Hacker

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Capítulo 28

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Capítulo 28

La idea era caminar hasta el punto concreto que Adam les había proporcionado. Por supuesto, no estaba cerca, así que perderían una porción vital de su valioso tiempo en llegar hasta allí. El propio Adam les informó de que se trataba de una zona residencial. Lo habrían buscado en Google Maps, lo que les hubiera ahorrado una inspección de la zona a su llegada, pero la prudencia les aconsejó no hacerlo. Si aquella era la sede central de La Furia, lo más probable era que tuvieran configurado algún modo de saber si alguien husmeaba virtualmente por allí.

Así que, con información de oídas, cansados por el viaje y sin demasiadas esperanzas de conseguir su objetivo, los tres se lanzaron a las calles de Seattle. La ciudad estaba tranquila a esa hora. Algunas parejas regresaban a casa después de una cena tardía, pero, por lo demás, el tráfico era tranquilo y las aceras estaban desiertas.

—Tomaremos el autobús —anunció Max.

—Es un riesgo —contestó Semus—. Están equipados con cámaras.

Max frunció el ceño antes de responder.

—Lo sé. Pero es más arriesgado perder el tiempo. No me quito el atentado de Estocolmo de la cabeza. Esta gente no conoce el alcance de lo que está a punto de provocar; ¿recordáis a las mil personas de Edenbridge?, ¿los de la fábrica? No razonaban. Parecían autómatas. Han perdido la perspectiva y cumplirán su amenaza. De hecho, creo que no saben lo que Randall tiene preparado en realidad.

—Tiene sentido, claro. Cuanto antes lleguemos, mejor.

—Hay una parada aquí cerca.

Tuvieron suerte. Una de las líneas que se dirigía a la misma zona residencial a la que ellos iban paraba justo allí. Max apartó de su cabeza la idea de que la suerte en los pequeños detalles se convertía en mala suerte para los grandes acontecimientos.

Pagaron los billetes con dólares que Adam les había proporcionado y se sentaron juntos.

Tres paradas más tarde subió una mujer cargada con bolsas llenas de comida preparada. Max dedujo que trabajaría en un restaurante de comida rápida y llevaba la cena a casa. Una vida dura pero honesta. Personas como ella se convertirían en víctimas si ellos no lo evitaban. Semus debió de tener la misma idea, y cometió la estupidez de decirlo en voz alta.

—La pobre —comentó— no tiene ni idea de que hay bombas por todas partes. Incluso podríamos estar sentados sobre una.

Max lo fulminó con los ojos y trató de lanzar una mirada tranquilizadora a la nueva pasajera. Pero las lentillas oscuras que camuflaban sus ojos verdes le habían provocado una irritación y tenía los globos oculares enrojecidos. El maquillaje oscuro tampoco ayudaba. La mujer se cambió de asiento y sacó su teléfono móvil.

—Ahora mismo esa mujer está informando a su grupo de WhatsApp de que hay tres tipos raros hablando de bombas en el autobús. Y esperemos que solo sea eso.

Max no quería asustar más a la mujer, pero no podía dejar de mirarla cada pocos segundos. Hasta que ella se levantó de su asiento y los apuntó con el teléfono.

—¡Terroristas! —gritó. Y, de inmediato, el autobús frenó en seco. Los pocos pasajeros con quienes lo compartían los miraron como si fuesen armados con ametralladoras. Max se levantó también, para poner orden, pero ya era tarde. Aquello se había convertido en un caos. Así de simple resultaba sembrar el terror.

—¡No se me acerque! —gritó la mujer. Tenía un tono de voz agudo y desagradable, pero al menos no se guardaba la información—. ¡He llamado a la policía y los están esperando en la próxima parada! ¡Terroristas!

—Hay que bajar de aquí —dijo Max—. Y rápido.

Mientras hablaba sacó el arma. Una Glock 19 de fácil ocultación. No era la mejor manera de convencer a nadie de que no eran terroristas, pero sí la más rápida de salir de allí. Y aquel se había convertido en su objetivo principal.

—Por favor —se dirigió al conductor—. Abra la puerta y nadie saldrá herido.

Max casi rezó para que el hombre no fuera uno de aquellos hombres que, de vez en cuando, encabezaban los titulares de los periódicos. Los típicos héroes que tomaban decisiones incorrectas en medio de un atraco, cuando lo más sensato siempre era hacer caso a los que llevaban las armas y mantener un perfil bajo.

Hubo un momento de tensión.

La mujer del teléfono no dejaba de insultarles.

Un hombre, sentado en los asientos posteriores, animaba al conductor para que no abriera y siguiera hacia delante, donde los esperaba la policía.

Dylan tomó la iniciativa. Se acercó al caballero que pedía a gritos un poco de acción y le agarró de las barbas. Inmediatamente, el autobús se sumió en el más absoluto silencio.

—Creo que sería buena idea que nos dejara ir —pidió Max otra vez—. No queremos hacer daño a nadie.

En su fuero interno le habría encantado poder decirles que, en realidad, estaba allí para salvarlos.

Al hombre de la barba larga se le saltaban las lágrimas de dolor y suplicaba para que lo soltaran. Parecía mentira lo mucho que podía cambiar el discurso de una persona con un pequeño detalle.

Hacía un momento, aquel señor agitaba un periódico sensacionalista y gritaba consignas de buen ciudadano. Ahora lloraba y balbuceaba como un niño bajo la luz mortecina del autobús. En momentos como aquel, Max recordaba que sus creencias más arraigadas tenían un sentido: la mayoría de los seres humanos no merecían ser salvados. Y ese hombre era un claro ejemplo de ello.

Pero lo que importaba era que el conductor abriese la puerta, y la abrió. La mujer que había dado la voz de alarma los vio marchar con los ojos abiertos como platos y una mueca de horror y disgusto en la boca. El mecanismo hidráulico que los dejó salir aisló al resto de los pasajeros en el interior. Los tres corrieron a ocultarse entre las sombras, pero Max tuvo tiempo de ver que, dentro del vehículo, los pasajeros increpaban al conductor. Todos menos el hombre de la barba, que se había pegado a la ventanilla y escrutaba el exterior. Sin duda, temía que aquellos vándalos volvieran a por ellos.

—A partir de ahora, Semus —dijo Max—, nada de bombas, nada de peligro, nada de nada.

Semus no contestó. La regañina era innecesaria, puesto que el hombre ya sentía la vergüenza suficiente.

—Tenemos un largo camino por delante, jefe. Creo que ahorrar fuerzas no estaría de más —dijo Dylan. Solo pretendía recuperar la normalidad para el grupo.

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