Hades

Hades


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Empezó a recoger sus cosas y yo salí tiritando de la cama, agazapado. El delicioso olor a cuerpos calientes, a sábanas en las que se acaba de dormir y a delicadas exhalaciones desapareció. Abrí la puerta de mi casa, furibundo. Eden bajó la vista a mis partes, a continuación la subió hasta el águila tatuada en mi pecho y finalmente cruzó su mirada con la mía, con cara de espanto.

—Frank.

—Esto te pasa por presentarte en mi casa a estas horas.

—Tápate y al coche. —Sacudió la cabeza y empezó a irse, y mientras bajaba las escaleras yo me reí y moví las caderas adelante y atrás para que todo se meneara.

—Mírame bien —le dije—. ¡No tendrás otra oportunidad!

Aún estaba riéndome cuando Eden se cruzó en el rellano de abajo con mi vecina, una señora mayor. La mujer se había detenido al lado de la escalera con la cesta de la colada en los brazos y me miraba desde abajo. Me cubrí y me metí en casa.

 

Los nueve cuerpos estaban dispuestos en dos hileras de camillas en el depósito de cadáveres del Hospital del Distrito de Parramatta, cada uno con su tablilla con los detalles de la autopsia. A algunos habían vuelto a ensamblarlos. Otros se encontraban en posición fetal, como los habían colocado para que cupieran en las cajas; en la fase inicial de las investigaciones los patólogos y los forenses eran reacios a estirarles las extremidades. Me paseé entre las camillas de ruedas y fui mirando cada cadáver. Eran cuatro mujeres y cinco hombres. La mujer más joven era la chica que habíamos encontrado en la primera caja que abrimos, mientras que el chico más joven era un chaval que parecía tener unos quince años.

Me detuve junto al cadáver del chico. Aunque tenía la cara pegada a las rodillas, entre la penumbra de sus propias extremidades distinguí que tenía los ojos cerrados. La descomposición de los tejidos hacía que los cabellos se le hubieran caído casi del todo. El olor que emanaba de él resultaba antinatural por su intensidad, ya que al fuerte hedor a carne en estado de putrefacción se añadía el de sustancias químicas tóxicas. Me quedé mirando sus puños cerrados. Eden se puso a mi lado y aparté la vista. Me sentía extrañamente avergonzado.

—Empezamos con los cadáveres que presentaban menor grado de descomposición —explicó el patólogo, un asiático larguirucho—. En total son veinte. Calculamos que alrededor de la mitad tendrán que ser identificados mediante registro dental. Estos son los únicos que conservan la cara.

Se me revolvieron las tripas. Eden estaba mirando fríamente el cadáver de un hombre, en la camilla de al lado.

—La causa de los fallecimientos es igual en todos los casos, lo cual les facilita a ustedes el trabajo —anunció con agrado el patólogo, y señaló mi nariz con su estilográfica—. A todos estos cuerpos se les sacó la sangre. Cada uno fue sometido a una incisión quirúrgica, que no les cerraron.

—¿Una incisión quirúrgica? —Eden arrugó la frente—. Póngame un ejemplo.

—A este le falta el corazón. —Se volvió y señaló otro de los cuerpos—. A esa mujer le extirparon los pulmones. A la chica de la puerta le quitaron los dos riñones.

—Qué barbaridad. —Me estremecí—. ¿Un psicópata anda por ahí afanando órganos?

—Esto no es obra de un psicópata en el sentido tradicional. La persona a la que andan buscando es un negociante frío y calculador. —El patólogo levantó la sábana que cubría el cadáver de la última camilla de la hilera y contemplé la cavidad sin una gota de sangre del torso de una joven, del que habían extraído alguno de los órganos. El patólogo señaló el interior con la punta de la estilográfica, como si fuese un mapa y él un explorador señalando el borde.

—Estas incisiones son limpias, se han hecho eligiendo meticulosamente el lugar, y los órganos han sido extirpados con un cuidado máximo, siguiendo la forma prescrita para trasplantes directos. Todas las víctimas presentaban sustancias sedantes en el organismo. El sujeto lleva tiempo haciendo esto. Sabe hacerlo… y tiene experiencia.

Eden tenía la uña del pulgar entre los dientes. Miró el techo y soltó el aire de los pulmones, como agradeciendo tener pulmones.

—Un ladrón de órganos —dijo en voz baja, abatida—. Esta es nueva.

 

7

 

Martina Ducote se había despertado infinidad de veces con la sensación de no saber dónde estaba, una sensación extrañamente emocionante. Un instante antes de abrir los ojos saboreaba el recuerdo de la noche de marcha en la ciudad y se preguntaba con temor al lado de quién estaría tumbada. Pero esta vez fue diferente. El instante antes de abrir los ojos solo sintió dolor físico. Y cuando se retorció para tratar de ver dónde se encontraba, no notó la blandura de un colchón desconocido, sino acero frío y olor a herrumbre.

Abrió los ojos.

La droga que le habían echado en la copa, en el bar de vinos de la calle Oxford, había mermado su percepción de las distancias, por lo que al estirar un brazo para tocar los barrotes de alrededor, se golpeó torpemente los nudillos contra ellos. Llevaba puesto aún el vestidito negro de salir, pero tenía unas señales oscuras en las muñecas, como extrañas pulseras, y un labio partido como si le hubiesen dado un puñetazo en la boca. Los pendientes le habían desaparecido, y el reloj también.

Rodó para ponerse de rodillas y se apoyó en la puerta de la jaula, tratando de no pensar en las náuseas que sentía.

Pero no dio resultado y Martina vomitó directamente en el suelo de la jaula, al lado del cuenco de agua.

—Socorro —dijo con voz ronca, una voz apenas audible incluso para ella misma—. Socorro.

 

La necesidad que tenemos en común las distintas unidades de policía es la comida. Si uno pretende no bajar la guardia y mantener siempre esa tensión contenida que exige un trabajo en el que constantemente estás expuesto al peligro, hay que impedir que descienda el aporte de calorías a tu cuerpo. En el caso de los investigadores de homicidios, la comida compensa el gasto energético de la angustia que generan los casos, el desconcierto derivado de la evolución de los acontecimientos y los horrores que se ven en los lugares de los hechos. Y el estrés por las cosas pequeñas. Eden se sentó en una silla de la sala de reuniones, dejó el café con hielo al alcance del brazo y abrió el envoltorio del rollito de beicon y huevo que se había comprado para desayunar. Sacó del cinturón la navaja automática, cortó el rollito por la mitad y lamió la hoja por ambos lados. Eliminé la cobertura de la tarta que iba a desayunar y me puse a observar con mucha atención las fotografías de las autopsias, delante de mí. Aunque comprendía la necesidad de comer algo con grasa, después lo habría lamentado. No como Eden, que por su físico parecía que solo entraban por su boca batidos de proteínas y tortitas de arroz. Me pregunté si se machacaba en el gimnasio. Tenía unas manos fuertes, con las venas marcadas. Manos de luchadora.

Leímos en silencio los diez informes de autopsia. Eden apoyó las botas en la mesa. Leía el doble de rápido que yo. Un par de veces la llamaron periodistas conocidos suyos, pero no respondió. Delante de la comisaría habíamos visto a más periodistas rondando, fumando, tirando al jardín las colillas mientras nos aguardaban.

Después de comer un poco me sentí mejor. Cuando terminé de leer el último informe, lamiéndome los restos del relleno de las yemas de los dedos, Eden estaba observándome. Telefoneé a la oficina del forense para confirmar que estuviesen rastreando los números de serie de la caja de herramientas. Las grabaciones del circuito cerrado del puerto deportivo no sirvieron para nada. Como dijo el yonqui, el tipo se había tapado bastante bien, y el barco había sido alquilado el día anterior utilizando un permiso falso. Habíamos mandado examinar las imágenes para saber la altura y el peso del sujeto, y al dependiente de la empresa de alquiler de embarcaciones estaban pidiéndole detalles para elaborar el retrato robot.

—Bueno, pues lo que tenemos que preguntarnos es si pensamos que este tío está quitándoles trocitos a sus víctimas como parte de un ritual psicótico o como parte de una operación de trasplantes organizada.

—Es muy meticuloso —murmuró Eden—. Muy cuidadoso. Ninguna de las víctimas presenta señales de malos tratos continuados. No es violento. No va a más. No encaja con el perfil de un psicópata. Yo digo que son trasplantes.

—¿A quién? —Moví la cabeza en gesto negativo—. Tendría que contar con receptores dispuestos a colaborar.

—Las listas de espera de donaciones en este país están a tope. Tiene que haber un montón de gente dispuesta a pagar un buen precio a cambio de un riñón para salir de la lista, si se lo ofrecen. Para ellos, para sus hijos…

Bajé la vista a las migas de hojaldre de mi tarta. Era como si estuviésemos debatiendo sobre una pesadilla, sobre algo absurdo, irreal.

—Vamos, anda ya —me mofé yo—. No me digas que un ciudadano de a pie haría algo así. No me digas que cualquier hijo de vecino estaría dispuesto a pagar por el riñón de una víctima de asesinato.

—Es que no me refiero a cualquier hijo de vecino. Me refiero a personas con pasta que están desesperadas. ¿Quién te dice a ti que conocen la procedencia del órgano que están comprando? Y, aunque lo supieran, uno es capaz de convencerse de lo que sea si lo piensa bien. Quién merece vivir y quién no es un dilema tan viejo como el hombre, y para el que no existe una verdadera respuesta.

En ese momento algo pareció titilar dentro de ella, una idea que quisiera abrirse paso dentro de su mente y darse a conocer. Eden sacudió la cabeza como para quitársela de encima.

—A ver, Frank…, tú mismo has comprado droga en la calle sin tener la más remota idea de quiénes padecieron o murieron para producirla. Causamos dolor y sufrimiento y muerte en países de todo el planeta simplemente porque estamos enganchados a determinado estilo de vida. A esas personas nunca las vemos, ni las conocemos ni oímos hablar de ellas. Ignoramos lo que nos resulta incómodo. Va en nuestra naturaleza.

Sentí una oleada de frío. Me gustó su manera de referirse a mi historial. Una manera muy fina. Fea, pero fina. Era su forma de decirme que Eric la había puesto al corriente. De todo. Continuó leyendo como si no hubiese dicho nada.

—Total, que contacta con gente de la lista —dije, pensando en voz alta—. Gente con pasta. ¿Cómo selecciona a las víctimas? ¿Cómo sabe que son compatibles?

—Tendremos que consultar con médicos especialistas. —Eden destapó con un clic una estilográfica de acero inoxidable y anotó algo—. Ver qué personas tienen acceso a la lista de espera de donaciones, averiguar lo larga que es, qué tipo de trasplantes se han realizado en este caso y qué clase de formación habría necesitado. Solo son conjeturas, pero tuvo que encontrar víctimas con tejidos y grupo sanguíneo compatibles. Tuvo que conseguir el acceso a los historiales médicos de sus víctimas para asegurarse de que no padeciesen ninguna dolencia. Además, tuvo que saber que los receptores potenciales era gente con pasta. Tuvo que conocer su situación económica.

—Este tío tiene un montón de información privada al alcance de los dedos. Eso me dice que ha ejercido como médico o como cirujano de trasplantes o que tiene a alguien dentro del sistema sanitario que le proporciona información confidencial sobre pacientes.

Eden asintió y dio un sorbo de su café con hielo. La condensación de la cara exterior de la botella de plástico le humedeció las yemas de los dedos.

—Los receptores de los órganos no van a querer dar muchos detalles —añadí—. Sería como poner la cabeza para que se la cortaran. ¿De qué dirías tú que se les podría acusar? ¿De conspiración en asesinato? Como mínimo, de aceptar mercancía robada.

Eden sonrió. Y yo noté que mi sonrisa desaparecía de golpe cuando Eric entró en la sala. Llevaba puestas unas gafas de aviador doradas para ocultar sus ojos de resaca. No se había abotonado el cuello de la camisa negra, lo que permitía atisbar un tatuaje recargado en la clavícula. Y llevaba ladeada la pistolera del hombro. Parecía un modelo de una revista para hombres al que alguien hubiese disfrazado de poli para gastar una broma.

—Buenas, camaradas —saludó, sonriendo, y añadió haciendo un leve gesto con la cabeza hacia mí—: Frankie.

Noté que crecía dentro de mí un deseo de violencia. Solté el aire lentamente entre los dientes. Yo quería que Eden confiase en mí, como colega y como hombre. Era una mujer extraña, pero me caía bien. Eric venía a ser el punto negro que cabía esperar cuando una mujer peligrosamente bella y oscuramente misteriosa aparece directamente en tus brazos. Podía manejarlo. Era un mamón. Un mamón con información sobre mi pasado. Pero me las había visto con suficientes mamones a lo largo de mi vida.

—¿Podemos ayudarte en algo? —pregunté—. Estamos bastante ocupados por aquí.

—No dispares, vaquero. Vengo con unos regalitos.

Eric soltó encima de la mesa una bolsa de plástico de las que usábamos para guardar pruebas.

—¿Qué sería de vosotros sin mí? —Sonrió empalagosamente en dirección a Eden, y ella puso los ojos en blanco.

Acerqué la bolsa precintada, de modo que el objeto que contenía quedó en una de las esquinas. Era una pulsera de oro, cubierta de suciedad y herrumbre. La toqué con los dedos a través del plástico.

—La encontramos dentro de la caja en la que estaba la chica.

Era una pulsera de las que llevan un nombre grabado, con una pequeña gema rosa incrustada. Eden se inclinó hacia delante para ver el nombre grabado en la placa de oro.

—Monica —dijo.

 

Nuestro equipo había sabido que la jovencita de la caja era la niña del barrio de Maroubra que llevaba horas desaparecida. Se podía ver por la forma de su cara y por sus extremidades, al compararlas con fotografías de la niña desaparecida, a pesar de que el aspecto de las personas varía de un modo radical una vez muertas y en cierto grado de descomposición. Pero a los padres no podíamos darles una respuesta concluyente hasta que hubiésemos recibido los resultados del registro dental y del ADN. Por muy seguros que estemos de que el cadáver hallado pertenece a una persona desaparecida, jamás se informa a los familiares hasta estar en posesión de las pruebas científicas. Da igual que tengan los mismos tatuajes, las mismas marcas de nacimiento o los mismos malditos muñones. No se le comunica a la familia hasta tener el ADN. Recuerdo a mi primer jefe de Homicidios machacándome con eso, en su despacho, yo con mi flamante uniforme y con mis zapatos tan relucientes que cegaban. Acabé preguntándome si su pasión por el tema obedecía a que tal vez había aprendido la lección a las bravas.

Justo a la vez que el informe de ADN, recibimos la noticia de que en el parte de su desaparición se mencionaba con todo detalle aquella pulsera. Pero ni aun entonces habría sido suficiente para dar una respuesta a los padres. Cuando, hacia las once de la mañana, salimos de comisaría para ir a verlos, llevaban esperando veinte horas aproximadamente para averiguar si su hija seguía con vida. En el coche, camino de Maroubra, me recliné en el asiento para contemplar el aeropuerto entre túneles de luces de color naranja; los rascacielos formaban una silueta negra contra el fondo de nubarrones de tormenta. Por la radio se oyó Short Skirt, Long Jacket, de Cake. Eden se puso a tararearla para sí. Me sorprendió.

—¿Qué le pasó a Doyle? —pregunté.

Eden me taladró con la mirada. Cuando volvió a dirigir la vista hacia la carretera, un border collie nos miraba sonriente desde la parte posterior de una camioneta ranchera. Eden miró de hito en hito al perro como si su presencia la hubiese confundido.

—Doyle se llevó una bala en plena cara —dijo, exhalando—. Así de simple. Estábamos persiguiendo a un camello que pensábamos que iba desarmado. Pedimos refuerzos, pero no llegaron a tiempo. El tío nos esperaba detrás de una esquina. Doyle corría más rápido que yo. Iba delante. Y se llevó el tiro justo entre las cejas.

—¿Viste al que disparó?

—Hice un retrato robot. Pero no sacamos nada.

—¿Y la bala?

—Punta hueca. Imposible rastrearla.

—Tengo entendido que acabaste salpicada de sangre de arriba abajo.

—¿Y dónde has oído eso?

—No sé. —Me encogí de hombros—. ¿En el informe policial?

Había birlado el expediente esa mañana y había ojeado varias fotos de Eden, de pie, junto a la ambulancia, cubierta de sangre y sesos de su antiguo compañero. Con el pelo por la cara. Una mano en la sien y enseñando los dientes. No era un gesto de abatimiento. Era un gesto de ira. De decepción. Casi como si hubiese deseado que las cosas hubiesen sido de otra manera, de un modo más digno.

El labio de Eden se curvó en una mueca de repulsión. Yo me encogí de hombros.

—¿Qué? ¿Es que Eric es el único que tiene permiso para meter las narices en viejos informes por interés personal?

—Hubiese preferido que dirigieras tu interés personal a otra parte. Yo me encontraba justo detrás de él —dijo—. Vi cómo le disparaba.

Dejé que pasara un rato.

Entramos en los Eastern Suburbs, el distrito sureste de Sídney, con sus colinas tapizadas de una tupida alfombra de casuchas de madera, terrazas de ladrillo, torres de pisos y mansiones con cristaleras, sucediéndose unas a otras hasta el mar. En las esquinas de las calles había grupitos de bronceados surferos con el torso desnudo. Por todas partes veíamos tatuajes tribales y párrafos tatuados con filigrana, así como una patente ausencia de cualquier raza excepto la blanca. Conocía bien esta zona; de chaval era muy alborotador y me había emborrachado y quedado dormido en las playas de este distrito infinidad de veces. Era un lugar peligroso para libaneses y coreanos, aunque en las playas más grandes, como las de Bondi, estaban a salvo. Existía un código no escrito sobre qué rostros podían pasearse por los caminos flanqueados por arbustos, estar en el agua, en la arena o en los bares de copas. De hecho, podían estar en cualquier sitio menos tras el mostrador de la tienda de chuches y prensa. En Maroubra, siempre que cumpliesen con los criterios étnicos, hasta los extraños podían coger la tabla y dirigirse a la punta de arena más meridional (nunca a la playa principal, donde entorpecerían a los surferos más experimentados). Y eran bien recibidos hasta las diez en el Seals y hasta las once en el hotel principal. Maroubra tenía sus familias de toda la vida, cuyos miembros nacían allí y allí se criaban. Todos los demás eran considerados invitados, y los invitados o se portan bien o se les echa sin miramientos.

Me apoyé en la ventanilla mientras el coche iba recorriendo las colinas, subiendo, bajando, al borde de los acantilados. Empezaron a caer gotas de lluvia en el vidrio del parabrisas. Los surferos de la calle ni se inmutaron. En el agua distinguí varios más, que se balanceaban sobre las olas como troncos de madera a la deriva.

—Debió de ser duro —comenté—. Doyle y tú llevabais tres años trabajando juntos.

Eden puso la mueca de una sonrisa, sin ninguna alegría.

—Ver a cualquiera recibir un tiro en toda la cara no puede ser otra cosa que duro, Frank.

 

 

Hades no se enteró de cómo se inventaron los niños sus nuevos nombres. Simplemente, una mañana empezaron a llamarse uno a otro así, y él los imitó de la manera más natural. Desde el instante en que Eric recobró el conocimiento, Hades notó una distancia respecto de la niña. Aunque durante aquellos primeros días no se había sentido cercano a ella, Eric y la pequeña establecieron una relación a todas luces excluyente y extrañamente íntima. Se comunicaban mediante gestos y miradas. De vez en cuando, Hades les oía susurrar en plena noche cuando tenían que estar durmiendo, en la habitación camuflada, pero nunca llegó a distinguir de qué hablaban.

La decisión de quedarse con los críos no se produjo como tal realmente. Al principio, mientras no estuvo seguro de si el niño sobreviviría, prefirió posponer la cuestión ardua y dolorosa de qué era lo mejor para ellos, y para él. Después, volvió a postergarla hasta estar seguro de que definitivamente saldría adelante. Sin darse cuenta, habían pasado tres semanas y tenía en cuenta a los niños al hacer el pedido de la compra al supermercado. Cada vez que durante sus quehaceres diarios se le colaban en la mente pensamientos sobre cómo iba a criarlos, dónde los iba a tener o qué absurdo sería continuar con sus negocios nocturnos mientras ejercía de padre, simplemente se sacudía de encima aquellos pensamientos y se dedicaba a otra cosa. Era fácil. Los niños estaban siempre allí. Enredando entre sus piernas o acurrucados con él en su silla o tratando de contarle historias a su manera: sin pies ni cabeza, divagando, con los ojos muy abiertos. El primer mes pasó volando y poco a poco fue estableciéndose una rutina.

Los niños demostraron ser dos personas diferentes entre sí prácticamente desde el primer momento. Eden era una cría callada y enigmática. Guardaba secretos que Hades no podía entender que guardase, como dónde se había pasado horas y horas, aun cuando simplemente hubiese estado en la nave de clasificación ayudando a doblar ropa o en la cancela viendo llegar a los trabajadores de la mañana. Canturreaba para sí. Hacía todo lo que Eric le pedía, y dejaba lo que estuviera haciendo para seguirle afuera, a las montañas de basura. Pero tenía iniciativa propia, a pesar de su obediencia a su hermano. Cuando Hades se iba a su cobertizo, ella le seguía, acobardada, extrañamente temerosa de no ser bienvenida en su taller. Y se quedaba mirándole durante horas mientras él bosquejaba y creaba sus esculturas y experimentaba con ellas.

Una mañana se la encontró a solas allí, copiando uno de sus bocetos. Hades se había acercado sigilosamente por detrás y contempló fascinando la asombrosa habilidad con que trazaba las líneas del dragón de hierro, sin titubear, sin necesitar borrar nada. Cuando hubo copiado el diseño tal como lo había dibujado él, comenzó a añadirle y a cambiarle cosas, eliminando los contornos más bastos o torpes del plan original de Hades y agregando detalles que él no había tenido en cuenta. Al descubrirle mirando, había roto a llorar, como si de alguna manera hubiese pensado que se había metido en un lío.

Rara vez dejaba que la rodease con los brazos. Cuando ese día él la abrazó, la niña le confesó con gran pesar que siempre había querido ayudarle a construir aquellos animales de material de desecho. Y cuando él le preguntó por qué no se lo había dicho antes, ella no supo qué responder.

Si el asesinato de sus padres había convertido a Eden en una niña reservada y la había dejado tocada de por vida, en Eric había despertado un lado salvaje. El crío era todo lo contrario de ella. Eric se paseaba por el vertedero desde que salía el sol hasta que se ponía, jugando a juegos imaginarios, hablando a voces consigo mismo, librando guerras de hombre a hombre con los operarios. Planeaba complejas artimañas para fastidiar al personal, como espiarlos y llevar un registro de vigilancia, organizar trampas, hacer que se pelearan entre sí hasta que pasaban a las manos mientras él observaba la gresca muerto de risa. Recogía tesoros de la basura y los enterraba en lugares secretos: cajitas con piezas de maquinaria, joyas, cuadernos y mapas. Era extrovertido y curioso. Todo lo preguntaba. Regresaba a la casa a la caída de la tarde, con el pelo revuelto y los ojos asilvestrados, hambriento y parco en palabras. Pero cuando Hades ponía la radio en la cocina por las mañanas, Eric jugaba a que tocaba la guitarra y cantaba a grito pelado, haciendo gala de una memoria increíble para las letras de las canciones.

Por las noches Hades leía a los niños en el diminuto saloncito, hundido en el sofá con un niño a cada lado y un vaso de whisky apoyado en el regazo. No se le ocurría otra manera de educarlos. Les leía desde Dickens a Wordsworth, James y Haggard. Al ver que Eric daba muestras de interés, pasó a leerles El perfume  de Patrick Süskind y los tenebrosos relatos de Poe. A Eden le leía todo lo que quería de Shakespeare, que la niña adoraba y Eric aborrecía.

Cada vez que Hades debía enfrentarse a una decisión relacionada con la educación de los niños (cómo responder sus preguntas acerca del mundo, explicarles sus miedos para disiparlos, cómo encaminarlos para que supieran tomar decisiones en la vida simple que llevaban donde todo era o blanco o negro), se dio cuenta de que se guiaba más por lo experimental y la suerte que por su propia experiencia personal. De sus padres solo recordaba el resplandor del incendio que acabó con ellos; era muy pequeño cuando desaparecieron de su mundo todavía en expansión, llevándose consigo su ternura y su amor incondicional. Después, había estado la calle, ya no sabía ni cuánto tiempo hacía, y en ella había vivido como un animal, sin ninguna necesidad de cosas como la ecuanimidad o el respeto. Hades solo había salido adelante en la calle a base de demostrar su talento natural para la brutalidad. Un hombre había pagado con la vida para que él pudiese sustituirle al cuidado de uno de los personajes más perversos de Sídney. No, no había nada en el pasado de Hades que pudiese utilizar como modelo para una infancia sana. El respeto lo aprendió inculcándolo a puñetazos en el prójimo, y la ecuanimidad fue algo que rara vez presenció, era como una hermosa figura borrosa que se alejaba de él y se perdía entre las tinieblas. Estaba seguro de que un par de personas le habían amado a lo largo de los años, pero nunca de un modo paternal y nunca con la vulnerabilidad de un niño. Ni siquiera estaba seguro de saber detectar amor en otra persona, y menos aún de saber demostrarlo él mismo. En su fuero interno, se sentía inseguro. Era como si no hubiese reglas, y eso era algo que a Hades no le gustaba en absoluto.

 

La primera vez que los niños mataron tenían ocho y diez años, respectivamente.

Eden y Eric se habían hecho una vida en el vertedero, una vida sin complicaciones, agradable, a ojos de Hades, el tipo de vida que los niños que han sufrido una tragedia necesitan para recomponer su corazón. Los dejaba campar a sus anchas, que exploraran, jugaran, soñaran y se pasaran el día dando rienda suelta a su imaginación. Por las noches les explicaba lecciones, guiándose por el interés de Eden en la literatura clásica y en la historia de Europa y la pasión de Eric por la ciencia y la guerra. Hades no se arriesgaba a mandarlos a un colegio. Había encargado partidas de nacimiento falsas, documentación médica y demás, todo lo necesario para demostrar su legitimidad, pero en el fondo temía que algún día alguien los reconociese por las noticias publicadas en los periódicos o por los reportajes de la tele o por los carteles de personas desaparecidas que habían proliferado a raíz del asesinato de sus padres. En el fondo temía que algún día desapareciesen de repente de su vida tan súbitamente como habían llegado. Aunque seguían acudiendo a su puerta canallas de toda ralea a pedirle ayuda, esos pequeños le daban motivos para creer que no todo en su vida estaba dedicado al mal.

Al principio Hades había seguido religiosamente las informaciones que iban apareciendo, para intentar comprender cómo había podido producirse una cagada tan colosal. Pero solo podía ver las noticias cuando los críos estaban en la cama y tenía la certeza de que se habían dormido.

Por lo que pudo deducir, el padre había sido un tipo tranquilo, un hombre alto y desgarbado que había descubierto un modo de aislar un gen que aumentaba las probabilidades de tener cáncer de piel, y la comunidad científica estaba revolucionada con el hallazgo. La madre era una especie de artista de reconocido prestigio, una creativa que tocaba infinidad de palos y que publicaba esporádicamente una columna feminista llena de frases rotundas. Era una morena glamurosa que en las fotos aparecía con la brillante melena negra recogida con ayuda de un pincel, con los dedos, largos y finos, llenos de arcilla medio seca, una mujer que estaba siempre riendo y hablando y que cuando conversaba siempre tocaba a la gente en el hombro.

Las informaciones iban siempre acompañadas de un montón de imágenes de la enorme casa del lago, de las ventanas rotas y los forenses con sus monos blancos, haciendo fotos, andando de puntillas entre el caos. Había imágenes de una verja donde la gente había depositado flores y ositos de peluche y mensajes de venganza contra los asesinos garabateados con ira. Las informaciones de los periodistas equiparaban a los niños Tenor con tres hermanos, los Beaumont, que habían desaparecido en una playa cerca de Adelaida en los años 60, y en cuestión de unos días pareció que todo el mundo daba por hecho que habían muerto. Los artículos de opinión en la prensa pedían que los secuestradores ardieran en el infierno y sufrieran toda clase de terribles castigos. Gran parte de aquella ira y aquel dolor de los primeros momentos tras la desaparición de los niños no dejaba dormir tranquilo a Hades, atormentado por la culpa. Pero durante la búsqueda de los asesinos de la familia Tenor, en los medios de comunicación no se mencionó a un solo familiar de los niños. Y poco a poco, sin embargo, el interés por el caso decayó. Hades se consolaba mirando a los niños dormidos, asomado a la puerta de su cuarto, ajenos a la oleada de odio que habían suscitado en el mundo.

De vez en cuando los niños retozaban y se peleaban en el cuartito que había construido en la parte trasera de la casa, que utilizaban de dormitorio. Pero eran cosas sin importancia. Nada que ver con la noche en que descubrió su secreto. Hades estaba leyendo un periódico en la mesa de la cocina, sin hacer caso de los sonidos que indicaban que los niños se dedicaban a saltar de una cama a otra. Cuando Eden empezó a gritar, Hades levantó la vista de la página impresa. Se quitó las gafas de lectura, se puso de pie y avanzó silenciosamente por el pasillo.

—¡No, Eric, no! ¡No me gusta! ¡No, no, no!

Hades abrió la puerta. Eden estaba saltando de una cama a la otra para escapar de Eric. Aterrizó encima de la almohada y vio a Hades. Su sonrisa desapareció. Al instante se hizo el silencio en la habitación. Eric metió las manos debajo del trasero y escrutó el semblante de Hades con una expresión fría y calculadora de depredador.

—¿Qué está pasando aquí?

—Nada. —Eric sonrió—. Nada. Perdónanos. Solo estábamos divirtiéndonos un poco. Lo sentimos, ¿verdad, Eden?

—Sí. —Movió la cabeza en gesto afirmativo.

Eric se llenó de aire los pulmones y lo soltó de golpe. Hades dirigió la mirada con precaución hacia Eden. Tenía las mejillas coloradas. Hades volvió a mirar a Eric.

—¿Qué escondes?

—¿Qué? Nada. —Eric sacudió la cabeza—. No estoy escondiendo nada.

—¿Qué tienes ahí? —Hades señaló las manos de Eric con gesto ceñudo. El niño cambió de postura, con cierta tensión, para poder sacar las manos de debajo del trasero y agitarlas con cara de inocencia. Eden le miraba con los ojos desorbitados.

Hades sintió una punzada en el corazón. Estaba enojado y, aun así, herido. Los niños conocían el mal que ocultaba debajo de las capas de basura, en el vertedero. La curiosidad de Eric le había llevado a desentrañar su funcionamiento, a comprender cómo el lixiviado ácido producido por la descomposición de la basura a lo largo de los años, alimentado, sintetizado y recogido por el original sistema de capas y canales creado por Hades, disolvía los cuerpos enterrados allí debajo. Los niños sabían que a ellos les había esperado ese destino. Y sabían que Hades no había podido hacerlo. Por tanto, no había motivos para querer ocultarle nada. ¿No les había demostrado que podían fiarse de él?

—Eric, no quiero que me ocultes nada —dijo Hades, y suspiró—. No quiero que ninguno de los dos me ocultéis nada. Te estoy pidiendo que me enseñes lo que tienes ahí. Si es algo que no deberías tener, te castigaré. Pero si sigues mintiéndome, no podré confiar más en ti. Enséñame lo que tienes, niño.

Eric se lo pensó en silencio. Miró a Eden en busca de confirmación. Hades se mordió la lengua. En su opinión, no había nada que pensarse. Por un instante le dio la impresión de que Eric estuviese sopesando las dos opciones: que Hades dejase de confiar en él o que le castigase, como si estuviese calibrando cuál merecía más la pena.

Al final, el niño sacó un objeto de debajo de su cuerpo y lo depositó en la palma de la mano de Hades. Este observó atentamente aquel objeto, cogiéndolo con los dedos. Parecía la cola de un animal.

—¿Qué es esto?

—Una cola de gato. Estaba intentando tocar a Eden con ella. Por eso chillaba.

—¿Y de dónde la has sacado?

—Perdón, Hades. —Eric intentó poner cara de lo que debía de creer que era un gesto de remordimiento, pero lo único que consiguió fue arrugar la frente burlonamente—. Los dos te pedimos perdón.

Otra vez esa palabra. Perdón. Era un expresión estudiada. Creían que con decirla arreglaban las cosas, pero desconocían por completo su significado. Eric se rascó la frente, disimulando así su mirada glacial.

—¿De dónde la has sacado?

—Me la encontré.

—De eso nada.

Eric se retorció las manos y miró a Eden en busca de apoyo. Ella permaneció en silencio. En la habitación se respiraba una tensión helada.

—Eden y yo encontramos un patito —explicó Eric, resignado—. Lo había atacado uno de los gatos. Estaba muriéndose. Los padres del patito estaban allí y graznaban como si… Era como si gritasen. Eden estaba llorando. Como hay tanta carne entre la basura, hay un montón de gatos. Son todos como fieras y son todos unos bichos inmundos. Así que yo… —Carraspeó—. Eden estaba llorando un montón, ¿vale?, así que yo…

Hades esperó. No hubo más explicación.

—¿Por qué te quedaste con esto? —le preguntó, sosteniendo la cola en la palma de la mano.

Eric se mordió las uñas.

—No sufrió —intervino Eden.

—Tú calla, Eden —le espetó Hades. La niña dio un respingo. Eric clavó la mirada en la alfombra, como si allí estuviesen escondidas las respuestas.

—¿Es esta la única vez que has hecho esto? —le preguntó Hades al niño. Eric no movía ni un pelo. Hades se acercó a la cama, le empujó a un lado y se agachó para buscar a tientas debajo de la cama, donde sabía que Eric guardaba una de sus cajas de tesoros. La sacó y abrió la tapa con rabia. Los niños contemplaron a Hades mientras este volcaba la caja para que cayera la pelota de colas de gato al suelo, que a continuación se desenroscaron como si fuesen gusanos peludos, de todos los colores imaginables: negras, leoninas, castañas, blancas. Había dieciocho en total.

Eden rompió a llorar.

 

8

 

De acuerdo con la declaración de los padres recogida en el informe de desaparecidos, Courtney Turner, de once años, había desaparecido mientras volvía a pie desde la casa de una amiga, donde se había quedado a dormir. Courtney había salido de la vivienda, en la calle Oberon, a las siete de la mañana, había cruzado el cementerio Randwick de Malabar Road y había desaparecido en algún punto entre Elphinstone Road y su casa, en Jacaranda Place. Nadie vio nada. Yo conocía la zona. Detrás del cementerio había un pequeño entramado de calles con árboles, muy tranquilas, en leves pendientes, con algunas callejas en sombra y muchos bloques bajos de pisos de protección oficial. Cerca de allí estaba la Endeavour House, un instalación militar llena de muchachos del Ejército de Mar y de Tierra.

A las ocho de la mañana del día en que desapareció, los padres de Courtney habían telefoneado a casa de la amiga. A las ocho y media habían salido a buscarla con el coche. A las diez se habían presentado en la comisaría de Maroubra y habían pasado una hora en la sala de espera entre familiares de drogadictos y adolescentes borrachos. Les dijeron que se fueran. Que era demasiado pronto para notificar la desaparición. A medianoche se habían sentado con un contrito agente Alan Marickson para hacer el informe con pelos y señales. Courtney llevaba ya horas desaparecida y se había enterado todo el mundo. Adiós, pequeña, adiós.

Cuando Eden y yo nos presentamos en casa de los Turner, habían transcurrido dos semanas desde la desaparición de Courtney. Hasta ese momento, el caso había sido competencia del departamento de Desaparecidos. Por las conversaciones que había mantenido esa mañana con ellos, me dio la impresión de que a la semana habían tratado de pasarle el caso a Homicidios, pero, debido a la falta de pruebas, se lo habían devuelto sin más. Y los jefazos no eran muy partidarios de dar a entender que podría haber un asesino de niños rondando por sus coquetos barrios residenciales de la costa, ya que los medios de comunicación armarían un revuelo de aúpa. Al parecer, últimamente los de Desaparecidos habían estado quejándose de no dar abasto, y nadie los había tomado en serio. El hallazgo de los cadáveres en la bahía Watson parecía justificar su preocupación sobre un incremento notable de la carga de trabajo en su departamento.

La madre de Courtney reconoció claramente a Eden por las imágenes emitidas en los telediarios en relación con los cadáveres hallados en las cajas. Le flaquearon las rodillas y yo la cogí antes de que se desplomase en el suelo del porche. Oí que su marido decía algo desde la cocina.

Las voces cesaron rápidamente y se instaló el aturdimiento. Los cuatro tomamos asiento alrededor de una mesa con tablero de cristal, en el estiloso comedor de los Turner, en medio de un silencio abrasador. La madre de Courtney, con los ojos hinchados, se sentó al lado de Eden y se quedó mirando su reflejo en la puerta del microondas. El padre se mordió los nudillos.

Yo me había visto en esa misma situación varias veces ya, y solía ser así. Los padres gritaban, negaban el hecho y lanzaban algo por los aires. Sollozaban, rotos de dolor, y se echaban mutuamente la culpa. Al cabo de un rato, se daban cuenta de la incómoda presencia de los agentes de Policía y se invitaba a todos los presentes a tomar asiento. A continuación, los padres se cerraban como ostras.

Eden estaba tomando apuntes en silencio en su libreta. Parecía estar trazando el argumento de una novela. Yo miré la cocina, a mi alrededor, y me entretuve contando los azulejos morados de encima de la pila.

La madre de Courtney era una mujer rubia, menuda y delgada. Su marido era todo lo contrario: un hombre enorme, pelirrojo, como un vikingo de tebeo. La angustia por la hija pesaba en el ambiente. Había fotos enmarcadas de la niña por todas partes. Encima del banco de la cocina habían dejado un mazo de carteles con su cara impresa. Me resultaba imposible establecer una correlación entre esa preciosa treceañera sonriente de los pósters de niña desaparecida y el cadáver de ojos hundidos que había visto solo unas horas antes en el depósito.

Pensando en Courtney, perdí el hilo de la conversación. Eden estaba chasqueando los nudillos. A partir de las palabras apenas susurradas de la madre, había llenado varias hojas de notas.

—¿Quién es Monica? —preguntó Eden en voz baja. Eliza Turner se mordió los labios. Respiró hondo y suspiró. La pulsera de oro que había aparecido en la caja junto con el cuerpo de Courtney estaba en el centro de la mesa, metida aún en su bolsa precintada.

—Tenemos otra hija, dos años mayor que Court —susurró Eliza, al tiempo que lanzaba una mirada a su marido—. Derek y yo llevamos peleándonos desde entonces… desde aquella noche. Mandamos a Monica con la madre de Derek. En Richmond. Para que… Ya me entiende. Para que…

—Para protegerla —dijo Eden.

—A veces Monica y Court se intercambiaban pulseras. Tienen dos que son iguales. No sé por qué lo hacen. —Eliza aspiró por la nariz—. Siempre lo han hecho.

Reparé en el uso del tiempo presente por parte de la madre. Me daban ganas de morderme las uñas. Miré a mi alrededor, me fijé en los retratos que había estado evitando examinar y vi que, en efecto, había dos hijas. Se parecían tanto que la primera impresión era que se trataba de una amplia colección de fotos de orla escolar, de instantáneas del grupo de danza y de retratos sonrientes de Navidad de una única jovencita. Courtney y Monica eran como dos gotas de agua. Solo había un par de fotos de ellas dos juntas y parecían gemelas.

—Ninguna de las otras víctimas llevaba encima joya alguna —dijo Eden con delicadeza—. No tenemos ni alianzas, ni pendientes ni piercings. ¿Se les ocurre alguna explicación de por qué Courtney tenía aún esta pulsera cuando la encontramos?

Eliza y Derek se miraron. Él se encogió de hombros.

—Las niñas cuidaban mucho estas pulseras. En Court casi era paranoia. A lo mejor la… la escondió del hombre. No sé.

—Eso parece indicar que sabía lo que estaba pasando. Que se sintió amenazada —dije yo.

—Qué horror. —Derek se frotó los ojos.

—Derek, usted es el padrastro de las niñas, ¿no es así? —preguntó Eden.

—Sí.

—¿Dónde está el padre biológico?

—Falleció. En 1998 —intervino Eliza—. Un ataque al corazón. Monica tenía cuatro años cuando Derek y yo nos casamos. Courtney tenía dos.

Eden continuó escribiendo.

—¿Alguna vez tuvo problemas con las niñas, Derek? —pregunté.

—¿Tiene eso importancia?

—No estoy dando a entender nada. Si mi intención fuese irritarle, lo habría notado usted enseguida. Tener problemas con un hijastro es lo más normal del mundo. Solo estoy tratando de hacerme una idea de su relación.

—Las dos se lo tomaron bastante bien —respondió Derek suspirando—. Eran muy pequeñas como para que realmente fuese un problema. Courtney me plantó cara hace unos años diciendo que yo no era su padre, pero… supongo que entraba dentro de lo normal.

—¿Vieron a alguien sospechoso merodeando por el vecindario o en el entorno de su casa los días previos a la desaparición de Courtney? —pregunté yo—. ¿Recibieron alguna llamada telefónica extraña?

—No.

—Mis colegas me informan de que se mudaron ustedes a este barrio hace solo unos meses —dijo Eden, echando un vistazo a sus apuntes—. Las niñas empezaron en un cole nuevo. ¿Alguien del colegio con quien tuviesen algún tipo de problema?

—No, nadie. —Eliza aspiró por la nariz—. Todo el mundo se ha portado de maravilla. Todos los vecinos…

—Estas preguntas ya se las contestamos a los de Desaparecidos —murmuró Derek.

—Lo sé. Pero tenemos que volver a hacerlas, por si recuerdan cualquier detalle nuevo.

—El grupo sanguíneo de Courtney era cero negativo —dijo Eden con tacto—. Es relativamente poco frecuente. Si tuviesen que hacer una lista de personas que conocían ese dato, ¿por quién empezarían?

—Madre mía. No sé.

—Inténtenlo —dijo Eden—. Lo mejor que puedan. Tómense su tiempo.

Eden le pasó la libreta a Eliza. Ella le echó una ojeada y se levantó de su silla para dirigirse como borracha a la cocina.

—Voy a hacer té —anunció—. Deberíamos tomarnos un té.

 

—Qué duro —comenté. Íbamos en el coche. Había escampado y el sol de la tarde brillaba rojo entre los carteles publicitarios que anunciaban la construcción de unos bloques de apartamentos en unos terrenos cercados con vallas. Me había ofrecido para conducir, pero Eden dijo que le gustaba. Podía entenderlo. Concentrarse en la carretera. Evitar contingencias y obstáculos. Analizar y adelantarse a las acciones de los otros conductores. Todo menos pensar en el sufrimiento de una hija. Todo menos pensar en los años de vida por delante sin ella.

—Por dinero o por amor. ¿Cómo lo ves? —dijo Eden al cabo de un rato.

Medité la respuesta. ¿Cuánto sacaba nuestro asesino por ofrecerles una vida nueva a pacientes a un paso de desaparecer de este mundo? ¿Lo hacía porque quería sacar provecho del sufrimiento de los demás? ¿O porque experimentaba una emoción sin igual decidiendo a quién concederle la posibilidad de seguir viviendo y a quién condenar a languidecer lentamente en una clínica, a la espera del infarto o del accidente de tráfico que les proporcionaría un riñón nuevo, un corazón nuevo, un par nuevo de pulmones?

—Disfruta como un enano con todo esto —concluí—. Tiene que ser eso. Hay veinte cadáveres, que sepamos de momento. No se hace algo así veinte veces solo por la pasta. No cometes semejante barbaridad tantas veces porque es una tarea sin más.

—Me gustaría saber si los receptores de los órganos estaban enterados —musitó Eden—. Me gustaría saber qué les contaba. Fácilmente pudo inventarse un cuento chino para hacer más atractivo el trato. Si estuvieras muriéndote y yo te dijera que estoy a punto de recibir un riñón de un preso de otro país que está en el corredor de la muerte, ¿tú lo aceptarías? Es decir, ese riñón tiene que ir a alguna parte.

—Pues no lo sé.

—Llevas seis meses en la lista de espera. Diez meses. Dos años. Llevas dos años en cama.

—Tendría que pensarlo —respondí con un suspiro. Pasamos por delante de una valla publicitaria que anunciaba con grandes letras rojas unas liquidaciones por cierre del año fiscal. «¡Reventamos los precios!».

Ninguno de los dos dijo nada.

 

Jason llevaba un rato de pie en el terreno que rodeaba una casa que tenía las puertas y las ventanas cegadas con tablones. Contemplaba las montañas. Desde el corazón del polvoriento oeste se aproximaba lentamente una tormenta, y, aunque no podía verla, hacía una hora que le había empezado a llegar ese olor que estimulaba a la tierra. Y había salido a esperarla entre la hierba alta.

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