Hades

Hades


Portada

Página 4 de 12

A Jason las tormentas siempre le recordaban a su padre, cuyo regreso cada día de la oficina tenía en él un efecto muy parecido a la patada en el estómago que el poderío de la Madre Naturaleza le hacía sentir. El calor abrasador del mediodía transformaba siempre la casita de Greendale Road en una cueva oscura, pues su madre, esclava del sopor que producía el calor, bajaba las persianas y cerraba puertas y ventanas, apagaba las luces y se dejaba invadir por esa calma para echarse una cabezadita. La temperatura bajaba, se hacía el silencio y él y su hermanito Sam, un mico que aún no sabía andar bien del todo y que babeaba sin parar, jugaban sin hacer ruido durante esas horas de la tarde, mientras poco a poco iba subiendo la presión. La madre se despertaba siempre a las cuatro de la tarde y se ponía a prepararlo todo para la llegada del padre, daba vueltas por la casa como un torbellino cargado de energía eléctrica, cepillando, frotando, sacando brillo… Cuando oía llegar el coche de su marido por el acceso al garaje, se colocaba con los dos niños al final del pasillo y escuchaba las pisadas de él, acercándose. El Jason adulto rememoraba esos instantes con horror y diversión mientras contemplaba las negras montañas y veía los fogonazos de luz blanca entre las cimas escarpadas y el profundo azul oceánico de las nubes, por encima de las cumbres.

De pie en el campo recordó la tormenta perfecta, una de las últimas que se desencadenaron antes de que él y su padre se marcharan de la casa de Greendale Road. Había tenido lugar a raíz de otro de los experimentos de Jason. Ya casi había abandonado sus juegos con pájaros y con sus extraños matrimonios sin palabras del mundo natural. Pero seguía dándole vueltas al tema de los vínculos entre seres vivos. Y había hallado inspiración para ahondar en el asunto de los vínculos entre madres e hijos al encontrarse al pie de un árbol cerca del lago una cría muerta de paloma filipina; el cuerpo sin vida estaba como desinflado, cubierto de hormigas que le subían y bajaban por las garras retorcidas, por los ojos ahuecados, y el fino pellejo de la cabeza empezaba a retraerse, dejando al descubierto el diminuto cráneo. Jason levantó la vista y escudriñó el nido, y casi al mismo tiempo oyó piar a las otras crías en su seno de ramitas, barro y plumas. Estaba fascinado. ¿En qué se diferenciaba aquella otra cría como para haberse visto forzada a sufrir un destino tan cruel? ¿Cómo la madre, de quien estaba seguro que era capaz de sentir y transmitir amor, había dejado de dar amor de un modo tan absoluto a esa cría suya? Volvió andando a casa con el diminuto cuerpo reseco en las manos, lo dejó cuidadosamente sobre un pañuelo de papel, encima de su pequeño pupitre de madera, y se puso a leer.

La noche de la mayor tormenta de su vida había comenzado como cualquier otra noche. La casa estaba sumida en la oscuridad habitual de las tardes; los pies descalzos de su madre, cruzados uno sobre otro en la punta de la cama, perfectamente hecha, se oía el leve choque contra el suelo de madera pulida de los bloques de madera, con los que Sam estaba jugando. Jason observó a su hermano un rato: su manera de agarrar torpemente los bloques con sus dedos regordetes, el hilo traslúcido que le colgaba de la barbilla, en la que tenía un hoyuelo… Jason sabía que Sam era un niño diferente. Débil. Su madre le había dicho que había que tratarle con más cuidado que a sus primitos porque Sam no era fuerte, y le había dicho que no había crecido tan bien como ellos, que algo había ido mal en la tripita de Mamá mientras Sam había estado dentro esperando para nacer. Sam no fue como otros bebés. Jason observó a Sam y se hizo preguntas. ¿Por qué su madre no tiró a Sam? ¿Quería hacerlo? ¿Había algo que se lo impedía? ¿Tirar a Sam era lo que había que hacer por naturaleza?

Como siempre, la madre de Jason se despertó a las cuatro y se puso a sacar brillo, frotar, ir de acá para allá; abrió las ventanas, pasó la bayeta por las encimeras de la cocina, ahuecó los cojines del sofá, murmurando para sí. Colocó bien el cuello de la camisa de Jason, le cepilló el pelo y le limpió las mejillas como hacía siempre, suspiró molesta al ver que tenía las palmas de las manos manchadas de tierra y la camisa con restos de hojas. Entonces empezó a buscar a Sam. Papá había vuelto a casa y ella no estaba lista, y se pusieron a hablar a toda velocidad en voz muy alta y luego a gritos. Jason los observaba, curioso. Su madre se echó a llorar y el padre estalló, y al poco rato los dos estaban chillando y corriendo por todas las habitaciones de la casa, dando unas voces que parecían truenos. Cuando salieron al jardín, llamando a Sam, Jason fue tras ellos. Los observó ladeando la cabeza, temblando de emoción al presenciar el desarrollo de su experimento.

Nunca encontrarían a Sam.

 

9

 

A la mañana siguiente me tocó a mí recoger a Eden. No había pegado ojo. Cajas de acero para herramientas, llenas de escalpelos y agujas, habían poblado mis sueños. El yonqui se había tirado toda la noche gritándome. «Choqué con el fondo y me lo partí. Choqué con el fondo y me lo partí». Una desesperación capaz de llevar a un hombre a romperse sus propios huesos. Era algo que entendía a pesar de estar dormido. Más de una vez me desperté sudando y me quedé escuchando una tormenta que se acercaba. Hacía tiempo que un caso no me afectaba tanto.

Aparqué el coche delante del bloque de pisos de Eden. Era un edificio de ladrillo rojo, sin nada que llamase especialmente la atención y que bien habría podido ser una de esas fábricas reconvertidas, ultramodernas y equipadas con todas las comodidades. Por unos ojos de buey que daban a la ancha calle vi que todos los pisos superiores eran dúplex y que habían dejado a la vista todas las vigas del interior. El antiguo muelle de carga de la planta baja había sido transformado en un pequeño café provisto únicamente de taburetes altos para sentarse y donde todo estaba escrito con tiza. Eden se asomó unos segundos a un balcón acristalado de la tercera planta. Levanté la mano para saludarla, pero ella no respondió. Mientras escudriñaba el espacio que se veía a su espalda distinguí un cuadro en la pared. Levanté la vista hacia la ventana redonda que había encima de ella y vi con curiosidad que tenía un par de cuadros más y algo tapado con una sábana manchada de pintura. Una sonrisa se dibujó en mi cara.

Por fin, uno de sus secretos.

Abrió la puerta del apartamento y dio un respingo al verme allí. Llevaba una chaqueta corta negra, de corte militar, una blusa negra debajo y unos pantalones vaqueros muy ceñidos, como hechos a medida. Se apartó de los hombros la larga melena negra con un movimiento rápido.

—No hacía falta que subieras, Frank.

—Enséñame tu estudio. —Sonreí.

Eden se quedó de piedra y me miró a los ojos con una de esas inevitables miradas fugaces.

—No…

—Venga, Eden. Si se ve desde la calle. Comparte conmigo este secreto y te prometo uno mío a cambio.

—Frank. —Encogió los hombros llenándose los pulmones de aire, y los bajó al soltarlo—. Que no.

—Pues no pienso moverme de aquí. —Me crucé de brazos—. Aquí me quedo toda la mañana.

Por su semblante cruzó fugazmente una expresión. Ira. Vergüenza. Había descubierto sus fantasías y no pensaba olvidarme de ello. Ella disimuló su reacción sonriendo con una de sus sonrisas ladeadas y poniendo ojos de desmayo. Me daba igual. Si hacía falta forzarla un poquito para poder averiguar cualquier cosa sobre ella, lo que fuera, estaba dispuesto a hacerlo.

Pese a que por fuera el edificio no estaba precisamente en muy buenas condiciones, por dentro el apartamento era grande y moderno. Los suelos de madera noble pulida convergían con grandes tabiques blancos en los que había colgado gran número de cuadros, cada uno con la iluminación más adecuada y con espacio entre sí para no robarse protagonismo unos a otros. Se había conservado parte de la estructura original de la fábrica, como planchas de hierro y tuercas en las paredes, y también se había pintado. Un conjunto de sofás negros de piel delimitaba un televisor de pantalla de plasma, enorme, colocado en un rincón. Delante de las puertas del balcón colgaban cortinas de color rojo sangre.

—Caramba.

Ella suspiró y, sin moverse de la puerta, impaciente, trató de hacer algo con las manos. Tras unos segundos de vacilación, me decidí por acercarme a la escalera de caracol, de hierro, que subía a la planta superior del dúplex. Había tanto que ver… Los cuadros de las paredes eran como pequeños universos, cada uno aislado e independiente de los demás. Todos habían sido creados a base de gruesas capas de óleo y pigmentos de tonos oscuros; rostros inexpresivos como máscaras, entrevistos en la bruma de un sueño. Una granja en llamas. Un hombre de pie en un acantilado, mirando el mar. Una niña pequeña jugando con un perro de peluche, negro, en una habitación con las paredes ensangrentadas.

—¿Cómo has podido no hablarme de esto? —dije en tono socarrón.

—No entiendes de pintura, ¿verdad? El arte es algo muy personal.

Toqué con cautela la peana de una escultura de madera pulida de dos guerreros desnudos en plena lucha. Uno estrangulaba al otro al tiempo que intentaba clavarle un puñal en las costillas. Subí al estudio. Había caballos españoles a dos patas con el cuello girado y enseñando los dientes. Una de las paredes era negra y estaba salpicada de manchas: brochazos y gotas de pintura dejadas por Eden al limpiar los pinceles mientras pintaba. El efecto era un colorido vórtice. Fui contemplando los cuadros en silencio, con la sensación de no disponer del tiempo necesario para poder observarlos todos debidamente. Un hombre corpulento, ancho, soldando un trozo de hierro, con chispas saltándole a los hombros y al cuello y esparciéndose por todo el aire. Un muchachito de cabellos negros mirándose en un espejo, extendiendo las manos. Algunos de los cuadros eran de cosas aparentemente normales y corrientes, pero todos poseían un elemento de peligro, como instantáneas hechas justo un instante antes de que sucediese una desgracia terrible. Me dirigí a la escultura que había visto por la ventana. Sobre su estructura de acero, era por lo menos medio metro más alta que yo. Eden se detuvo junto a la escalera, cruzó los brazos y volvió a descruzarlos. Continuó hasta mí y, agarrando la tela cubierta de manchas, tiró de ella para revelar la obra.

De nuevo, había dos hombres. Mármol liso, de un negro imposible. Uno estaba tendido de espaldas, con las piernas y los brazos levantados en un gesto defensivo, perfectos anatómicamente los musculosos pies y tobillos, clavados en el cuerpo del otro hombre. El guerrero que dominaba tenía al contrincante del suelo cogido por el cuello y la otra mano levantada, con una larga espada apuntando amenazante hacia el rostro de la víctima. Me fijé en los pómulos cincelados de esta y en la forma en que tenía esculpidos los labios para dar la impresión de estar gritando. Me incliné y miré dentro de la boca y vi que la diestra mano del autor había hecho los dientes en el mármol.

—¿De dónde has sacado esto?

—De Italia. Está hecho a base de grandes bloques. —Me pareció que Eden se ruborizaba ligeramente con orgullo, mientras se acompañaba de las manos para explicarse—. Originalmente pesaba una media tonelada. Tuve que pedirle a un ingeniero que me dijese si el suelo resistiría el peso.

El guerrero abría la boca y enseñaba los dientes. Los dos hombres estaban desnudos. Mis dedos se movieron como con voluntad propia y recorrieron el abdomen de la escultura, queriendo palpar las ondulaciones de mármol.

—¿Cómo se titula?

Eden guardó silencio unos segundos, mientras observaba la escultura. Aguardé.

—Venganza —reconoció.

Sin saber por qué, en ese momento me sentí un tanto asustado. Tuve la extraña sensación de que todos los cuadros de la casa, todas las esculturas, todas las franjas de color y todas las pinceladas oscuras estaban conectadas entre sí. Que todas significaban algo y que Eden se había puesto nerviosa al verme pasear tranquilamente por aquel enorme templo consagrado a todo eso. Y que le preocupaba que yo descubriese ese significado. Pero no lo descubrí, no en aquel momento. Sin embargo, quería saberlo. Allí había miedo y había también un anhelo. Deseaba entenderla, y sabía que me esperaba una tarea ardua.

—Tienes un talento alucinante.

—¿Podemos irnos ya?

—Sí, podemos irnos ya. —Di media vuelta y bajé delante de ella. El color le volvió a las mejillas. Alivio tangible.

—No olvidaré que te debo un secreto —dije cuando ella cerraba la puerta y echaba la llave.

—¿Sí? Pues más te vale que sea la hostia —replicó.

 

La consulta del doctor Claude Rassi se encontraba en la decimosexta planta de un edificio de Darlinghurst Road, a pocas calles del Hospital St Vincent. Desde allí, dando un paseíto, se llegaba a los barracones de presos2 y a continuación al parque Hyde, repleto de ibis con sus ojos saltones, de vagabundos, de puestos ambulantes de café y de abogados en su rato de descanso para el almuerzo. Me agradaba la idea de tener que venir aquí a trabajar todos los días. Era un lugar donde bullía la actividad, recorrido por motoristas malhumorados y polis a caballo.

A juzgar por el aspecto de la consulta, saltaba a la vista que en los últimos años el doctor Rassi no había rebanado ni troceado gran cosa, aparte de lo que se preparase para cenar. Una de las paredes del despacho estaba ocupada por cuatro archivadores exactamente iguales, y en otras dos dominaban estanterías llenas de textos y publicaciones médicas. Encima de la gran mesa de vidrio había dos montones de papeles, uno de documentos salientes y otro de entrantes. Ambos medían unos veinte centímetros de alto, como poco.

Un ventanal del suelo al techo creaba la impresión de poder cruzar el despacho de una esquina a otra y salir por un lado del edificio. Me acerqué a la luna y miré hacia abajo, a la gente que pasaba por la calle. La sensación de ingravidez me pareció una pasada.

—No dispongo de mucho tiempo, lo lamento —dijo Rassi, y tomó asiento en el enorme sillón de orejas de detrás del escritorio—. De hecho, esta tarde salgo para la India, donde voy a participar como especialista en un seminario.

—En principio no tenemos por qué robarle mucho tiempo —dijo Eden—. Solo queríamos que nos explicase brevemente cómo funciona el sistema.

Una joven despampanante entró en el despacho con unos zapatos de tacón de aguja, melena brillante y músculos tonificados, y depositó delante del doctor una taza de café solo. Eden le pidió un té blanco y yo moví la mano para indicar que no deseaba nada. La mujer me dedicó una sonrisa irónica de labios rojos y húmedos y se marchó. Me sentí como si acabasen de abofetearme.

—Si le entendí bien durante nuestra conversación telefónica, tienen a un cirujano vengador haciendo trasplantes de órganos, ¿es correcto? —dijo Rassi, y levantó las cejas. Dicho así, hasta a mí me resultaba difícil de creer. Pero asentí de todos modos. Él meneó la cabeza.

—Por lo que he podido ver por las noticias hasta ahora, se trata de una operación bastante importante.

—Hemos recuperado veinte cuerpos.

—Lo primero que he de decirles es que seguramente encuentren más —dijo Rassi, y se frotó los ojos, suspirando—. Algo así de… primitivo requeriría de varios intentos antes de que pueda salir perfecto. Aun contando con formación específica, convertir todo el proceso de un trasplante en tarea de un solo hombre en una caseta de jardín representa un logro médico considerable. Yo no lo intentaría ni con toda mi experiencia profesional.

Indicó una serie de certificados enmarcados que tenía en la pared. Les eché un vistazo y traté de poner la debida cara de admiración, algo como un movimiento lento de afirmación con la cabeza, sacando un poco el labio inferior.

—Así pues, ¿de qué manera podría serles yo de ayuda? —Rassi se encogió de hombros—. Las estadísticas de donación de órganos siempre son descorazonadoras. En la lista hay constantemente en torno a mil setecientas personas, y el año pasado se atendió a menos de la mitad de las peticiones de órganos. La situación está mejorando, pero nunca es del todo satisfactoria. Son muchos los factores que influyen para que nos sea tan difícil suplir esta necesidad. La gente tiene ideas equivocadas sobre lo que es la donación de órganos. Creen que va contra su religión, como si de alguna manera estuviesen burlando los designios de su dios. Pero no son más que un montón de paparruchas. Pocas escrituras sagradas hablan de ello, sencillamente porque era algo inconcebible.

—¿Qué más motivos hay para que la gente no quiera donar órganos? —preguntó Eden, con la pluma lista para empezar a tomar notas en la libreta.

Rassi hizo una mueca entre irónica y fría, como si acabase de venirle a la memoria una ofensa personal.

—Pues hay muchos mitos y leyendas. Una de las historias típicas, que siempre resulta que le pasó al amigo de un amigo, es la del médico que no hace nada por resucitar a las víctimas de accidentes de circulación porque ve que en el carné de conducir pone que son donantes de órganos. Otra, que si se extirpan órganos sin contar con el consentimiento de la familia. En casos óptimos, con el cuerpo de un solo donante se pueden salvar hasta diez vidas, y a la gente le da miedo que el médico pueda querer sacrificar al donante con tal de ver mejorada su estadística de casos de supervivencia. La impresión generalizada de «ya habrá otro que done» o de «yo nunca voy a necesitar un trasplante» influye en la percepción de la gente. También hay una especie de remilgo, en el sentido de que a la gente no le hace gracia eso de que un órgano de una persona viva y palpite dentro del cuerpo de otra. Se ve como algo que va contra la naturaleza. Sobre todo cuando hablamos de trasplantes entre animales y humanos.

Eden asentía con la cabeza mientras tomaba notas. A mí estaban empezando a entrarme los remilgos de los que hablaba el doctor, mirando las artísticas láminas que decoraban las paredes y los viejos cuadros al óleo con escenas de trasplantes de órganos a la antigua usanza. En uno se veía a un hombre alto sentado a horcajadas encima del cadáver de un chico joven, sujetado por varios enfermeros, con un serrucho en la mano. En otro aparecía un cadáver tumbado junto al cuerpo de un paciente vivo, con la cara de color gris, mientras unos personajes ataviados con capas negras debatían sobre el plan de ataque.

—¿Cuánto tiempo puede estar esperando un paciente en la lista de espera de receptores de órganos? —pregunté.

—Pues entre seis meses y cuatro años. La mayoría de los órganos que trasplantamos proceden de accidentes cerebrovasculares, como embolias cerebrales, infartos y similares.

—¿En qué consiste el procedimiento de trasplante de un órgano? —preguntó Eden—. Ha comentado que sería difícil, casi imposible, que una sola persona lo ejecutara sin ayuda.

El médico se llenó los pulmones de aire e hinchó los carrillos.

—Es posible hacerlo, pero, sí, resultaría difícil. Para que se haga una idea, un trasplante de corazón es una operación que dura cinco horas y en la que interviene un equipo de seis personas. Alguien que lo hiciera sin ayuda en un «desguace» clandestino, que es como habitualmente se llama a esos quirófanos ilegales, podría apañárselas con una máquina cardiopulmonar, un sistema de monitorización, un desfibrilador y fármacos para parar un tren. Sería arriesgado. El hecho de que solamente tenga que sobrevivir una de las víctimas facilitaría que el trasplante tenga éxito. Como les comenté antes, en mi opinión, el hombre que andan buscando ha debido de probar y fracasar varias veces antes de dominar la técnica.

—Por tanto, cabría pensar que en nuestra colección de cadáveres hay tanto donantes como receptores —apunté a Eden. Ella puso cara de venirse abajo.

—¿De qué clase de fármacos estamos hablando?

—Anticoagulantes, antisépticos, sedantes, anestesias. Adrenalina. Los fármacos antirrechazo, los diferentes inmunodepresores, se llevarían la palma en cuanto al gasto. No son fáciles de conseguir, ni siquiera en el mercado negro. La fase crítica del paciente se produce justo después de la operación de trasplante, cuando el organismo combate la aparición de un órgano ajeno por la diferencia entre los ADN. Los medicamentos antirrechazo detienen esa reacción. Los receptores de trasplantes de órganos deben seguir el resto de su vida un plan de medicación antirrechazo.

—Vamos a necesitar una lista de los medicamentos antirrechazo más comunes y sus fabricantes.

—Le diré a mi secretaria que se la imprima.

—¿Podría decirnos el rango de precios al que se enfrentarían los receptores de órganos?

Nuevamente, Rassi se encogió de hombros.

—Pues podría poner el precio que quisiera. El turismo de trasplantes en China crece a un ritmo galopante, alentado por una normativa médica laxa y por el programa de médicos descalzos de Mao. Hay lugares en provincias chinas en los que se puede conseguir un riñón por diez mil dólares australianos. Solo que te arriesgas a toparte con cirujanos sin formación, fraudes y enfermedades. Un cirujano bien organizado, fiable y discreto, que opere en un país diferente del suyo y que tenga un historial de éxitos, ya sea falsificado o auténtico, podría cobrar más de ochenta mil.

—Madre mía —dije.

—¿Cómo pone usted precio a una vida? —Rassi me miró con curiosidad—. Si tuviese el dinero, ¿se la jugaría con la lista de espera?

No contesté.

Estuvimos hablando aproximadamente una hora durante la cual repasamos el proceso de los trasplantes así como el material necesario y la formación requerida. Sentado allí, en mi sillón de piel, calculé mentalmente que solo en gastos de preparación el asesino había desembolsado un millón de dólares o más. En comparación, las ganancias del negocio no eran muy elevadas, pero sí ilimitadas. Rassi nos facilitó documentación sobre casos concretos de turismo de trasplantes en China, Filipinas y Pakistán. No había motivos para pensar, concluyó, que nuestro asesino no pudiese estar actuando a escala mundial con su negocio. Y tampoco había motivos para pensar que no estuviera realizando una operación de trasplantes cada dos semanas.

Una vez que estuvimos listos para marcharnos, el doctor nos pasó una serie de papeles, empujándolos hacia nosotros por encima de la mesa. Lo que vi era una lista de nombres seguida de datos personales básicos.

—Esta es la lista de espera de trasplantes de órganos. —Señaló el documento con la cabeza—. Podría haber esperado que me trajesen una orden del juzgado, pero, como les comenté, me marcho esta tarde, y soy la única persona autorizada a facilitarla. Me he tomado la libertad de resaltar los nombres de cuarenta y nueve pacientes que se borraron de la lista el año pasado antes de recibir un órgano.

—Gracias. —Levanté las cejas.

—Antes de que se emocione, agente, le diré que no se trata de ningún listado exhaustivo de sospechosos de haber comprado órganos —me dijo Rassi—. Hay pacientes que se agregan automáticamente a la lista en cuanto se certifica la necesidad de un trasplante. No es raro que luego se borren voluntariamente de ella. Algunos lo hacen por motivos religiosos, como les comenté antes. Otros se consideran demasiado mayores para que les merezca la pena someterse a un trasplante, o consideran que ya están demasiado mal. Hay quien recurre a la medicina alternativa para curar su enfermedad. Es una elección personal.

 

—Vale —dijo Eden cuando nos íbamos en el coche, desplegando la lista en su regazo—. Entonces, empezamos por el primero de la lista, ¿no?

 

2 Referencia al antiguo edificio de la prisión de Darlinghurst, construcción de la primera mitad del siglo XIX, hoy sede de la National Art School. (N. de la t.)

10

 

La jaula era un cubo con las paredes cuadradas, de un metro por un metro, con barrotes de hierro, un tipo de jaula que, según supuso Martina, podría haber sido diseñada para meter a un perro grande y peligroso. Estaba colocada aproximadamente a un metro de la pared, en una sala grande que tenía las ventanas cegadas con tablones. En las paredes se veían recuadros descoloridos, señal de que en su día había habido cuadros en ellas. Aguzó el oído, pero no oyó el menor sonido. Ni una voz, ni un coche. Nada, salvo los bufidos de un vendaval.

Martina había pasado las dos primeras horas pidiendo socorro a gritos. De tanto en tanto rompía a llorar. Los sonidos que hacía, los gemidos, los gritos, le resultaban desconocidos para ella misma y le daban miedo. Las horas siguientes las pasó apoyada en uno de los lados de la jaula, intentando pensar.

Repasó mentalmente una y otra vez la noche en que había salido con George y Stephen, las risas, las bromas, los chupitos de Baileys y el retumbar en los oídos y el pecho de la música que vibraba a través de su cuerpo. Oxford Street. A un lado de la calle, unos agentes habían estado pidiendo la identificación a varias personas, aleatoriamente, y unos vagabundos exasperados los habían increpado y habían tratado de soltarse de sus manos enguantadas. Varios pandilleros le habían dado en el hombro al cruzarse con ella, y le habían sacado la lengua entre los dedos simulando sexo oral. George y Stephen habían subido a la carrera las escaleras del sexshop  The Pleasure Chest y se habían puesto a jugar con unos consoladores de un metro de largo como si fueran espadachines, y luego la habían agarrado a ella por las muñecas para obligarla a coger plugs  y bolas anales y anillos para penes. El dueño de la tienda los había mirado con cara de malas pulgas. Stephen se había puesto a leer un libro erótico delante del escaparate, había propuesto montar un trío, le había tirado del pelo. Al salir de nuevo a la calle, muertos de risa, habían notado el aire frío de la noche. Ella había dejado a los chicos para reunirse con Sascha en The Stonewall, donde a las horas en punto había espectáculos de travestis y dejaban a los clientes subir al escenario a bailar. Le había resultado extrañamente emocionante estar allí, una chica hetero, y recordó las miradas de las otras chicas y el corte que había sentido. Lo último que recordaba eran las escaleras iluminadas por las que se salía del ARQ Nightclub a la calle, y el sonido de sus tacones al subir por ellas.

Martina se mordió los labios. No había probado ni una gota del agua del cuenco que había en un rincón de la jaula, aunque deseaba desesperadamente beber. Cerró los ojos para no dirigir la mirada, como había hecho antes, hacia la puerta abierta del fondo de la sala y para evitar mirar por ella a la habitación contigua, donde podía distinguir el borde de algo que, estaba casi segura, era una mesa.

Una mesa de acero.

De las que hay en los quirófanos.

El sonido de unas pisadas la sacó del duermevela. Sentía náuseas. Martina se incorporó y, calzada con sus tacones manchados de vómito, se quedó en cuclillas absurdamente pegada a la puerta de la jaula.

—¡Socorro! —gimió—. ¡Ayuda, por favor!

Un hombre apareció ante su vista. Centrado en el marco de la puerta, se le veía enorme: sus hombros ocupaban todo el ancho del vano y su cabeza de cabello castaño, cortado muy corto, casi rozaba el dintel. Llevaba una camisa blanca de traje impecablemente planchada.

—Deja de gritar —dijo.

Martina reprimió un sollozo. El hombre se quedó mirándola como esperando a que dijese algo, como esperando a que le prometiese que no volvería a pedir socorro. Entonces, viendo que no iba a recibir respuesta, fue hacia ella y se agachó delante de la puerta de la jaula. Con los ojos empañados por las lágrimas, Martina le observó mientras él sacaba de un bolsillo un par de guantes de látex y se los ponía. Tenía unas manos largas, de piel tersa.

—No hay un alma en kilómetros a la redonda —murmuró sin levantar los grises ojos de sus dedos—. No te va a oír nadie.

—¿Qué quiere? —gritó Martina. Al ver que no respondía, sintió crecer en su interior una ola de ira—. ¿Qué es esto, cerdo asqueroso?

El hombre metió un brazo en la jaula con intención de agarrarla. Martina se encogió, pero no tenía manera de alejarse del largo brazo del hombre. Lanzó un grito cuando él la asió con fuerza por una muñeca. Tiró de ella con todas sus fuerzas, sacándole el brazo todo lo que dio de sí, de modo que se golpeó el hombro contra los barrotes. El tipo se sentó y enroscó su brazo en el de ella. En esa posición no podía soltarse, por mucho que tratara de empujarle los hombros y el cuello.

—¡Por favor! ¡Por favor!

—No te voy a hacer daño, niña —dijo. Notó el frío del alcohol al contacto con su piel en la cara interna del codo. Al notar el pinchazo de la aguja, sintió arcadas y las piernas le flaquearon.

—Se ha equivocado de persona —dijo entre sollozos—. Yo… me llamo Martina Ducote. Soy una puta camarera. No soy nadie. Yo no… no tengo nada. Yo no…

—Me da igual quién fueras o a qué te dedicabas —respondió el hombre, sonriendo y poniendo un capuchón a la jeringuilla llena de sangre de ella—. Si tu historial es correcto, tu sangre es del grupo AB negativo, no fumas y nunca has tenido problemas de corazón. Eso es todo lo que necesito saber.

Le soltó el brazo y, guardándose la jeringuilla en el bolsillo, se puso de pie. Martina empezó a gritar cuando él se volvió para marcharse.

—¿Qué me está haciendo? ¿Qué me va a hacer?

 

A Hades le gustaban los empleados de larga duración. Muchos jóvenes se interesaban por el vertedero, era un trabajo que no requería gran experiencia y estaba bien pagado, el trabajo de verano ideal para universitarios o para chavales que habían abandonado los estudios secundarios y querían hacer músculo al sol. De vez en cuando el gobierno local intentaba tentarle ofreciéndole ventajas fiscales si contrataba a discapacitados psíquicos para la nave de clasificación de residuos o para manejar la prensa aplastacoches. Pero Hades nunca cogía a ninguno. Prefería contratar a operarios a los que podía llegar a conocer bien, a los que dejaba acercarse lo justo para darles a entender, aunque solo fuese vagamente, que no toleraba gilipolleces. Se preocupaba mucho por averiguar dónde vivían, hablaba por teléfono con sus novias o esposas, conseguía sus historiales médicos y sabía qué coche conducían. A Hades le interesaba contar con empleados susceptibles de ser manejados por los otros trabajadores, hombres que acababan formando parte de su grey, sometidos a suficiente presión como para no volverse nunca contra él, con independencia de lo que viesen u oyesen y sin importar las sensaciones extrañas que pudieran sentir estando a solas en los rincones más siniestros del vertedero. Hades les pagaba un bono por Navidad, un bono por su cumpleaños y bonos en Semana Santa. No se le escapaba el menor detalle: si cambiaban de marca de cigarrillos, si se cortaban el pelo, si cojeaban, si estaban más motivados o menos… Se ocupaba de las facturas del dentista y hacía la vista gorda si tenían antecedentes penales. Era un jefe que solo estaba presente como una silueta redonda junto a la puerta de su casucha, en lo alto del cerro, para supervisarlo todo un ratito pero con la confianza de que las cosas se estaban haciendo como tenía que ser. Era un viejo juego. De una forma u otra, Hades llevaba toda la vida jugando a eso.

Greg Abbott y Richard English eran novatos, y eso ponía nervioso a Hades. Habían llegado como parte de un trato con un contratista, y le daba la impresión de que no estaban por la labor de hablar de sí mismos, cosa que lo intranquilizaba aún más. Eran más jóvenes que el resto de operarios, más vocingleros que los demás y fumaban como carreteros.

A Eric, que andaba siempre acechando a los empleados como un mono de culo inquieto, parecieron caerle mal desde el primer momento. A la segunda semana, Hades había tenido que llamar al orden a English por haber echado al niño del aparcamiento destinado al personal del vertedero, cerrándole la puerta, y por haberle dado un sopapo. A su chico nadie le decía dónde podía ir y dónde no. A su chico nadie le ponía una mano encima. Eric no había tenido motivos para querer merodear por el aparcamiento, jamás se había interesado por aquel lugar. El coche de English era del tipo muscle car, uno de esos modelos legendarios de finales de los años 60 con los que chulear como buen cachas, y seguramente tenía miedo de que se lo rayara. Hades sospechaba que el comportamiento de Eric había sido un intento de fastidiar a English. Parecía tener un talento especial para detectar lo que la gente no quería que hiciese.

Cuando al cabo de un par de meses Greg Abbott llamó a su puerta, Hades estaba quedándose dormido delante del telediario, con los pies descalzos encima de la abarrotada mesita de centro. Había acabado la jornada. El libro que había estado leyéndole a Eden antes de irse a la cama resbaló desde lo alto de su panza y paró en el sofá.

Encendió la luz del pasillo y abrió la puerta. De este modo, el visitante quedó iluminado y el rostro de Hades a oscuras. Abbott estaba en el escalón inferior, con una bolsa de supermercado en la mano. Hades le miró desde arriba, pero él no dijo nada.

—Son las siete —dijo Hades. Abbott, con su tez cubierta de pecas y el musculoso torso bronceado por el sol, asintió en silencio y se mordió el labio, como temeroso.

—¿Podemos hablar un momentito? —preguntó el tipo.

—Son las siete —repitió Hades.

—Es importante. Es sobre Richard.

Hades esperó un poco, para que Abbott siguiese guiñando los ojos unos segundos más, cegado por la luz, hasta que el silencio empezó a resultar incómodo. Entonces, dio media vuelta y se fue por el pasillo con sus andares de oso.

Abbott cerró la puerta. Ocupó la silla más próxima a esta, en la mesa de la cocina, y observó cautelosamente mientras Hades iba hacia el televisor y lo dejaba sin sonido. El viejo se sentó en su silla de costumbre y apartó unos periódicos para despejar la mesa. Abbott rebuscó en su bolsa de supermercado.

Dos semanas antes English había enfermado repentinamente, con un ataque de asma o algo parecido. Había ocurrido en el aparcamiento, estando en el interior de su coche. English había pisado el acelerador y se había estampado con el coche que había delante del suyo, de tal modo que lo había empujado contra las taquillas del personal y las había dejado totalmente dobladas por la mitad. El parabrisas del joven se había hecho añicos. Hades no había comprobado qué había pasado exactamente. Le traía sin cuidado, y había estado demasiado irritado con el destrozo de las taquillas como para preocuparse por eso. Eran unas taquillas nuevas. Jamás compraba nada nuevo. Hades había dado por hecho que en algún momento tendría noticias de English a través de Abbott, probablemente para pedirle o bien un préstamo con el fin de cubrir los daños producidos al coche o, si le echaba morro suficiente, una compensación por accidente laboral.

—¿Qué es esto? —preguntó Hades, moviendo el mentón para señalar la bolsa de plástico—. ¿Compras nocturnas?

Abbott sacó un puñado de algo brillante y lo derramó encima de la mesa. Hades miró los finos fragmentos de vidrio. En algunos pedazos se veían restos curvos de moldura. Una forma redondeada con un bultito en su superficie lisa, como si fuese el pezón de una muñeca de vidrio, un tanto renegrido por haber estado expuesto a una fuente de calor.

—¿Sabes lo que es? —preguntó Abbott.

—Una bombilla rota.

—Dos bombillas rotas —le corrigió Abbott. Hades notó que se le tensaban las comisuras de los labios. Abbott lo miraba sin moverse, sentado en su silla delante de él, sin ningún gesto en la cara, esperando una reacción. Hades se negó a reaccionar. Cruzó los brazos y comenzó a planear mentalmente la violencia a la que iba a recurrir si continuaba ese estúpido juego. Abbott era de los universitarios, ahora lo veía claramente. Estaban siempre haciendo preguntas, siempre con una actitud abierta, siempre con un «pensamiento crítico», buscando la manera de hacer las cosas mejor. Permitiendo que cada cual llegase a sus propias conclusiones. Hades no podía ni ver a los universitarios.

—Una de estas bombillas tenía, creo yo, el tamaño de la típica bombilla de uso doméstico. —Abbott removió con cuidado los trocitos de vidrio con un dedo para aislar el inconfundible casquillo de la bombilla más grande—. La otra era de menor tamaño, muy pequeña, de hecho, como las que se pueden encontrar en los hornos. Era tan pequeña que cabía dentro de la grande. Cuando me encontré estos fragmentos, el casquillo de la grande y el casquillo de la pequeña estaban pegados con cinta de carrocero.

—Fascinante.

Hades miraba fijamente a Abbott a los ojos, sin bajarlos ni por un instante para ver los cristales.

—Encontré estos fragmentos en el coche de Richard English —prosiguió Abbott, mientras dividía en dos el montón de vidrio con mucho cuidado—. Allí había también cinta de carrocero, que debieron de usar para sujetar al panel de detrás del freno la bombilla grande con la pequeña dentro. Lo primero que hacemos al montarnos en el coche es apretar el freno, ¿no? English se sube en el coche, cierra la puerta, pisa el freno y, cras, adiós a las bombillas.

Hades no dijo nada. Abbott se apoyó en el respaldo de su silla y esperó. Por la autopista de detrás del horizonte pasó una ambulancia con la sirena encendida. A Hades le recordó el aullido triste de los lobos dingos. Notó que le palpitaba el pulso en la sien y se preguntó si Abbott podía verlo en su piel curtida.

—¿Sabes lo que es la iperita?

Silencio. Hades aguardó.

—Su nombre común es gas mostaza —dijo Abbott, recostándose en su silla—. Coges etileno sintetizado, que puedes extraer de bombonas de las que se usan para las barbacoas, y lo mezclas con cloro refinado, que puedes encontrar en productos para mantenimiento de piscinas. Una sustancia chunga, el gas mostaza. Si lo aspiras lo bastante a fondo, te deja los pulmones hechos queso gruyer. Y te mata en minutos, si es suficientemente fuerte.

—Me estás diciendo que alguien gaseó con gas mostaza a tu amigo English —dijo Hades. Suspiró y meció la cabeza hacia un lado.

—Lo has pillado a la primera. —Abbott asintió—. No solo montaron este ingenioso método de administración del gas, sino que además bloquearon las manillas interiores de la puertas del coche de Richard y cerraron totalmente las ventanillas. Cuando pisó el pedal del freno se llevó una bocanada de uno de los vapores más mortíferos jamás fabricados. Si no hubiese sido porque tuvo el reflejo de poner en marcha el motor y estampar el coche, rompiendo así el parabrisas, estaría muerto. En estos momentos no saben si algún día podrá volver a hablar. El gas le abrasó el esófago y le dejó un boquete del tamaño de una moneda de cincuenta céntimos.

—¿Y todo eso lo has sacado de unos fragmentos de vidrio que encontraste en un coche repleto de mierda, con las puertas jodidas y una ventanilla reventada? —Hades meneó lentamente la cabeza en gesto de negación—. Deberías escribir novelitas de misterio.

—Vamos —se mofó Abbott—, sabes perfectamente lo que hizo tu chico, Hades.

Hades había estado sonriendo con la mirada en el suelo, saboreando su comentario de humor negro. Pero entonces abrió muchos los ojos y dirigió la vista al hombre del otro lado de la mesa. Abbott cambió ligeramente de postura en la silla; su nuez subió y bajó.

—¿Mi chico?

—Eric lleva semanas siguiéndonos como un puto chucho. Y se pasa el día jugando con los productos químicos que se encuentra por el vertedero. Hades, tú sabes que él…

—Para ti soy el señor Archer, mocoso ignorante. —Hades jadeó, una sola vez, sintiendo cómo el aire salía caliente y pesado al contacto con su lengua, y cargado de ira—. ¿Me estás diciendo que lo hizo mi chico?

—Yo…

Abbott titubeó ante la mirada de Hades y decidió bajar la vista a la mesa, delante de sí. Hades oía a los niños susurrando en el dormitorio, rebulléndose en las camas. Dejó que esos sonidos le distrajesen mientras, sentado como un león, observaba a Abbott.

El silencio se alargó.

—English y tú recibiréis el finiquito por correo postal —dijo Hades en voz baja. El sonido de su voz hizo sobresaltarse a Abbott—. No os recomiendo que volváis por aquí a recoger vuestras cosas.

Abbott se levantó y Hades le siguió con la mirada. Los trozos de vidrio destellaron encima de la mesa, donde habían quedado formando dos montones separados que parecían hechos de virutas de hielo. El joven esperó a que la bolsa de plástico dejase de moverse, en el asiento que acababa de abandonar, y se dio la vuelta, incómodo, para salir por la puerta. Al llegar al umbral, volvió a girarse. Parecía estar pensándose algo. Hades aguardó, tenso.

—Vas a tener problemas con ellos —dijo el hombre, con la mano ya en la puerta—. No están bien.

Hades se levantó y Abbott desapareció de allí. Cuando se hubo marchado, Hades soltó un suspiro y dejó que su cuerpo sucumbiese a los temblores que se empeñaba en provocarle la ira. Se dirigió a la habitación oculta, andando muy tieso. Sacó dos fardos de billetes y los guardó en sendos sobres, mientras murmuraba para sus adentros. Con eso se estarían calladitos. Aunque tampoco es que tuvieran nada que decir. Nadie iba a dar crédito a un cuento semejante. Y todas las pruebas estaban aún encima de la mesa de su cocina. Hades se ordenó a sí mismo aflojar la mandíbula.

Cuando volvió a la cocina, se detuvo delante del fregadero y, cavilando, miró la puerta a oscuras. Se dirigió al horno, se agachó y abrió la portezuela. Faltaba la bombilla.

 

11

 

Era por la tarde. Se oía el suave arrullo constante de las palomas filipinas en las higueras que flanqueaban Alloe Street, una calle de Sídney Norte. Eden y yo observamos la casa durante diez minutos sin salir del coche. Era una vivienda urbanita. Parecía extrañamente replegada sobre sí misma, pues la fachada del edificio quedaba oculta tras unas buganvillas colgantes y un gran toldo rojo, y las ventanas ni se veían detrás de sus rejas de hierro ornamentado.

Ese día habíamos estado en otras dos casas. Una, la de un hombre que se había borrado de la lista de espera de trasplantes porque se consideraba demasiado viejo para poder aguantar la operación. Nos había abierto su viuda, avergonzada, sin comprender bien qué queríamos de ella. Olía a Vicks Vaporup. En la otra, una mujer de unos treinta años que tenía cáncer de páncreas había recorrido el arduo camino desde lo alto de las escaleras de su apartamento para atendernos a pie de calle. Estaba buscando terapias alternativas y se había colgado del cuello un ramito de una planta llena de hojas. Llevaba un pañuelo de vivos colores en la cabeza, por debajo del cual sus ojos brillaban y su tez era blanca y lisa como la leche. Cuando nos despedimos, me sentí sorprendentemente animado y optimista. Su sonrisa era contagiosa y pícara, como si tuviese algo conmigo. Como si hubiese sabido que iba a presentarme en su casa y me hubiese preparado una broma.

—¿Qué haces esta noche? —preguntó Eden sin mirarme. La pregunta me pilló desprevenido. Sonó como si me estuviera proponiendo salir juntos. Sabía que no era eso, pero titiló dentro de mí esa extraña especie de esperanza ridícula.

—No sé. ¿Qué haces tú?

—Hoy se juega el segundo partido de la State of Origin.

—Ya me he dado cuenta —dije, señalando con la cabeza los banderines azules que llevaba el coche de delante del nuestro.

—La cosa es que, bueno, en la comisaría se han inventado la gracia de hacer un sistema de turnos para la temporada de rugby por el que cada dos semanas nos toca ver un partido en casa de alguien. Lo empezó el capitán James con idea de hacer equipo y nadie ha tenido huevos para dejarlo.

—¿Y te toca esta semana a ti, no?

—Exacto.

—Pues no me gustaría estar en tu piel. ¿Me estás invitando?

—Bueno, imagino que se vería raro que no vinieras.

—Desde luego, sabes lo que hay que decir para que un tío se sienta especial. Tendré que consultar mi agenda. Iba a limpiar la ducha.

Sin previo aviso, salió del coche y fue hacia la casa. Yo salí detrás de ella, a paso ligero.

 

Llamamos a la puerta de los Sampson, pero nadie salió a abrir. Me fui a la parte trasera, estaba todo cerrado a cal y canto y las persianas venecianas bajadas. Eden no se movió de la puerta principal, entretenida mirando un montón de catálogos de una de las principales cadenas de supermercados.

Los dos coches registrados a nombre de Ronnie y Julie Sampson estaban aparcados en la calle. El Commodore de color rojo tenía un tique en el limpiaparabrisas y excrementos de pájaros por todo el capó. Ronnie llevaba año y medio en la lista de espera de trasplantes, pero apenas había subido puestos desde que se lo habían diagnosticado. El club de fútbol local había recaudado varios miles de dólares en huchas de lata para ayudar a su mujer y a su hija durante el ingreso hospitalario, pero, aparte de eso, el grandioso imperio de extrarradio de los Sampson había ido desmoronándose lentamente, su tienda de muebles había echado el cierre y la cría estaba faltando a clase. Ronnie se había borrado voluntariamente de la lista de espera hacía dos semanas y nadie sabía nada de la familia. Mientras le daba vueltas a la cosa, aparté con la punta del pie unas hojas secas caídas por el porche.

—¿Se habrán ido de escapada? —pregunté a Eden, y traté de imaginar qué tendrían de fascinantes los catálogos del Woolsworth. Me fijé en sus ojos. No estaba viendo nada concreto. Estaba pensando.

—Están muertos —dijo finalmente con el tono de voz que habría empleado para decirme la hora—. Deberíamos mandar que venga un furgón.

Me quedé mirándola un momento, intentando asimilarlo. Como no moví un dedo, sacó su móvil y telefoneó ella misma al equipo de Medicina Forense.

—Aguarda un momento —dije en tono burlón—. ¿Por qué estás tan segura?

Tenía la desagradable sensación de que había pasado por alto algo evidente. Miré en derredor y olisqueé el aire. La calle estaba en silencio, hacía frío y ese olor, un olor caliente y húmedo que tantas horas nos pasábamos detectando los investigadores de Homicidios, no se percibía por ninguna parte.

—¿No lo notas? —me preguntó.

—¿El qué?

—El vacío.

Ir a la siguiente página

Report Page