Hacker

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Capítulo 27

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Capítulo 27

Cuando por fin pudo contactar con él, Nefilim no puso ningún problema a la hora de conseguirle el jet que necesitaba para su viaje transoceánico, que fue largo y cansado. Max no solía tener grandes problemas para relajarse. Una parte de su entrenamiento en el Averno, tantos años atrás, consistió precisamente en eso: educar a su cuerpo para que ofreciera lo mejor de sí. Y eso incluía adiestrarlo para descansar siempre que tuviera oportunidad. Dylan no parecía haber tenido problemas para conseguirlo, pero el propio Max no logró descargar su mente del peso de la responsabilidad. No les quedaba mucho tiempo para solucionar aquel embrollo, y permanecer diez horas encerrados en un avión no les ayudaba en absoluto.

Pero al fin habían aterrizado y, en el aeropuerto, una cara amiga los esperaba con un coche amplio y un plan a medio trazar. Se trataba de Adam. Según decía él mismo, el mejor espía del mundo. Max esperaba, en esta ocasión más que nunca, que de verdad lo fuera.

No cruzaron palabra hasta que estuvieron dentro del vehículo. Un enorme Cadillac clásico. Para nada el tipo de coche que Adam solía conducir. Max supuso que se trataba de parte de la misión, probablemente, una exigencia del papel que estaba interpretando para La Furia.

—Aquí estamos a salvo. Yo mismo compruebo la seguridad del vehículo antes de cada uso. Estos trastos están hechos de verdadero metal y pesan una tonelada. Ya no los construyen así. Consumen tanta gasolina que no son en absoluto rentables. La única ventaja, además de haberse convertido en objetos de coleccionista, es que es muy sencillo detectar una pieza intrusa. Así que poner escuchas o dispositivos de seguimiento en estos trastos es la mejor manera de descubrirse. Estamos limpios —dijo el propio Adam.

—La verdad es que estaba pensando en lo poco que te pega este coche, Adam. La explicación, en cambio, tiene mucho sentido —dijo Dylan.

Max sonrió para sí mismo. Le gustaba comprobar hasta qué punto poseían una mente colmena y una experiencia común que los mantenía conectados.

—Digo lo mismo de vuestro equipo, Dylan.

Adam miraba a Semus por el retrovisor. Sonreía con afabilidad. Podía ser simpatía real o parte de una actuación. Con él nunca se sabía. Aunque Max creía que sí, que Semus parecía caerle bien.

—Te presento a Semus —dijo—. Es nuestro experto informático. Hay otro más, pero se ha quedado en Londres. No me habría perdonado ponerlo en peligro.

—Toei es demasiado joven, sí, pero nos habría venido bien. Y estaba dispuesto a venir. —Semus sonaba irritado. Él mismo había tenido que insistir mucho para que le permitiesen formar parte del pasaje.

—Toei es un crío —dijo Max como toda respuesta.

—Ya estamos cerca de la casa que he alquilado para esto. Se supone que vivo al otro lado de la ciudad. La Furia me conoce como Randy Meecks.

—¡Tienes valor! —exclamó Dylan—. ¿Has escogido el mismo nombre que su líder?

—Esas cosas tienen su efecto. Así nadie se olvida de mi nombre y siempre estoy en la cabeza de todos ellos. Aunque, la verdad, esperaba haber logrado algo más de lo que tengo. He conseguido infiltrarme en sus bases. No como hacker, por supuesto. Me habrían descubierto a los dos minutos de entrar. Pero hago recados, llevo mensajes y me he hecho una idea bastante clara de cómo está estructurada la organización.

—No está mal, para haber tenido un solo día —lo felicitó Max.

—Unas pocas horas, en realidad. Pero no voy a presumir —dijo Adam.

—¿Cuándo habéis estado en contacto? —preguntó Semus desde el asiento de atrás. Se sentía como si llevara semanas viajando en asientos traseros de vehículos que lo llevaban a lugares desconocidos.

—Lo llamé después de hablar con Dylan. Nuestro sistema de comunicaciones no nos permite establecer un contacto prolongado, pero también funcionamos con claves cortas. Así que no necesité exponerme mucho tiempo.

Adam detuvo el coche frente a un jardín delimitado por un pequeño seto que cualquiera podría saltar. El césped estaba bien cuidado, aunque presentaba algunas calvas aquí y allá. Seguro porque los niños del barrio se colaban allí de vez en cuando. Aquel era el tipo de vecindario, cada vez más escaso, en el que los chavales todavía podían permitirse jugar en la calle. Max esperaba que su presencia allí no alterase esa costumbre. Empezaba a estar harto de cambiar la fisonomía de los lugares por los que pasaba, y siempre a peor.

—Entrad. La casa también está limpia —dijo Adam—. Semus, yo desconectaría el reloj. He colocado un inhibidor potente y, si no lo apagas, es posible que quede inutilizado.

Semus se apresuró a seguir esa indicación. Estaba seguro de que necesitarían esa tecnología en breve.

El interior de la casa era un poco desabrido. No podían pedirle más a una casa de alquiler. Disponía de los muebles justos, pero de ningún adorno. Nada que lo convirtiera en un hogar. Tampoco hacía falta más. Su misión debía terminar antes del amanecer o sus esfuerzos no habrían servido de nada.

—Un entorno de lo más agradable, Adam —se burló Dylan—. ¿No había un tono verde que recordase más a un cadáver?

Adam no contestó. Los guio a través de un largo pasillo hasta una habitación sin ventanas.

—Esto es una caja de Faraday. O lo será en cuanto cerremos las puertas. Ningún dispositivo electrónico funciona aquí dentro. No pueden localizarnos y tampoco podemos recibir ninguna señal procedente del exterior. La verdad —dijo Adam—, es una medida un tanto extrema, pero creo que las precauciones no sobran con esta gente, ¿no?

Los otros tres asintieron.

—Pues dejad que cierre la puerta.

Los cuatro se quedaron un momento allí de pie, iluminados por unas luces led más potentes de lo que parecían a simple vista. Luego, Adam abrió un armario y les mostró sus disfraces.

—Nada de prótesis de látex esta vez —protestó Semus.

—Nada de eso —aseguró Adam—. No queremos llamar la atención y tampoco queremos que nos reconozcan. Por lo que he oído, el tráfico de Londres sufrió un par de percances durante el día de ayer. Queremos evitar que eso mismo suceda aquí. Conocen vuestras caras y, desde luego, saben quién soy yo. Necesitáis un buen maquillaje, pelucas y lentes de contacto. Eso debería bastar para que lleguéis hasta las coordenadas que os daré.

—¿Tienes una ubicación?

Max sonaba genuinamente sorprendido.

—Las tengo. Y diría que pertenecen a la sede central. He repartido correo y comida por toda la ciudad. También me han llegado rumores sobre otros centros. Pero el único lugar donde los movimientos entrantes y salientes se registran con verdadera precisión es el que os revelaré en un momento. Tiene que ser por algo.

—Eso parece.

—Jefe —dijo, y sonrió, Adam—, voy a terminar ofendiéndome si te sorprendes tanto cada vez que hago bien mi trabajo.

Max no contestó. Sacó del armario la ropa que estaba etiquetada con su nombre y comenzó a vestirse, como los demás. Cuando terminaron, parecían un grupo de trabajadores cualquiera. A Max le habían correspondido unos pantalones vaqueros y un jersey de cuello vuelto de color granate. Calzaba unos botines baratos pero muy cómodos. Un atuendo que él jamás habría elegido, por tanto, absolutamente adecuado. Semus vestía un chándal con rayas blancas a los lados de brazos y piernas. Parecía un hombre recién retirado que saliera a pasear para no perder la forma. Dylan tenía todo el aspecto de un vendedor de coches usados.

—Dejad que os caracterice. Solo necesito cambiar vuestro tono de piel. Luego poneos las lentillas y las pelucas vosotros mismos. Es un cambio sutil pero suficiente. Recordad que la misión de esta pantomima es que no os reconozcan las cámaras de seguridad públicas. Si atendemos a lo sucedido en Ámsterdam y Londres, estarán hackeadas. Que hayáis venido tres y no cuatro también ayuda. Posiblemente os busquen a todos. O, como mucho, parejas. Eso sería lo más lógico.

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