Hades

Hades


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Era doloroso oírla hablar sobre el desazonador deseo de abandonar cuanto antes este mundo. Yo mismo lo había experimentado cuando murió el bebé que esperaba Louise. Nuestro hijo. Oír una voz de mujer al teléfono. Ver a una embarazada. El color rosa. Durante meses esas cosas me habían provocado mal cuerpo al instante o me volvían asustadizo. Me había casado con mi segunda mujer, Donna, al poco de conocerla, todo bastante precipitado, con el fin de tratar de obligarme a volver a esa vida de mujeres y bebés, como si fuese una especie de terapia de inmersión. Fue una mala idea. A los pocos meses se había hartado de mi rareza, de mi frialdad y de mi «inaccesibilidad emocional».

—Hay un nombre para eso —comenté—. Y es la razón por la que no deberías andar por ahí con nosotros, sino tumbarte en un diván en algún sitio para ponerte bien.

—Me encuentro bien cuando estoy con vosotros —dijo ella. Dejó la frase en el aire, acompañada tan solo de los ruidos que hacían los cestos de las freidoras de patatas y las voces desde la cocina cantando los números de los pedidos. Una pareja de camioneros ocupó la mesa de detrás de mí y Martina les siguió con la mirada mientras se sentaban en los bancos corridos; mientras les miraba, se rascó inconscientemente la sien.

—Sé que probablemente no volverá.

—Es que no volverá —dije yo—. No eres la única que escapó. Trató de ahogar a un drogata en el puerto la mañana que descubrimos los cuerpos. Al parecer, el pobre estaba anoche en Darlinghurst, encontrando felizmente a Jesús junto a un puñado de drogadictos anónimos como él.

Martina me escuchaba con mucha atención, diseccionando mis palabras como el helado derretido que tenía delante. Cogió un par de cucharadas, que fue chupando a conciencia, con sus grandes ojos ocultos tras las pestañas negras.

—Había una persona esperando recibir mi corazón —dijo en voz baja—. Alguien está sufriendo en alguna parte, esperando la muerte. Quizá alguien enfermo y débil. Alguien que está convencido de no merecerse su suerte. Yo he visto su cara, la del cirujano, pero no he visto la del hombre o la de la mujer que teóricamente tenía que haber estado tumbado en la habitación conmigo. Podría cruzarme con esa persona por la calle. Podría estar sentada aquí ahora mismo, a nuestro lado.

No pude evitar mirar a mi alrededor. En la mesa de detrás de Martina había sentada una familia; la madre enderezaba la corona de papel que llevaba su hijo pequeño en la cabeza.

—Es imposible pillarlos a todos —dije, y suspiré—. La maldad es como una enfermedad. Se desprende de la piel al rascarnos, al frotarnos, flota en el aire y la respiramos. La cogemos de resultas de haber llevado una vida dura o de sufrir heridas. Viene de la necesidad. Todo el mundo experimenta una necesidad. La persona a la que le tocaba recibir tu corazón tenía una necesidad. No nos es posible castigar toda la maldad que hay en el mundo. Empezaríamos por uno mismo y no pasaríamos de ahí.

—Por cómo hablas, parece que llevas haciendo esto demasiado tiempo.

—Sí, es verdad. —Me agradó verla sonreír, aunque solo levantase un poco una de las comisuras de los labios.

—¿Qué has hecho tú que merezca castigo? —preguntó. Los sonidos y los aromas del restaurante parecieron haberse disipado. Mi mano, sobre la mesa, estaba cerca de la suya; nudosa y vieja de aspecto la mía comparada con la piel tersa de sus dedos.

—Pues me porté con crueldad con mi primera mujer —dije—. Y con la segunda era poco cariñoso. No me caía bien mi excompañera porque era una de esas personas gritonas, extrovertidas, alegres y gordinflonas que van por ahí haciendo suyos los problemas de los demás y repartiendo cumplidos irritantes. La ignoré y la aparté de mí cuando debería haber sido la persona en quien hubiera podido confiar. Se pegó un tiro.

La voz de mi cabeza que iba formando las palabras que salían por mi boca tenía un deje despreocupado. Eso era poco habitual. Me pregunté si sería porque estaba cansado, o si simplemente me gustaba Martina, su manera de reflexionar sobre mis palabras durante varios segundos largos antes de sopesar las suyas.

—Yo hago daño para que se fijen en mí —dijo. Observé sus movimientos mientras ella esculpía un montículo de color rosa con su helado—. Empecé a hacerlo a los siete años. Cuando murieron mis padres, me adoptó una familia numerosa muy mezclada, con medios hermanos, medias hermanas, hermanos adoptivos y hermanas adoptivas. Allí si te ponías a dar gritos nadie se inmutaba, pero si te portabas como un demonio, si te excluían y eras mala, tenías posibilidades de que te mirasen. A mí me gustaba. Me hacía gracia ser la que nadie quería.

Levantó la mirada al ver que entraban dos agentes en el local, que llegaron hasta el mostrador. Venían a encargar la cena para el dispositivo policial desplegado en el lugar de los hechos. La chica que les atendió fue encogiéndose poco a poco al ver que el pedido no acababa nunca, e iba tecleando débilmente con el dedo en el panel plástico que tenía delante.

Mientras recorría con la mirada el local del restaurante, evitando pensar en cuánto me recordaba Martina a mí mismo, reparé en el periódico que había encima de la mesa contigua a la nuestra. Me quedé un buen rato leyendo y volviendo a leer uno de los titulares. La foto de la primera plana no me decía nada. Era una imagen en blanco y negro, algo borrosa, de un hombre de unos cuarenta y tantos años con un bebé en brazos, con la cara vuelta hacia abajo para mirar a los ojos del niño.

Su nombre fue lo que suscitó una descarga de energía que recorrió mis huesos, provocándome cierta sensación de dolor durante unos instantes, sentado ante aquella mesa. Ese nombre tenía algo que hizo que me hirvieran las entrañas.

 

«BÚSQUEDA INFRUCTUOSA DE JAKE DELANEY, DESAPARECIDO»

 

Martina, la niña a la que nadie quería, me observaba. Aparté la bandeja, me levanté para coger el periódico de la mesa de al lado y me lo metí debajo del brazo.

—Vamos —le dije—. Te llevaré a casa.

 

6 We’re Sendin’ Our Love Down the Well,  algo así como «Por el pozo que se va nuestro amor», es el título de una canción de la serie televisiva Los Simpson,  imaginariamente compuesta y producida por Sting y Krusty el payaso, como homenaje a Timmy O’Toole, un niño que supuestamente se había caído dentro un pozo. (N. de la t.)

20

 

Derek Turner había pasado cinco días en régimen de detención protegida en Long Bay, separado de la población común de reclusos para evitar que se corriera la voz de su arresto. Sin embargo, a los vigilantes sí les había llegado información sobre su delito por las vías habituales por las que suele llegarles, es decir, a través de cuchicheos y murmullos en los pasillos, por insinuaciones y por vistazos a papeles oficiales dejados a la vista en alguna parte. A los vigilantes penitenciarios es imposible ocultárselo todo. Son una tribu hambrienta, paranoica y curiosa. Es el resultado de tener que mantener durante años una actitud escéptica, vigilante, y de esa creencia universal de que los reclusos tienen entre sus objetivos guardar secretos a la institución y la institución descubrirlos. La necesidad de cotillear que tiene el vigilante de prisiones se nutre de la cantidad de horas que ha de estar deambulando por los pasillos desiertos, o de pie en patios iluminados por reflectores, mientras ve pasar el tiempo. Los rumores y los misterios ayudan a mantener distraído a un sujeto la noche entera. Cuando llegó Derek Turner, comunicaron a los vigilantes que su presencia debía mantenerse en secreto y que el delito cometido no se desvelase. En fin… Ese sí que era un misterio de los que hacen correr los minutos como si fuesen segundos. Era, simplemente, un secreto que había que desentrañar.

Eden y yo nos metimos en la minúscula celda de cemento de Derek. Me quedé junto a la pared y Eden ocupó el único asiento, una silla de acero sin respaldo, fijada al suelo. El sitio olía a desinfectante y daba sensación de humedad. Derek estaba cubierto por una película de sudor, y seguramente así seguiría hasta que alguno se tomase la molestia de escoltarle hasta las duchas, donde poder asearse rápidamente con agua fría y delante de cuatro vigilantes.

—Han estado colando cuchillas por debajo de la puerta. —Fue lo primero que dijo Derek Turner. Eden y yo nos volvimos para mirar la rendija que quedaba bajo la puerta de hierro de la celda. Al fondo del pasillo un preso gritaba y golpeaba las paredes. Eden miró la hora en su reloj de pulsera.

—Ya ve. —Asintió, aburrida—. Suelen hacerlo.

No había modo de saber quién le estaba facilitando a Derek Turner los medios para quitarse la vida, pero para mí que eran probablemente los vigilantes. Los infanticidas son considerados enemigos tanto por la población reclusa como por los vigilantes. Estos últimos le alentarían a quitarse la vida por el bien de todos los implicados. Los reclusos no serían así de clementes. La llegada de alguien como Derek Turner al sistema causaría conmoción en Long Bay. Empezarían a debatir sobre lo que pensaban hacerle en cuanto pusiese un pie en el patio. Mi primer caso como investigador de Homicidios había sido en el centro penitenciario de John Morony, para investigar el asesinato dentro de la cárcel de un tipo que había estrangulado al crío de su expareja. Su compañero de celda le había sajado el cuello con la tapa de una lata de atún. Al parecer, el tipo había tardado media hora en espicharla.

Los chicos de Long Bay estarían preparados para recibir a Derek Turner con sus cubos de agua hirviendo, sus jarapas de algodón trenzado, sus navajas improvisadas. Eliza Turner estaría recibiendo seguramente el mismo trato en la prisión de mujeres de Silverwater.

—Haré lo que esté en mi mano para ayudarles —murmuró Derek—. Quiero testificar contra Eliza. Sé que lo que hicimos estaba mal. Lo supe desde el primer momento, pero ella… ella era más fuerte y…

—Pues esto sí que tiene gracia, Derek, porque hemos hablado con ella y resulta que desea testificar contra usted. Conque ya puede ahorrarse todo eso de querer echarle la culpa, ¿me oye? —Eden levantó una mano—. No quiero que nos eternicemos. Porque todavía no he desayunado y no hay quien me aguante cuando tengo hambre. Tiene que acceder a seguir un guión cuando mañana reciba la llamada del asesino. Su habitual llamada del día uno de cada mes. Tiene que ensayar el guión un par de veces con uno de nuestros especialistas.

—Haré que lo que quieran que haga.

—Mañana por la mañana vendrán unos agentes a prepararlo todo para la llamada telefónica. Ya será raro que contacte con usted. La historia se ha publicado en todas partes. Pero si usted hace como si nada, como si no le hubiésemos pillado, él contará con que usted quiere que su hija siga con vida y querrá que le pague la pasta que le debe. Si es una persona tan adicta al peligro como creemos, el riesgo le hará disfrutar. Y si usted le avisa de la manera que sea sobre lo que pretendemos hacer, se las haré pasar canutas. Porque las puede pasar más canutas, Derek. Igual usted cree que no, pero es así, créame.

El hombre que había sido el tutor de Courtney Russell, su mentor, su familia, rompió a llorar. Y, llorando, movió la cabeza en gesto afirmativo. Eden se levantó y se frotó los pantalones como para sacudirse suciedad y moho que hubiese podido adherírsele en ese rato en la celda. Di un golpe fuerte en la puerta para avisar de que nos íbamos; Derek tenía la cara colorada y congestionada.

—Por favor —dijo Derek, y sorbió por la nariz—, solo quiero pedirles una cosa. ¿Pueden ayudarme con un tema?

—¿Cuál?

Derek se tapó la cara con las manos y lloró. Yo me quedé mirándole mientras el funcionario de prisiones abría y Eden salía por el hueco de la puerta entreabierta y se alejaba por el pasillo.

—Me susurran cosas por las noches —respondió Derek, entre sollozos—. Los de ahí fuera, los del pasillo. Me pasan las cuchillas y me susurran que lo haga, que lo haga, que acabe ya con todo. Por favor, díganles que paren. Hagan que paren, solo eso.

Salí por la puerta y esperé a que el vigilante la cerrase con llave. Era un indio fornido con unos dientes brillantes y blancos como perlas. Cuando cruzó su mirada con la mía, no me cupo duda de que él y sus amigotes eran los que estaban hostigando a Derek Turner. Me sonrió e indicó el pasillo moviendo el mentón.

—Por aquí, investigador —dijo—. Si es tan amable.

 

 

Cuanto más viejo se hacía, más le costaba despertarse. Hades pensaba que una de esas noches el sueño profundo en que se sumía le consumiría por completo, tragándose su vida como succionada por un charco negro de lodo brillante. Cuando soñaba, soñaba con los niños, a los que siempre se veía en blanco y negro y muy nítidamente tras los párpados cerrados. Nunca estaban al alcance de su mano. Siempre aparecían riéndose y él nunca sabía a qué obedecían esas risas maliciosas.

Cuando despertó con las manos de Eden encima, ahogó un grito. Ella le daba con los dedos extendidos sobre el pecho descubierto, bombeando como si tratase de resucitarle.

—¡Despierta!

—¿Qué? ¿Qué?

—Se ha ido. Se ha marchado. ¡Ha ido a por Travis!

Nada tenía sentido. Hades rodó de costado y se levantó de la cama como un pez pesado, y comenzó a ponerse los pantalones. La niña, como loca, se subió en la cama y se puso a lanzarle prendas de vestir.

—¡Deprisa, Hades, por favor, date prisa!

Hades cogió el libro que había en el suelo junto a la cama, sacudió la cabeza como un perro, volvió a dejar el libro y cogió las llaves de su coche. Notaba los latidos del corazón en las mejillas y en el cuello. Así era como se presentía un ataque al corazón. Pensó en toda la panceta que había ingerido a lo largo del último mes, en los cigarrillos y en los cafés con hielo que le llevaban los operarios. En el whisky, ¡Señor, el whisky! Eden le estaba empujando. Llegó al coche. Una vez que estuvo a la luz de las farolas de vapor de sodio logró despertarse del todo y vio que Eden lloraba. Le agarró la cara con una mano.

—¿Pero a ti qué te pasa?

—Eric va a matarle —gimió ella—. Eric va a cargarse a Travis.

 

En la carretera que atravesaba el bosque el coche derrapaba por la grava y él sentía la vibración del motor a través de la planta de los pies descalzos. Por lo que veía, calculó que no tardaría en amanecer. Varios conejos cruzaron a todo correr la carretera por delante del coche y se lanzaron de cabeza a los matorrales como cohetes peludos. El llanto de Eden era algo desconocido; un sonido que asustaba. Lloraba como una niña, tapándose la cara con las manos, en voz baja, desconsoladamente. Al cabo de un rato, su llanto fue sosegándose hasta quedar convertido en meros sorbos por la nariz de tanto en tanto, y Hades reunió el valor para mirarla.

—Nos pilló —dijo ella al sentir su mirada—. Hace una semana. A Travis y a mí. Cerca del arroyo.

—¿Haciendo qué?

—Joder, Hades —gimió ella. Él movió la cabeza afirmativamente y se concentró en la carretera. Sabía lo que había estado haciendo con el chico de Savage. Lo había sabido aquel mismo día de hacía dos años cuando les había visto sentados en el tocón al pie del cerro. Lo sabía al percibir la silenciosa tensión que recorría todo el cuerpo de Eric cada vez que su hermana mencionaba al muchacho, siempre diciendo lo mínimo de él, siempre minimizando su relación con él. Una vez, el chico estuvo varios meses fuera con su padre, con quien había ido a la región de Top End a trabajar en un barco arrastrero, y Eden continuó con su vida como si nunca hubiese existido. Hades se había mantenido atento a la situación y le había dejado caer al chico alguna que otra amenaza en tono contenido, en el sentido de que sufriría físicamente las consecuencias si se le ocurriese tocarle un pelo a su hija. Pero, pasado un tiempo, el viejo dejó de interesarse. ¿Quién era él para inmiscuirse en esas cuestiones? Eden era una chica lista, madura, profundamente segura de sí. Si el chico le hacía alguna jugarreta, se lo comería vivo. Hades la veía como una gata curiosa que se entretenía jugando con una criatura a la que prácticamente no entendía pero que instintivamente sabía que no representaba ningún peligro para ella. El chico soñaba despierto, cada minuto que pasaba con ella era un extra, un tiempo de más, antes del inevitable desenlace.

El viejo no había considerado la postura de Eric en toda aquella situación.

—Habíamos quedado al pie de la acacia de la verja oeste. Para dar una vuelta, nada más, ¿entiendes? Pero no apareció. Cuando volví, Eric no estaba. Había dejado una nota.

—¿Y qué decía?

—Decía que lo sentía mucho.

Travis Savage y su padre vivían en una zona de tierras llanas pegada a la parte posterior del parque nacional, a unos diez minutos en coche desde el vertedero. La población del lugar vivía diseminada por una suerte de granjas modernas cuya producción se reducía a hierbajos secos, maquinaria agraria oxidada, estructuras de coches y algún cultivo de marihuana aquí y allá. Hades y Eden iban callados. La calle estaba mojada por la lluvia que había caído hacía un rato, e iluminada por un millar de reflejos de color naranja. En la esquina próxima al cruce con la carretera que delimitaba el término de Utulla había un coche patrulla aparcado. El agente que ocupaba el asiento delantero levantó un puñado de patatas fritas de McDonald’s en dirección a Hades cuando este giró por la esquina. En el asiento del acompañante había una jovencita con cara de estar indignada.

Hades detuvo el coche junto a la valla de alambre rota, pero no apagó el motor. Era evidente que el muchacho no estaba allí. Las luces de la casa estaban apagadas y el garaje abierto se hallaba vacío. Eden salió corriendo del coche sin que a Hades le diese tiempo a impedírselo y rodeó la casa para asomarse a mirar por la ventana con las manos haciendo pantalla en el vidrio.

—Aquí no está.

—No me digas —repuso con sarcasmo—. Monta.

Eden recogió las piernas subiéndolas hasta el pecho mientras él volvía a poner el coche en movimiento, haciendo saltar la grava. Las manos de Hades estaban húmedas al volante. Aquello era culpa suya. Todo. En Eric ni había pensado. Había sido como meter el pie en una bota vieja sin haber mirado antes por si había arañas. Él había permanecido ahí, a la espera, una presencia constante y vigilante, cargado de un odio que le reconcomía por dentro.

Había demasiadas cosas en que pensar. El vertedero prosperaba. El viejo, simplemente, había dejado de prestar atención al chico.

No se dijeron ni una palabra mientras el coche avanzaba por las calles desiertas de detrás de Camden, camino de la zona industrial que albergaba una fábrica de plásticos, varios solares de empresas de importación y la sede local de la Asociación Contra el Maltrato Animal. La carretera, entre los inmensos solares vallados, estaba flanqueada por altos árboles blancos, árboles del caucho. Los dos sabían cuál era el otro sitio en el estaría Eric. Hades había recibido infinidad de llamadas del colegio y de las fuerzas de seguridad locales quejándose de que los chicos se dedicaban a romper los cristales de una antigua fábrica de máquinas de coser Singer y a jugar con algunas máquinas viejas. Era el único sitio alejado del vertedero al que a los chicos les gustaba ir a pasar el rato. A los demás adolescentes no les hacía gracia verles aparecer por el centro comercial o por el cine, a causa del temperamento hosco y contestatario de los dos y también por el exhaustivo historial de peleas que arrastraba Eric.

Nada más entrar con el coche en el muelle de carga de la fábrica, tuvieron la certeza de que allí dentro había alguien. A través de los altos ventanales destrozados, Hades podía ver proyectadas en el techo de la nave las sombras de las máquinas en movimiento, la sombra de los brazos articulados, cables, poleas, que le recordaron las viejas películas de terror, en blanco y negro, esas que tanto le habían gustado de niño. Dentro de la nave resonaban los chirridos y los gruñidos de la maquinaria desengrasada, quejumbrosa con su nueva misión. El viejo estiró un brazo para agarrar el de Eden, que se disponía a salir del coche con la agilidad de una gata.

—¡Tú te quedas aquí, niña! —le espetó. Con la mirada se lo dijo todo. Eden se encogió en el asiento y movió la cabeza afirmativamente. Hades salió del vehículo y, sin cerrar siquiera la puerta, se dirigió hacia la entrada pisando la grava con una liviandad increíble.

La escena que le aguardaba en el interior de la fábrica le recordó a algunas de las láminas renacentistas que había encontrado cuando daba clases a los chicos, en las que aparecían representadas primitivas cámaras de tortura y presidios. Había componentes desmontados y máquinas abandonadas de los tiempos en que la fábrica había vivido su apogeo: estructuras de máquinas de coser, hileras de herramientas, antiguos brazos mecánicos detenidos encima de cintas transportadoras, con los engranajes a la vista. Había también pulidas mesas de trabajo, montones de tela estropeada, pistolas para pintar de las que goteaba un líquido negro y por cuyas juntas y arandelas escapaban burbujas. Por encima de él, varias cadenas y garfios sostenían los cables eléctricos en alto, lejos del suelo, reunidos en haces como si fuesen venas, y los llevaban a todo lo largo de la fábrica hasta el gran generador eléctrico. Una de esas cadenas había sido desenganchada y los cables que sostenía, sueltos, habían quedado desparramados. De la cadena pendía un cuerpo, sujeto por las muñecas.

Travis Savage estaba tapado con una capucha, amordazado. Del filo de la capucha caía un fino chorro de sangre, espeso como la miel, que le bajaba por el pecho y la caja torácica, artísticamente reluciente a la luz de la única lámpara encendida. Por todo el pecho, el vientre y los muslos desnudos tenía varias docenas de cortes producidos durante la tortura que semejaban ojillos rojos con forma de almendra, de cada uno de los cuales goteaba también sangre que le recorría el cuerpo desnudo. Eric estaba cerca de él, asiendo con las manos el instrumento con el que le había hecho todos aquellos cortes, una navaja corta y ancha con la que Hades le había visto frecuentemente.

Hades emitió algún sonido de ira, un gruñido o un resoplido indignado que no pretendía emitir, y Eric se volvió hacia él como si fuese un perro con un conejo en las fauces: sorprendido, desafiante, preparado para salir corriendo con tal de salvar la pieza cobrada. Hades notó la presencia de Eden a sus espaldas. Eden apoyó su mano en el brazo tembloroso de él y acto seguido, al percibir el latido de la furia a través de la piel, la retiró.

Eden quiso echar a correr hacia Eric, pero no llegó más allá de la distancia a la que la retuvo la mano de Hades. Esa mano la rodeó y la empujó a un lado. Hades dio varios pasos largos y, tras hacerle soltar a Eric la navaja de un manotazo, le agarró por el pelo y, tirando de él, lo obligó a salir de allí. El chico no opuso resistencia. Hades le estampó la cara contra el capó del coche y le inmovilizó la cabeza donde había tocado la carrocería.

Tenía la boca y la mandíbula tan apretadas que las palabras a duras penas podían salir de él. El viento de la noche obligó a Hades a inclinarse mucho sobre el chico y, haciendo grandes esfuerzos, logró decir:

—¿Te oyó? ¿Te vio?

—No.

—¿Tiene alguna pista de quién eres?

—No.

Hades mantuvo al chico con la cabeza pegada al coche unos instantes más, mientras jadeaba por efecto de la ira que le recorría todo el cuerpo. No era el momento de permitir que le consumiera. Era el momento de controlarse, no de dar rienda suelta a la furia. Soltó la cabeza de Eric y, cogiéndole por la tela de la camiseta, le agarró por la espalda, abrió la puerta del coche y le metió dentro de un empellón. Eden se había detenido en el umbral y se abrazaba a sí misma con ambos brazos. Hades entró de nuevo en la nave, pasando a su lado con sus fuertes pisadas. Fue hasta el chico de Savage, que seguía colgado de la cadena, y cortando las ligaduras que le ataban a ella, le dejó caer al suelo de la fábrica, donde el chico quedó llorando, hecho un ovillo. Cogió la navaja, se la guardó en un bolsillo y limpió con el borde de la camisa todas las superficies cercanas. Entonces, sin mediar palabra, el viejo se marchó, dejando allí al muchacho.

 

Hasta que estuvieron en la cocina de la casita, con la puerta cerrada y las cortinas echadas, Hades no permitió que la ira se apoderase de él. Entonces Eric le dejó que le moliera a palos. En cierto sentido, esa falta de resistencia enfureció más a Hades. El chico aceptaba simplemente su castigo, recibía en silencio los puñetazos, con humildad, y solo alzó la mano para limpiarse la sangre de la boca cuando Hades hubo terminado. Eden tampoco hizo nada. Se quedó de pie en la puerta del pasillo y observó, con las palmas de las manos juntas como en posición de oración, apoyadas en los labios cerrados. Cuando terminó, Hades se lavó en el fregadero los nudillos ensangrentados; apretaba aún las muelas, le dolían. Eric se quedó sentado en el suelo, en un rincón, con respiraciones silbantes probablemente por alguna costilla rota, tanteando con su lengua roja, explorando la encía donde un diente había desaparecido.

Los minutos se hicieron eternos. Hades se apoyó en el fregadero y se quedó mirando los dibujos de la cortina, delante de él, mientras esperaba a que se le templase el cuerpo. De transpirar, la camisa se le había pegado al pecho. Al poco rato sus nudillos descarnados volvieron a enrojecerse y a rezumar sangre.

—Te largas de aquí mañana por la mañana —dijo finalmente, y abriendo la cortina de delante contempló la noche—. Te quiero con tus bártulos listos a las seis. Llamaré a un taxi. No quiero verte.

Durante un buen rato no hubo ninguna reacción. El chico seguía hecho un guiñapo en el rincón, con una mano tapándose el ojo, que se le había hinchado ya.

—¿Adónde voy a ir?

No era una pregunta de desamparo. Hades sabía que era una pregunta genuina. Eric iría adonde le dijese. Era su esclavo. Su perro enfermo y violento, obediente pese a su naturaleza.

—Tengo un amigo en el centro que te acogerá. Cuando te hayas recuperado, ingresarás en el Cuerpo de Policía. Goulburn7, como planeamos. Será el último sitio en el que alguien buscaría a un monstruo como tú. Allí te meterán en vereda. Aprenderás más sobre el juego de la vida.

—¿Y Eden?

—No. —Por primera vez Hades miró al chico, notando que volvía a apretársele la mandíbula, que se le tensaba con un reflejo muscular involuntario —. Ella se irá contigo cuando yo diga que puede. De momento, tienes que estar solo.

Los ojos de Eric recorrieron la cocina hasta cruzarse con los de ella y permaneció uno o dos segundos con la mirada en la suya, tras lo cual la bajó hasta sus manos. La respiración de Hades fue volviendo gradualmente a la normalidad. Propinar aquella paliza le había sentado bien, le había servido para quemar algo de la energía que le había hinchado las venas. Volvió a lavarse la sangre y se envolvió la mano con un trapo limpio. Al cabo de un rato Eric se levantó del suelo, tirando de su cuerpo, y se marchó a su cuarto para recoger sus cosas.

 

7 En esta localidad se encuentra la Academia de Policía de Nueva Gales del Sur. (N. de la t.)

21

 

No me hacía ninguna gracia ocupar la silla y el escritorio de Doyle. Era como si me echase en su tumba. Aunque el tablero estaba vacío y en los cajones solo se encontraban mis escasas pertenencias, perduraba la presencia de un hombre al que yo no conocí: sus huellas dactilares en la estructura cromada de la silla, los efectos de sus arañazos concienzudos en la capa de pintura barata. A mi alrededor, los de la comisaría mantenían la tercera reunión informativa sobre la operación que íbamos a llevar a cabo en el domicilio de los Turner. A simple vista, parecía una operación bastante sencilla. Sin embargo, para su preparación habían hecho falta horas de diseño, esbozos, cálculos, discusiones y pánico a duras penas contenido, en una salita similar a un cubo, al fondo de las oficinas de la comisaría, en la que cómodamente cabían tres personas pero en la que se habían apelotonado hasta trece. Con ayuda de los expertos en logística, de los especialistas de operaciones, de genios de la informática, abogados penalistas y negociadores, habíamos conseguido que Derek saliera de la cárcel esa noche, bajo custodia policial, para llevarle a su casa, en Maroubra, donde aguardaría la llamada telefónica del asesino. Habíamos elaborado cuidadosamente un guión que Derek debía leer. Le pediría al asesino que acudiera a la casa a reconocer a Monica, que parecía haber cogido un resfriado que podría ponerla en peligro debido a su delicado estado tras la cirugía. Tendríamos la casa totalmente rodeada y nos abalanzaríamos sobre él tan pronto como apareciese.

Yo veía doscientos mil fallos. Todos los veíamos. Pero la presión mediática nos obligaba a pasar a la acción, y teníamos que intentarlo, por muy disparatado que fuese el plan.

Estaba sentado, hundido en mi silla, con una chaqueta reforzada varias tallas más grande que la mía y mi chaleco antibalas, como un crío muerto de aburrimiento en una boda, cambiando cosas de un lado a otro de mi escritorio. Más inquietantes que la presencia del espíritu de Doyle y que el inminente plan descabellado para atrapar al asesino con nuestra trampa eran las imágenes que nos habían facilitado Cameron Miller, Martina Ducote, Derek Turner y Eliza Turner con ayuda de un dibujante. Las tenía delante de mí, repartidas por toda la mesa.

El Ladrón de Cuerpos, como le apodaban algunos medios de comunicación, tenía una estampa imponente: casi doscientos centímetros de alto, rasgos marcados y grandes ojos castaños. Poseía un aura de audacia y orgullo leoninos. Carecía de marcas distintivas, como cicatrices o tatuajes. Era de complexión ancha y musculosa. Con los cabellos de color chocolate cortados muy cortos. Nada que ver con la imagen del morboso desesperado y con joroba que todo el mundo se había esperado. Este tipo era directamente guapo. No sé por qué, me pregunté si la tierna expresión de su mirada haría aumentar la repulsa de los ciudadanos o más bien la aplacaría. Tanta atención pública afectaba negativamente a las probabilidades de que telefonease a Derek, así como a las probabilidades de que se atreviese a presentarse en la vivienda de Maroubra cuando este le llamase. Pero si he aprendido algo en todos los años que llevo en este trabajo es que la clase de narcisismo y megalomanía necesarios para perpetrar un homicidio, mutilar y torturar a otros seres humanos durante un periodo prolongado de tiempo implicaba que no es posible incluir a nuestros amigos los psicópatas entre las conductas normales. Yo no soy psicólogo. Simplemente he conocido a un puñado de malas personas a lo largo de mi vida. A la gente perversa no le gusta que le digan que no pueden o que no deben hacer algo que quieren hacer porque podría no ser «bueno» para ellos. Así, aunque el asesino se oliese algún montaje, acudiría a echar un vistazo al espectáculo suscitado por él mismo. Con ese tipo de gente, la cosa iba de ego.

Eden estaba fuera, ayudando a prepararse a otros agentes, pero su hermano me observaba desde la otra punta de la sala, con escaso interés en mi persona, sentado en el borde de su escritorio, cerca de la ventana. De vez en cuando yo le miraba, y cada vez que lo hacía me aborrecía a mí mismo. Eric movió adelante y atrás un cigarrillo entre el pulgar y el índice, lamiéndose los colmillos al mismo tiempo. Tiré con fuerza del cajón superior del escritorio de Doyle y removí los objetos que guardaba en él, con idea de tratar de mitigar el escozor que sentía en el entrecejo mientras me rebullía bajo la mirada fija de Eric.

Fue en ese momento cuando reparé en que en el cajón había una plancha de contrachapado forrada de melamina. Doyle había cortado la fina lámina de madera con unas medidas tan parecidas a las del fondo del cajón que casi había quedado alineada con todos sus lados. Pero al abrir el cajón con tal ímpetu, la plancha se había desplazado unos milímetros y la irregularidad había captado la atención de mi vista. Ladeé la cabeza, notando poco a poco un cosquilleo en la nuca. Aparté mis bolígrafos, lápices y folios de la parte en la que la plancha de madera tocaba la zona anterior del cajón y metí la punta de los dedos en la fina rendija.

Cogí uno de mis bolis y, con el corazón latiéndome cada vez más aprisa, introduje la punta en la rendija. La plancha de madera estaba tan bien encajada que no se levantaba. Cogí una regla e introduje una esquina en el huequito. Eric me miraba arrugando la frente. Pasé de él. Unos segundos más tarde, había levantado haciendo palanca el falso fondo del cajón superior de Doyle y había sacado a la luz las fotografías ocultas debajo.

Lo primero que me llamó la atención fue la sangre. Había sangre en muchas de aquellas imágenes. Sangre saliendo de narices, sangre cubriendo ojos, manchurrones de sangre marronácea en muñecas y en muslos. En la primera capa de fotografías aparecían tres mujeres diferentes, atadas y golpeadas, llorando. En algunas de ellas reconocí a Doyle por la foto que habían puesto en el vestíbulo en memoria suya. En una salía con la mano enrollada con saña en los mechones de la melena negra de una mujer. Levantaba un puño apretado, con los nudillos raspados, mirando a una mujer que se acurrucaba asustada en la esquina de una habitación vacía.

Sin darme cuenta, me había puesto de pie bruscamente. La lámina de melamina cayó y volvió a tapar por completo las fotografías como si nunca hubiesen existido. Me quedé mirando largo rato aquella mesa de aspecto absolutamente normal, en mitad de la oficina, casi conteniendo la respiración, sin saber muy bien qué se suponía que debía hacer.

Cuando estaba a medio camino del despacho del capitán James caí en la cuenta de que no había cogido las fotografías. Giré sobre los talones, retrocedí un par de pasos en dirección a la sala común y comprendí entonces que lo que había visto eran evidencias en potencia. El cajón, el falso fondo, las fotos contenían probablemente las huellas de Doyle y tal vez las de otras personas. Volví a dar media vuelta y me dirigí al despacho del capitán James a paso ligero. Estaba al teléfono, probablemente solicitando ayuda aérea para el golpe, y tomaba notas en un cuaderno mientras escuchaba por el auricular.

—Calle Barker —repitió a su interlocutor—. Eso he dicho.

—¿Capitán James?

Me miró arrugando las cejas antes de proseguir con las anotaciones. Yo moví la cabeza arriba y abajo para disculparme y permanecí en el umbral de la puerta hasta que él colgó el teléfono.

—Llamada telefónica, Bennett —dijo.

—Por supuesto, señor, disculpe. —Me apoyé en el marco de la puerta—. ¿Puedo robarle un minuto? Es realmente importante.

James cogió la taza de café al tiempo que rodeaba ya su mesa de despacho. Algo me dijo que muy probablemente no necesitaría ponerse más café cuando volviese de mi mesa. Vino detrás de mí, con sus andares de oso y su actitud paternal, pero ardiendo por dentro a fuego lento.

El cajón estaba cerrado. Yo lo había dejado abierto. Me detuve en seco y James rozó el talón de mi zapato con la punta del suyo.

—Perdone, señor. —Carraspeé para aclararme la voz.

—¿Cuál es el problema? —gruñó él.

Abrí rápidamente el cajón y palpé en busca de la plancha de melamina. Había desaparecido. Cuando extraje el cajón entero de la mesa y lo volqué encima del tablero solo conseguí armar un estropicio con mi material de oficina. Abrí a continuación los otros dos cajones y revolví entre mis cosas. El capitán James aguardaba a mi lado, rascándose la arrugada nuca.

—Por extraño que pueda parecer, los misterios no son lo mío —dijo.

—Había unas fotografías aquí dentro, hace unos segundos, unas fotos que pertenecían a Doyle. Eran… comprometedoras, señor, fotos de índole criminal. —No sabía qué hacer, y no quitaba los ojos del desbarajuste que había formado en mi mesa—. Yo… es que…

El capitán James me miró a la cara con sus ojos caídos de bulldog. Dejé sueltas las manos a los costados.

—Ya. —Finalmente, asintió mientras daba unos golpecitos con el dedo índice en la taza de café—. No tome más café, Bennett. Estamos a punto de iniciar una importante operación trampa y usted se preocupa por unas fotos chorras. Espabile, ¿quiere?

Mientras se alejaba, yo volví a revisar mis cajones. Hasta rebusqué entre los papeles de encima de la mesa, absurdamente convencido de que alguien había encontrado las fotografías y las había sacado de su sitio. Oí la risotada de Eric desde el balcón de los fumadores y, al levantar la vista, le vi charlando con uno de los búhos. Se volvió, apagó su cigarrillo y me sonrió con gesto burlón desde el otro lado de las puertas de vidrio.

Mi movimiento de avance hacia la puerta asustó al búho, que se retrajo hacia un rincón del balcón. El tipo se asió a la barandilla de acero cuando abrí la puerta con todas mis fuerzas y, cerrándola de un portazo, salí con ellos.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué? —Eric se sonrió.

—Las fotos —repliqué—. ¿Por qué las has cogido? ¿Qué has hecho con ellas?

—¿Pero qué es esto? Ahora hablas con acertijos, Frankie. Qué mono.

Le agarré por la pechera de la chaqueta reforzada y le empujé hacia la barandilla del balcón. El búho farfulló una excusa aterrada y se fue pitando dentro. La sonrisa de Eric no menguó. Me miraba casi como si le diera lástima. Yo notaba mi propio pulso en el cuello.

—¿Qué me iba a encontrar? —le pregunté—. ¿Es que salía tu cara en esas fotos?

—Te dije que tenías que ser más rápido, Frankie. —Su voz bajó de volumen, se tornó diferente, desconocida para mí, escalofriante—. Te dije que estabas corriendo entre lobos.

Le solté. Su sonrisa era una mueca fija. El aire de la mañana me hacía daño en los pulmones.

—¿Qué motivos tienes para querer proteger a semejante individuo?

—Me parece que su enterrador estaría de acuerdo conmigo si te dijera que nuestro común amigo Doyle no se encuentra en condiciones ya de poder gozar de mi protección.

Yo estaba a punto de estallar. Unos cuantos búhos nos miraban desde el interior de la sala común, con sus tazas de broma detenidas en sus manos petrificadas, tazas decoradas con frases como «¡Que nadie se acerque a mi megaego!» o «Sí, tengo SPM y un revólver, ¿alguna pregunta?». La sensación de derrota me escocía por dentro. Eric se alisó la chaqueta. Sabía que no iba a pegarle, allí no, y tenía mis dudas de que llegase siquiera a darle aunque se me ocurriera intentarlo. Tenía muy viva en el recuerdo la fuerza del manotazo que me había propinado en los aseos de El Sabueso. Sabía moverse rápido. Más rápido que un vejestorio como yo.

—Contente un poco, ¿vale, Frank? —Eric entró en la oficina sacudiendo la cabeza—. Estás poniendo de los nervios a todo el mundo.

 

«No puedes demostrar nada», pensaba yo mientras entraba con el coche en el aparcamiento de detrás del Liquorland de Malabar Road, a quinientos metros de la casa de los Turner. Encajé el coche como pude detrás de los otros cinco o seis vehículos del Cuerpo sin distintivos policiales y apagué las luces.

«No puedes demostrar nada».

Realmente, ¿qué pruebas tenía, si llegase a verme plantando cara a Eden y a Eric, acusándolos de encubrir la perversión de Doyle? ¿Qué pruebas tenía en esos momentos, aparte de mi propia asunción de que los dos albergaban motivos de peso para no querer que nadie se enterase de lo que Doyle hacía a esas mujeres? Tal vez Doyle había sido un monstruo. Tal vez Eric lo había descubierto. Tal vez se había interpuesto cuando yo había estado a punto de desvelar esa información al capitán de nuestra comisaría, y con ello al mundo entero inevitablemente. Podría no haber sido más que una reacción desesperada para preservar la dignidad de un difunto. Pero a lo mejor era algo más. Tal vez esas fotografías guardaban relación con la muerte de Doyle.

¿Por qué tendría interés Eric en ocultar algo que estaría relacionado con la muerte de Doyle? Fuera lo que fuera, sin esas fotografías en mi poder, no tenía nada a lo que agarrarme. De hecho, empezaba a preguntarme si de verdad las había visto.

 

Me quedé junto a mi coche en la oscuridad, lo bastante lejos para que no me oyesen los agentes de patrulla y los de operaciones especiales que se habían reunido cerca de la puerta trasera del Liquorland. No oí acercarse a Eden, cuyas botas no hicieron el más mínimo ruido al pisar la gravilla.

No saludó. Yo alcé la vista y simplemente me la encontré delante de mí, mirándome, esperando a que yo dijese algo.

«No puedes demostrar nada».

—Tú sabes distinguir lo que es importante, ¿verdad, Frank? —dijo Eden en voz baja. A lo lejos se oía el crujir de las olas al romper en la playa y por un instante tuve la sensación de que el sonido retumbaba dentro de mi pecho.

—Sé distinguir lo que es importante —respondí.

—Vamos a coger a ese asesino esta noche, ¿verdad?

—No te quepa la menor duda.

Eden sostuvo mi mirada varios segundos, sin decir nada. Entonces, dio media vuelta y volvió con el grupo de polis. El aliento que entraba y salía de mi boca formaba una nube de vaho suspendida en el aire de la noche. Eden quería que me concentrara en nuestro objetivo. ¿Cómo había sabido que mi mente estaba dispersa?

Seguí a Eden en dirección al grupo, tratando de contener la ira. La solapa con cierre de velcro de su chaqueta reforzada estaba cerrada y en la espalda se veía una sola palabra, escrita con letras blancas reflectantes: POLICÍA. Al otro lado del corro vi a Eric, que me había divisado ya a mí. Sonreía a la luz de las linternas amarillas, mientras unas sombras le bailaban por la cara, bajo sus fríos ojos azules. Se encasquetó una gorra oscura y vi que los ojos le desaparecían. Ya no podía distinguir si me estaba observando o no. Noté una sensación de oquedad en la boca del estómago y una opresión por dentro de las costillas. Eric dijo algo moviendo solo los labios y yo me sobresalté al descifrarlo.

«¿Quieres jugar a un juego?».

—Tan pronto como un coche entre por la calle, quiero que lo sigan sin perderlo de vista, con los controles que habremos puesto aquí y aquí. —El capitán James, de pie en el centro del corro, señaló un mapa que había desplegado encima del capó de uno de los coches—. Comuníquenme directamente a mí la comprobación de las matrículas. La palabra en clave para nuestro sujeto es «Descuartizador». La palabra en clave para el mando central es «Pájaro».

La cara me ardía ya a esas alturas, una sensación que empezó a extenderse por todo mi cuerpo desde el cuello como un incendio de rastrojo en la ladera de un monte. La camiseta negra de algodón se me pegaba al pecho. Bajé un poco la visera de mi gorra para taparme los ojos y eché un vistazo al mapa, pero apenas retenía nada de las indicaciones que el capitán estaba dando a cada uno de los equipos. Entre los que escuchaban a mi alrededor, sumidos en la noche, se percibía una vibración lenta, chisporroteante. Cambiaban el peso del cuerpo de un pie a otro y juntaban las palmas de las manos sin hacer ruido, al tiempo que dejaban marcas en la grava con las suelas de las botas como toros aguardando la apertura de una cancela.

Eden sacó su arma y cargó una ametralladora. A continuación, sacó del cinturón la navaja de bolsillo, la abrió y examinó la hoja a la luz titilante de las antorchas.

«Tú sabes distinguir lo que es importante, ¿verdad, Frank?».

Cerré los ojos, respiré hondo y solté el aire lentamente.

«Lo que importa ahora es atrapar al asesino antes de que acabe con más vidas inocentes —me dije—. Ese es mi trabajo. Para eso es para lo que estoy aquí. No estoy aquí para cazar fantasmas. No estoy aquí para seguir una corazonada. Estoy aquí para proteger vidas inocentes».

Abrí los ojos de golpe cuando Eden me dio con el hombro al pasar por mi lado. Fui tras ella por el lateral del Liquorland hasta la calle principal; iba como una flecha, moviéndose entre las sombras con sus tacones altos, dejando tras de sí el suave aroma que siempre la envolvía, aroma a champú e incienso, un perfume que llenó por completo mis fosas nasales. Yo intenté seguirla a su ritmo, pero cada vez que llegaba a una esquina o que se agachaba junto a un murete de piedra, yo me encontraba dos pasos por detrás. La sensación de no saber dónde estaba Eric en aquellas calles oscuras me causó un escalofrío que me recorrió la espalda de abajo arriba como una culebra. Miraba a mi alrededor y veía las siluetas de los otros agentes, pero cuando alguno de ellos salía de la oscuridad, nunca se trataba de él. Eden se colocó en su puesto, detrás de un vehículo estacionado al otro lado de la calle, en el número anterior a la residencia de los Turner. Me agazapé detrás de ella, en la oscuridad, tan pegado a ella que tenía mi mentón a la altura de su hombro. Me quedé allí en silencio durante todo un minuto, cuando me di cuenta de que tenía el auricular colgando del cuello. Sudando, me lo puse en la oreja.

—Pájaro a todas las unidades —dijo una voz desde el auricular—. Informe de situación.

—Unidad de campo Uno, preparada.

—Unidad de campo Dos, preparada.

—Unidad de campo Tres, preparada —susurró Eden. Su voz dentro de mi cabeza sonó como un elemento intrusivo que fue poco a poco adueñándose de mis pensamientos.

Las unidades colocadas en los puestos de control y la unidad aérea contactaron también. De vez en cuando podía oír el rotar amortiguado de la hélice del helicóptero. Pero, para no ahuyentar al asesino, mantenían el aparato debidamente alejado, dando vueltas por encima de la costa hasta que lo llamasen.

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