio—. Yo digo que le demos una lección.

Sus ojos destellaban como dos trozos de mármol. Tenía los labios abultados y arrastraba las palabras. El cabello, rubio, le caía sobre los ojos y la cara, de facciones marcadas.

—Yo la he pillado primero —objetó el otro—. Cuando haya terminado, podrás enseñarle lo que quieras.

Me dirigió una amplia sonrisa. Era de una constitución más fornida que los otros. Un flequillo cobrizo le cubría los ojos y tenía una nariz porcina y cubierta de pecas.

—Olvídalo, Yeats —lo amenazó el primero de los chicos, que tenía la cabeza llena de rizos negros—. No hasta que sepamos quién la envía.

Yeats acercó su cara a la mía. Sus pequeños dientes me recordaron los de una piraña.

—¿Qué hace una cosita tan bonita como tú dando vueltas sola por un sitio como este?

—Me he perdido —dije, temblando—. Estoy en el hotel Ambrosía y soy la invitada de Jake.

Intentaba parecer importante, pero no me atreví a encontrarme con su mirada.

—Maldita sea. —El chico rubio pareció preocupado—. Está con Jake. Supongo que será mejor no pasarse demasiado con ella.

—No me lo trago, Nash —repuso Yeats, cortante—. Si de verdad estuviera con Jake no habría llegado hasta aquí.

De repente la cabeza empezó a darme vueltas. Pensé que mi cuerpo no podría aguantar mucho más. Yeats se mostró poco impresionado.

—Si vas a vomitar, hazlo allá. Acaban de pulirme las botas. Vomité. El pecho me ardía.

—¡Venga, en pie! —Yeats me agarró y me obligó a incorporarme. Miró a los otros con expresión de triunfo mientras pasaba un brazo alrededor de mi cintura—. ¿Qué dices, te aprovechamos un poco? ¿Qué te parece un poco de público?

Sentí la callosidad de sus manos mientras intentaba desabrocharme el vestido.

—Si pertenece a Jake y él se entera, quién sabe qué… —El chico que se llamaba Nash parecía nervioso.

—Cierra la boca —le espetó Yeats y, girándose hacia el otro, añadió—: Diego, ayúdame a sujetarla.

—Quitadle las sucias pezuñas de encima —dijo una voz tan fría y amenazadora que parecía capaz de cortar el acero.

Jake apareció por entre las sombras. Llevaba el oscuro pelo suelto, lo cual, añadido a su expresión furiosa, le confería una ferocidad animal. Se lo veía mucho más peligroso que los otros. De hecho, al lado de él, los tres chicos parecían aficionados o niños malos acabados de pillar en una travesura. En presencia de Jake perdieron toda su arrogancia y se mostraron arrepentidos; él los dominaba, su actitud de autoridad los acobardaba. Si en el Infierno había escalones de poder, ese trío ocupaba uno de los más bajos.

—No sabíamos que ya tenía… dueño —dijo Diego en tono de disculpa—. De lo contrario, no la hubiéramos tocado.

—Intenté decirles que era… —empezó Nash, pero Diego lo hizo callar con la mirada.

—Tenéis suerte de encontrarme de buen humor —dijo Jake entre dientes—. Y ahora, fuera de mi vista antes de que yo mismo os ponga en el potro de tortura.

Los tres chicos salieron corriendo como conejos hacia el foso de donde habían salido. Jake me ofreció su brazo y me llevó lejos de allí. Era la primera vez que me alegraba su presencia.

—Bueno… ¿has visto muchas cosas? —preguntó.

—Lo he visto todo.

—Intenté advertirte. —Parecía que lo lamentaba de verdad—. ¿Quieres que intente borrarte los recuerdos? Tendré cuidado de no tocar ninguno de los anteriores.

—No, gracias —respondí, incapaz de reaccionar—. Tenía que verlo.

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