Hades

Hades


12. La historia de Hanna

Página 14 de 37

12

La historia de Hanna

Después de esa primera experiencia de lo que Tuck llamaba «proyección», me era difícil pensar en otra cosa. Ahora que había saboreado de nuevo mi hogar, el hotel Ambrosía me parecía más vacío que nunca. Pasaban los días y actuaba como una autómata, sin quejarme, a la espera de la siguiente oportunidad de regresar a Venus Cove y saber qué estaba ocurriendo. Así que cada vez que Hanna me cepillaba el pelo o se movía a mi alrededor ordenando las cosas, solo pensaba en cómo cumpliría mi objetivo: volver a ver a Xavier. Cuando Tucker montaba guardia, yo contaba los minutos que faltaban para que finalmente se fuera a la cama y estuviera libre para volver a pasear por el lugar al que pertenecía, aunque fuera como un ser invisible.

Pero Tucker era capaz de leerme los pensamientos mejor de lo que yo creía:

—Es adictivo, ¿verdad? Al principio nunca se tiene bastante —dijo.

No podía negarlo. El haber viajado hasta Byron me había proporcionado la mayor emoción que nunca hubiera experimentado.

—Era muy real. Estaba tan cerca que podía olerlos a todos. Tucker me observó con atención.

—Debería verse la cara. Se le ilumina cada vez que habla de ellos.

—Eso es porque lo son todo para mí.

—Lo sé, pero hay una cosa que no debe olvidar. Cada vez que regrese verá que ellos habrán continuado un poco más con su vida. El tiempo aplaca el dolor, y uno se convierte en un recuerdo muy querido. Al final, no se es más que un fantasma que visita a unos desconocidos.

—Para mí no será nunca así —afirmé, mirando a Tucker con mal humor. La idea de que Xavier continuara adelante con su vida me resultaba insoportable y me negaba a tener en cuenta esa posibilidad—. Además, ¿no olvidas algo? No soy un fantasma. Resulta que estoy viva. ¿Ves? —Me di un buen pellizco en el brazo y observé la rojez que se me formaba en la piel—. ¡Ay!

Tucker sonrió ligeramente ante esa demostración.

—Quiere regresar ahora mismo, ¿no?

—Por supuesto. ¿Es que tú no querrías?

—¿Ha sido usted siempre tan impaciente?

—No —respondí con aspereza—. Solo desde que soy humana.

Tucker frunció el ceño y pensé que quizá dudara de mi capacidad de utilizar ese don de forma responsable. Decidí tranquilizarlo.

—Gracias por habérmelo enseñado, Tucker. Necesitaba algo que me ayudara a sobrevivir en este lugar, y volver a ver a mi familia ha significado mucho.

Tucker, que no estaba acostumbrado a los agradecimientos, pareció avergonzado e inquieto.

—De nada —farfulló. Rápidamente, la expresión de su rostro se hizo más severa—. Por favor, tenga cuidado. No sé lo que haría Jake si se enterara.

—Lo tendré —le aseguré—. Pero voy a encontrar la manera de que salgamos de aquí.

—¿Salgamos? —preguntó él.

—Por supuesto. Ahora somos un equipo.

Tucker estaba en lo cierto: yo pensaba regresar esa misma noche. Ese pedacito de mi hogar que se me había ofrecido no había hecho más que aumentar mi deseo. Y aunque no le había mentido al decirle que intentaría que todos saliéramos de allí, no era ese el principal pensamiento que me ocupaba la mente. El impulso que sentía era mucho más indulgente conmigo misma: solo quería ver a Xavier otra vez y fingir que nada había cambiado. Fuera lo que fuese lo que él estuviera haciendo, yo quería estar a su lado. Quería impregnarme de su presencia todo lo posible para llevármela conmigo de vuelta. Sería un talismán que me ayudaría a soportar los largos e interminables días y noches que me quedaban por delante.

Así que cuando Hanna apareció por la puerta con la bandeja de la cena, mi primera reacción fue despedirla de inmediato. Estaba deseando meterme en la enorme cama e iniciar ese proceso que me enviaría a casa otra vez. Hanna me miraba con la misma expresión de siempre, como si deseara poder hacer alguna cosa más para ayudarme. A pesar de que era más joven que yo, había adoptado una actitud maternal hacia mí, como si yo fuera un pollito al que había de proteger y cuidar para que se pusiera fuerte. Fue solamente para complacerla por lo que tomé unos bocados de la cena que me había preparado: pan, una especie de estofado y una tarta de fruta. Cuando terminé, en lugar de marcharse inmediatamente vi que se demoraba un poco conmigo, como si le estuviera dando vueltas mentalmente a algo.

—Señorita —dijo al fin—. ¿Cómo era su vida antes de venir aquí?

—Estaba en el último curso en la escuela y vivía en una pequeña ciudad en la cual todo el mundo se conoce.

—Pero no es de allí de donde viene usted.

Me sorprendió que Hanna hiciera referencia a mi anterior hogar. En la Tierra estaba acostumbrada a ocultar nuestro secreto y olvidaba que aquí todos conocían mi verdadera identidad.

—Aunque no vengo de Venus Cove —admití—, se ha convertido en mi casa. Iba a una escuela que se llama Bryce Hamilton y mi mejor amiga se llamaba Molly.

—Mis padres trabajaban en una fábrica —dijo Hanna de repente—. Éramos demasiado pobres para que yo pudiera ir a la escuela.

—¿Tenías libros en casa?

—No aprendí a leer.

—Nunca es tarde —la animé—. Si quieres, te puedo enseñar.

Pero en lugar de animarla como había esperado, mis palabras parecieron ejercer el efecto contrario. Hanna bajó la mirada y su sonrisa desapareció.

—Ya no tiene mucho sentido, señorita —dijo.

—Hanna —empecé a decir, eligiendo con atención qué palabras emplear—, ¿te puedo hacer una pregunta?

Me miró con aprensión, pero asintió con la cabeza.

—¿Cuánto hace que estás aquí?

—Más de setenta años —contestó en tono de resignación.

—¿Y cómo puede ser que alguien tan amable y bondadoso como tú haya acabado aquí? —pregunté.

—Es una historia larga.

—Me gustaría que me la contaras —la invité.

Hanna se encogió de hombros.

—No hay mucho que decir. Yo era joven. El deseo que sentía de salvar a una persona era mayor que el que tenía por proteger mi propia vida. Hice un pacto, me vendí, y cuando me di cuenta del error ya era demasiado tarde.

—¿Tomarías otra decisión si pudieras dar marcha atrás?

—Supongo que intentaría conseguir lo mismo pero de forma distinta.

Hanna miró fijamente hacia delante con tristeza, perdida en sus recuerdos.

—Eso significa que te arrepientes. Eras demasiado joven para saber lo que hacías. Cuando mi familia venga a buscarme, te llevaremos con nosotros. No te dejaré aquí.

—No pierda el tiempo preocupándose por mí, señorita. Yo tomé libremente la decisión de venir y no hay forma de romper un pacto como ese.

—Oh, no lo sé —repliqué con optimismo—. Todo trato es renegociable.

Hanna sonrió y su tristeza desapareció durante un momento.

—Me gustaría ser perdonada —dijo en voz muy baja—, pero no hay nadie ahí para hacerlo.

—Quizá si me lo cuentas te sentirás mejor.

Aunque estaba ansiosa por regresar al lado de Xavier, no podía ignorar el grito de socorro de Hanna. Ella me había cuidado y se había preocupado por mí durante ese negro período y me sentía en deuda con ella. Además, hacía solamente unas pocas semanas que estaba en el Hades y Hanna hacía décadas que arrastraba su peso, fuera cual fuese. Lo mínimo que podía hacer era tranquilizarla todo lo que pudiera. Me desplacé un poco para hacerle sitio en la cama y di unos golpecitos sobre la colcha, a mi lado. Si alguien que no nos conociera nos hubiera visto, habría pensado que no éramos más que dos adolescentes que compartían confidencias.

Hanna dudó un momento y miró con aprensión hacia la puerta, pero se sentó a mi lado. Me di cuenta de que se sentía incómoda, pues mantenía la vista baja y retorcía un botón del uniforme con sus dedos enrojecidos por los trabajos domésticos. Parecía estar decidiendo si podía confiar en mí. ¿Quién podría culparla? Ella estaba sola en el mundo de Jake, no podía acudir a nadie en busca de una palabra amable o de un consejo y había llegado al punto de sentir gratitud por cada comida y por cada noche de descanso. Pensé que si alguien quisiera hacerle daño a Hanna, ella lo soportaría como una mártir porque no creía merecer nada mejor.

Al fin, Hanna se incorporó un poco y suspiró.

—Casi no sé por dónde empezar. Hace tanto tiempo que no hablo de mi antigua vida…

—Empieza por donde quieras —la animé.

—Empezaré por Buchenwald —dijo en voz baja. Hablaba con cierto tono de distancia y su rostro joven no mostraba ninguna emoción, como si fuera una contadora de cuentos que estuviera narrando una fábula en lugar de un relato de primera mano.

—¿El campo de concentración? —pregunté casi sin poder creerlo—. ¿Estabas allí? No tenía ni idea. —Al instante lamenté haberla interrumpido, pues mi reacción le había hecho perder el hilo de sus pensamientos—. Por favor, continúa.

—En vida me llamaba Hanna Schwartz. En 1933 cumplí dieciséis años. La crisis económica se había cernido sobre los trabajadores de la manera más cruda. Teníamos poco dinero y yo no sabía hacer nada, así que me uní a las Juventudes Hitlerianas y, cuando abrieron Buchenwald, me mandaron allí a trabajar. —Hizo una pausa y respiró profundamente—. Yo sabía que todo lo que pasaba allí era malo. No solo eso, sino que sabía que estaba rodeada por el mal. Pero me sentía incapaz de hacer nada al respecto y no quería defraudar a mi familia. Todo el mundo a mi alrededor preguntaba: «¿Dónde está Dios ahora? ¿Cómo puede permitir que suceda esto?». Yo intentaba no pensar en ello, pero en el fondo estaba enojada con Dios: lo culpaba de todo. Pensaba pedir el traslado y abandonar el campo para irme con mi familia cuando llegó una chica nueva a quien conocía, pues habíamos jugado juntas de niñas. Ella vivía en mi calle e iba a la escuela local. Su padre era médico y había tratado a mi hermano cuando tuvo el sarampión, sin cobrar. La niña se llamaba Esther. Compartía sus libros de la escuela conmigo porque sabía que yo tenía un ferviente deseo de aprender. Yo era demasiado joven para comprender la diferencia que había entre las dos. Sabía que su vida era como la mía pero que ella iba a la escuela y era judía. Me enteré de que las SS habían desalojado a su familia, pero no la había vuelto a ver hasta que ese día apareció en Buchenwald. Estaba con su madre, y yo intenté esconderme; no quería que me viera. Cuando la trajeron al pabellón, Esther no se encontraba bien y fue empeorando. Tenía problemas en los pulmones y no podía respirar bien. Estaba demasiado débil para trabajar y yo sabía cuál sería su destino, solo era cuestión de tiempo. Y, por algún motivo, me di cuenta de que no podía permitir que eso sucediera.

»Fue entonces cuando conocí a Jake. Era uno de los oficiales que vigilaban el campo, pero entonces tenía un aspecto distinto al de ahora. Su cabello era más claro y, con el uniforme, no llamaba tanto la atención. Yo sabía que le gustaba. Me sonreía e intentaba entablar conversación cada vez que servía la comida a los oficiales. Un día me sentía muy triste a causa de Esther y me detuvo para preguntarme qué sucedía. Cometí el error de confiar en él y le conté el miedo que sentía por mi amiga de la infancia. Cuando me dijo que quizá pudiera ayudarme, no pude creer la suerte que estaba teniendo. Pensaba que si hacía una cosa buena sería capaz de volver a respetarme a mí misma. Karl, que así se llamaba Jake entonces, era fascinante y muy guapo. El hecho de que alguien como él reconociera simplemente mi existencia, por no hablar de que mostrara interés por mis problemas, era halagador. Me preguntó si creía en Dios, y le contesté que tal como había ido mi vida hasta ese momento, si Dios existía nos había abandonado por completo. Karl me dijo que quería contarme un secreto porque creía que podía confiar en mí. Me explicó que servía a un señor que estaba por encima de él, y que ese señor recompensaba la lealtad. Me aseguró que yo podría ayudar a Esther si le juraba lealtad eterna a su señor, que no tuviera miedo y que mi sacrificio sería recompensado con la vida eterna. Cuando lo pienso, no puedo comprender por qué se molestó en elegirme. Creo que debía de sentirse aburrido y buscaba a alguien con quien jugar. —Hanna calló un instante mientras su mente viajaba por esos tiempos funestos—. Entonces me pareció tan sencillo…

—¿Qué pasó? —pregunté, aunque la respuesta era evidente.

—Esther se curó. Jake le devolvió la salud, así que los guardias no tuvieron ningún motivo para hacerle daño y yo vine a esta oscuridad. Pero no estaba segura de que Jake hubiera mantenido su parte del pacto…

—¿Lo hizo? —pregunté, sin aliento.

—Consiguió que ella se encontrara bien otra vez. —Los tristes ojos marrones de Hanna se clavaron en los míos—. Pero eso no impidió que la llevaran a la cámara de gas al cabo de dos semanas.

—¡Te traicionó! —No podía creer lo que me contaba—. Te engañó para que vendieras tu alma. Eso es despreciable, incluso en el caso de Jake.

—Hubiera podido ser peor —aseguró Hanna—. Cuando fui enviada al Hades, por algún motivo me salvé del foso. Me asignaron las tareas del hotel y he estado aquí desde entonces. Así que ya lo ve, señorita, yo misma sellé mi destino. No tengo derecho a quejarme.

—Pero tus intenciones eran buenas, Hanna. Creo que hay esperanza para todo el mundo.

—La hay mientras uno camina por la Tierra. Pero este es el destino final. Ahora no espero nada, y no creo en los milagros.

—Has conocido las obras del mal —dije—. ¿Por qué no puedes creer en el poder del Cielo también?

—El Cielo no tiene misericordia para los que son como yo. Hice un pacto y ahora pertenezco al Infierno. Ni siquiera los ángeles pueden romper estas ataduras.

Me senté en el borde de la cama con el ceño fruncido. ¿Era posible que Hanna tuviera razón? ¿Sería verdad que las leyes del Cielo y del Infierno la mantenían atada a esta prisión? Sin duda, su sacrificio tenía que contar para algo. Pero quizá las cosas no funcionaban de esta forma. Esperaba no haberle hecho una promesa que no fuera capaz de cumplir.

Hanna se puso a ordenar las cosas de mi tocador: casi todo eran perfumes franceses, lociones y polvos… la clase de cosas que Jake creía que me harían feliz. La verdad era que no tenía ni idea. Observé a Hanna, que se movía por la habitación y evitaba cruzar la mirada conmigo.

—No crees que me lleguen a encontrar, ¿verdad? —pregunté en voz baja.

Ella no respondió, pero sus movimientos se hicieron más enérgicos. Sentí un irreprimible impulso de agarrarla por los hombros y sacudirla hasta hacérselo comprender, porque si conseguía convencer a Hanna quizá pudiera convencerme a mí misma de que no sería una prisionera para toda la eternidad.

—¡No lo entiendes! —grité, sorprendida de mi propia reacción—. No comprendes quién soy. Ahora mismo una alianza de arcángeles, además de un serafín, deben de estar buscándome. Encontrarán la manera de sacarme de aquí.

—Si usted lo dice, señorita —respondió Hanna en tono mecánico.

—No lo digas de esa manera —protesté, lanzándole una mirada fulminante—. ¿Qué es lo que de verdad piensas?

—De acuerdo, le diré lo que pienso. —Hanna dejó el trapo del polvo y me miró—. Si para los ángeles fuera tan fácil entrar en esta prisión, ¿no cree que a estas alturas ya lo habrían hecho? —El tono de Hanna se hizo más cariñoso—. Si pudieran liberar a las almas atormentadas, ¿no lo habrían hecho? ¿Dios no habría intervenido? Mire, señorita, el Cielo y el Infierno están unidos a leyes tan antiguas como el tiempo. Ningún ángel puede entrar aquí sin haber sido invitado. Piénselo de la siguiente forma: ¿podría un demonio entrar en el cielo libremente?

—En absoluto —repuse, mientras intentaba seguir el curso de su razonamiento—. Ni en un millón de años. Pero esto es diferente, ¿no?

—Lo único que tiene usted a favor es que Jake le tendió una trampa para que usted confiara en él. Sus ángeles tendrán que encontrar una fisura en las leyes, igual que hizo Jake. No es imposible, pero es muy difícil. Las entradas al Infierno están bien vigiladas.

—No te creo —afirmé en voz alta, como si hablara ante un público—. Si hay voluntad, siempre se encuentra una manera. Y Xavier es la persona de mayor voluntad que conozco.

—Ah, sí, el chico humano de su ciudad —recordó Hanna, pensativa—. He oído cosas de él.

—¿Qué cosas? —pregunté, enardecida al oír hablar de Xavier.

—El príncipe está muy celoso de él —dijo Hanna—. Ese chico posee todos los dones que un humano pueda desear: belleza, fuerza y coraje. No le teme a la muerte y se ha alineado con los ángeles. Además, él tiene lo que Jake más desea.

—¿Y qué es?

—La llave de su corazón. Eso convierte al chico en una amenaza.

—¿Lo ves, Hanna? —dije—. Si Jake se siente amenazado, eso significa que, después de todo, hay esperanza. Xavier vendrá a buscarnos.

—A buscarla a usted —me corrigió Hanna—. Y aunque así sea, él solo es un chico de corazón valiente. ¿Cómo podría la fuerza de un humano oponerse a Jake y a un ejército de demonios?

—Podrá —repliqué— si tiene el poder celestial a su lado. Al fin y al cabo, Cristo era un hombre.

—También era el Hijo de Dios. Hay una diferencia.

—¿Crees que hubieran podido crucificar a Cristo si no hubiera sido humano? —pregunté—. Era de carne y hueso, igual que Xavier. Hace tanto tiempo que estás aquí que subestimas el poder de los seres humanos. Son una fuerza de la naturaleza.

—Perdóneme, señorita, si no tengo esperanza como usted —repuso Hanna con humildad—. No quiero hacer volar mis sueños para que, luego, les corten las alas. ¿Lo comprende?

—Sí, Hanna, lo comprendo —dije, al fin—. Es por eso que, si no te importa, yo tendré esperanzas por las dos.

Cuando se hubo ido me quedé un buen rato pensando en la historia de Hanna. No podía quitármela de la cabeza a pesar del intenso deseo que tenía de viajar a Venus Cove: pensé en Hanna y en las dificultades de su joven vida, y en lo poco que yo sabía acerca del sufrimiento humano. Mi conocimiento de los más oscuros episodios de la humanidad se reducía a los datos, pero la experiencia humana era mucho más compleja. Probablemente, Hanna podría enseñarme más cosas de las que yo creía.

Una cosa sí sabía: ella había cometido un error, pero se había mostrado arrepentida y lamentaba sus acciones. Y si su destino era vivir bajo tierra durante toda la eternidad, algo fallaba en el sistema. No era posible que el Cielo se mostrara pasivo y permitiera que tal abuso no sufriera ningún castigo. «Mía es la venganza, yo daré la recompensa», dijo el Señor. Hanna estaba equivocada. El Cielo iba a hacer justicia. Solo tenía que ser paciente.

Ir a la siguiente página

Report Page